Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Lisa Chaplin. Todos los derechos reservados.

CÚRAME EL ALMA, N.º 2458 - mayo 2012

Título original: The Tycoon Who Healed Her Heart

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0122-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

Región de Graubünden, Alpes Suizos

–LO ESTÁS haciendo mucho mejor –dijo el instructor de esquí mientras Rachel Chase se deslizaba por la pista hacia el resort Bollinger Alpine.

–No es verdad, Matt, pero gracias por insistir conmigo –con una sonrisa de agradecimiento, Rachel llenó sus pulmones del fresco aire de la montaña, apretó los labios y siguió bajando por la pista de entrenamiento. Era humillante pero no podía soltar la mano de Matt.

Probablemente no tenía suficiente confianza en sí misma como para esquiar pero, en todos lo demás aspectos, el resort Bollinger Alpine era el escondite perfecto. Los empleados eran enormemente amables en aquel valle llen o de lagos bajo los Alpes y se portaban con total discreción.

Cuando Max, el gerente, le ofreció refugio en un discreto chalé, Rachel había decidido aprovechar la oportunidad.

Durante una semana se había negado a deshacer las maletas, dispuesta a salir corriendo en cualquier momento. Aquella paz parecía demasiado buena para ser verdad después de los destellos de las cámaras que había soportado en Los Ángeles, cuando las mentiras de Pete aparecieron en la prensa.

Rachel se estremeció al pensar que «el doctor Pete» había pensado que la única manera de solucionar sus problemas de popularidad y agarrarse a la fama y la adulación que tanto deseaba era reunirse públicamente con la esposa a la que había denunciado como desleal.

Sin darse cuenta, se pasó una mano por la muñeca. El hueso había curado pero era un símbolo.

Una hora después de ver al médico en privado y sola para que le pusiera una escayola en el miembro roto, había cambiado la cerradura y pedido una orden de alejamiento. No había presentado cargos por compasión, porque eso hubiera destruido a Pete, pero lo haría si volvía a tocarla. Su abogado había dejado eso perfectamente claro.

Su móvil llevaba semanas apagado. Así Pete no podría utilizar el sentimiento de culpa de Rachel o incluso a su madre y hermana para conseguir lo que quería. Tenía que aprender a sobrevivir sola, sin tener que ver que su familia quería a Pete más de lo que la quería a ella.

–¿Estás bien? –escuchó una voz a su espalda–. ¿La llave no entra en la cerradura?

Rachel se sobresaltó. Aunque Pete solo la había pegado una vez antes de que lo dejase, eso había despertado una reacción nerviosa que aún no había aprendido a controlar.

Después de respirar profundamente, se volvió para mirar a una bonita morena con esa figura delgada que una vez Rachel se había matado de hambre para conseguir.

Aparte de su prima Suzie, que se había encargado de conseguirle una nueva identidad, dos pasaportes con nombres diferentes y le había dado miles de dólares que Pete no podría reclamar, los empleados del resort eran las únicas personas en las que podía confiar.

–Estoy bien, Monika –respondió, quitándose las botas de esquí.

Monika le había llevado el almuerzo. Jami y Max llegaron poco después para escuchar historias sobre su vida como la esposa de una celebridad en Hollywood. Y Rachel las contaba, aunque quería olvidarlas, porque todos ellos estaban arriesgando por ella su puesto de trabajo.

Desde la terraza, Armand miraba a la mujer que estaba hablando, con tres miembros del servicio del resort escuchándola con adoración, como si fuera una afable duquesa. La había visto intentando esquiar, fingiendo no saber hacerlo para sujetar la mano de su guapo instructor.

Había conocido a mujeres como ella antes y las despreciaba. Odiaba que usaran su belleza y sus trucos femeninos para ser siempre el centro de atención. Y ella lo hacía bien; su dulce voz combinada con esos ojos de cervatillo y una sonrisa tan grande como Texas eran un cóctel letal para los más ingenuos.

Qué pena para Rachel Rinaldi, la infame esposa del doctor Pete, presentador de un famoso programa de televisión, que él supiera lo bajo que podía caer alguien cuando la burbuja de la fama se rompía.

Él no era ingenuo o estúpido. Le habían engañado, mentido y roto el corazón años antes, pero no había dejado que nadie más volviese a hacerlo.

Y la señora Rinaldi estaba a punto de descubrir que su encanto no iba a llevarla muy lejos.

–De modo que «el innombrable» insistió en que esos diez segundos de grabación fueran cortados de la entrevista. Aparentemente, que un héroe de acción se mostrase tan humano como para tropezar en un escalón y caerse de bruces podía arruinar su carrera –estaba diciendo Rachel.

–Vaya, parece que nadie me había invitado a esta fiesta.

Las risas de sus amigos se helaron de repente y, con el ceño fruncido, Rachel se volvió para ver quién había hablado.

Un hombre alto estaba en la puerta. Sus facciones no eran clásicas, pero sus tormentosos ojos y su boca sensual compensaban por esa falta de perfección. Era muy alto, fibroso, con un traje gris que hacía juego con sus ojos.

Rachel parpadeó un par de veces. Era como si la habitación diese vueltas a su alrededor… pero eso le había ocurrido solo una vez.

«Ya no soy esa chica», pensó. Ningún hombre podía hacer que cayese de rodillas, física o emocionalmente.

De modo que sostuvo su mirada, devolviéndola con una intensidad que la mayoría de los hombres encontraba inquietante. Sí, aquel hombre sabía cómo impresionar a una mujer con una sola mirada, pero seguramente era todo teatro.

Ella conocía bien a ese tipo de hombre.

–Y es una pena, ya que yo soy el anfitrión –el recién llegado hablaba en voz baja, pero su tono no era amistoso. Sus ojos de color gris oscuro se clavaron en los ocupantes del chalé, uno por uno.

Y ella pensando que sabía cómo poner nerviosa a la gente…

–Bienvenido, señor Bollinger –se apresuró a decir Max.

Monika se encogió y Jami miró hacia la puerta como si allí estuviera el secreto de la vida.

Bollinger. De modo que aquel hombre era el propietario del resort, el hijo de un multimillonario francés y una estrella de cine suiza. Había visto fotografías de Armand Bollinger cuando estaba en la lista de los actores más atractivos del mundo, pero no lo conocía en persona.

Armand Bollinger, el hombre a quien llamaban «el lobo» por su astucia en los negocios y en su trato con las mujeres. Y ahora que lo tenía delante, entendía por qué.

Armand entró en el salón con aire dominante, aunque se dirigió a todos con exquisita cortesía:

–Me gustaría hablar a solas con nuestra invitada –anunció.

Sin decir una palabra, Max, Monika y Jami salieron del chalé. Y Rachel no podía culparlos.

–Soy Armand Bollinger –se presentó.

Su voz era ronca y profunda como el coñac. Con un traje sin duda de Saville Row y una camisa de seda, era el epítome de la elegancia europea.

¿Entonces por qué intuía una nube oscura sobre él? No parecía un cazador sino un lobo herido que intentase olvidar antiguas cicatrices por pura fuerza de voluntad.

–Encantada.

–¿La están tratando bien? ¿Necesita algo?

«No es por eso por lo que has venido».

Sus años de práctica psicológica se habían puesto en acción en cuanto lo vio, sin que lo intentase siquiera. El propietario de un lujoso resort no iba puerta por puerta saludando a sus clientes, eso era para los gerentes. Los propietarios de resorts que ella conocía podrían haber ido a visitarla si descubrían quién era, pero ellos no tendrían la expresión herida de Armand Bollinger. Bajos sus exquisitas maneras, parecía preocupado, incómodo.

«Sabe quién soy».

Eso la asustó pero no mostraría debilidad alguna. Nunca volvería a ponerse en manos de un hombre.

–Me tratan muy bien, señor Bollinger, gracias –respondió–. ¿Ha venido a pedirme que me vaya?

Armand miró a la mujer bajita que tenía frente a él, con vaqueros, jersey rosa y zapatillas del resort. Muy diferente a los vestidos de diseño y las sandalias de tacón de aguja que llevaba cuando era la esposa del doctor Pete, la belleza texana que había logrado que el programa de televisión fuera un éxito. Hasta que él la despidió. Pero tenía entendido que el programa había desaparecido de la parrilla televisiva.

Siempre le habían dicho que la cámara engordaba cuatro kilos y parecía ser cierto en el caso de Rachel Rinaldi. De hecho, si no tuviera esos ojos castaños de cervatillo o su famosa sonrisa… si no hubiera escuchado su simpático acento sureño no la habría reconocido en absoluto.

Su larga melena pelirroja había desaparecido, así como el maquillaje, los tacones de aguja, las joyas. En su lugar había un pelo muy corto, de color castaño claro, una piel de porcelana… por no hablar del brillo retador de sus ojos. Parecía pensar que quería echarla del resort, pero ella tenía que saber por qué estaba allí.

Aún no había usado la carta de la fama para conseguir lo que quería pero lo haría, pensó cínicamente. Tarde o temprano, todos lo hacían. Y esa era en parte la razón por la que él había dejado ese mundo años atrás. El mundo que una vez sus padres habían dominado.

Sí, los Bollinger habían sido parte de la jet set, de la «gente guapa».

Pero su mundo se había hundido y nadie lo sabía salvo ellos. Incluso ahora, nadie sabía la verdad sobre la muerte de su padre o sobre las cosas que había hecho, sobre la vergüenza de la familia.

–Si va a pedirme que me vaya, señor Bollinger, le agradecería que me lo dijera cuanto antes.

El tono agresivo sonaba extraño en una mujer tan pequeña y con ese simpático acento del sur.

«No le demuestres nada, no le des poder a nadie».

Había aprendido esa lección antes de que lo echaran de casa a los doce años y no la había olvidado nunca.

–Es usted una cliente, señorita Chase –replicó Armand, sin dejar de sonreír.

Su padre le había enseñado a tratar a la gente de ese modo. Él las llamaba «clases de porte», pero Armand sabía lo que eran: «muéstrate amable, compórtate de manera impecable todo el tiempo. No demuestres enfado, pena o remordimiento. Y jamás seas tú mismo».

De modo que jugaría al mismo juego que Rachel Rinaldi y vería dónde lo llevaba eso.

–Acabamos de conocernos, señorita Chase. ¿Por qué iba a querer que se fuera?

–Evidentemente, está usted furioso conmigo por alguna razón –replicó ella, notablemente menos hostil.

Esta vez fue más difícil no reaccionar.

–Otra conclusión precipitada, ya que solo le he preguntado si necesitaba algo.

–Está mintiendo –Rachel señaló sus ojos–. ¿Lo ve? Ahí está otra vez, es como un relámpago tras las nubes.

–No sé a qué se refiere.

–A esa mirada de furia que intenta esconder. Está enfadado conmigo, aunque no sé por qué. Dígamelo, cuanto antes se lo quite del pecho, mejor para todos.

Diseccionado en tres frases, Armand se quedó sin habla. Él no estaba acostumbrado a eso. Que los clientes fueran groseros era algo que podía tolerar. El desdén y las continuas exigencias de los muy ricos eran algo habitual para él. Pero siempre se mostraba impecablemente amable con todos, el perfecto caballero.

El lobo lideraba la manada y nadie le hacía perder la sonrisa, nunca.

¿Cómo podía aquella extraña tirar las barreras que tan cuidadosamente había levantado a lo largo de veinte años?

Estaba riéndose de él, pensó Armand. Pero nadie había sido capaz de ver lo que había detrás de esa sonrisa amable desde que lo enviaron a un internado a los doce años.

El día que le rompió la nariz a su padre de un puñetazo.

El día que su mundo de fantasía había quedado expuesto por la mentira que era. El día que sus hermanas perdieron la inocencia. El día que lo perdieron todo. Aunque habían vuelto a relacionarse tras la muerte de su padre, nunca había vuelto a ser lo mismo.

Armand se encontró tocando su dedo sin darse cuenta.

«Olvídalo», pensó, obligándose a sí mismo a sonreír. No iba a dejar que aquella mujer le diera la vuelta a la situación.

–Muy bien, señorita Chase… ¿o debería decir señora Rinaldi?

Ella no movió un músculo, pero en sus ojos vio algo… algo que había visto en los de otra mujer en una ocasión y no quería volver a ver nunca.

–Sabía que me había reconocido en cuanto entró en el chalé –dijo ella, con calma, casi con tono aburrido–. ¿Le importaría decirme qué es lo que quiere? Tengo cosas que hacer.

Si Rachel Rinaldi era famosa por su empatía con los extraños, él no lo veía. Pero no dejaría que lo afectase.

–Por favor, señorita Chase, haga lo que tenga que hacer. ¿Le importa si me quedo un rato?

Ella lo miró, vacilante. Estaba claro que no lo quería allí. Nunca en su vida una mujer había rechazado su compañía; al contrario, eran ellas las que lo invitaban, las mujeres quienes lo veían vacilar ante una invitación.

Armand intentó olvidar su irritación. ¿Qué le importaba? Rachel Rinaldi no era su tipo y él no estaba buscando nada. Tenía suficientes cosas que hacer en su vida como para lidiar con la exagerada sensibilidad de una mujer débil o con las demandas de una mujer fuerte.

Su última relación, si podía llamarse así, había hecho que decidiera olvidarse de las mujeres durante un tiempo. Tras su oscura y sinuosa belleza, Selina había usado lágrimas, pataletas, otros hombres y todo tipo de manipulación sexual para conseguir un objetivo: ser la mujer que domase al lobo solitario y llevara su anillo.

Casi le había sacado los ojos cuando le dijo mientras hacía sus maletas: «no me gustan las mujeres que me engañan».

–Desde luego, señor Bollinger –respondió Rachel Chase después de una pausa–. Además, me duele el cuello de mirar hacia arriba. Siéntese, por favor.

–Gracias. ¿Le apetece almorzar?

–Suelo almorzar aquí, no voy al restaurante –respondió ella.

–Entonces pediremos que nos traigan el almuerzo aquí.

Rachel quería que se fuera, eso era evidente. ¿Dónde estaba su famoso encanto?, se preguntó Armand.

Le daba igual, siempre le daba igual, pero no podía dejar de preguntarse por qué estaba a la defensiva.

Armand llamó a la cocina y, después de pedir que llevasen un almuerzo para dos personas al chalé, apartó una silla para Rachel.

–En general, solo se sirven almuerzos en las habitaciones.

–¿Por qué? –preguntó ella–. ¿Este chalé no está reservado para los clientes?

–Pensé que el gerente se lo habría dicho: este chalé es solo para mí y para mis amigos, ya que es mi casa.

Si había algo con lo que no había contado para hacer que perdiese la compostura, era aquello.

Rachel se puso pálida.

–Oh, no… lo siento. Yo no sabía…

No, no podía ser tan buena actriz.

–¿Quiere decir que Max no se lo contó cuando la acomodó aquí?

–No, tal vez olvidó decírmelo. Pero no es culpa de Max. Me lo habría contado, pero yo insistí tanto… por favor, no culpe a Max, señor Bollinger. Ha sido culpa mía. Vi el chalé apartado del hotel y…

–Convenció a Max, ya veo –Armand intentó disimular una sonrisa.

Media hora antes podría haberlo creído, pero se daba cuenta de que Rachel no intentaría imponerse a nadie. Él no tenía un título en psicología pero su profesión requería habilidad para entender la naturaleza humana y había algo que lo turbaba sobre Rachel Chase-Rinaldi.

–¿Sabe que otros clientes se quejan de que no están siendo bien atendidos mientras al menos tres miembros del equipo vienen aquí a escuchar sus historias de Hollywood?

Rachel se pasó la lengua por los labios, mirando alrededor como si allí pudiera encontrar una respuesta. Parecía un cervatillo cegado por los faros de un coche, pensó Armand.

–Ha sido culpa mía. Me sentía sola y… sus empleados han estado haciendo lo que dicen los folletos del resort: prestarme una atención personal.

Parecía estar sinceramente intentando encontrar una excusa para sus empleados y no podía mirarlo a los ojos como había hecho mientras estaba plantándole cara.

Aquella no era la mujer que había visto en televisión, la que siempre tenía la palabra adecuada, la que siempre sabía cómo consolar a los demás. ¿Cuál de las dos era la mujer real y cual la falsa?

–Entonces los felicitaré pero esta situación tiene que cambiar, señorita Chase. Es inaceptable para mí y también para mis clientes.

Rachel se levantó bruscamente, pálida pero decidida.

–Por supuesto, lo entiendo. Me iré en el primer tren. ¿Sabe si sale alguno esta noche?

Armand tuvo que aclararse la garganta. Nada estaba yendo como él había esperado. No había ninguna sensación de triunfo en echar de allí a una mujer que parecía un cervatillo.

–No tiene que irse, señorita Chase. Si la mudamos a una suite esta noche, cuando nadie la vea, la mujer que estaba aquí desaparecerá y usted será solo una cliente más.

Ella negó con la cabeza.

–Creo que es mejor que me vaya. Ya he causado suficientes problemas para Max y el resto de los empleados.

Armand no sabía qué lo hizo cambiar de opinión repentinamente. Tal vez su mirada sombría, el miedo que intentaba esconder o su determinación. Pero el muro que la rodeaba estaba cayendo y Rachel con él.

No tengo dónde ir, le decían sus ojos. Como su madre el día que su padre había enviado a Armand al internado. Como la noche antes de que se fuera de casa, cuando la había visto recibir los golpes por él.

–No tiene que irse, señorita Chase –dijo abruptamente–. Quiero hacerle una proposición.

CAPÍTULO 2

RACHEL lo miró, perpleja.

–¿Qué ha dicho? –dijo cuando pudo encontrar su voz.

Y, por primera vez, en los ojos de Armand Bollinger vio un brillo de humor.

–Debería haber dicho: una proposición de negocios. Perdone la confusión, señorita Chase.

Estaba riéndose de ella por pensar que podría sentirse atraído, pensó Rachel, sintiendo que le ardían las mejillas.

–Siento haber pensado que… en fin… olvídelo.

–La palabra «proposición» puede tener doble sentido, lo comprendo.

En ese momento sonó un golpecito en la puerta y Armand se levantó.

–Iré yo –dijo Rachel, corriendo hacia la puerta.

–Entonces, la acompaño.

Armand tomó la bandeja del almuerzo que habían llevado dos empleados y, después de darles las gracias, cerró la puerta.

–He pedido vino blanco. ¿Quiere una copa? –le preguntó.

–Sí, gracias. Pero me ha parecido ver gente mirando desde la terraza del hotel.

El señor Bollinger asintió con la cabeza.

–Mis clientes habituales deben saber que alguien importante se ha instalado en mi chalé, pero no había nadie con un teleobjetivo así que dudo que hayan visto nada. El chalé está a trescientos metros del hotel… y eso me lleva a retomar nuestra conversación. Tenemos un problema que nos concierne a los dos y debemos encontrar una solución satisfactoria para ambos.

Rachel inclinó a un lado la cabeza.

–¿Por qué mi presencia es un problema para usted?

–Yo no traigo amantes al hotel, señorita Chase.

–Ah, ya veo.

El lobo solitario no quería complicaciones, estaba claro.

–Imagino que será peor para usted, con su marido diciendo públicamente que se han reconciliado. Las fotografías en las que aparecen juntos son evidentemente un engaño ya que él está en Los Ángeles y usted aquí.

Si había una pegunta en esa frase, ella no estaba dispuesta a contestarla. Rachel tomó el tenedor y empezó a comer su ensalada.

–Muy bien, entiendo que no quiera contármelo –dijo él entonces–. Pero no puede seguir escondiéndose.

–Yo no me estoy escondiendo.