Primera serie (1873–1875)

Índice


TRAFALGAR
LA CORTE DE CARLOS IV
EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO
BAILÉN
NAPOLEÓN EN CHAMARTÍN
ZARAGOZA
GERONA
CÁDIZ
JUAN MARTÍN EL EMPECINADO
LA BATALLA DE LOS ARAPILES

Capítulo VIII

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No puedo describir el entusiasmo que despertó en mi alma la vuelta a Cádiz. En cuanto pude disponer de un rato de libertad, después que mi amo quedó instalado en casa de su prima, salí a las calles y corrí por ellas sin dirección fija, embriagado con la atmósfera de mi ciudad querida.

Después de ausencia tan larga, lo que había visto tantas veces embelesaba mi atención como cosa nueva y extremadamente hermosa. En cuantas personas encontraba al paso veía un rostro amigo, y todo era para mí simpático y risueño: los hombres, las mujeres, los viejos, los niños, los perros, hasta las casas, pues mi imaginación juvenil observaba en ello no sé qué de personal y animado, se me representaban como seres sensibles; parecíame que participaban del general contento por mi llegada, remedando en sus balcones y ventanas las facciones de un semblante alborozado. Mi espíritu veía reflejar en todo lo exterior su propia alegría.

Corría por las calles con gran ansiedad, como si en un minuto quisiera verlas todas. En la plaza de San Juan de Dios compré algunas golosinas, más que por el gusto de comerlas, por la satisfacción de presentarme regenerado ante las vendedoras, a quienes me dirigí como antiguo amigo, reconociendo a algunas como favorecedoras en mi anterior miseria, y a otras como víctimas, aún no aplacadas, de mi inocente afición al merodeo. Las más no se acordaban de mí; pero algunas me recibieron con injurias, recordando las proezas de mi niñez y haciendo comentarios tan chistosos sobre mi nuevo empaque y la gravedad de mi persona, que tuve que alejarme a toda prisa, no sin que lastimaran mi decoro algunas cáscaras de frutas lanzadas por experta mano contra mi traje nuevo. Como tenía la conciencia de mi formalidad, estas burlas más bien me causaron orgullo que pena.

Recorrí luego la muralla y conté todos los barcos fondeados a la vista. Hablé con cuantos marineros hallé al paso, diciéndoles que yo también iba a la escuadra, y preguntándoles con tono muy enfático si había recalado la escuadra de Nelson. Después les dije que Mr. Corneta era un cobarde, y que la próxima función sería buena.

Llegué por fin a la Caleta, y allí mi alegría no tuvo límites. Bajé a la playa, y quitándome los zapatos, salté de peñasco en peñasco; busqué a mis antiguos amigos de ambos sexos, mas no encontré sino muy pocos: unos eran ya hombres y habían abrazado mejor carrera; otros habían sido embarcados por la leva, y los que quedaban apenas me reconocieron. La movible superficie del agua despertaba en mi pecho sensaciones voluptuosas. Sin poder resistir la tentación, y compelido por la misteriosa atracción del mar, cuyo elocuente rumor me ha parecido siempre, no sé por qué, una voz que solicita dulcemente en la bonanza, o llama con imperiosa cólera en la tempestad, me desnudé a toda prisa y me lancé en él como quien se arroja en los brazos de una persona querida.

Nadé más de una hora, experimentando un placer indecible, y vistiéndome luego, seguí mi paseo hacia el barrio de la Viña, en cuyas edificantes tabernas encontré algunos de los más célebres perdidos de mi glorioso tiempo. Hablando con ellos, yo me las echaba de hombre de pro, y como tal gasté en obsequiarles los pocos cuartos que tenía. Preguntéles por mi tío, mas no me dieron noticia alguna de su señoría; y luego que hubimos charlado un poco, me hicieron beber una copa de aguardiente que al punto dio con mi pobre cuerpo en tierra.

Durante el periodo más fuerte de mi embriaguez, creo que aquellos tunantes se rieron de mí cuanto les dio la gana; pero una vez que me serené un poco, salí avergonzadísimo de la taberna. Aunque andaba muy difícilmente, quise pasar por mi antigua casa, y vi en la puerta a una mujer andrajosa que freía sangre y tripas. Conmovido en presencia de mi morada natal, no pude contener el llanto, lo cual, visto por aquella mujer sin entrañas, se le figuró burla o estratagema para robarle sus frituras. Tuve, por tanto, que librarme de sus manos con la ligereza de mis pies, dejando para mejor ocasión el desahogo de mis sentimientos.

Quise ver después la catedral vieja, a la cual se refería uno de los más tiernos recuerdos de mi niñez, y entré en ella: su recinto me pareció encantador, y jamás he recorrido las naves de templo alguno con tan religiosa veneración. Creo que me dieron fuertes ganas de rezar, y que lo hice en efecto, arrodillándome en el altar donde mi madre había puesto un ex-voto por mi salvación. El personaje de cera que yo creía mi perfecto retrato estaba allí colgado, y ocupaba su puesto con la gravedad de las cosas santas; pero se me parecía como un huevo a una castaña. Aquel muñequito, que simbolizaba la piedad y el amor materno, me infundía, sin embargo, el respeto más vivo. Recé un rato de rodillas acordándome de los padecimientos y de la muerte de mi buena madre, que ya gozaba de Dios en el Cielo; pero como mi cabeza no estaba buena, a causa de los vapores del maldito aguardiente, al levantarme me caí, y un sacristán empedernido me puso bonitamente en la calle. En pocas zancadas me trasladé a la del Fideo, donde residíamos, y mi amo, al verme entrar, me reprendió por mi larga ausencia. Si aquella falta hubiera sido cometida ante Doña Francisca, no me habría librado de una fuerte paliza; pero mi amo era tolerante, y no me castigaba nunca, quizás porque tenía la conciencia de ser tan niño como yo.

Habíamos ido a residir en casa de la prima de mi amo, la cual era una señora, a quien el lector me permitirá describir con alguna prolijidad, por ser tipo que lo merece. Doña Flora de Cisniega era una vieja que se empeñaba en permanecer joven: tenía más de cincuenta años; pero ponía en práctica todos los artificios imaginables para engañar al mundo, aparentando la mitad de aquella cifra aterradora. Decir cuánto inventaba la ciencia y el arte en armónico consorcio para conseguir tal objeto, no es empresa que corresponde a mis escasas fuerzas. Enumerar los rizos, moñas, lazos, trapos, adobos, bermellones, aguas y demás extraños cuerpos que concurrían a la grande obra de su monumental restauración, fatigaría la más diestra fantasía: quédese esto, pues, para las plumas de los novelistas, si es que la historia, buscadora de las grandes cosas, no se apropia tan hermoso asunto. Respecto a su físico, lo más presente que tengo es el conjunto de su rostro, en que parecían haber puesto su rosicler todos los pinceles de las Academias presentes y pretéritas. También recuerdo que al hablar hacía con los labios un mohín, un repliegue, un mimo, cuyo objeto era, o achicar con gracia la descomunal boca, o tapar el estrago de la dentadura, de cuyas filas desertaban todos los años un par de dientes; pero aquella supina estratagema de la presunción era tan poco afortunada, que antes la afeaba que la embellecía.

Vestía con lujo, y en su peinado se gastaban los polvos por almudes, y como no tenía malas carnes, a juzgar por lo que pregonaba el ancho escote y por lo que dejaban transparentar las gasas, todo su empeño consistía en lucir aquellas partes menos sensibles a la injuriosa acción del tiempo, para cuyo objeto tenía un arte maravilloso.

Era Doña Flora persona muy prendada de las cosas antiguas; muy devota, aunque no con la santa piedad de mi Doña Francisca, y grandemente se diferenciaba de mi ama, pues así como ésta aborrecía las glorias navales, aquélla era entusiasta por todos los hombres de guerra en general y por los marinos en particular. Inflamada en amor patriótico, ya que en la madurez de su existencia no podía aspirar al calorcillo de otro amor, y orgullosa en extremo como mujer y como dama española, el sentimiento nacional se asociaba en su espíritu al estampido de los cañones, y creía que la grandeza de los pueblos se medía por libras de pólvora. Como no tenía hijos, ocupaban su vida los chismes de vecinos, traídos y llevados en pequeño círculo por dos o tres cotorrones como ella, y se distraía también con su sistemática afición a hablar de las cosas públicas. Entonces no había periódicos, y las ideas políticas, así como las noticias, circulaban de viva voz, desfigurándose entonces más que ahora, porque siempre fue la palabra más mentirosa que la imprenta.

En todas las ciudades populosas, y especialmente en Cádiz, que era entonces la más culta, había muchas personas desocupadas que eran depositarias de las noticias de Madrid y París, y las llevaban y traían diligentes vehículos, enorgulleciéndose con una misión que les daba gran importancia. Algunos de éstos, a modo de vivientes periódicos, concurrían a casa de aquella señora por las tardes, y esto, además del buen chocolate y mejores bollos, atraía a otros ansiosos de saber lo que pasaba. Doña Flora, ya que no podía inspirar una pasión formal, ni quitarse de encima la gravosa pesadumbre de sus cincuenta años, no hubiera trocado aquel papel por otro alguno, pues el centro general de las noticias casi equivalía en aquel tiempo a la majestad de un trono.

Doña Flora y Doña Francisca se aborrecían cordialmente, como comprenderá quien considere el exaltado militarismo de la una y el pacífico apocamiento de la otra. Por esto, hablando con su primo en el día de nuestra llegada, le decía la vieja:

«Si tú hubieras hecho caso siempre de tu mujer, todavía serías guardia marina. ¡Qué carácter! Si yo fuera hombre y casado con mujer semejante, reventaría como una bomba. Has hecho bien en no seguir su consejo y en venir a la escuadra. Todavía eres joven, Alonsito; todavía puedes alcanzar el grado de brigadier, que tendrías ya de seguro si Paca no te hubiese echado una calza como a los pollos para que no salgan del corral».

Después, como mi amo, impulsado por su gran curiosidad, le pidiese noticias, ella le dijo:

«Lo principal es que todos los marinos de aquí están muy descontentos del almirante francés, que ha probado su ineptitud en el viaje a la Martinica y en el combate de Finisterre. Tal es su timidez, y el miedo que tiene a los ingleses, que al entrar aquí la escuadra combinada en Agosto último no se atrevió a apresar el crucero inglés mandado por Collingwood, y que sólo constaba de tres navíos. Toda nuestra oficialidad está muy mal por verse obligada a servir a las órdenes de semejante hombre. Fue Gravina a Madrid a decírselo a Godoy, previendo grandes desaires si no ponía al frente de la escuadra un hombre más apto; pero el Ministro le contestó cualquier cosa, porque no se atreve a resolver nada; y como Bonaparte anda metido con los austriacos, mientras él no decida… Dicen que éste también está muy descontento de Villeneuve y que ha determinado destituirle; pero entre tanto… ¡Ah! Napoleón debiera confiar el mando de la escuadra a algún español, a ti por ejemplo, Alonsito, dándote tres o cuatro grados de mogollón, que a fe bien merecidos los tienes…

— ¡Oh!, yo no soy para eso -dijo mi amo con su habitual modestia.

— O a Gravina o a Churruca, que dicen que es tan buen marino. Si no, me temo que esto acabará mal. Aquí no pueden ver a los franceses. Figúrate que cuando llegaron los barcos de Villeneuve carecían de víveres y municiones, y en el arsenal no se las quisieron dar. Acudieron en queja a Madrid; y como Godoy no hace más que lo que quiere el embajador francés, Mr. de Bernouville, dio orden para que se entregara a nuestros aliados cuanto necesitasen. Mas ni por esas. El intendente de marina y el comandante de artillería dicen que no darán nada mientras Villeneuve no lo pague en moneda contante y sonante. Así, así: me parece que está muy bien parlado. ¡Pues no falta más sino que esos señores con sus manos lavadas se fueran a llevar lo poco que tenemos! ¡Bonitos están los tiempos! Ahora cuesta todo un ojo de la cara; la fiebre amarilla por un lado y los malos tiempos por otro han puesto a Andalucía en tal estado, que toda ella no vale una aljofifa; y luego añada usted a esto los desastres de la guerra. Verdad es que el honor nacional es lo primero, y es preciso seguir adelante para vengar los agravios recibidos. No me quiero acordar de lo del cabo de Finisterre, donde por la cobardía de nuestros aliados perdimos el Firme y el Rafael, dos navíos como dos soles, ni de la voladura del Real Carlos, que fue una traición tal, que ni entre moros berberiscos pasaría igual, ni del robo de las cuatro fragatas, ni del combate del cabo de…

— Lo que es eso -dijo mi amo interrumpiéndola vivamente…-. Es preciso que cada cual quede en su lugar. Si el almirante Córdova hubiera mandado virar por…

— Sí, sí, ya sé -dijo Doña Flora, que había oído muchas veces lo mismo en boca de mi amo-. Habrá que darles la gran paliza, y se la daréis. Me parece que vas a cubrirte de gloria. Así haremos rabiar a Paca.

— Yo no sirvo para el combate -dijo mi amo con tristeza-. Vengo tan sólo a presenciarlo, por pura afición y por el entusiasmo que me inspiran nuestras queridas banderas».

Al día siguiente de nuestra llegada recibió mi amo la visita de un brigadier de marina, amigo antiguo, cuya fisonomía no olvidaré jamás, a pesar de no haberle visto más que en aquella ocasión. Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y afable, con tal expresión de tristeza, que era imposible verle sin sentir irresistible inclinación a amarle. No usaba peluca, y sus abundantes cabellos rubios, no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la forma de ala de pichón, se recogían con cierto abandono en una gran coleta, y estaban inundados de polvos con menos arte del que la presunción propia de la época exigía. Eran grandes y azules sus ojos; su nariz muy fina, de perfecta forma y un poco larga, sin que esto le afeara, antes bien, parecía ennoblecer su expresivo semblante. Su barba, afeitada con esmero, era algo puntiaguda, aumentando así el conjunto melancólico de su rostro oval, que indicaba más bien delicadeza que energía. Este noble continente era realzado por una urbanidad en los modales, por una grave cortesanía de que ustedes no pueden formar idea por la estirada fatuidad de los señores del día, ni por la movible elegancia de nuestra dorada juventud. Tenía el cuerpo pequeño, delgado y como enfermizo. Más que guerrero, aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que sin duda encerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que sin duda contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida al primer choque. Y, sin embargo, según después supe, aquel hombre tenía tanto corazón como inteligencia. Era Churruca.

El uniforme del héroe demostraba, sin ser viejo ni raído, algunos años de honroso servicio. Después, cuando le oí decir, por cierto sin tono de queja, que el Gobierno le debía nueve pagas, me expliqué aquel deterioro. Mi amo le preguntó por su mujer, y de su contestación deduje que se había casado poco antes, por cuya razón le compadecí, pareciéndome muy atroz que se le mandara al combate en tan felices días. Habló luego de su barco, el San Juan Nepomuceno, al que mostró igual cariño que a su joven esposa, pues según dijo, él lo había compuesto y arreglado a su gusto, por privilegio especial, haciendo de él uno de los primeros barcos de la armada española.

Hablaron luego del tema ordinario en aquellos días, de si salía o no salía la escuadra, y el marino se expresó largamente con estas palabras, cuya substancia guardo en la memoria, y que después con datos y noticias históricas he podido restablecer con la posible exactitud:

«El almirante francés -dijo Churruca-, no sabiendo qué resolución tomar, y deseando hacer algo que ponga en olvido sus errores, se ha mostrado, desde que estamos aquí, partidario de salir en busca de los ingleses. El 8 de octubre escribió a Gravina, diciéndole que deseaba celebrar a bordo del Bucentauro un consejo de guerra para acordar lo que fuera más conveniente. En efecto, Gravina acudió al consejo, llevando al teniente general Álava, a los jefes de escuadra Escaño y Cisneros, al brigadier Galiano y a mí. De la escuadra francesa estaban los almirantes Dumanoir y Magon, y los capitanes de navío Cosmao, Maistral, Villiegris y Prigny.

»Habiendo mostrado Villeneuve el deseo de salir, nos opusimos todos los españoles. La discusión fue muy viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzó con el almirante Magon palabras bastante duras, que ocasionarán un lance de honor si antes no les ponemos en paz. Mucho disgustó a Villeneuve nuestra oposición, y también en el calor de la discusión dijo frases descompuestas, a que contestó Gravina del modo más enérgico… Es curioso el empeño de esos señores de hacerse a la mar en busca de un enemigo poderoso, cuando en el combate de Finisterre nos abandonaron, quitándonos la ocasión de vencer si nos auxiliaran a tiempo. Además hay otras razones, que yo expuse en el consejo, y son que la estación avanza; que la posición más ventajosa para nosotros es permanecer en la bahía, obligándoles a un bloqueo que no podrán resistir, mayormente si bloquean también a Tolón y a Cartagena. Es preciso que confesemos con dolor la superioridad de la marina inglesa, por la perfección del armamento, por la excelente dotación de sus buques y, sobre todo, por la unidad con que operan sus escuadras. Nosotros, con gente en gran parte menos diestra, con armamento imperfecto y mandados por un jefe que descontenta a todos, podríamos, sin embargo, hacer la guerra a la defensiva dentro de la bahía. Pero será preciso obedecer, conforme a la ciega sumisión de la Corte de Madrid, y poner barcos y marinos a merced de los planes de Bonaparte, que no nos ha dado en cambio de esta esclavitud un jefe digno de tantos sacrificios. Saldremos, si se empeña Villeneuve; pero si los resultados son desastrosos, quedará consignada para descargo nuestro la oposición que hemos hecho al insensato proyecto del jefe de la escuadra combinada. Villeneuve se ha entregado a la desesperación; su amo le ha dicho cosas muy duras, y la noticia de que va a ser relevado le induce a cometer las mayores locuras, esperando reconquistar en un día su perdida reputación por la victoria o por la muerte».

Así se expresó el amigo de mi amo. Sus palabras hicieron en mí grande impresión, pues con ser niño, yo prestaba gran interés a aquellos sucesos, y después, leyendo en la historia lo mismo de que fui testigo, he auxiliado mi memoria con datos auténticos, y puedo narrar con bastante exactitud.

Cuando Churruca se marchó, Doña Flora y mi amo hicieron de él grandes elogios, encomiando sobre todo su expedición a la América Meridional, para hacer el mapa de aquellos mares. Según les oí decir, los méritos de Churruca como sabio y como marino eran tantos, que el mismo Napoleón le hizo un precioso regalo y le colmó de atenciones. Pero dejemos al marino y volvamos a Doña Flora.

A los dos días de estar allí noté un fenómeno que me disgustó sobremanera, y fue que la prima de mi amo comenzó a prendarse de mí, es decir, que me encontró pintiparado para ser su paje. No cesaba de hacerme toda clase de caricias, y al saber que yo también iba a la escuadra, se lamentó de ello, jurando que sería una lástima que perdiese un brazo, pierna o alguna otra parte no menos importante de mi persona, si no perdía la vida. Aquella antipatriótica compasión me indignó, y aun creo que dije algunas palabras para expresar que estaba inflamado en guerrero ardor. Mis baladronadas hicieron gracia a la vieja, y me dio mil golosinas para quitarme el mal humor.

Al día siguiente me obligó a limpiar la jaula de su loro; discreto animal, que hablaba como un teólogo y nos despertaba a todos por la mañana, gritando: perro inglés, perro inglés. Luego me llevó consigo a misa, haciéndome cargar la banqueta, y en la iglesia no cesaba de volver la cabeza para ver si estaba por allí. Después me hizo asistir a su tocador, ante cuya operación me quedé espantado, viendo el catafalco de rizos y moños que el peluquero armó en su cabeza. Advirtiendo el indiscreto estupor con que yo contemplaba la habilidad del maestro, verdadero arquitecto de las cabezas, Doña Flora se rió mucho, y me dijo que en vez de pensar en ir a la escuadra, debía quedarme con ella para ser su paje; añadió que debía aprender a peinarla, y que con el oficio de maestro peluquero podía ganarme la vida y ser un verdadero personaje. No me sedujeron tales proposiciones, y le dije con cierta rudeza que más quería ser soldado que peluquero. Esto le agradó; y como le daba el peine por las cosas patrióticas y militares, redobló su afecto hacia mí. A pesar de que allí se me trataba con mimo, confieso que me cargaba a más no poder la tal Doña Flora, y que a sus almibaradas finezas prefería los rudos pescozones de mi iracunda Doña Francisca.

Era natural: su intempestivo cariño, sus dengues, la insistencia con que solicitaba mi compañía, diciendo que le encantaba mi conversación y persona, me impedían seguir a mi amo en sus visitas a bordo. Le acompañaba en tan dulce ocupación un criado de su prima, y en tanto yo, sin libertad para correr por Cádiz, como hubiera deseado, me aburría en la casa, en compañía del loro de Doña Flora y de los señores que iban allá por las tardes a decir si saldría o no la escuadra, y otras cosas menos manoseadas, si bien más frívolas.

Mi disgusto llegó a la desesperación cuando vi que Marcial venía a casa y que con él iba mi amo a bordo, aunque no para embarcarse definitivamente; y cuando esto ocurría, y cuando mi alma atribulada acariciaba aún la débil esperanza de formar parte de aquella expedición, Doña Flora se empeñó en llevarme a pasear a la alameda, y también al Carmen a rezar vísperas.

Esto me era insoportable, tanto más cuanto que yo soñaba con poner en ejecución cierto atrevido proyectillo, que consistía en ir a visitar por cuenta propia uno de los navíos, llevado por algún marinero conocido, que esperaba encontrar en el muelle. Salí con la vieja, y al pasar por la muralla deteníame para ver los barcos; mas no me era posible entregarme a las delicias de aquel espectáculo, por tener que contestar a las mil preguntas de Doña Flora, que ya me tenía mareado. Durante el paseo se le unieron algunos jóvenes y señores mayores. Parecían muy encopetados, y eran las personas a la moda en Cádiz, todos muy discretos y elegantes. Alguno de ellos era poeta, o, mejor dicho, todos hacían versos, aunque malos, y me parece que les oí hablar de cierta Academia en que se reunían para tirotearse con sus estrofas, entretenimiento que no hacía daño a nadie.

Como yo observaba todo, me fijé en la extraña figura de aquellos hombres, en sus afeminados gestos y, sobre todo, en sus trajes, que me parecieron extravagantísimos. No eran muchas las personas que vestían de aquella manera en Cádiz, y pensando después en la diferencia que había entre aquellos arreos y los ordinarios de la gente que yo había visto siempre, comprendí que consistía en que éstos vestían a la española, y los amigos de Doña Flora conforme a la moda de Madrid y de París. Lo que primero atrajo mis miradas fue la extrañeza de sus bastones, que eran unos garrotes retorcidos y con gruesísimos nudos. No se les veía la barba, porque la tapaba la corbata, especie de chal, que dando varias vueltas alrededor del cuello y prolongándose ante los labios, formaba una especie de cesta, una bandeja, o más bien bacía en que descansaba la cara. El peinado consistía en un artificioso desorden, y más que con peine, parecía que se lo habían aderezado con una escoba; las puntas del sombrero les tocaban los hombros; las casacas, altísimas de talle, casi barrían el suelo con sus faldones; las botas terminaban en punta; de los bolsillos de su chaleco pendían multitud de dijes y sellos; sus calzones listados se atacaban a la rodilla con un enorme lazo, y para que tales figuras fueran completos mamarrachos, todos llevaban un lente, que durante la conversación acercaban repetidas veces al ojo derecho, cerrando el siniestro, aunque en entrambos tuvieran muy buena vista.

La conversación de aquellos personajes versó sobre la salida de la escuadra, alternando con este asunto la relación de no sé qué baile o fiesta que ponderaron mucho, siendo uno de ellos objeto de grandes alabanzas por lo bien que hacía trenzas con sus ligeras piernas bailando la gavota.

Después de haber charlado mucho, entraron con Doña Flora en la iglesia del Carmen, y allí, sacando cada cual su rosario, rezaron que se las pelaban un buen espacio de tiempo, y alguno de ellos me aplicó lindamente un coscorrón en la coronilla, porque en vez de orar tan devotamente como ellos, prestaba demasiada atención a dos moscas que revoloteaban alrededor del rizo culminante del peinado de Doña Flora. Salimos, después de haber oído un enojoso sermón, que ellos celebraron como obra maestra; paseamos de nuevo; continuó la charla más vivamente, porque se nos unieron unas damas vestidas por el mismo estilo, y entre todos se armó tan ruidosa algazara de galanterías, frases y sutilezas, mezcladas con algún verso insulso, que no puedo recordarlas.

¡Y en tanto Marcial y mi querido amo trataban de fijar día y hora para trasladarse definitivamente a bordo! ¡Y yo estaba expuesto a quedarme en tierra, sujeto a los antojos de aquella vieja que me empalagaba con su insulso cariño! ¿Creerán ustedes que aquella noche insistió en que debía quedarme para siempre a su servicio? ¿Creerán ustedes que aseguró que me quería mucho, y me dio como prueba algunos afectuosos abrazos y besos, ordenándome que no lo dijera a nadie? ¡Horribles contradicciones de la vida!, pensaba yo al considerar cuán feliz habría sido si mi amita me hubiera tratado de aquella manera. Yo, turbado hasta lo sumo, le dije que quería ir a la escuadra, y que cuando volviese me podría querer a su antojo; pero que si no me dejaba realizar mi deseo, la aborrecería tanto así, y extendí los brazos para expresar una cantidad muy grande de aborrecimiento.

Luego, como entrase inesperadamente mi amo, yo, juzgando llegada la ocasión de lograr mi objeto por medio de un arranque oratorio, que había cuidado de preparar, me arrodillé delante de él, diciéndole en el tono más patético que si no me llevaba a bordo, me arrojaría desesperado al mar.

Mi amo se rió de la ocurrencia; su prima, haciendo mimos con la boca, fingió cierta hilaridad que le afeaba el rostro amojamado, y consintió al fin. Diome mil golosinas para que comiese a bordo; me encargó que huyese de los sitios de peligro, y no dijo una palabra más contraria a mi embarque, que se verificó a la mañana siguiente muy temprano.

Capítulo XX

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Al entrar en Bailén, ya muy avanzada la noche, nos sorprendió mucho el no ver ninguna fuerza francesa a la entrada del pueblo para disputarnos el paso. ¿A dónde habían ido los franceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por precaución dejaron allí un par de batallones para guardar punto tan importante? Pronto salimos de dudas, porque de boca de los habitantes de Bailén, que salieron en masa a recibirnos, supimos que la división Vedel había pasado por allí en dirección a la Carolina.

— Nosotros les hacíamos a Vds. en Linares -dijo D. Paco, que también salió a nuestro encuentro, rebosando de júbilo-. ¡Oh!, señor conde, niño mío… ¿Está por ventura herido Vuestra Excelencia? Vamos un rato a casa, donde la señora marquesa y las niñas están rezando por el buen éxito de la guerra. ¿No darán un descanso a las tropas?

Nuestro general había determinado salir en seguida para Andújar; pero como ocupábamos todo el pueblo, pudimos llegarnos a la casa de nuestro amo en cuya sala baja se nos dio un tente-tieso muy confortante.

— Es un milagro que podamos daros estos cuantos panes y estas onzas de chocolate crudo -nos dijo don Paco al ofrecernos aquellos artículos-. Los franceses no han dejado nada. ¡Qué horroroso saqueo! Y gracias que quedamos con vida. ¡Ay!, la señora condesa salió a recibirlos con una serenidad que me espantó. Yo temblaba y tuve que esconderme en el oratorio, porque delante de ellos hubiera perdido la dignidad de mi carácter. ¿Qué modo de saquear?… En una palabra, la paja de los caballos, las gallinas del corral, los huevos, hasta unos tomates que tenía yo guardaditos en mi escritorio para hacer un gazpachito… todo, todo se lo llevaron. El pueblo está muerto de miseria, y yo sé de mucha gente que echó la harina en los muladares para que ellos no se la llevaran. ¿No lo creéis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campo los doscientos pellejos de aceite y ciento de vino que tenía en su cueva, y destapándolos dejó correr aquel precioso caldo hasta que todo se lo chupó la tierra? Otros hicieron una grande hoguera con los carros y la paja. Las alhajas de las imágenes y la plata de las iglesias están todas enterradas, porque esto parece que es lo que más les abre el ojo a esos señores. Así estaban ellos de rabiosos, cuando vieron que no sacaban de aquí gran cosa. El día 16, después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo indecible cuando les vimos llegar de la barca de Mengíbar, derrotados y con su general muerto. ¡Cómo corrían por esas calles, y quégritos daban, y qué cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué creéis? Dieron muerte a muchas personas que no les hacían daño, lo cual creo yo que no se vio en ninguna de las guerras de Alejandro. Pero también se les molió de firme. Unos cuantos pasaron por la calle de enfrente echando bravatas y detuviéronse en la puerta de la posada de Gil, donde tenían encendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Mis francesitos se ponen a decir no sé qué insolencias obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos, me los agarran y con morriones y todo… plaf… al horno… Pero ahí viene la señora condesa, que estaba en el oratorio con las niñas.

En efecto, vimos desfilar gravemente, cubierta de negro manto, a la señora de la casa, seguida de los dos tiernos pimpollitos de sus hijas, las cuales arrojáronse llorando en los brazos de su hermano. Doña María abrazó a su hijo sin perder ni por un instante su solemne y estirado empaque, y luego saludonos a todos con mucho afecto, nombrándonos uno por uno. Cuantos componían la cuadrilla estaban presentes, menos Santorcaz, el cual desde nuestra llegada había pedido con mucha prisa a D. Paco recado de escribir, y puéstose a trazar unas cartas en el despacho de este.

La marquesa, después de saludarnos, tomó asiento y dirigió a D. Diego estas palabras dignas de la historia:

— Hijo mío: sé todo lo que pasó en la acción del 16, y nadie me ha dicho que hicieras algo notable. ¿Has tenido miedo?

— ¡Miedo! -exclamó el muchacho riendo-. No señora. He cumplido con mi deber en las filas, y nada más hasta ahora; pero su merced no se impaciente, porque aunque no soy más que soldado espero lucirme.

— ¡Nada más que soldado! -dijo la condesa-. Tú no eres soldado, aunque así parezca. Cualquiera que sea el puesto que se ocupe, cada cual debe obrar conforme a su nombre y a la posición que tiene en el mundo. ¿Qué se diría de ti, de mí, de esta casa, de tu difunto padre, si en estas guerras no hicieras algo superior a lo que corresponde a un simple soldado?

— Señora -repuso el mozo con un desenfado que sorprendió a su familia-, yo haré lo que pueda, y según lo que haga, así seré más o menos que los demás. Y ya que hablo de esto, señora madre, yo quiero seguir en el ejército, yo quiero que su merced pida al Rey, ¿qué digo al Rey?, a la Junta, una bandolera.

— Tú no estás destinado a ser militar sino en esta ocasión suprema, en que la patria necesita de todos sus hijos desde el más alto al más bajo.

— Pero, señora madre, no soy nada y quiero ser algo -insistió el muchacho, mostrando una energía que nadie hasta entonces le había conocido.

— ¡Que no eres nada! -exclamó la madre con sorpresa primero, después con cólera, y mirándonos a todoscomo para preguntarnos si su hijo se había vuelto loco durante la campaña.

— Yo no soy nada, no soy más que un papamoscas -repuso el chico-. ¿De qué me valen esos papeluchos viejos y esos escudos de armas, si todos se ríen de mí desde que abro la boca, porque no digo más que necedades?

La marquesa se puso encendida como la grana, y sin decir palabra, miró a D. Paco, el cual confuso, absorto, aterrado por lo que acababa de oír, revolvía sus espantados ojos de un lado para otro.

— Este joven -dijo al fin el ayo-, parece que ha perdido el juicio. Señora, cuando vuelva de cumplir sus deberes de caballero en los campos de batalla, le haremos que se penetre bien de las máximas contenidas en la historia de Alejandro el Grande.

Doña María, cuya dignidad no podía consentir que semejante asunto se tratara delante de personas extrañas, hizo callar a D. Paco, y también impuso silencio a su hijo con gesto aterrador. Asunción y Presentación, después de registrar los bolsillos de su hermano, examinaban las polainas, el sombrero y la charpa, por ver, según dijeron, si aquellas prendas estaban agujeradas por alguna bala de cañón.

Pero el D. Diego, sintiendo sin duda en su cabeza un hervidero de palabras, que atropelladamente se le ocurrían conforme a la repentina fecundidad de su entender, no pudo estar callado mucho tiempo, y hablópara poner en mayores cuidados a la señora de Rumblar. Estábamos, como he dicho, en una sala baja, donde la condesa había hecho traer para nuestro regalo un par de zaques, milagrosamente salvados de la rapacidad francesa. D. Diego, luego que tal vio, volviose a nosotros que permanecíamos respetuosamente detenidos en la puerta, y con gesto de campechana confianza, nos dijo:

— Ea, muchachos, entrad todos aquí. ¿Por qué estáis en la puerta? Vaya, poneos los sombreros, que aquí todos somos iguales, todos somos compañeros de armas, y lo mismo puede matarme a mí una bala que a vosotros. Ea, bebamos juntos. ¿Tenéis vergüenza, porque soy noble y mayorazgo, y vosotros unos pobres hambrones? Fuera necedades; que hoy o mañana las Juntas quitarán todas esas antiguallas, y entonces cada cual valdrá según lo que tenga y lo que sepa.

D. Paco se puso verde al oír tales despropósitos, y llevándose la mano al corazón, miró a la condesa con semblante dolorido y contristado, como para manifestarla en la sola elocuencia de una mirada que él no había enseñado tales cosas al joven discípulo. Doña María encerraba su enojo en lo más hondo del pecho, y aunque harto se le conocían la inquietud y la ira en el furtivo centellear de sus negros ojos, nada dijo que comprometiera su dignidad, y deseando que su hijo variase de conversación, le preguntó si habíahecho en Córdoba las visitas a la señora marquesa de Leiva y su sobrina.

— Sí señora -contestó el rapaz-. Las vi; la señora condesa me dio muchos dulces, y la marquesa me preguntó si sabía ayudar a misa. Una y otra me dijeron que la joven con quien está concertado mi matrimonio, se obstina en no salir del convento, asegurando que antes quería casarse con Jesucristo que conmigo. ¡Qué ranciedades, señora madre! -añadió con nuevo arrebato-. Yo quiero seguir en el ejército, yo quiero ir a Madrid para tratar a la gente que sabe, y a los filósofos, y leer la Enciclopedia, y ver las sociedades secretas, si las hay para entonces, y aprender lo que no sé, pues D. Paco no me ha enseñado más que esa sandez de Por el barandal del cielo.

El ayo volvió a mirar compungidamente a la condesa, pintando en sus húmedos ojos la persuasión de que no había instruido al mayorazgo en tales iniquidades, y doña María reprendió a su hijo con majestad verdaderamente regia, diciéndole con pausa y aplomo estas amargas palabras:

— Hijo mío, recordarás que te entregué una espada que fue de tus abuelos. Honra da al que la ciñe, esa arma antigua; pero también ella la recibe de las manos de su poseedor, si este es persona que sabe adquirirla en los campos de batalla. ¿Deshonrarás tú esa espada que llevó el tatarabuelo de tu padre en el sitio de Maestrich, cuando medio mundo se llamaba España?

— ¡La espada! -exclamó el chico con sorpresa-. Ya no me acordaba de la dichosa espada. Si ya no la tengo.

— ¿Que no la tienes? -preguntó doña María con estupefacción.

— No señora. Si no sirve para nada. Cuando dimos el primer ataque en Mengíbar, yo saqué mi espada, y a los primeros golpes que di en unas yerbas observé que no cortaba.

— ¡Que no cortaba!

— No señora. Era una hoja mellada, llena de garabatos, letreros, sapos por aquí, culebras por allí, y cubierta de moho desde la punta a la empuñadura. ¿Para qué me servía? Como no tenía filo, la cambié por un sable nuevo que me dio un sargento.

— ¡Y diste la espada, la espada!… -exclamó la condesa levantándose de su asiento.

La señora estaba sublime en su indignación. Parecía la imagen de la historia levantándose de su sepulcro a pedir cuentas a la generación contemporánea.

— Sí señora; se la di al sargento -añadió el mozo sacando de la vaina un sable nuevo, reluciente y de agudísimo filo-. Si aquello no servía para nada. Muy bonita, eso sí, toda llena de dibujos de plata y oro; pero, señora madre, si no cortaba… si estaba llena de orín… Vea Vd. este sable: no tiene letrero ni cabecitas, ni garrapatos: pero corta que es un gusto.

Observamos que la condesa dio un paso hacia su hijo; que su semblante hermosamente venerable se contrajo, desfigurado por la ira; que extendió sus brazos; que comenzó a balbucir con locución atropellada, cual si su indignada lengua no acertara a encontrar una palabra bastante dura, bastante enérgica para tal situación; la vimos después llevarse ambas manos a la cabeza, retroceder, vacilar, apoyarse en el hombro de D. Paco, y por último, reponerse, dominarse, erguirse, serenarse, mirar a su hijo con desdén, señalar a la calle, donde de improviso empezaba a oírse fuerte redoblar de tambores, y decir:

— El ejército se va. Marcha, corre. Cuando se acabe la guerra te ajustaremos cuentas. Si eres valiente y vuelves vivo, a palmetazos te enseñaré quién eres. Pero si eres cobarde, no vuelvas acá.

Salimos a toda prisa, y montando en nuestras cabalgaduras, ocupamos las filas. Al punto se nos unió Santorcaz. D. Paco no quiso salir a despedirnos, porque estaba traspasado de dolor, al ver -según dijo después-cómo en una semana se torciera al soplo de las malas compañías el derecho arbolito criado con tanto esmero en el apacible huerto de sus lecciones.

Las dos muchachas salieron a las ventanas, y nos despedían agitando los mismos pañuelos con que secaban sus lágrimas. Ninguna de las dos, ni la destinada al matrimonio, que era, por lo tanto, ignorante, ni la consagrada al claustro, que era ya medio doctora, habíanentendido la conversación de que he hecho mérito. Las pobrecillas veían desaparecer un mundo y nacer otro nuevo sin darse cuenta de ello.

Capítulo VI

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Sigüenza, Noviembre.- Quedamos en que bauticé con el nombre de Barberina la estrella más brillante de la Osa Mayor, la que los astrónomos, según creo, llaman Mizar, y con esto puse final punto a mi historia de Albano…

Cosas y personas mueren, y la Historia es encadenamiento de vidas y sucesos, imagen de la Naturaleza, que de los despojos de una existencia hace otras, y se alimenta de la propia muerte. El continuo engendrar de unos hechos en el vientre de otros es la Historia, hija del Ayer, hermana del Hoy y madre del Mañana. Todos los hombres hacen historia inédita; todo el que vive va creando ideales volúmenes que ni se estampan ni aun se escriben. Digno será del lauro de Clío quien deje marcado de alguna manera el rastro de su existencia al pasar por el mundo, como los caracoles que van soltando sobre las piedras un hilo de baba, con que imprimen su lento andar. Eso haré yo, caracol que aún tengo largo camino por delante; y no me digan que la huella babosa que dejo no merece ser mirada por los venideros. Respondo que todo ejemplo de vida contiene enseñanza para los que vienen detrás, ya sea por fas, ya por nefas, y útil es toda noticia del vivir de un hombre, ya ofrezca en sus relatos la diafanidad de los hechos virtuosos, ya la negrura de los feos y abominables, porque los primeros son imagen consoladora que enseñe a los malos el rostro de la perfección para imitarlo; los otros, imagen terrorífica que señale a los buenos las muecas y visajes del pecado para que huyan de parecérsele. Habiendo aquí, como habrá seguramente, enseñanza para diferentes gustos, no me arrepiento del propósito de mis Memorias o Confesiones, y allá voy ahora con mi cuerpo y mi juventud y mi buen ingenio por el anchuroso campo de la vida española.

Ya es ocasión de que os hable de mi familia. Propietario de flacas tierras en este término es, mi padre: poséelas mi madre de más valor en Atienza; pero reunidos ambos patrimonios no bastaron para el sostén de familia tan numerosa, por lo cual mi señor padre ha tenido que arrimarse a la política y a la Iglesia, y tiempo ha que desempeña la Contaduría de esta Subalterna, y es además habilitado del Clero. Gran administrador de lo suyo y de lo ajeno ha sido siempre Don José García, y en su honradez, que la opinión ha consagrado como artículo de fe, nunca puso el menor celaje la malicia. La vida metódica y sin afanes, la paz de la conciencia, el ejercicio saludable, le conservan entero y enjuto, sin achaques de los que a su edad pocos se libran, aunque es algo aprensivo, y tan friolero que anda de capa todo el año, de Agosto a Julio.

Mi madre es una santa, que hoy vive petrificada en los sentimientos elementales y en las ideas de su juventud, creyendo a pie juntillas que la inmovilidad es la forma visible de la razón. La palabra progreso carece para ella de sentido, y si en modas no ha querido pasar del año 23, cuando vinieron con Angulema los chales de crespón, rayados, en lo demás que atañe a la vida general no quiere entender de nada: ni discute novedades, ni comprende constituciones, ni se cura de opinar conforme a estas o las otras ideas, firme en su inquebrantable dogmatismo religioso que a lo social y político extiende… «Así lo encontramos y así lo hemos de dejar», es su fórmula, que a todo aplica, creyendo firmemente que el mundo, por muchos tumbos que dé, vuelve siempre a lo que ella vio, conoció y sintió en su florida mocedad. Completan el retrato la dulzura y placidez de un rostro angelical, que aún parece más divino con su copete de cabellos blancos, y el mirar confiado y sereno, reflejo de un alma en que moran todas las virtudes cristianas y domésticas sin sombra de maldad. Nueve hijos nacimos de esta ejemplar señora: vivimos siete, con quienes harán conocimiento mis lectores, que algo hay en ellos digno de la posteridad. A mí me tuvo mi madre en edad extemporánea, cuando ya nadie esperaba fruto de ella, y por esto el más joven de mis hermanos me lleva ocho años. Y como coincidieran con mi tardío nacimiento una aurora boreal, un cometa, con más otros terrestres acontecimientos, formidable crecida del Henares, y la aparición de una espléndida luz que en las noches oscuras se paseaba por el tejado y torres de la catedral, dio en creer la gente que aquellos inauditos fenómenos anunciaban mi venida al mundo como prodigioso niño, llamado a revolver toda la tierra. Mi madre se reía de estos disparates; pero confiaba siempre en que su Benjamín no habría de ser un hombre vulgar.

Mi hermano Agustín, el primogénito, que ya cumplió los cuarenta, casó en Madrid, y allá disfruta de un buen empleo arrimado a los hombres de la moderación. Mi hermano Vicente casó con una rica labradora de Brihuega, viuda, y está hecho un bienaventurado patán, con cinco hijos y labranza de doce pares de mulas; Gregorio, que estudió en Madrid la carrera de abogado, también anda por allá, buscándose un acomodo en las Sociedades mineras o de seguros; y Ramón, que es el más joven, no se ha separado de mis padres, y disfruta un sueldecito en la Subalterna. De mis hermanas, la mayor, Librada, que ahora tiene treinta y ocho años, casó en Atienza con un primo mío, ganadero de buen acomodo y propietario de dos molinos harineros y de una fábrica de curtidos; la segunda, Catalina, que ya rebasa de los treinta, profesó en el convento de la Concepción Francisca de Guadalajara, no recuerdo en qué fecha (sólo sé que a mí me tenían aún vestidito de corto), y luego pasó a La Latina de Madrid, donde ahora se encuentra. He aquí mi familia, mis sagrados vínculos con la Humanidad.

Vivimos en la calle de Travesaña, angosta y feísima, pero muy importante, porque en ella, según dicen aquí ampulosamente, está todo el comercio. La casa es de mi padre, tan antigua, que la tengo por del tiempo de la guerra de los Turdetanos con Roma, cuando Catón el Censor puso sitio a esta noble ciudad. A pesar de las restauraciones hechas en ella, mi vivienda natal, en la cual no hay techo que no se alcance con la mano, se pierde en la noche de los tiempos; y a pesar de todo, como en ella vi la primera luz, paréceme la más cómoda y bonita del mundo. En los bajos hay un alquilado para botica, la cual creo yo que radica en aquel sitio desde que vino a España el primer boticario, traído quizás por Protógenes, obispo fundador de nuestra diócesis. Ahora la regenta un tal Cuevas, hombre muy entendido en su oficio, y es centro de reunión o mentidero de cuantos en el pueblo discurren con más o menos tino de la cosa pública.

Seis o siete sujetos calificados clavan allí sus posaderas en sendas sillas toda la tarde y a prima noche, entre ellos mi padre; D. José Verdún, coronel retirado; el juez Sr. Zamorano, el canónigo de esta Catedral D. Jacinto de Albentós, que entró aquí con Cabrera el año 36, mandando una partida de escopeteros, bien ajeno entonces de que se le recompensaría su hazaña con esta prebenda, y otros que no cito por no transmitir vanos nombres a la posteridad. Cada cual lleva su periódico, que lee o comenta: mi padre saca El Faro, que goza opinión de sensato; el canónigo desenvaina La Iglesia y El Lábaro, ambos de su cuerda; el coronel esgrime el Clamor, órgano del Progreso; otro tremola El Heraldo, y Cuevas, en fin, enarbola El Tío Carcoma, satírico y desvergonzado, pues algo hay que dar también a la risa y al honrado esparcimiento. Predomina en la botica el tinte moderado, y contra una mayoría formidable luchan gallardamente los dos únicos progresistas, el coronel y el boticario. De entre las ruidosas peloteras que allí se arman salen airadas voces aclamando el nombre sonoro del primate a quien cada cual debe su destino, y si el uno pone sobre su cabeza a Bravo Murillo, el otro no deja que toquen ni al pelo de la ropa de Seijas Lozano, de Pidal o de Bahamonde.

Allí me enteré de sucesos que ignoraba, y que, siendo ínfimos en la esfera total del humano vivir, parecían grandes a los pobres enanos que de ellos se ocupaban. Supe que habían caído los Puritanos, y pues yo no conocía más Puritanos que los de Bellini, pedí informes de tales sujetos, sabiendo al fin que eran como una cofradía que dentro de la moderada comunidad alardeaba de pureza. Supe asimismo que el Rey y la Reina andaban desavenidos, él haciendo solitaria vida en El Pardo, ella en Madrid gozando de la cariñosa popularidad que había sabido ganarse con su gracia y desenfado; y supe que los narvaístas andaban locos por volver al Gobierno, y que los progresistas, alentados por Bullwer, embajador inglés, hacían sus pinitos por colarse en Palacio. Todo ello me importaba un bledo, como la caída del Ministerio Salamanca, sucesor de los Puritanos, para dar entrada al temido y ensalzado D. Ramón, que, según mi padre, es el único que entiende este complejo tinglado del gobierno de España.