La república fragmentada
Claves para entender a Venezuela
TOMÁS STRAKA
@thstraka

¿Bajo el signo de la virtud armada?

¿Dónde estamos?

Se escriben estas líneas teniendo como fondo el rumor de los funerales de Hugo Chávez. Determinar, por lo tanto, dónde estamos parados en momentos en los que la incertidumbre se apodera de toda la sociedad es un reto muy grande, aunque acaso nunca ha sido tan urgente. Es muy temprano para saber cuál es el estado real de las cosas. Probablemente nadie lo sepa ahora a ciencia cierta, por lo que tomar alguna distancia para ver el panorama de lejos y trazar unas líneas matrices, un poco en el estilo de la prospectiva histórica, tal vez sea lo mejor que tengamos en el momento para llegar a algunas hipótesis razonables sobre las posibles vertientes de desarrollo de la sociedad venezolana.

No se trata de futurología o de simple adivinación; ni de los métodos de carácter prospectivo que con variada suerte usan los politólogos y los economistas para proponer escenarios. Se trata de determinar algunos procesos nodales en la historia y, con base en ellos, señalar algunas tendencias que pudieran cumplirse o no de acuerdo con nuestras decisiones u otros imponderables que se aparezcan en el camino. La historia no puede hacer mucho más ya que no es una disciplina nomotética, como el fracaso de los historicismos lo ha comprobado hasta la saciedad, pero al menos es algo para comenzar.

Veamos: en estos momentos, después de una semana de multitudinarios funerales de Estado, el cadáver del presidente Chávez es llevado al Cuartel de la Montaña −como se rebautizó a la vieja Escuela Militar de La Planicie, en Caracas− para tener allí un descanso provisional (todo indica que el descanso eterno le ha sido esquivo, al menos al cuerpo) mientras se construye un mausoleo a la medida de la gloria que en él identifican sus seguidores, o resuelven cómo llevarlo al Panteón Nacional de una manera que sea más o menos legal. Por diversas razones, estos acontecimientos parecen resumir algunos de los fenómenos más recurrentes en la historia venezolana: el personalismo, el culto a los héroes y el militarismo. Un presidente invicto en cuatro elecciones −y que logró hacerse con casi todo el poder del Estado a través de una docena más de eventos comiciales− no solo se encargó de subrayar su poder usando el uniforme cada vez que pudo y aceptando que lo llamaran comandante-presidente; sino que, en vez de ser velado en el Capitolio, como correspondiera a un jefe de Estado, lo ha sido hasta hace unas horas en la Academia Militar, vestido con el uniforme patriota verde-oliva que impuso, para finalmente ser inhumado en un cuartel. ¿Qué nos dice todo esto? ¿Que estamos ante los restos de un caudillo, como insisten en definirlo incluso algunos de sus aliados, como Pepe Mujica? ¿Que se trata de un dictador con devaneos monárquicos, si comparamos su entierro con, por poner un caso, el de Rafael Leónidas Trujillo?

Las claves simbólicas de su sepelio parecen darle la razón a quienes han dicho que definir a Chávez es muy difícil. Lo hacen sobre todo sus simpatizantes, con resultados no siempre convincentes, para negar que haya sido un simple dictador o un caudillo (no todos tienen la tranquilidad de Mujica para definirlo así) o un líder comunista. En las siguientes páginas trataremos de esbozar dos aspectos −no excluyentes de otros− que nos pueden ayudar a entender al personaje, el régimen que encabezó y a la sociedad que lo aplaudió y entronizó. Primero, ciertos valores militaristas o pretorianistas que arrancan con la república y desembocaron en él; después, la manera en que se recondujeron en nuestra modernidad. La idea es ver en esto dos líneas históricas que tal vez puedan proyectarse en nuestro futuro mediato.

De dónde venimos: la virtud armada

En su famoso libro sobre los caudillos latinoamericanos, John Lynch ha señalado que muchos de los atributos de los caudillos se transfirieron a los líderes que los sustituyen en el poder hacia la década de 1930. Es una tesis que se respalda en abundantes evidencias: el clientelismo, el autoritarismo, el personalismo e incluso el uso discrecional de la violencia siguieron −y siguen− presentes, aunque con grados distintos, en los dirigentes democráticos y revolucionarios o en los oficiales de los ejércitos modernos que emergen entonces y que durante casi un siglo se han turnado, o han compartido, el poder. Lynch no redunda en explicaciones al respecto, pero no por eso es imposible inferir algunas hipótesis. Por ejemplo, que se trata de un fenómeno que hay que analizar en el marco de los valores de nuestras sociedades, en especial de los atributos que desde hacía un siglo han venido asociándose con el poder, así como a su construcción simbólica. No por cambiar de origen (en vez del éxito como caudillo, ganar elecciones o formar parte de un Ejército capaz de dar un golpe de Estado) tenían necesariamente que desaparecer: consciente o inconscientemente, muchos de los nuevos líderes sintieron que eran merecedores de estos símbolos y atributos en cuanto conductores de la sociedad, del mismo modo que muchos de los ciudadanos se lo reclamaron como quien espera que un nuevo actor desempeñe un rol ya fijado desde hace siglos.

Pero una cosa son los atributos y el Estado del caudillo que sigue al borbónico, en el que la ruptura de la estructura de poder interna −como llama Germán Carrera Damas al proceso− obligó a que el poder de un hombre y su ejército privado garantizara un mínimo de orden, para que el resto de la élite organizara una república hasta donde eso fuera posible (casos: Juan Manuel Rosas, José Antonio Páez o Antonio López de Santa Anna); y otra es el Estado pretoriano −ahora citemos David C. Rappaport, a través de Domingo Irwin− donde un Ejército profesional mantiene el control sobre la sociedad en el marco de una institucionalidad más o menos desarrollada y bajo un liderazgo de espíritu, digamos, corporativo. Por eso, aunque desde el siglo XIX se habla en Venezuela de militarismo −por ejemplo, los autores de aquella centuria definieron como Partido Militar al que le dio el golpe a José María Vargas en 1835; y también al que apoyó a Páez frente a los gobiernos civiles de Manuel Felipe Tovar y Pedro Gual− es bueno señalar que se trató, como mínimo, de militares distintos. Una cosa es Juan Vicente Gómez, que fue una suerte de supercaudillo capaz de derrotar a todos los demás, y otra el Ejército que lo hereda y que, a través de sus mandos superiores, gobierna en alianza con otros sectores hasta 1945.

Por supuesto, entre ambos se tendieron varios puentes ideológicos, como el que, siguiendo a Manuel Caballero, podríamos llamar de la virtud armada. Es una frase que paradójicamente pronuncia uno de los militares más civilistas de nuestra historia, Antonio José de Sucre, en su discurso ante la Asamblea General de los pueblos del Alto Perú el día de su instalación, el 10 de julio de 1825: «El ejército, ¡este cuerpo que justamente se ha llamado la virtud armada!». En un ensayo hoy casi olvidado, Manuel Caballero, Inés Quintero y Elery Cabrera retoman la frase para definir esa conducta en la que el valor físico para defender la república con las armas representa un mérito superior al de las otras virtudes cívicas para ascender política y socialmente que en Venezuela se impone en la Emancipación tan pronto sus primeros ensayos cívicos fracasan para hundirse en dos décadas de guerra[2]. Ya los densos −pero no por eso menos joviales− discursos de Juan Germán Roscio, las doxas razones de Miguel José Sanz, incluso las arengas de Coto Paúl carecían de sentido: frente a Monteverde o Boves la mejor, prácticamente la única forma de ser patriota (lo que era sinónimo de republicano) era tomar la lanza y saberla usar para embestir. Y no es que en el resto de las repúblicas clásicas o modernas el cursus honorum careciera de un componente militar; es que al fracasar los deseos de embridar a los jefes que emergieron de la Independencia (primero los de Bolívar en convertirlos en una casta senatorial; y después los de la llamada oligarquía conservadora para someterlos al control liberal y civil), ese componente se convirtió en el fundamental y −para ciertos casos, como la presidencia− el único a considerar.

Así, aunque el Ejército profesional surge a principios del siglo XX con el deseo expreso de diferenciarse de los caudillos, de algún modo se asumió heredero de la virtud armada. En otro estudio hemos visto la manera como Eleazar López Contreras, en su esfuerzo por dotar a ese Ejército de una doctrina que lo separara de todo lo anterior, echa mano del Ejército Libertador como claro antecedente de un profesionalismo militar venezolano. Las evidencias y argumentos que presentan son muy convincentes, pero no previó una consecuencia que esto traería a largo plazo: la convicción de que el nuevo Ejército es heredero directo del Libertador lo hace, también, heredero del derecho a seguir construyendo la república, es decir, gobernándola[3]. No se puede decir que las tendencias pretorianas que empiezan a perfilarse en las logias militares de la década de 1940 se deban a estos argumentos, pero sin lugar a dudas le sirvió como una estupenda justificación.

¿Dónde estamos? ¿Hacia dónde iremos?

Las logias militares se vieron a sí mismas como agentes de modernización. Aunque es otra característica que comparten con ciertos caudillos, los de «orden y progreso» −de nuevo una categoría de Lynch− que gobernaron a través de una especie de despotismo ilustrado (es decir, de un gobierno absoluto que impone la modernidad: el Páez de la dictadura de 1861-63, sin éxito; o los de Guzmán Blanco e incluso Gómez, con un poco más de suerte) ya actúan en una sociedad que ha cambiado. El petróleo, por una parte, la urbaniza y crea nuevas clases sociales; y por la otra, permite construir un Estado poderoso y rico. Del mismo modo, y producto de otra línea de desarrollo histórico que sabrá aprovechar estos cambios, Venezuela se va democratizando. ¿Cómo, entonces, el militarismo (o pretorianismo) pudo mantenerse e incluso reinventarse en este contexto?

Lo que hace el «Ejército del Pueblo», como se llama a sí mismo, con el «Partido del Pueblo» el 18 de octubre de 1945 termina siendo el modelo a seguir: asociarse de alguna manera con las grandes fuerzas históricas. Algunos militares lo hacen porque están sinceramente convencidos de ellas; otros solo para controlarlas hasta donde fuera posible. En 1948, un grupo de los segundos cree llegado el momento de actuar solo; lo ensaya durante diez años pero fracasa al final: para 1958 la sociedad parece rechazar tajantemente la posibilidad de un régimen militar. Los golpes que se intentan contra el nuevo régimen son derrotados política y militarmente; y poco después, con el inicio de las guerrillas, el Ejército termina de alinearse con el sistema democrático al enfrentar a un enemigo común. Dentro de los pactos formales y tácitos que se articulan entonces, jugará un papel importante. Si vemos bien, es una forma renovada de la alianza de 1945, aunque ahora ocupando los militares, al menos públicamente, un protagonismo menor. Dondequiera que la democracia moderniza −expansión educativa, industrialización, sobre todo en las áreas básicas; nacionalización de los recursos, políticas sanitarias− están las Fuerzas Armadas como aliadas primordiales. El inmenso prestigio que según todas las encuestas tenían a finales de la década de 1980 en buena medida es un reconocimiento a esta labor.

Pero no por eso desaparecen las tendencias pretorianas. Es un tema que apenas se comienza a estudiar, pero preliminarmente puede decirse que confluyeron dos tradiciones: una del militarismo tradicional, y otra de izquierda. En efecto, a partir de la década de 1970 nuevamente se reagrupan algunas logias, esta vez influenciadas por la izquierda que se traza −y con éxito− el proyecto de infiltrar el Ejército. Son logias que simplemente están esperando una oportunidad, y cuando el régimen político y el sistema socioeconómico entran en crisis a finales de la década de 1980, ven llegada la hora. Una forma de interpretar lo que pasa entre 1989 y 1998 es hacerlo como la lenta muerte de los partidos, cuyo lugar pugnan por llenar otros sectores del sistema de conciliación imperante −los medios, los empresarios, en ciertas áreas la Iglesia, incluso algunos sindicatos «antisistema», como los de la Causa R en Guayana− para que al final lo ocupe el Ejército. Incluso puede decirse que los conflictos de 2002 y 2003 no fueron sino el episodio final de esta pugna: por un lado, lo que quedaba de los viejos partidos y sindicatos, con los empresarios, los medios y una parte significativa de la Iglesia, y por el otro el Ejército y un movimiento de masas en ciernes.

Pero el Ejército no gana la partida solo, ni por sus solos métodos. Hugo Chávez y quienes lo rodean logran hacerlo porque en ellos se integran todas las líneas anteriores: por un lado, su liderazgo encarna muchos de los atributos del caudillo que jamás desaparecieron del todo, ni siquiera en la etapa de la democracia civil (personalismo, clientelismo, autoritarismo); por el otro, el valor de la virtud armada, que tampoco desaparece completamente, se reconduce por dos vías: la de declararse heredero del Libertador −lo que ya habían hecho con éxito Guzmán Blanco, Gómez y López Contreras, y en grados menores todos los demás− y la de ser militar. También logra insertarse en el modelo político haciendo del voto un arma esencial para amasar el poder (en una sociedad, claro, donde para muchos el concepto de democracia se reduce a simplemente votar). Así, de algún modo, ofrece y hace lo que los partidos hacían hasta la víspera (además, siempre tuvo el apoyo de algunos de aquellos partidos: reducirlo solo a un fenómeno militar sería un error). Por último, cuando controla al Estado, con sus inmensos recursos, le resulta relativamente controlar lo demás. Es decir, justo aquello que parecía hacer imposible al caudillo −un Estado y un Ejército poderosos− ahora apuntala su liderazgo −su hiperliderazgo− demostrando lo que tiene de ruptura, junto con lo que tiene de continuidad. Es que Chávez, hay que insistir, ya fue otra cosa: fue el control pretoriano sobre un Estado moderno y rico; pero un control bendecido por el apoyo popular. Un cesarismo moderno.

Al morir, deja un Ejército con las históricas tendencias pretorianas más afianzadas que nunca, por lo que es de suponer que se proyectarán en el futuro. Sobre todo en el marco de un control muy grande de la economía por el Estado (Estado que los militares controlan en gran medida). Pero deja también la vocación democrática, al menos la de convocar comicios, en una población que, en una mitad, admiraba el liderazgo personalista y clientelar del presidente fallecido; pero que, en la otra mitad, por todo un piélago de razones, no estuvo con él. ¿Cómo resolver eso sin un líder similar a la vista y con recursos mermados en el Estado? ¿Cómo se reconducirá a mediano plazo la virtud armada en el poder? Podemos intuir, viendo las líneas históricas, lo que necesitaría para hacerlo (un Estado con músculo, un líder con los atributos del caudillo); pero no está tan claro cómo lo va a conseguir, si es que lo consigue.

Sabemos que las líneas anteriores tienen mucho de generalización, que cada idea acepta matizaciones y el contraste de otras variables; pero, escritas en medio de las turbulencias que están en pleno desarrollo, esperamos que sirvan al menos para comenzar la discusión.

Simón Bolívar analytic, n.º 28, enero-marzo 2013, pp. 26-31

Notas

1. La primera versión de este texto es de 2011.

2. Manuel Caballero, Inés Quintero y Elery Cabrera, «De la antimonarquía patriótica a la virtud armada: la formación de la teoría política del Libertador», Episteme, Revista del Instituto de Filosofía, n.º 5-6, Caracas, 1986, pp. 9-40.

3. T. Straka, «Guiados por Bolívar. López Contreras, bolivarianismo y pretorianismo en Venezuela». Publicado en varias partes, finalmente se recogió como el capítulo V de La épica del desencanto. Bolivarianismo, historiografía y política en Venezuela, Caracas, Editorial Alfa, 2009, pp. 173-202.

Prólogo
Interpelar el pasado, mirar el porvenir

En 2005, Ramón Piñango y Virgilio Armas me pidieron algunos trabajos para la revista Debates IESA. El objetivo era abrir una publicación centrada en asuntos de la gerencia a temas más amplios, pero siempre manteniendo un diálogo con los intereses centrales de quienes habitualmente leían la publicación. Aún no tengo del todo claro por qué pensaron en mí para el trabajo, ni tampoco por qué me creí capaz de asumirlo cuando lo hice, casi con alacridad. La invitación venía del Instituto de Estudios Superiores de Administración (IESA), con todo lo que esto significaba en un contexto como el de la Revolución Bolivariana. Mientras el Estado estaba dando sus primeros pasos hacia el socialismo, que finalmente promulga en 2007, el IESA se caracterizaba (y sigue caracterizándose) por promover valores como los del emprendimiento, la eficiencia gerencial y la productividad. El estereotipo de «IESA boy», como campeón del neoliberalismo y villano por excelencia de la historia oficial revolucionaria, seguía flotando en el ambiente. Del mismo modo, los lectores de la revista no parecen ser un público especialmente interesado en aquello que quien escribe pudiera ofrecerles. Así las cosas, ¿qué y cómo escribir para llamar su atención y al mismo tiempo sustraerme de las diatribas políticas inmediatas?

Una primera pista me la dio el momento que estábamos viviendo. Acababa de cerrarse un ciclo de duras confrontaciones políticas (el paro y el golpe de 2002, el paro de 2002-2003, el referéndum de 2004) y todo indicaba que vendría otro de nuevas y acaso mayores turbulencias. Hugo Chávez había ganado todas las batallas y se alzaba sobre el país como un coloso eterno e invencible, al tiempo que el precio del petróleo se disparaba hasta la nubes, por lo que a las otras dos características del coloso había que sumar la de multimillonario. Ante esto, la parte de la sociedad menos entusiasmada por el proyecto chavista se hundía en la incertidumbre, cuando no en la franca angustia. Fue el momento en el que muchos voltearon hacia la historia con la esperanza de encontrar claves para entender su presente confuso. Incluso para atisbar hacia dónde podría encaminarse el porvenir. No sé hasta qué punto la historia cumplió sus expectativas, pero esa necesidad social quedó plenamente evidenciada cuando los libros de Manuel Caballero, Elías Pino Iturrieta, Inés Quintero y Germán Carrera Damas, solo por nombrar a los más célebres, llegaron a convertirse en verdaderos best sellers. Los artículos de Debates IESA debían, entonces, inscribirse en este esfuerzo. La idea era poner al alcance del lector no especializado ideas y referencias que normalmente se quedan en los círculos académicos, fomentar la reflexión y el debate sobre temas y acontecimientos que por lo general son ajenos al lector común, tender un puente entre la investigación histórica a la que me dedico profesionalmente y los problemas cotidianos de la vida venezolana. En suma, colaborar en el empeño, cada vez más amplio entre los venezolanos, de interpelar el pasado para mirar hacia el porvenir.

Durante seis años, casi de forma ininterrumpida, los artículos aparecieron en la sección «Ensayo» de la revista. No los escribí en primera instancia con la pretensión de que fueran ensayos (la palabra, básicamente por el calibre de la ensayística venezolana, me sonaba muy grande). Aunque en algunos casos recurrimos a las citas y, por formación, no dejamos de respaldar con datos concretos nuestras afirmaciones, mi propósito ha sido el de proponer ideas, el de inquirir razones, el de interpretar determinados problemas, es decir, discurrir en clave de ensayo. Siempre tomé en cuenta el ejemplo de historiadores como Caballero, Pino Iturrieta o Simón Alberto Consalvi, otro de los muy leídos autores del momento, quienes a través de la prensa destilaban y ponían al servicio de todos (Pino Iturrieta aún lo hace) muchas de las tesis a las que sus investigaciones los habían llevado. Esas investigaciones son la base de una comprensión de la realidad que los acredita para interrogarla y acaso descifrarla, pero su escritura no es la de las monografías (no en este caso), sino más bien la del periodismo. Clásicos de la ensayística venezolana como Mariano Picón Salas, Augusto Mijares y Mario Briceño Iragorry son otros ejemplos capitales de esta vocación ciudadana que debe tener el historiador. No se trata, por supuesto, de hacer aquella «historia militante» que terminaba siendo simple propaganda, o algo muy parecido a eso, de determinadas ideas políticas. Se trata de esa «responsabilidad social», como la ha llamado Carrera Damas, que lo lleva a trascender su gabinete de investigador para dialogar con el resto de la sociedad en las cátedras, en los medios, en dondequiera que pueda ofrecer ideas para alimentar el debate y la reflexión de sus conciudadanos.

El presente libro reúne una selección de los artículos de Debates IESA con otros aparecidos en el Papel Literario de El Nacional, la revista SIC, El Ucabista y Simón Bolívar analytic. En un caso −«La maldición de Cirene»− se trata de un trabajo inédito. Por su parte, el título del volumen es también el de un ensayo inicialmente aparecido en SIC y recogido en esta compilación. La idea de una República fragmentada partió de lo especialmente desangelado de las fiestas del bicentenario, lo que me hizo pensar en un país que está lejos de sentirse contento consigo mismo. Aquello reflejaba una esencial incapacidad de celebrar juntos, en parte porque las visiones contrapuestas de nuestra realidad (y subsecuentemente de nuestra historia) no generaban una razón común para la celebración. Por primera vez desde que se instituyeron las fechas y fiestas patrias en el siglo XIX, estas no podían ser un lugar de encuentro. De la «ilusión de armonía» de nuestro feliz «siglo XX corto» (1930-1989), habíamos caído en algo parecido al «país archipiélago» (Pino Iturrieta dixit) que fuimos en el siglo XIX: un grupo de islas e islotes conectados en el fondo por bases geológicas comunes, pero separados por mares y vientos, en ocasiones procelosos entre sí. Islas que a veces se dan la espalda o entablan enfrentamientos. Por eso los fragmentos políticos a lo sumo son expresión de grietas más profundas, de procesos que los subyacen y que en ocasiones vienen de muy lejos. Comprenderlos en su sentido histórico, identificar lo que tienen de novedad y lo que hay en ellos de continuidades, ofrecer una imagen de conjunto, descubrir si responden a un sentido es lo que hemos intentado en estos ensayos. Es de eso de donde viene el subtítulo, que también es el título de un trabajo aparecido en Debates IESA. No solo se trata de un guiño y un tributo a la Comprensión de Venezuela de Picón Salas, que también es una compilación de textos escritos con objetivos similares y en un entorno de crisis tanto o más angustiante que el actual (esa Venezuela de la apertura de 1936 a las primeras elecciones universales de 1946). Al mismo tiempo es el resultado de una de las labores en las que la «responsabilidad social» del historiador me ha hecho más requerimientos: el dictado de talleres para ciudadanos interesados (y muy preocupados) por lo que está pasando, jóvenes políticos de escuelas de líderes e incluso para un grupo de estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México, de diversas carreras y posgrados, quienes estaban haciendo sus tesis sobre Venezuela y necesitaban un abecé del país.

Nuevamente le debemos a Virgilio Armas, con su ojo de editor, la propuesta inicial de hacer esta compilación. Reunir unos textos sueltos escritos para diversas ocasiones y publicaciones requiere cierta justificación. Ya habían cumplido −bien, regular o mal− la misión a la que estuvieron destinados, respondiendo a los acontecimientos de la hora (¡que en Venezuela han sido tantos!). No obstante, mucho de lo escrito en ellos mantiene vigencia, en parte porque los fenómenos analizados siguen siendo, al menos en esencia, los mismos. Que varios sean usados como textos de cátedras universitarias, tanto de pregrado como de posgrado, demuestra la pertinencia de reeditarlos. No siempre es fácil conseguir las revistas en las que aparecieron inicialmente publicados.

Por último, ya que todo libro es en alguna medida un logro colectivo, resulta obligatorio agradecer a quienes nos impulsaron a escribir la mayor parte de estos textos: primero que nada, a los amigos del IESA, Virgilio Armas, Ramón Piñango y José Malavé. También a la multitud de personas en cuyas conversaciones encontré ideas o datos que me resultaron claves para escribirlos. Un especial agradecimiento les debo a los alumnos que soportaron la primera elaboración −esquemática, oral, acaso presentada en diapositivas− de mucho de lo acá expuesto. No pocas veces realizaron observaciones esclarecedoras que afinaron mis propuestas o me hicieron enmendar el camino. A la Universidad Católica Andrés Bello, que para mí siempre han sido un soporte para escribir, le debo una palabras de gratitud, así como a Ulises Milla, por acoger con entusiasmo la propuesta de esta edición y, muy especialmente, a mi esposa, Marianne Perret-Gentil, quien tiene el suficiente amor para aguantar las horas de incesante tecleo en la computadora, sonido que a veces la hace acompañar mis desvelos. A todos ellos, muchas gracias.

Caracas, marzo 2013 / agosto 2014

La larga tristeza

Dos jóvenes venezolanos intercambian opiniones sobre su patria. Luis Heredia, como tantos otros, decidió emigrar a Europa y ahora vive en Francia. Ernesto Gómez, su amigo, sigue en Caracas y solo sueña con imitarlo. Por eso está ávido de información. Quiere saber cómo es todo por allá, compulsar posibilidades, verificar ilusiones. Las noticias que tiene de Heredia dibujan un cuadro inacabable de felicidad (salidas, espectáculos, fiestas) que anhela para sí y le hacen incomprensibles las reservas que poco a poco este le va confesando. Hay tardes en las que Heredia se pone filosófico: dice que después de todo París no es como la pintan, ¡ni siquiera las muchachas son tan bonitas! (tal vez demasiado flacas para su gusto). Hasta síntomas de mal de patria comienzan a darle. En ocasiones le aflora algo que se parece al remordimiento por no hacer algo a favor de los suyos. Incluso lamenta que tantos jóvenes quieran marcharse, como lo hizo él. Por supuesto, a Gómez aquello le parece insólito. Sospecha que son solo poses para no causar envidia o excusas para calmar su conciencia. En una revolución, con unos generales que se reparten el botín de las arcas nacionales, un entorno y unas gentes tan mediocres, nada puede ser digno de añoranza. Lo increpa. Casi lo insulta. No hay caso. Al final logra irse y no lo piensa dos veces. Se va. Es el signo de un tiempo y, como en las siguientes páginas esperamos demostrar, lo es también de aspectos sustantivos de su nación. De lo que ha querido ser y de lo que efectivamente logró alcanzar.

Sobre la tristeza

El diálogo anterior, contra lo que pudiera pensar el lector, dista de ser actual. Heredia y Gómez son personajes de un cuento ambientado en 1898 (su telón de fondo es la guerra hispano-norteamericana y la Revolución de Queipa) y escrito algunos años después. Su título es «Viejas epístolas» y el autor es Pedro Emilio Coll, quien sabía bien de lo que estaba hablando. En su juventud fue de esos muchachos del fin de siècle quienes, después de abrigar grandes esperanzas políticas y estéticas (sobre todo estas, comoquiera que se atrevió a las filigranas del lenguaje modernista), desembocaron en el ánimo del Finis patriae expresado por su contemporáneo Manuel Díaz Rodríguez como único destino para su generación y para su país. Y así, como el Alberto Soria de sus Ídolos rotos, solo hallaron un remedio en la emigración.

Pero Don Pedro Emilio, como la mayoría ellos, no pudo irse. Terminó sus días en el peripato del que entonces era escenario la plaza Bolívar y su vecina cervecería Donzella, como encarnación de la ironía, de cierto descreimiento, de la nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue. Hoy se le recuerda por «El diente roto», esa metáfora de la medianía nacional que por algo se hace leer en todas las escuelas (y que en vida tantos dolores de cabeza le produjo) y, entre los caraqueños, por un famoso liceo en Coche. Situación que acaso lo haría sonreír una vez más, acomodarse con gesto amable el sombrero y tomar notas para otro cuento o ensayo; sobre todo ahora, cuando en las clases altas y medias volvemos a encontrar jóvenes tan desesperados como él lo fue en sus días, en una especie de encuentro entre dos finales de siglo que en esta y otras tantas cosas se parecen tanto que harían pensar en cierto inmovilismo, en algún tipo de conjuro de estancamiento del que fuimos posesos en los cien años que mediaron entre ambos.

Sin embargo, fue justo al contrario: pocas etapas resultaron tan movidas y presenciaron cambios tan dramáticos como los ocurridos en la pasada centuria. De hecho, el tono de los escritores que median entre los decepcionados modernistas y positivistas y eso que hoy algunos llaman la «literatura del exilio» (nombre no del todo apropiado porque no se trata de un exilio en toda ley: casi todos son autoexiliados o simples emigrantes en busca de un futuro mejor, no pocas veces subsidiados por sus familias), es decir, de aquellos que escribieron más o menos de 1930 al año 2000, fue distinto: aunque no dejaron de acusar lo que de falso y contradictorio tuvo un país en el que todo comenzó a salir bien, sospechosamente bien, su talante con respecto a él cambió de manera sustantiva. Hasta en las almas carcomidas y en los destinos fallidos de Venezuela que generalmente nos dibujaron, se atrevieron a atisbar desenlaces optimistas (como el de Doña Bárbara). Por muy duras que fueran las novelas de Miguel Otero Silva que narraron el paso del país rural al petrolero, o que resultara País portátil (1967), de Adriano González León, en ninguna se encuentra esa melancolía que flota como un sopor y lo impregna todo como en «Lorena llora a las tres», de Miguel Gomes (2010).

Probablemente en González León hay más rabia que tristeza (aunque de esta también hay); encontramos soñadores que quieren otra realidad y que sistemáticamente se estrellan contra ella; pero no por eso carecen −autores y personajes− de un deseo más o menos disimulado de despertar a la sociedad y hacerla tomar las riendas de su porvenir. Es decir, alguna esperanza de que eso fuera posible. Repásese el resto de los grandes escritores y sus militancias de ese «siglo XX corto» venezolano (empleemos la categoría de Hobsbawm), desde la Generación −literaria y política− del 28 hasta aquellos autores que hacia 1990 retornaron a una actitud más bien irónica −¿desesperanzada?− con su realidad, y se hallará lo mismo: una crítica que en última instancia apuesta a conmover al lector y a salvar la sociedad, porque ambos, de algún modo, se consideraban salvables.

Incluso lo vemos en el Leoncio Martínez −con esa tristeza que solo tienen los humoristas− de «La balada del preso insomne»: «estoy pensando en exilarme / me casaré con una miss / de crenchas color de mecate y ojos de acuático zafir; / una descendiente romántica / de la muy dulce Annabel Lee, / evanescente en las caricias / y marimacho en el trajín, / y que me adore porque soy / tropical cual mono tití»; incluso entonces deja un espacio para la esperanza, y no solo porque vayan a ser sus «nietos, gigantes rubios, de cutis de cotoperiz», o porque «en un cementerio evangélico», «tenga lo que a mí me niegan: la libertad del buen dormir», sino porque con todo y el dolor no duda en el buen desenlace final: «¡Ah, quién sabe si para entonces / ya cerca del año 2000 / esté alumbrando libertades / el claro sol de mi país!».

Leoncio Martínez perteneció a aquella cohorte de hombres míticos y corajudos que lucharon por la democracia hasta lograr fundarla. Para él, como para la mayor parte de los venezolanos que vivieron las dictaduras de la primera mitad del siglo XX, salir del país fue sobre todo un castigo: el exilio, la pena de extrañamiento. Por eso, en cuanto comenzaron a tener petrodólares para abrir carreteras, fundar escuelas y rociar con ddt las regiones palúdicas, cuando compararon su paz con las guerras mundiales, cuando vieron llegar legiones de inmigrantes, erigirse rascacielos en lo que habían sido pueblones, se abandonó la idea de marcharse, ni siquiera para buscar (o traerse) a una linda y rubia bisnieta de la trágica Annabel Lee (quien por cierto, era más bien brunette, pero Leo no tenía Wikipedia para saberlo). Aunque se pasaran temporadas en Europa, bien por los exilios durante la dictadura militar, o ya por estudiar o simplemente por conocer y gozar, la idea de volver era la común. Al final del túnel, aun en los momentos más duros del «siglo XX corto» venezolano, había la esperanza de que viniera algo mejor. Pero es justo lo que no parece ocurrir cuando empezó a vislumbrarse ese soñado −por Leo y por todos los futuristas del siglo XX− año 2000. José Ignacio Cabrujas, por ejemplo, representa un retorno, en sus artículos y en su dramaturgia, a Pedro Emilio Coll: un hombre que poco a poco duda de las posibilidades del país al que tan intensamente ama como padece. La generación próxima comenzó hasta a dudar del amor. Cabrujas es el cierre del «siglo XX corto» venezolano.

De modo que, entre los modernistas de los 1890 y Cabrujas, podría hacerse un electrocardiograma con las variaciones en la potencia del optimismo, con sus elevaciones y descensos. La Lorena de Miguel Gomes está en lo más hondo. Para ella no hay remedio. Ella es un nudo permanente en la garganta, unas ganas de llorar por todo y por nada, una depresión (y el depresivo se caracteriza por no ver alternativas). Es una vida que se va desmigajando poco a poco, todos los días; una clase media que no puede más, que se va ajando como los muebles, el carro, la quinta, el matrimonio y la calle que ya nadie mantiene. Lorena llora y llora. No sabe el porqué. La suya es la tristeza de quien hunde la cabeza en la almohada y no quiere salir de la habitación. ¡Qué lejos está Lorena de Santos Luzardo o del «preso insomne»! Centrándonos en otra novela emblemática del «exilio» de inicios del siglo XXI: ¿cuál es la distancia exacta entre los dos muchachos de 1898 y Eugenia, la protagonista de Blue Label/Etiqueta Azul (2010) de Eduardo Sánchez Rugeles? Preguntar por la distancia entre los personajes de ambos textos es, en buena medida, preguntar por la que existe entre sus respectivos momentos históricos. ¿Es que de verdad el país llegó a cambiar tanto como se creía? ¿Fue que cambió en un momento dado y volvió atrás? ¿Es esta tristeza algo nuevo o es una tristeza larga, por robar una frase bolerística (porque a veces nuestra historia suena a bolero)? ¿Será que cada subida en el electrocardiograma es producto de algún embeleco? Tratemos de ver qué puede tener de proceso histórico a largo plazo.

Los muchachos de 1898 venían de una época, la de su infancia y adolescencia, en la que creyeron en un país próspero y encaminado hacia el progreso, el del guzmancismo y los años que inmediatamente le siguieron. En el electrocardiograma era un momento de elevación. Y a ellos les toca la caída en picada cuando el modelo Liberal Amarillo resulta inviable. Esto explica el giro conservador que muchos adoptan (terminarán casi todos como gomecistas); el llamado al sentido común (o al pragmatismo o a la franca resignación) con el que asumen las responsabilidades del poder cuando llegan a la edad adulta, así como su capacidad para tolerar cualquier cosa −por ejemplo, los desmanes del Benemérito− por considerarla, frente a la quiebra nacional («la decadencia», de José Rafael Pocaterra), un mal menor. Incluso explica el cinismo que al final los inocula, haciéndolos emplear su talento para justificar el orden de la Rehabilitación (y de paso, en muchos casos, aprovecharse de la feria de corrupción que significó). Se alegran con triunfos concretos: cinco años, diez años, veinte años sin guerra; mil, tres mil, los ocho mil kilómetros de carreteras que hace Gómez; el pago de la deuda; la inversión extranjera que por fin está viniendo con el petróleo. Por supuesto, también se alegran de sus cuentas en libras o en francos (y poco a poco cada vez más en dólares), sus casas-quinta con piscina, sus viajes a Nueva York, que va sustituyendo como ideal a la Ciudad Luz; sus bonitas hijas que ahora juegan tenis y visten faldas cortas: esas «lindísimas muchachas / del tiempo de ahora [...] falda corta, mejillas carmín / desenvueltas con aire sport [...] y lúbricos esguinces que impone el fox-trot», del vals al que también Leoncio Martínez −que evidentemente se ponía algo verde por las jovencitas de 1930− puso letra. Se alegran, pero dudamos que buena parte de ellos llegara a ser de verdad feliz, e incluso muchos, como acaso don Pedro Emilio −quien si bien se desempeñó como diplomático y congresista durante el gomecismo, no fue hombre de negociados ni de fortunas−, se preguntaran hasta el último día si lo mejor no hubiera sido quedarse en París.

¿Será ese el destino de la generación de los protagonistas de Blue Label/Etiqueta azul? Los jóvenes de la primera década del siglo XXI, como los que llegaron a la veintena en la última del XIX, también vinieron de una etapa −aún más intensa y larga de sesenta años de crecimiento y mejoras de la calidad de vida− en la que se creyó a Venezuela próspera (de hecho lo fue, al menos en cierto sentido: recibiendo divisas) y encaminada al desarrollo (como ahora se llama lo que hace cien años se llamaba progreso). Es la etapa que tiene su epítome en 1976, cuando Carlos Andrés Pérez, exaltado por la emoción de los precios del petróleo y la nacionalización de la industria, declara el año uno de la «Gran Venezuela», esa que −¡otra vez!− en el 2000 sería una potencia continental. El electrocardiograma del optimismo estaba en su punto más alto: justo aquel desde el que comenzaría a caer. El cuarto de siglo siguiente no fue el de la consumación de la felicidad sino el de la crisis del sistema. Las décadas de 1980 y 1990, es decir, las de la quiebra económica y los golpes de Estado, son aquellas en las que Cabrujas comienza a escribir con el descreimiento de un Pedro Emilio Coll. Y era nada más el principio. Por algo hoy, como en 1898, muchos de los jóvenes de clase media discurren como los Luis Heredia y Ernesto Gómez del cuento de Pedro Emilio Coll. Es cierto que hay otros que han escogido el camino de las luchas políticas para cambiar las cosas con una ilusión y un misticismo de las mejores generaciones de la historia. No sabemos si terminarán con una tesitura moral como la de los gomecistas o se erigirán en creadores de una nueva patria. Solo que ahora, como ciento diez años atrás, para muchos venezolanos la «visa para un sueño» empieza a significar bastante más que una canción.

Hasta acá la literatura nos ha ayudado a identificar el fenómeno. En adelante la historia nos dará algunas pistas para entenderlo, o al menos iniciar un debate para su comprensión.

Sobre las posibles causas de la tristeza

Aunque el problema de la emigración apenas llega a los debates académicos, ya hay estudios que perfilan algunas tendencias. Se ha determinado, por ejemplo, que en sus motivaciones aparecen juntas, en un primer lugar, la imposibilidad de mantener el estatus de los padres con la violencia presente desde mediados de la década de 1980, pero agudizada en los últimos años; sobre todo ella, que a veces sirve como detonante: un secuestro exprés, un asesinato cercano, un atraco en la casa son vistos como obvias y muy comprensibles señales de que lo mejor es partir. En segundo lugar se encuentra un poderoso motivo político: la desconfianza en que el régimen actual[1] pueda ofrecer alguna solución; incluso la certeza de que no solo no ofrecerá ninguna, sino de que es parte esencial del problema.

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