Enrique Martínez Lozano

Nuestra cara oculta

Integración de la sombra
y unificación personal

NARCEA, S. A. DE EDICIONES

El gozo de ser persona. Plenitud humana, transparencia de Dios.

Donde están las raíces. Una pedagogía de la experiencia de oración.

¿Dios hoy? Creyentes y no creyentes ante un nuevo paradigma.

© NARCEA S. A. DE EDICIONES, 2017

Paseo Imperial, 53-55. 28005 Madrid. España

www.narceaediciones.es

Imagen de la cubierta: IngImage

ISBN papel: 978-84-277-1499-1

ISBN ePdf:  978-84-277-1857-9
ISBN ePub: 978-84-277-2257-6

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Para Didac, Erika, Elio, Luis,

Carlos, Rubén, Daniel, Sara, Javier,

Nuria, Pablo, Joaquín, Claudio,

Gema, Inés, Violeta y Arturo:

Con el deseo de que sigáis siempre

la luz de vuestro corazón.

«En cuanto hablas de la belleza, la fealdad aparece;
en cuanto hablas del bien, el mal está presente»
Lao Tsé

«La reconciliación con la sombra sigue siendo
una de las tareas más importantes de nuestra vida...,
es el requisito para nuestro proceso
de crecimiento e integración»
Willigis Jäger

ÍNDICE

PRÓLOGO de Carmen Romero Ena

INTRODUCCIÓN

HABITAR NUESTRA CASA

Reconstruir y habitar nuestra interioridad

Autoestima, narcisismo y trabajo psicológico

Humildad, escucha del cuerpo y práctica del silencio

Los sueños, lenguaje del inconsciente

QUÉ ES LA SOMBRA Y CÓMO SE FORMA

Crisis personal y emergencia de la sombra

La sombra, mi «otro yo»

Sombra, imagen, escisión y neurosis

Génesis de la sombra, fractura del yo

CÓMO FUNCIONA Y CÓMO IDENTIFICARLA

El funcionamiento de la sombra: la proyección

Consecuencias de la proyección

Proyección, carga emocional y ansiedad

Identificar la sombra para vivirnos en verdad

Vías de acceso a la propia sombra

Análisis de las reacciones desproporcionadas y repetitivas

Atentos a nuestras reacciones

Conflictos relacionales y grupales

La dificultad de reconocer nuestras proyecciones

De un modo práctico

Guía para el trabajo personal

CÓMO TRABAJARLA

Para empezar, reconocerla

y amarla

Para dialogar con ella

El fruto: una transformación «desde abajo» y «desde dentro»

Guía para el trabajo personal

¿UNA TAREA ESPIRITUAL?

De desolaciones y demonios

Etapas de esta tarea espiritual

Ascesis versus hedonismo

Por una lectura simbólica de la Biblia

Guía para la integración de la sombra: pasos de una tarea espiritual

CONCLUSIÓN. MÁS ALLÁ DE «NUESTRA CASA»

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

Estoy absolutamente convencida de que todos estamos llamados a desplegar unas riquezas que ni tan siquiera sospechamos; estamos llamados a las alturas de la mística, a la unión y comunión con el Todo.

Desde muy niña he admirado a los místicos de todas las religiones; desde el gran sufí Rumi hasta san Juan de la Cruz sobre todo. Los veía brillar en el horizonte y pensaba que los místicos, junto con los grandes artistas y los grandes científicos son las cumbres de la humanidad. Sin embargo, yo no me excluía de esas cimas; era muy pequeño el número de privilegiados, pensaba, aunque se encontraban repartidos por todo el planeta, a lo largo de milenios, en todas las culturas y en todas las religiones.

Hoy —entre el misterio y la certeza— se me regala la seguridad de que estoy llamada a niveles de conciencia sin estrenar —«nieves no coçeadas» como escribía nuestro Gonzalo de Berceo en el siglo XIII—, a paisajes y experiencias desconocidas, «lo que ni el ojo vio ni el oído oyó» de san Pablo; lo mismo que mis amigos, mis alumnos, mis hermanos... todos llamados por igual.

Esta convicción me lleva a trabajar en esta aventura interior para quitar los obstáculos, para preparar la siembra; me lleva a «sentarme» en horas tempranas y tardías para abrirme al Absoluto. Y me lleva a entusiasmar a todos los que se acercan a mí. Es el sentido mas hondo de nuestra vida, porque no se acaba el horizonte en ser personas maduras e integradas, aunque esos niveles son previos y preciosos, sino que estamos llamados a más, pero apoyándonos en cimientos sólidos.

Pues bien, en esta situación se me regala la ayuda impagable de Enrique Martínez Lozano, un auténtico maestro y un profundo psicólogo, como demuestra este nuevo libro que sale de sus manos. Se trata de un trabajo teórico y práctico sobre la «sombra» para que, una vez acogida y superada, podamos habitar nuestra interioridad como personas completas que pueden abrirse así hacia la Transcedencia.

El autor es también un maestro de oración que va delante con su experiencia. No nos habla de «oídas» sino que ha recorrido despacio el sendero del crecimiento —y en él sigue—con muchas horas de vuelo en el silencio y en la meditación. Psicología y espiritualidad son las dos sendas (riqueza poco común) que este sacerdote turolense nos ofrece.

El texto se presenta en forma de diálogo lo cual supone un gran acierto. Yo he sido testigo de estos diálogos y llevo grabadas dentro voces variadas que aquí aparecen en letras de imprenta. Esta forma de comunicación hunde sus raíces en miles de años de historia de la humanidad; gran parte de la sabiduría perenne se ha vertido en ella: textos de la India, China, Tibet, zen japonés, sin olvidar a Platón, Plotino y a nuestros humanistas del siglo XVI; todos lo han utilizado como forma sencilla y cercana, entre la oralidad conversacional y la honda reflexión en voz alta, para transmitir experiencias muy profundas, orientaciones prácticas... ayuda, apoyo y puertas abiertas hacia lo desconocido.

Por eso, sin más autoridad que mi amistad y mi entusiasmo me atrevo a presentar este libro, a elogiarlo, a recomendarlo y a desear —como hacían los clásicos griegos y latinos al enviar sus versos— que su travesía lo lleve lejos por mares y montañas, que encienda luces en múltiples ventanas y que, en suma, ayude a ahondar y a volar.

«Sólo el que ama, vuela» escribió Miguel Hernández en uno de sus poemas para continuar: «Pero ¿quién ama? Pero ¿quién vuela?».

Este libro ha sido escrito desde el amor incondicional y con el deseo de ayudar a todos; por eso espero que allá donde llegue, ayude a levantar vuelos o a descender hacia las profundidades, que en cierta manera son la misma y única cosa. Lo deseo y lo espero con absoluta convicción.

CARMEN ROMERO ENA

INTRODUCCIÓN

Una vida espiritual no puede librarnos del
sufrimiento ocasionado por la sombra
Suzanne Wagner

Fue en un monasterio donde, hace años, tras un encuentro inesperado y nada grato con ella, empecé a poner nombre a mi propia sombra. En otro, más recientemente, me brotó la propuesta de lo que se convertiría en un trabajo grupal sobre esta cuestión. Tenía que ser también en un monasterio, en este caso la Abadía cisterciense de Santa María de Huerta, en la provincia de Soria, donde redactara estas páginas. Vaya, desde el comienzo mismo, la expresión de mi gratitud colmada y de mi afecto sincero al abad Isidoro, al prior Agustín y a cada uno de los monjes de esa comunidad viva y acogedora.

Pues bien, ¿existe alguna vinculación especial entre la vida en un monasterio y el fenómeno que designamos como «sombra»? Al menos una es evidente: cuando eliminamos compensaciones, distracciones y «diversiones», en el sentido pascaliano del término, quedamos más fácilmente a la intemperie, desnudos de defensas, por lo que percibimos todo lo que bulle en nuestro interior de un modo directo y, en ocasiones, inaplazable. Siguiendo la estela de sus antecesores que se curtían interiormente en el desierto en su lucha con los «demonios», el verdadero monje es alguien experto en su mundo interior; un hombre o una mujer de temple en la dificultad, de paz en la adversidad, de alegría en la aridez, de compasión y comprensión en todo. Es experto precisamente porque se ha visto llevado a recorrer, una y mil veces, todos los recovecos de su interior para encontrar al fin, más allá de luces y de sombras, la Presencia creadora que todo lo sostiene y vivifica. Y es sencillamente de ese modo como nos prestan a todos un servicio impagable, en nuestra búsqueda de humanidad y divinidad.

Tal búsqueda requiere, necesariamente, hacer las cuentas con la sombra, esa cara oculta de la que aprendimos a huir, pero cuyo reconocimiento no podemos seguir postergando si queremos crecer como personas completas para ser nosotros mismos. No somos «completos»; en algún momento de la existencia, hemos alejado de nuestra conciencia, sabiéndolo o no, determinados aspectos de nosotros mismos, porque no nos agradaban, porque nos hacían sufrir, o porque nadie parecía creer en ellos. Al actuar así construimos una «persona» (etimológicamente «máscara»), con la que hemos tratado de presentarnos ante los demás y con la que hemos terminado identificándonos. Pero una máscara sólo es útil en el teatro; en la vida, es sumamente peligrosa porque, aparte del gran desgaste de energía que exige el mantenerla, hace vivir en la falsedad. En definitiva, nos hace vivir incompletos. Para llegar a un «yo» realizado, debemos necesariamente recuperar aquellos aspectos que constituyen nuestra sombra e integrarlos en nuestra «persona». El conjunto de nuestra «persona» y nuestra «sombra» será un «Yo» más integrado y unificado, un Yo completo.

Sin embargo, no es fácil, ni agradable, reconocer nuestra sombra. Pasamos años condenándola en los otros, sin ni siquiera imaginar que, en realidad, eso que condenamos son nuestros propios asuntos interiores. Mientras no aparece, o mejor, hasta que no la reconocemos, somos absolutamente inconscientes de nuestros propios procesos. Por decirlo de un modo más sencillo: aunque parezca una paradoja, no reconocer la propia sombra significa condenarse a vivir en la oscuridad. Y eso es lo que nos ocurre durante gran parte de nuestra vida. Hasta que no la aceptamos, se hace imposible la unificación con nosotros mismos, el amor a los otros y el encuentro con Dios en profundidad. Por eso, aunque sea doloroso, el encuentro con la propia sombra es una gracia, un regalo. Porque, gracias a ella, avanzaremos en la verdad y en la luz sobre nosotros mismos y, en último término, en amor y unidad con todos. Podemos verla, por tanto, como una ayuda amistosa y, como tal, darle la bienvenida.

La sombra nos humaniza y, al ponernos frente a nuestras propias limitaciones, nos rebaja un peldaño y nos libera. De ahí que el trabajo con ella sea fuente de libertad y de respeto exquisito a los otros. Por todo ello, la sombra es una guía necesaria para el camino de toda persona que quiere crecer en la verdad y en la libertad. Para sentirnos completos, tenemos que pasar por el lugar oscuro que hay en nuestro interior y hacer las paces con las tinieblas si queremos acceder a la totalidad.

Con ese objetivo de crecer en humanidad, ofrezco en estas páginas una guía para reconocer, identificar y trabajar la propia sombra. El contenido se articula en relación con las preguntas fundamentales que pueden hacerse en torno a este tema: después de una primera reflexión genérica sobre lo que significa habitar nuestra casa (capítulo 1), nos preguntaremos qué es la sombra y cómo se forma (capítulo 2); cómo funciona y cómo identificarla (capítulo 3); cómo trabajarla (capítulo 4); y por fin ¿es ese trabajo una tarea espiritual? (capítulo 5).

En cuanto al método, he optado por el tipo diálogo porque, a pesar de que podía resultarme más difícil de elaborar, me parece que hace el texto más accesible y de más fácil comprensión. El lector habrá de juzgar si se ha alcanzado ese objetivo. En todo caso, quiero decir que la mayor parte de las preguntas están tomadas, en su literalidad, de las que se me planteaban en grupos en los que hemos trabajado toda esta problemática.

Debo señalar también que he tratado de escribir en espiral, ahondando de un modo progresivo en las cuestiones abordadas. Una y otra vez se retoman los temas, en nuevos niveles de profundidad, de modo que lo que aparece apenas insinuado en un lugar, puede ser clarificado y profundizado más adelante. De ahí que se repitan algunas cuestiones, en concreto aquellas que me parecían revestir un mayor interés.

Finalmente, quiero animar al lector a ponerse al trabajo de descubrir, aceptar e integrar la propia sombra, a partir de lo que nos ocurre en la vida diaria, particularmente en el ámbito de nuestras relaciones. Sólo ese trabajo, reconciliándonos con nosotros mismos y asumiendo todas las riquezas que la sombra nos aporta, será el que haga posible que podamos crecer como personas «completas».

De entrada, nos cuesta aceptar que aquello que tanto nos molesta o nos crispa de los demás forme parte de nosotros. «¡Si es algo que precisamente yo no puedo tolerar!», decimos. Y, sin embargo, todo lo que no aguantamos de los demás —y sólo lo que no aguantamos— forma parte de nuestra propia sombra. Mientras no lo reconozca, necesitaré crearme enemigos o me apuntaré a la locura colectiva que lleva a fabricar «chivos expiatorios», para poder condenar y atacar en otros lo que, inconscientemente, condeno en mí mismo. Por el contrario, al reconocerlo, podré desactivar la carga de rechazo y de condena que lleva consigo y abrirme a un nuevo modo de relación hecha de no-juicio, en línea con aquellas sabias palabras de Jesús: «¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo dices a tu hermano: “Deja que te saque la mota del ojo”, si tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver para sacar la mota del ojo de tu hermano» (Mt 7,3-5). Porque, en efecto, sólo nos crispa aquella «mota» del otro que está, aunque todavía no la veamos, en nosotros mismos.

HABITAR NUESTRA CASA

«No hay luz sin sombra ni totalidad psíquica exenta de imperfecciones... La vida no exige que seamos per-fectos sino completos; y para ello, se necesita la “espina en la carne”, el sufrimiento de defectos sin los cuales no hay progreso ni ascenso».

Carl G. Jung

Reconstruir y habitar nuestra interioridad

Pregunta: Al pretender abordar el tratamiento de la «sombra», ¿te parece bien que empecemos hablando de nuestra interioridad? En definitiva, la sombra es un fenómeno interior.

Respuesta: Sí, me parece importante, al menos por dos motivos. En primer lugar, porque creo que es muy cierta la afirmación del lama Zopa Rimpoché: «Todo aquello de lo que huyes y todo aquello por lo que suspiras está dentro de ti». Siendo así, todo lo que sea huir del interior es dar palos de ciego. Por otro lado, porque también suscribo la afirmación de Antoine de Saint-Exupéry: «No hay más que un solo problema: aportar a los hombres un significado espiritual. No se puede seguir viviendo sólo de frigoríficos, de política, de balances y de crucigramas». Hoy diríamos: no se puede vivir sólo de fútbol galáctico y de cotilleos televisivos. Con otras palabras, en un mundo chato que amenaza con ahogar lo humano, en una sociedad frívola y superficial, que quiere mantenernos en el engaño y el sopor, necesitamos volver al interior, lugar de las respuestas genuinas, para reconstruirnos desde los cimientos. Porque no conviene olvidar que lo opuesto a «interior» no es lo exterior, sino lo superficial.

Pero, ¿no da miedo ese «viaje al interior»?

Recuerdo que, en un curso sobre conocimiento y crecimiento personal, una chica joven había manifestado tener mucho miedo a «lo que fuera a encontrar». Durante los cinco días que duró el encuentro, vivió de todo, pero en la evaluación final compartió: «Ha sido sumamente enriquecedor. Voy a declarar el viaje a mi interior como “de interés turístico”». Sí, es totalmente normal que provoque un cierto miedo mirar hacia dentro, sobre todo cuando se ha vivido alejado de sí mismo o se han debido reprimir sufrimientos. Para no pocas personas, interioridad es sinónimo de dolor, y existir, sinónimo de sufrir. No es extraño, pues, que hayan debido defenderse endureciéndose y huyendo. Y cuando se ha vivido así, es comprensible que haya resistencias a entrar.

Parece que, antes o después, deberemos confrontarnos con nuestros miedos.¿No hay otro camino de crecimiento que no sea el de afrontarlos, entrando en el lugar donde viven?

No. Se pueden dar rodeos, se puede demorar la entrada, pero si realmente se quiere conectar con el «lugar» de la vida, necesariamente hay que entrar en el propio interior. De otro modo, seguiremos arrastrando nuestra existencia, sobreviviendo, pero sin lograr desembarazarnos de los miedos y sin poder experimentar la riqueza que nos habita. Como le ocurrió al «caballero de la armadura oxidada», aquella coraza que nos defendió en la guerra se habrá convertido para nosotros en una barrera que nos impida comer, beber, besar…, vivir. Como él, por tanto, necesitaremos correr el riesgo y desnudarnos de aquello que en su momento nos protegió, pero que ahora nos empobrece y puede terminar asfixiándonos.

Pero no me negarás que los miedos y las resistencias son comprensibles…

Indudablemente. Al comprometerse en un trabajo psicológico, se inicia un camino de puesta en verdad. Y un tal camino, de antemano, asusta, porque nuestra imagen idealizada, por la que hemos podido estar trabajando durante toda nuestra vida, se ve amenazada. Y, sin embargo, eso es justamente lo que debemos aceptar: que nuestro falso yo se vaya desmontando. Porque únicamente la verdad libera y hace crecer.

Poco a poco, entre miedos y esperanzas, al avanzar en ese trabajo, empezamos a comprobar que las resistencias iniciales se van trocando en descanso y en gusto profundo. Descanso, porque en la mentira, incluso aunque sea inconsciente, nunca podemos descansar; cuando mucho es sólo una «apariencia» de descanso, que la propia persona intuye como artificial y precario. Gusto, porque el ser humano, de fondo, ama la verdad.

No cabe duda de que se trata de un trabajo arduo. Pero es precisamente ese trabajo el que lo convierte en escuela eficaz de humildad y de compasión. Nadie podrá negar que el modo más rápido para crecer en humildad es el autoconocimiento.

¿Pero es un viaje a ciegas o podemos confiar?

Cuando se inicia el viaje, empiezan a suceder cosas muy interesantes (y, por cierto, a lo largo de todo el recorrido ya no dejarán de ocurrir). De entrada, suelen darse unidos el miedo a lo que se pueda descubrir y el impulso a entrar. No es extraño que ese impulso esté alimentado por la insatisfacción de un modo de vida que no da más de sí; aunque, si se observa más detenidamente, se podrá apreciar cómo, detrás de aquella insatisfacción, es la propia vida la que reclama salir a flote. En último término —y éste es ya un motivo importante para confiar—, es siempre la vida la que va a empujar en todo este viaje, desde su comienzo. Más aún, con un poco de lucidez, empezaremos a percibir que siempre, debajo de cualquier malestar o incluso de cualquier miedo, es la vida la que «grita»: un malestar o un miedo no son sino vida retenida o aplastada. Por eso mismo, en tales circunstancias conviene preguntarse: debajo de ese malestar, ¿qué es lo que en mí quiere vivir y todavía no puede?

En todo caso, para alguien que se encuentra tomado a la vez por el miedo y el impulso, resultará inapreciable la ayuda de una persona experimentada, buena y competente, que, desde una aceptación y acogida incondicional, le ayude a entrar en su propio interior y a descifrar ajustadamente lo que en él va apareciendo.

Te refieres a una ayuda profesional…

Sí, la ayuda de alguien que reúna esa doble característica: que, desde su propia solidez, pueda aceptar a la persona en su situación y que esté familiarizado con el psiquismo humano, de modo que pueda ser un guía experimentado para la travesía que se quiere iniciar.

Pero me había quedado algo por decirte. Hablaba de un miedo y un impulso simultáneos. La imagen más gráfica es la del muchacho que se encuentra ante una casona abandonada. Por un lado, le impone, la mira con recelo y a distancia; por otro, sin embargo, no puede dejar de mirarla, al tiempo que se siente atraído por descubrir sus secretos. Una vez que se decide a pasar el umbral —no digamos nada si es acompañado por alguien seguro que entiende mucho de casas grandes y abandonadas—, nota no sólo que sus ojos «se van haciendo» a la oscuridad, sino que empieza a entreabrirse alguna ventana, permitiendo que la estancia oscura se ilumine progresivamente. Y comienza a percibir que todo en ella resulta coherente. Pero las sorpresas no acaban ahí: a medida que «reconoce» una sala, descubre nuevas puertas que se van abriendo, conduciéndole a espacios que ni siquiera sospechaba.

Algo parecido ocurre con el viaje a nuestro interior. Todavía con tanteos y dudas, que no suelen ser sino expresiones camufladas del miedo, si nos mantenemos en el camino, advertiremos que una ventana se entreabre, dejando paso a nueva luz; y puertas no previstas nos muestran nuevos caminos y espacios interiores hasta entonces ni siquiera barruntados. No sólo eso: el viaje a nuestro interior, a poco que nos introducimos en él, resulta ser un viaje a nuestro mayor tesoro, a la fuente permanente de vida, de belleza y verdad. No me extraña que aquella chica, apenas haberlo iniciado, decidiera declararlo «de interés turístico». La riqueza de la vida experimentada compensa las dificultades, los contratiempos y hasta el mismo dolor que, necesariamente, se removerá al caminar.

¿Quieres decir que nuestro interior está fundamentalmente habitado de «vida»?

Así es. Claro que encontramos más cosas: hay también dolor, casi siempre vacíos, carencias, defensas, malos funcionamientos que han podido ir complicándose y anudándose a lo largo de nuestra existencia… y que pueden hacernos capaces de cualquier reacción. Pero, en lo profundo, somos vida. Lo que ocurre es que, tanto las riquezas asociadas a la vida, como nuestra identidad, nuestras capacidades, nuestras cualidades, nuestra propia dimensión de trascendencia, etc., como el dolor y los disfuncionamientos de todo tipo, suelen estar «alojados» en el inconsciente. Por eso, habitualmente, desconocemos tanto nuestra propia riqueza —por lo que nos conformamos con «ir tirando»— como la causa de nuestras reacciones desproporcionadas. El viaje a nuestro interior nos permitirá hacer luz en una y en otras, es decir, nos permitirá «ganar terreno» al inconsciente, lo cual significa crecer en lucidez sobre nosotros mismos.

Ése es, realmente, el objetivo de cualquier formación psicológica. Porque, ¿no es la lucidez la que nos va a permitir ser dueños de nuestra propia vida?

Eso es. Sin esa lucidez, seguiremos haciendo cosas «sin saber» por qué las repetimos una y otra vez. No es suficiente, ya que habrá que trabajar la curación —porque de no curar la herida, es probable que de ella continúe brotando la misma reacción—, pero es imprescindible. Y lo digo, tanto para lo positivo como para lo doloroso. Si yo no conozco quién soy en mi identidad profunda, ¿qué podré vivir? Indudablemente, el ser humano está habitado de un «instinto de vida» que le lleva a actuar en coherencia con quien es. Pero puede ocurrir que tal «instinto» haya quedado atrofiado a consecuencia de las peripecias vitales. Si la plenitud humana se va logrando en la medida en que vivimos lo que somos de fondo, conocernos en esa realidad es absolutamente prioritario. Necesitamos rescatar de la bruma del inconsciente todo aquello que nos constituye profundamente.

Si entiendo bien lo que venimos hablando, eso significa que el trabajo consigo mismo consiste, por decirlo en una frase, en reconstruir y habitar la interioridad, ¿no?

Sí, y me gusta mucho esa forma de expresarlo. Reconstruirla, porque con frecuencia la habíamos olvidado o se nos había desmoronado como la casona del ejemplo anterior; reconstruirla desde la lucidez de lo que somos. Habitarla, por una razón muy simple: porque ésa es nuestra casa. En la medida en que lo va logrando, la persona experimenta una seguridad y confianza hasta entonces desconocida: cuando habita su interior, dondequiera que esté, experimenta que se encuentra en casa. Por el contrario, todo lo que sea mantenernos a distancia de ella, implica vivir alejados de nosotros mismos. Mejor dicho, alejados de lo mejor de nosotros mismos, porque uno puede vivir en «sus» ideas, «su» rutina, «sus» costumbres, «sus» gustos, «sus» necesidades…, pero todo eso no significa «habitarse». De hecho, la oscuridad y la insatisfacción es probable que permanezcan. El trabajo interior ha de favorecer reconstruirnos y habitarnos, vivir con la sensación honda —como expresaba otra joven participante— de «estar bien plantados».

Autoestima, narcisismo y trabajo psicológico

¿No suena eso muy narcisista? Todo parece empezar y acabar en mí…

Es una pregunta muy oportuna, porque pone sobre la mesa un riesgo evidente y eso permitirá que podamos clarificarlo. Un riesgo evidente y, en nuestro ámbito sociocultural, mucho más peligroso, pues se nos inocula tan inadvertida como eficazmente, anulando incluso la misma capacidad de reacción frente a él. Me gusta citar la frase de mi admirado José Antonio Marina: Nuestra sociedad parecer ser «un agregado de ombligos reflexivos». Solemos vivirnos desde la cabeza, pero, eso sí, girando en torno a nuestro ombligo. Con parecidas palabras lo ha expresado el jesuita José Antonio García: La nuestra es la cultura de la «hiperinversión en los valores del yo». Todo, incluido lo más «sagrado» y aparentemente más noble, corre el riesgo de teñirse y quedar atrapado en las redes del narcisismo: desde el compromiso social hasta la política, desde la formación personal hasta la oración, el sujeto lúcido puede descubrir que, de un modo sutil, no hacía sino girar en torno al «yo» y sus «intereses».

Te sugiero que hagas un ejercicio simple: observa los programas de televisión con una mirada crítica. ¿No es, con mucha frecuencia, la pantalla del televisor el escaparate privilegiado en el que podemos percibir el narcisismo en su apogeo? Como denuncia, reiterada y hasta apasionadamente, Carlos Domínguez Morano —recordando cómo «el psicoanálisis nos ha mostrado hasta qué punto el ser humano encierra como una aspiración íntima y suprema la de ser dios», como sentimiento infantil de omnipotencia que arranca precisamente del propio narcisismo primero—, nuestra época parece caracterizarse por una glorificación de la individualidad que irrumpe muchas veces como una auténtica patología narcisista, que perpetúa el infantilismo y la victimización. El infantilismo como regresión a la infancia implica una exigencia de seguridad con una avidez sin límites. Sus grandes aliados son el consumo y la diversión, y su consigna: «¡No renunciarás a nada!». Libre de todo y libre para nada, el infantilismo y la infelicidad amenazan por igual al individuo contemporáneo. Todo desemboca en que el mundo tiene que funcionar como una madre omnipotente y nutricia que esté ahí para nosotros, sin que nosotros tengamos que estar en función de nada. Lo que se logra con ello es acrecentar la ansiedad para desembocar en el vacío.

Lo peor es que, como suele decirse, «llueve sobre mojado». El narcisismo es un monstruo de mil cabezas y si, además, encuentra un terreno propicio, se extiende extensa y vertiginosamente. Arraigado en la necesidad infantil de reconocimiento y en la tendencia, legítima en el niño, de ser único y ocupar el centro, se ve poderosamente favorecido por la sociedad, en tantos aspectos infantilizante, en que vivimos.

No es un cuadro muy halagüeño el que aparece.

Es preocupante. Y, de hecho, cada vez son más los educadores y pensadores en general que están advirtiendo de los riesgos que conlleva. Es necesario replantearse la tarea educativa en la familia y en la escuela. Pero, a su vez, esto no va a ser posible si no surge y se afianza un modo distinto de vivirse y de situarse en el mundo. La percepción del horizonte hacia el que nos conduce el narcisismo tendría que convertirse en motor de cambio, que nos llevara a poner medios eficaces para una transformación personal, pues también aquí «otro modo de vivirse es posible». La creciente búsqueda que se experimenta en grupos cada vez más numerosos permite soñar con la emergencia de nuevos valores.

Con todo, retomando el hilo del diálogo, por paradójico que parezca, el sujeto no podrá superar el narcisismo sin una sana autoestima. También en este campo es importante distinguir, para no tirar al niño con el agua sucia de la bañera.

¿Qué quieres decir?

Algo muy elemental. El niño necesita el amor tanto o más que el alimento, hasta el punto de que su carencia habitual le producirá trastornos difíciles de solucionar. El amor recibido, si es genuino —gratuito e incondicional—, le hará verse a sí mismo como alguien digno de ser amado, generando una autoestima ajustada, sobre la que podrá edificar todo el andamiaje de su personalidad. Una autoestima que le permitirá verse y tratarse a sí mismo y a los demás de un modo constructivo.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando no se dio aquel amor primero? Se va a instalar una carencia que condicionará dolorosa y negativamente la trayectoria vital de la persona. Sin autoestima le resultará muy difícil, si no imposible, vivir el amor auténtico: no podrá «salir de sí» hacia los otros y hacia el mundo, porque se encontrará demasiado ocupado y preocupado, inconscientemente, por su propia carencia. Y aquí reside justamente la paradoja: sólo quien está «a gusto» en su propia piel, consigo mismo, puede salir «gustoso» al encuentro de la vida y de los demás. En otras palabras, sólo quien se ama auténticamente se verá capacitado y equipado para amar limpiamente a los otros.

¿Y cuando no se vive esa autoestima?

Ahí empieza todo a complicarse. Con frecuencia, la persona, con su mejor intención y voluntad, se debate en un «querer y no poder». Quiere amar, quiere incluso desvivirse por el otro, pero se encuentra frenada o se ve desgastada en un esfuerzo titánico. Y, lo que resulta más paradójico y frustrante, si es lúcida y humilde no podrá dejar de observar que su narcisismo —la búsqueda de su propio yo—, sin ella pretenderlo, duerme camuflado en todo lo que emprende.

De nuevo nos encontramos con la paradoja. Y es de vital importancia tenerla en cuenta, sobre todo cuando percibimos posturas simplistas que, en aras de un proclamado altruismo y «olvido de sí» —lo pongo entre comillas porque existe otro modo ajustado de entenderlo—, recelan de todo lo que huele a psicología y descalifican cualquier proceso de formación personal como narcisista o, al menos, como «pérdida de tiempo» y energías que podrían aprovecharse de otro modo más positivo. Quede claro que, como veíamos antes, ese riesgo existe y hay que estar muy atentos a él, pero en absoluto invalida la necesidad del autoconocimiento y de la autoestima si queremos llegar a vivir el amor de un modo limpio y entregado.

¿Hasta ese punto?

Sin ninguna duda. Por decirlo de un modo categórico: si no me amo a mí mismo limpiamente, me amaré furtivamente.

¿Furtivamente?

La expresión la tomo del psicólogo y jesuita J. A. García-Monge. Ha sido él quien ha escrito que el amor de sí es algo más que la aceptación resignada de lo que uno es. Cuando falta este amor fundamental, que se traduce en una autocomprensión cariñosa, cálida y creativa, viene el desequilibrio y aparece el egoísmo como pobre manera de compensarme, recurriendo a un pseudoamor furtivo, centrado en el propio yo e incapaz de relacionarse de verdad con el otro.

Esto es algo que podemos observar a diario. Cuando no hemos podido desarrollar una sana autoestima, cuando no vivimos un amor sereno hacia nosotros, nos sorprenderemos buscándonos a nosotros mismos en los compromisos aparentemente más abnegados. Si miro mi propia historia, no puedo menos de reconocer, ahora con cariñosa humildad, hasta qué punto la búsqueda de mí mismo estaba detrás de una entrega a los más pobres, vivida por otro lado con la mejor intención. La búsqueda de sí mismo en la actividad, aunque sea inconsciente, conduce a «quemarse» en ella o a una acción estéril, aun siendo «brillante».

Planteémoslo de otro modo. A partir de una experiencia de años en el trabajo por ayudarme y ayudar a otros a generar una actitud constructiva hacia ellos mismos, he comprobado que la falta de una sana autoestima incluye, en mayor o menor medida, estos dos componentes: la necesidad de reconocimiento y algún (tal vez muy inconsciente) sentimiento de culpabilidad. De hecho, quien no se ve «digno» es porque no se sintió visto como tal y porque se siente «culpable»; en consecuencia, no es extraño que se embarque en un perfeccionismo exagerado.

Poco a poco. ¿Qué tiene ahora que ver el perfeccionismo con esa búsqueda de compensación a la que parece referirse lo del «pseudoamor furtivo»?

Sí, el perfeccionismo no es sino la otra cara de la culpabilidad o del sentimiento de indignidad. Imagina un niño que no se sintió suficientemente reconocido por parte de las personas afectivamente importantes para él (en particular, sus padres). Lo que queda grabado en su psiquismo, junto con la herida producida a consecuencia de esa carencia, no es el mensaje de que sus padres son incapaces de quererlo, sino más bien que él mismo no es «interesante» para ellos, en definitiva, que no es «merecedor», no es «digno». Por su propia supervivencia, el niño, en un proceso inconsciente, deberá reprimir lo ocurrido, hasta el punto de «olvidarlo». (Y, por cierto, ya que éste va a ser el tema de nuestra conversación, lo que el niño está haciendo de ese modo, sin él saberlo, es crear su propia «sombra». Pero no nos adelantemos si no queremos mezclar todo). Decía que el niño va a «olvidar» lo ocurrido, llegando en ocasiones a extremos curiosos que yo llamaría de sobrecompensación, en los que presumirá incluso de aquello de lo que careció. No es en absoluto infrecuente, en la relación de ayuda, encontrar a personas que proclaman haber tenido una «infancia dichosa», con «unos padres encantadores»…, hasta que llegan a descubrir lo que realmente vivieron.

Sin embargo, por olvidada que esté, lo cierto es que la herida no permanece «inactiva». Sigue condicionando los mensajes y las reacciones de la persona que la sufrió. Y, mientras no la afronte directamente con un trabajo sobre sí mismo, el individuo se verá más o menos tiranizado en una doble dirección. Por una parte, en la búsqueda de compensaciones o gratificaciones sustitutorias a su necesidad de ser amado, que podrán dar lugar a adicciones siempre peligrosas, por más que algunas (el activismo, en ciertos ambientes) sean incluso socialmente prestigiadas. Por otra, en un perfeccionismo insaciable que no le da tregua.

¿De dónde viene el perfeccionismo? Indudablemente puede ser «aprendido», como ocurre cuando un niño crece en ambientes o ante personas de esas características. Pero no es extraño que sea consecuencia de la misma carencia. Decía más arriba que la falta de sentirse amado puede ser interpretada por el niño como producto de su «no ser merecedor». Dicho de otro modo, el niño se posiciona como «culpable». Ante la angustia provocada por un tal sentimiento, sólo tiene una salida: tratar de «demostrar» que lo merece. Y el medio a su alcance es el perfeccionismo. Lo cual debería hacernos sospechar si, tras un modo perfeccionista de funcionar, no se esconde en realidad algún sentimiento de culpabilidad reprimido.