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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Lisa Chaplin. Todos los derechos reservados.

EL MEJOR PREMIO, Nº 1951 - noviembre 2012

Título original: Cinderella’s Lucky Ticket

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1202-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Trapani, Sicilia, 1853

 

Míralo, Patrizia –comentó una mujer a su vecina, señalando a un joven que caminaba por la carretera adoquinada con un grupo de amigos–. Anda con la arrogancia de quien sabe que todas las chicas pelearán por él esta noche. Se cree el joven más guapo y encantador de Sicilia.

–Bueno, quizá lo sea, Anna –Patrizia sonrió con indulgencia, observando sus andares de emperador–. Se parece a una estatua de Apolo que vi en Roma, cuando era niña. ¡Los Capriati son demasiado guapos para su propio bien! Recuerdo a su padre a su edad... ay, Vincenzo me aceleraba el corazón...

–Sí –masculló Anna con voz seca–. Enzo era un diablo guapo y engreído. Son todos iguales, estos Capriati. Pero un día pagarán cara su arrogancia y su manera de tratar a las chicas de aquí, ya lo verás.

En ese momento, una sombra apagó el sol, aunque no se veían nubes en el cielo. Las mujeres se persignaron y musitaron un «Aleluya».

–¡Giovanni Capriati! –un grito estridente resonó en la plaza, decorada con flores y banderas para el baile que se celebraría esa noche–. ¡Giovanni Capriati!

Las mujeres se estremecieron. La fiera voz era inconfundible; era Sophia Morelli, la hechicera local. Su adorada hija Giulia, una bonita adolescente, sollozaba detrás de ella.

La profecía de Anna amenazaba con cumplirse de forma inmediata. Varias personas se persignaron.

Sin embargo, el chico Capriati no volvió la cabeza, siguió caminando y riendo con sus amigos.

–Giovanni Capriati, ¡detente! ¡Escúchame!

–¿Sí, signorina Morelli? ¿Puedo ayudarla? –preguntó el joven con indiferencia. Volvió hacia ella su rostro moreno y casi demasiado perfecto.

–¡Has roto el corazón de mi hija! –gritó la mujer, con el rostro contraído por la furia–. ¿Niegas que la viste en secreto, la besaste, le prometiste tu amor y pasaste a la chica siguiente?

–¡Sólo la besé! ¿Qué hay de malo en eso? No le prometí nada a Giulia, mujer. Ni a ninguna chica. –replicó Giovanni, con la cabeza alta–. No soy tan idiota como para hacer promesas a la hija de una bruja –les comentó a sus amigos, que se rieron entre ellos.

–¡Te he oído, ragazzo! –la voz de Sophia resonó en todas las casas. Las ventanas se llenaron de rostros ávidos; era inusual que alguien se enfrentara a Sophia, que conocía las hierbas; se rumoreaba que había envenenado a su marido cuando descubrió que le era infiel–. ¡Me las pagarás por esto!

–No, mama, no... ¡no lo mates! –se oyó un gemido lloroso a su espalda–. ¡No le hagas daño!

–Pienso en ti, y en mi hermana, a la que el padre de este chico rompió el corazón –Sophia sonrió a su hija–. Los arrogantes Capriati necesitan una lección... –sus ojos destellaron con furia mientras tiraba un saquito de hierbas a los pies del chico–. Oídme todos, vecinos de Trapani. Sois mis testigos. ¡Maldigo a los varones Capriati! Desde este día se enamorarán de mujeres completamente distintas de ellos, a las que no interesarán. A pesar de su encanto, descubrirán lo que es luchar para conseguir el amor –soltó una risa–. Y no sospecharán que se han encontrado con su destino hasta que sea demasiado tarde...

–¿Eso es una maldición? –Giovanni miró a sus amigos con una sonrisa–. Mujer, has perdido el juicio. ¡No hay chica capaz de rechazarme!

Sophia sonrió y se alejó con su hija.

–Ya verás, arrogante bambino –susurró–. Arrivederci a tu corazón, jovencito. Ya verás.

Capítulo 1

 

Laboratorios Michelson. Sidney, en la actualidad

 

Si no hubiera sido por los monos, no se habría atrevido a quejarse. Pero allí estaban, ruidosos, malolientes, mimados y queridos. Ésa fue la gota que hizo rebosar el vaso. Apoyada en el umbral, Abigail Lucinda Miles sintió la ya habitual oleada de tristeza y frustración.

–Hugh, no estás listo –le dijo al hombre que llevaba puesta una arrugada bata de laboratorio y se inclinaba sobre la jaula de sus adorados chimpancés.

Su prometido se sobresaltó y vació el contenido del cuentagotas de golpe. Se volvió hacia ella. Su rostro bronceado y sus brillantes ojos azules expresaron frialdad y descontento.

–¿Recuerdas que este experimento es vital, y que cada gota de perfume cuesta cientos de dólares?

–Sí, lo sé, Hugh –ella suspiró–, pero hemos quedado con nuestros padres dentro de una hora, en Bringelly, para hablar de la boda...

–¿Qué...? –él dejó caer una gota en una bandeja, su cabello rubio resplandecía como el de un dios vikingo–. Ah, sí. Se me había olvidado. ¿Crees que podrás aplazarla una hora o dos?

–No creo que les importe –replicó ella, pero le resultó imposible mantener la sonrisa.

–¿Os gusta ésa, preciosos? –él, con ojos llameantes de interés, se volvió hacia los simios, que saltaban y gritaban en sus jaulas. No vio la respuesta que esperaba y soltó un suspiro–. Sólo serán unos meses más, después podremos hacer otras cosas –puso las manos sobre los hombros de ella–. Abigail, estamos muy cerca. Un paso más y conseguiremos la financiación necesaria, y yo podría...

–¿Casarte? –preguntó ella, sin esperanza.

–¿Te he tenido abandonada otra vez? –le dio un beso en la nariz–. Pensé que entendías por qué he tenido que concentrarme en esto durante los últimos meses. Lo siento, cariño. Me tomaré el sábado libre y lo dedicaremos a la boda.

–¿En serio? –los ojos de ella se iluminaron–. Te enseñaré mi vestido. Es de tul blanco, con una diadema preciosa, y encontré una floristería...

–Ya entiendo por qué estás tan batalladora hoy –apretó sus hombros, irrumpiendo en sus sueños con tierna impaciencia–. A veces me asustas. Cambias como el doctor Jekyll y mister Hide. Otra vez estás dejándote llevar por ese ramalazo Lucy.

–Bueno, es mi segundo nombre... Abigail Lucinda –sus mejillas se encendieron. Se negó en rotundo a avergonzarse como le ocurría cada vez que Hugh o sus padres se burlaban de ella por su «ramalazo Lucy».

–Pero no te va bien. Mi Abigail es callada, modesta y sensata... como tú. Con esa actitud «Lucy» te vuelves ilógica e indomable, y piensas en tonterías. Yo sé lo que nos conviene, ratita. Una boda sencilla en casa, sin vestidos aparatosos, ni líos, y concentrar nuestro esfuerzo y dinero en el experimento –guiñó un ojo y le dio una palmada en el trasero–. Te aseguro que llegaré a la iglesia a la hora.

–No habrá iglesia –farfulló ella–. No me gusta la religión estructurada. ¿No sabes eso de mí, Hugh? ¿Me ves a mí alguna vez?

–Mmm, hum –Hugh, tomando notas sobre la reacción de los chimpancés, no alzó la cabeza.

–Hugh, ¿quieres casarte conmigo, o sólo te intereso porque soy la hija del catedrático Miles? –las lágrimas le quemaron los ojos.

–Un momento, cielo, espera que acabe estas notas... –garabateó un rato más y luego la miró con una sonrisa tensa–. ¿Qué decías?

–Nada, Hugh. No es importante –musitó ella, sabía que eso era justo lo que él deseaba oír. Bajó el rostro para ocultar su confusión y dolor.

–Buena chica –su voz se tiñó de cálida aprobación–. Sé que ahora resulta duro, pero iremos de luna de miel cuando complete mi experimento y sea famoso. Iremos donde tú quieras.

–Si me hubieras apoyado con mi teoría de cultivo orgánico de manzanas en zonas áridas, ahora tendríamos dinero para... –se quejó ella, sin poder evitarlo.

–Te he dicho una docena de veces que tu idea no es viable –suspiró él–. Eres bibliotecaria. La futura esposa perfecta para un científico: tranquila y considerada –la miró impaciente–. Tengo que volver al trabajo.

Un chimpancé soltó un chillido. Él se volvió y empezó a escribir rápidamente la composición del aroma que acababa de utilizar.

–¡Sí! Sí... la combinación floral con...

Ella supo que volvía a ser invisible. Sólo veía a esos monos mimados. Un minuto después salió a la calle y fue hacia el coche. No creía que fuera pedir demasiado que participase en la organización de la boda. Jardines floridos, un coche de caballos, encaje y tul, azahar... Suspiró, perdiéndose en sus sueños. En ese momento estaba dispuesta a conformarse con que Hugh no llevase a sus monos al altar el día de la boda.

–Nunca lo conseguirás, Abigail –se burló su voz interior–. Estás condenada a pasar de niña solitaria a esposa olvidada. Has vivido en una universidad desde que naciste. No conoces a nadie, ni sabes nada del mundo, que no sea teoría o tesis. Nunca has salido de Sidney. Acéptalo, no tienes dónde ir.

Le dio una patada a una piedra, frustrada.

–Si estuviera trabajando con las manzanas, tendría algo en que pensar. Podría pagar la boda... y si financiara su experimento, Hugh me haría más caso.

Recordó lo que le había dicho su madre la semana anterior, con el habitual tono condescendiente que hacía que se sintiese infantil y egoísta.

–Su trabajo es vital, Abigail. La investigación de Hugh beneficiará a la humanidad. Intenta no pensar tanto en ti misma, querida. Sólo es una boda. Se casará contigo algún día. No me digas que no puedes esperar unos meses más... o un año.

Podía esperar, pero sería muy embarazoso tener que cancelar la boda de nuevo. Suspiró, subió a su viejo coche y encendió la radio. Cerró los ojos y se recostó.

–Ya estoy mejor. Estoy bien. Soy feliz –el mantra de la terapeuta de su madre la ayudó a controlar el pánico. Condujo en dirección a su piso, hablando consigo misma–. ¿Qué tiene de malo una boda sencilla y aplazar la luna de miel hasta que acabe su experimento? –parpadeó para evitar las lágrimas–. Celebraremos una segunda boda cuando triunfe.

Una horrible voz interior se burló de ella: «Han pasado seis años y no está más cerca de su sueño, ni tú tampoco». Agitó la cabeza, para aclarársela, salió del coche y abrió el buzón.

Se animó al ver un grueso sobre que contenía un folleto de cupones, sorteos y apuestas. Lanzó una exclamación de alegría. Leer esos folletos y soñar con ganar el premio era su fantasía secreta; una doble vida que Hugh y sus padres desconocían. Abrió el folleto.

«Felicidades a Ben Capriati, ganador del sorteo 224 de la Asociación Benéfica para la Infancia de Lakelands. Aquí está Ben ante su gran premio: una preciosa casa en primera línea de la Costa Dorada de Queensland. Ben también ha ganado dos coches de lujo, un barco y unas vacaciones en Fiji».

Miró la foto del hombre moreno y sonriente que llevaba una cazadora de cuero, vaqueros y botas. Un motociclista había conseguido su sueño. Envidió a la mujer de Ben. Tendría una casa preciosa, dos coches, un barco y un hombre rudo que la invitaría a cenar, aunque no le escribiera notas en la agenda para recordárselo...

–¡Basta! ¡Déjalo! –se dijo. Siguió leyendo.

–...con el boleto número..., ¿qué? –sacó su boleto del bolso y comprobó el número–. Pero... ése es el mío –clavó los ojos en el folleto, atónita, y volvió a comprobarlo–. ¿Ha ganado él? –gritó–. ¡Es mío! Ha ganado con mi número.

 

Minchin Hills, Costa Dorada, Queensland

 

Otro día en el paraíso...

Ben Capriati entró por la puerta trasera de su fantástica casa, sudando tras correr descalzo por la playa. Era hora de darse un baño en la piscina, después comería en la playa. Queensland, el paraíso del sol, estaba novecientos kilómetros al norte de Sidney, y a años luz de su vida habitual.

Mientras estudiaba medicina, trabajaba a tiempo parcial y realizaba frenéticas guardias en el hospital de Sidney; primero como interno y después como médico residente, se había prometido tomarse unas vacaciones cuando pudiera. Por fin era libre para iniciar su vida y ejercer su profesión en un consultorio médico en Monilough, una polvorienta ciudad de la zona despoblada del interior, al noroeste de Nueva Gales del Sur.

Disfrutaría de una semana gloriosa de sol, calor y chicas preciosas paseando por la playa. Después lo vendería todo y compraría una casa en la ciudad en la que se había ofrecido a trabajar.

Tenía el mundo a sus pies. Por primera vez en su vida, había ganado algo sin matarse a trabajar, y nadie podía quitárselo. La piscina lo esperaba. Se quitó la camiseta y agarró una toalla.

Se oyeron golpes en la puerta y giró en redondo. No podía ser un vecino; los residentes de la zona eran demasiado elegantes y refinados para aporrear la puerta así. Llegó a la inevitable conclusión: lo habían encontrado. Un atronador golpe hizo que la puerta vibrara.

–Me preguntaba cuándo apareceríais... –dijo, abriendo la puerta a medias.

–¿A reclamar mi premio? ¡Ladrón!

Esa sensual voz no pertenecía a ningún miembro de su familia. Preguntándose por qué lo llamaba ladrón, abrió la puerta del todo y miró a su propietaria.

Se quedó atónito. Esa chica desvaída y con aspecto de sirvienta no podía tener esa voz de Marilyn. No podía ni imaginarse su edad. Unas grotescas gafas oscuras ocultaban su rostro, llevaba puesto un pantalón de ciclista verde brillante y una rebeca rosa, y tenía el pelo recogido en un moño despeluchado.

–Siento mucho interrumpirlo... –dijo desde atrás un hombre de mediana edad, vestido con un traje marrón, que se retorcía las manos atribulado y nervioso.

–¿Puedo preguntar a qué se debe esto? –dijo Ben.

La chica de la rebeca agarró con fuerza una maleta de cuadros, lo apartó y entró en la casa. Se sentó en el sofá con aire retador. El que se mordisqueara una uña quitó fuerza a su actitud beligerante.

Ben alzó las cejas y echó un vistazo a la maleta apolillada, que se interponía entre ellos como un reto.

–Por favor, señorita Miles, si pudiera esperar hasta que solucionemos esto... –gimió él hombre trajeado.

La mujer dejó de morderse la uña, se quitó las gafas y cuadró los hombros, como si necesitara coraje; el moño se desintegró por completo. Una cascada de rizos oscuros rodeó su rostro, dándole un aspecto más joven.

–Claro –su voz acarició los oídos de Ben como la seda–. Esperaré, aquí, mientras lo solucionan.

–¿Puedo ayudarla? –Ben se apoyó en el marco de la puerta, disfrutando de la extraña escena. Un hombre atribulado en la puerta y una super ratita sentada en su sofá.

–Sí. Puede –la ratita lo miró con ojos azules chispeantes de indignación. Estaba arrebolada. Ben comprendió que era muy joven y no tenía un ápice de patito feo. Era preciosa–. ¡Puede salir de mi casa!

–Perdone, señorita... Miles, ¿no? Creo que ha cometido un error –frunció el ceño. La chica necesitaba terapia urgente. Centraba su ira en un desconocido, llamándolo ladrón. Debía tener delirios paranoicos.

–Yo no he cometido un error –señaló con el dedo al hombre trajeado–. ¡Ellos le dieron mi boleto!

–¿Boleto? –Ben miró al hombre, esperando una respuesta sensata. La chica de la rebeca necesitaba un tranquilizante, estaba furiosa y era irracional.

–Señor Capriati –el hombre esbozó media sonrisa–. ¿Me recuerda? Soy Ken Hill, el director de la Lotería Benéfica para la Infancia de Lakelands...

–¡Sí, claro! Su rostro me resultaba familiar –Ben se acercó y le dio la mano–. ¿Qué es esto sobre mi boleto?

–¡Mi boleto!

Él giró para mirarla y ya no pudo apartar los ojos. Quizá fuera por los alborotados rizos oscuros que enmarcaban su cara de ninfa, o los labios fruncidos que parecían necesitar un beso a gritos.

–De acuerdo, tu boleto –aceptó, para aplacarla.

–¿Ve? ¡Lo admite! –exclamó ella, triunfal.

–¡Eh! –él alzó la mano–. No admitiré nada hasta que sepa de qué estamos hablando.

–¡Me robó los premios!

–No, no –él intentó no sonreír. La chica era una loca, preciosa, pero loca–. ¿Puede explicarme cómo es posible eso, si ni siquiera nos conocemos?

–Vale, ¡es culpa suya! –señaló al señor Hill, que seguía en la puerta.

–Bueno, ejem... –tartamudeó él–, ha habido una confusión con el boleto ganador del sorteo, señor Capriati. Parece que la señorita Miles y usted recibieron el mismo número.

–¡Es mi número!

–¿Por qué no dejamos que el señor Hill se explique, antes de pelear? –Ben sonrió para tranquilizarla.

–Hemos tenido, ejem, dificultades técnicas con el sistema de distribución de boletos –dijo el señor Hill, obviamente aliviado por la intervención.

–Lo que quiere decir es que su abogado desfalcó el dinero destinado a comprar ordenadores nuevos y el sistema falló el día que emitieron nuestros boletos –volvió a intervenir la ratita.

–Ya, ya. Siga, señor Hill –murmuró Ben.

–Por desgracia –suspiró–, la señorita Miles tiene razón. Ya hemos reemplazado los ordenadores, pero el día que les enviamos sus boletos el sistema falló y duplicó doce grupos de boletos, con nombres distintos. Este fallo afectó al boleto ganador. De momento, no sabemos a quién de ustedes pertenece el premio. La señorita Miles vino a la oficina hoy...

–Para amenazarlos con una demanda –dijo ella–. No me notificaron el error. ¡Confiaban en que no lo descubriera! –alzó una ceja y el señor Hill se estremeció.

–¿Podemos dejar que el señor Hill termine de hablar? –Ben la miró a los ojos. Tenía que calmarla o era capaz de hacer cualquier locura.

La chica agitó la cabeza con rebeldía, y él no pudo evitar sonreír. Rizos oscuros y alborotados, piel cremosa y sonrosada, labios fruncidos, desdeñosos ojos irlandeses y una voz pecaminosa como el whisky contrastaban con su ridículo atuendo. Era una mujer fuera de lo común, bien vestida rompería corazones. Si tuviera que ponerle una nota de belleza, le pondría un nueve, o incluso un nueve y medio; siempre y cuando se librara de esa vestimenta propia de un bazar.

–Como no hay precedentes –continuó el señor Hill–, le expliqué a la señorita Miles que necesitamos tiempo para solucionarlo legalmente. Pero insistió en venir a la casa...

–Lo amenacé con ir a la prensa –parecía absurdamente complacida con su inventiva, como una niña traviesa–. El boleto es tan tuyo como mío. Los premios deberían ser míos. Aquí estoy y aquí me quedo. No puedes hacer que me marche –lo miró con aire entre desafiante y atemorizado, como si se sorprendiera de su propia audacia.

La boca de Ben tembló un par de veces y, sin poder controlarse, estalló en carcajadas. Ella se incorporó en el sofá y se cerró la rebeca con las manos, mirándolo con una indignación cómica y adorable.

–¿Estás riéndote de mí?

–No puedo... no puedo... –se dobló hacia delante, entre espasmos de risa. No sabía si ella encajaba mejor en un museo o en una institución mental–. Eres un escándalo, nena. Una invasora de un metro sesenta, con rebeca, y ¿dices qué no puedo hacer que te marches?

–No me trates con condescendencia, Capriati... –dijo el nombre con desprecio– ...y no me llames nena. Es un término degradante, ideado para relegar a las mujeres a objetos sexuales.

–Vale, señorita Miles –rió, divertido por su indignación y su desprecio; no estaba acostumbrado a que las mujeres lo rechazaran–. Pero parece que se te escapa un punto vital. Como yo también estoy aquí, y tengo las llaves, puedo llevarte a la puerta y ponerte en la calle.

–Inténtalo, gorila –se levantó de un salto y lo señaló con un dedo–. Te demandaré por agresión. Con el señor Hill como testigo en el juicio, ¡lo conseguiré todo! –el señor Hill palideció al oírla y fue hacia la puerta.

Ben pensó que sus vacaciones iban a mejorar mucho. El reto de una chica bonita, inteligente y desequilibrada que quería luchar con él, en vez de conquistarlo, iba a ser muy divertido. Le guiñó un ojo.

–Inténtalo. Te reto a que lo hagas.

–¿Intentarlo? Ganaré. ¡Me quedaré con todo! –espetó, temblorosa y sonrojada de ira. Sus bonitos ojos echaban chispas y llamaradas.

A él le pareció tan deliciosa que deseó rodearla con los brazos y no soltarla hasta oírla ronronear como un gatito. De pronto, se quedó atónito. Se preguntó por qué no lo enfurecía la imprevista invasión de su casa. Era una locura que le encantase la idea de pasar unos días con una chica que se vestía como un adefesio.

Ben solía fiarse de su instinto, en su profesión eso podía salvar una vida, pero la situación era surrealista. Tenía la sensación de que esa chica, esa señorita Miles, debía aparecer en su vida. Como si fuera algo predestinado, mágico...

«¡Oh, no! ¡No puede ser la Maldición Capriati!», se dijo. Llevaba toda la vida viendo el efecto de la ridícula Maldición en los hombres de su familia. En ciento cincuenta años, ninguno se había librado del destino augurado por la furiosa bruja siciliana. Maldijo a su tatarabuelo por romperle el corazón a su hija; y él acabó enamorándose locamente de una chica tímida y apocada que le hizo esperar siete años antes de casarse con él.

Pero no le había importado. Cuando un Capriati se enamoraba, siempre era de una mujer muy distinta a él, pero seguía amándola el resto de su vida.

También le había ocurrido a su padre. Dos días antes de casarse, en el ensayo de boda, conoció a la dama de honor de su futura esposa. Se enamoró locamente y lo dejó todo por ella. Ben se estremecía de horror al pensarlo. Los Capriati perdían la cabeza y el control de su vida cuando perdían el corazón. Él se había librado hasta el momento y no quería que eso cambiara.

«¡De ningún modo! No sería víctima de la maldición, y menos con una lunática como ésa», se dijo. Se enfrentaría al destino con una sonrisa, se burlaría de él.

–Entonces, nos enfrentaremos, señorita Miles. Tendremos que descubrir si esta casa es suficientemente grande para los dos.