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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1996 Stephanie Laurens. Todos los derechos reservados.

TRAMPA DE AMOR, Nº 21 - agosto 2012

Título original: An Unwilling Conquest.

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd. Londres.

Publicado en español en 2006.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0767-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

 

–Entonces, ¿vamos huyendo del diablo?

La pregunta, formulada en tono suavísimo, hizo dar un respingo a Harry Lester.

–Peor –le respondió por encima del hombro a Dawlish, su ayuda de cámara y factótum–. De las madres casamenteras... y de sus aliadas, esas arpías de la alta sociedad –Harry tiró un poco de las riendas al tomar a gran velocidad un recodo del camino. No veía razón para aflojar el paso. A sus caballos, bellos y poderosos, les gustaba tener el bocado entre los dientes. El carrocín corría tras ellos. Newmarket quedaba delante–. Y no vamos huyendo. A esto se le llama una retirada estratégica.

–¿De veras? Pues no puedo reprochárselo –repuso Dawlish con acento severo–. ¿Quién iba a imaginar que el señorito Jack acabaría sentando la cabeza... y sin rechistar, si lo que dice Pinkerton es cierto? Pasmado, está Pinkerton –al ver que Harry no respondía, añadió–: Teniendo en cuenta su puesto, naturalmente.

Harry soltó un bufido.

–Nada conseguirá separar a Pinkerton de Jack..., ni siquiera una esposa. Se tragará ese sapo cuando llegue el momento.

–Sí..., puede ser. Aun así, a mí no me gustaría tener que responder ante una señora..., después de tantos años.

Harry tensó los labios. Al darse cuenta de que Dawlish, que iba tras él, no podía verlo, cedió al deseo de sonreír. Dawlish llevaba toda la vida con él; cuando tenía quince años y era mozo de cuadras, entró al servicio del segundo hijo de la familia Lester en cuanto dicho hijo se montó a lomos de un poni. Su viejo cocinero aseguraba que se trataba de un caso claro de afinidades comunes. Los caballos eran la vida de Dawlish: había reconocido a un maestro en ciernes y había resuelto seguir su estela.

–No te preocupes, viejo cascarrabias. Te aseguro que no tengo intención de sucumbir a los cantos de sirena, ni de grado ni por fuerza.

–Decirlo está muy bien –rezongó Dawlish–, pero estas cosas, cuando pasan, parece que no hay modo de oponerse a ellas. Fíjese en el señorito Jack.

–Prefiero no fijarme –contestó Harry en tono cortante. Detenerse a pensar en la rápida caída de su hermano mayor en las redes del matrimonio era un método infalible de minar su confianza. Jack y él se llevaban dos años y habían llevado vidas muy semejantes. Se habían trasladado a la ciudad hacía más de diez años. A decir verdad, Jack tenía menos razones que él para dudar del verdadero valor del amor, pero aun así su hermano había sido, tal y como insinuaba Dawlish, una presa fácil. Y aquello ponía nervioso a Harry.

–¿Piensa pasar el resto de su vida alejado de Londres?

–Espero de todo corazón no tener que llegar a ese extremo –Harry frenó a los caballos para bajar una pequeña pendiente. Los páramos se extendían ante ellos como un puerto de abrigo, libre por igual de casamenteras y arpías–. Sin duda mi falta de interés llamará la atención. Con un poco de suerte, si no doy que hablar, la temporada que viene se habrán olvidado de mí.

–Nunca hubiera creído que, con el empeño que ha puesto en ganarse su reputación, se mostrarían tan ansiosas.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Harry.

–El dinero, Dawlish, sirve para excusar cualquier pecado.

Aguardó, confiando en que Dawlish remachara la conversación comentando sombríamente que, si las señoras de la alta sociedad eran capaces de pasar por alto sus pecados, nadie estaba a salvo. Pero Dawlish no dijo nada. Harry, que tenía la mirada fija en las orejas del primer caballo, se dijo con fastidio que la riqueza que, como un regalo providencial, sus hermanos Gerald y Jack y él mismo habían recibido hacía poco tiempo bastaba para redimir, de cara a la galería, una vida entera de pecado.

Apenas se hacía ilusiones. Sabía qué y quién era: un crápula, uno de los lobos de la alta sociedad londinense, un demonio, un libertino, un magnífico jinete y un criador excepcional de caballos de primera clase, una boxeador aficionado de cierta fama, un excelente tirador, un cazador afortunado y preciso, tanto en el monte como fuera de él. Desde hacía más de diez años, los círculos de la alta sociedad londinense habían sido su patio de recreo. Aprovechando sus talentos naturales y la posición que le procuraba su cuna, había dedicado aquellos años al placer hedonista, catando mujeres como cataba vinos. Y en todo aquel tiempo nadie le había contradicho, nadie se había interpuesto en su camino, nadie había puesto en solfa sus aires de derrochador.

Ahora, naturalmente, con una fortuna de dudoso origen a su espalda, la gente haría cola para criticarlo.

Soltó un bufido y volvió a concentrarse en la carretera. Las dulces damiselas de la alta sociedad podían ofrecerse hasta que se les pusieran las caras azules, pero él no pensaba comprar.

El cruce de la carretera de Cambridge se acercaba. Harry refrenó a los caballos, que seguían avanzando a toda velocidad a pesar de que habían salido de Londres como un relámpago. Les había dado de comer a lo largo de la carretera principal y sólo les había dejado correr a su gusto tras pasar Great Chesterford, al tomar la carretera, menos transitada, de Newmarket. Habían adelantado a unos cuantos carruajes por el camino; la mayoría de los caballeros que pensaban asistir a las carreras ya estarían en Newmarket.

A su alrededor, el páramo se extendía, llano y parejo, salpicado únicamente por algunas arboledas, setos y extraños matorrales cuya vista producía cierto alivio. Ningún coche se acercaba por el camino de Cambridge. Harry dirigió a los caballos hacia el camino de tierra y le dio un leve latigazo al animal que iba en cabeza. Newmarket y la comodidad de sus aposentos en la posada Barbican Arms aguardaban unas pocas millas más adelante.

–A su izquierda.

La advertencia de Dawlish saltó sobre su hombro en el mismo instante en que Harry vislumbraba movimiento en una arboleda que bordeaba el camino, delante de él. Azotó a ambos caballos en la cruz; mientras el látigo retrocedía siseando hacia su empuñadura, Harry aflojó las riendas y se las cambió a la mano izquierda. Con la derecha agarró la pistola cargada que llevaba bajo el asiento, justo detrás del pie izquierdo. Pero, al asir la culata, advirtió lo rocambolesco de la escena.

Dawlish, con un pesado pistolón en las manos, dijo:

–En la carretera real y a plena luz del día... ¡lo que hay que ver! ¿Adónde iremos a parar?

El carrocín pasó de largo.

A Harry no le extrañó del todo que los hombres que merodeaban entre los árboles no hicieran intento alguno de detenerlos. Iban a caballo, pero aun así les habría costado Dios y ayuda alcanzarlos. Harry contó de pasada al menos cinco, todos ellos embozados en gruesos mantos. El sonido sofocado de los improperios se oyó tras ellos.

Dawlish siguió rezongando, malhumorado, mientras guardaban las pistolas.

–Cielo santo, si hasta tenían un carro entre los árboles. Muy seguros del botín deben de estar.

Harry frunció el ceño.

Allá adelante, la carretera describía una curva. Recogió de nuevo las riendas flojas y frenó un poco a los caballos.

Tomaron la curva... y Harry se quedó de una pieza.

Tiró de las riendas con todas sus fuerzas, atravesando a los caballos en mitad del camino. Las bestias se detuvieron piafando. El carrocín se tambaleó peligrosamente y luego se asentó sobre sus ejes.

Los exabruptos enturbiaron el aire alrededor de sus orejas, pero Harry no hizo caso. Dawlish seguía tras él, no se había caído a la cuneta. Delante de él, en cambio, se desarrollaba una escena dantesca.

Un coche de posta yacía de costado, bloqueando gran parte de la carretera. Una de las ruedas traseras parecía haberse desintegrado; el pesado vehículo, cargado de equipaje, había volcado. El accidente acababa de ocurrir: las ruedas superiores aún giraban lentamente. Harry parpadeó. Un muchacho, seguramente un mozo, luchaba a brazo partido por sacar a una joven histérica de la cuneta. Un hombre entrado en años que por su atuendo parecía el cochero, merodeaba nervioso alrededor de una mujer de pelo gris, tumbada en el suelo. Los caballos del carruaje estaban aterrados.

Sin decir palabra, Harry y Dawlish saltaron al suelo y corrieron a calmar a los caballos.

Tardaron cinco minutos en apaciguar a las bestias, buenos caballos de tiro, fuertes y poderosos, provistos de la terquedad y las pocas luces propias de su raza.

Una vez desenredados los jaeces, Harry dejó a las bestias en manos de Dawlish. El mozo seguía atareado con la muchacha llorosa mientras el cochero revoloteaba, asustado, alrededor de la anciana, obviamente dividido entre el deber y el deseo de prestar socorro, si hubiera sabido cómo.

La mujer gimió al acercarse Harry. Tenía los ojos cerrados; estaba tumbada en el suelo, muy tiesa y rígida, con las manos cruzadas sobre el pecho plano.

–Mi tobillo... –un espasmo de dolor contrajo su rostro anguloso y tenso bajo un moño color hierro–. Maldito seas, Joshua... Cuando consiga levantarme, me haré un escabel con tu trasero –exhaló el aire con un siseo–. Si es que alguna vez me levanto.

Harry parpadeó. La forma de hablar de aquella mujer se parecía extrañamente a la de Dawlish cuando se ponía quejumbroso. Levantó las cejas mientras el cochero se incorporaba y se tocaba la frente.

–¿Hay alguien en el carruaje?

El cochero palideció. La anciana abrió los ojos de golpe y se sentó, muy tiesa.

–¡Ay, Dios mío! ¡La señora y la señorita Heather! –su mirada sorprendida se clavó en el carruaje–. Maldito seas, Joshua... ¿qué haces ahí parado como un pasmarote mientras la señora está en apuros? –comenzó a golpear frenéticamente las piernas del cochero, empujándolo hacia el carruaje.

–Que no cunda el pánico.

Aquella orden serena y firme provenía del carruaje.

–Estamos perfectamente..., sólo un poco temblorosas –la voz, clara y muy femenina se detuvo antes de añadir con cierto titubeo–: Pero no podemos salir.

Harry masculló una maldición y se acercó al carruaje, deteniéndose sólo un instante para quitarse el gabán y lanzarlo hacia el carrocín. Se agarró a la rueda trasera y se encaramó al carruaje. De pie sobre el costado del vehículo, se inclinó, asió el tirador y abrió la portezuela. Luego plantó los pies a ambos lados de la escalerilla y miró hacia el interior en sombras.

Y pestañeó.

La visión que asaltó su mirada le deslumbró por un instante. Una mujer aguardaba en el rayo de sol que entraba por la portezuela. Su cara, vuelta hacia arriba, tenía forma de corazón; la alta frente parecía engarzada bajo el cabello oscuro, recogido severamente hacia atrás. Sus facciones eran bien definidas: una nariz recta y firme y unos labios curvilíneos sobre un mentón delicado, pero tenaz.

Su tez era marfileña y clarísima, del color de las más puras perlas. Los ojos de Harry vagaron inconscientemente sobre sus mejillas y sobre la esbelta curva de su cuello antes de detenerse en el promontorio de sus pechos. De pie sobre ella, tal y como estaba, sus senos quedaban ampliamente expuestos a su escrutinio, a pesar de que el elegante vestido de viaje que llevaba la joven no era en modo alguno indecoroso.

Harry notó un cosquilleo en las palmas de las manos.

Unos ojos azules muy grandes, bordeados de largas y negras pestañas, lo miraban parpadeando.

Durante un instante, Lucinda Babbacombe pensó que tal vez se hubiera dado un golpe en la cabeza. ¿Qué, si no, podía explicar aquella aparición surgida de sus sueños más íntimos?

Alto y delgado, de hombros anchos y estrechas caderas, aquel hombre se cernía sobre ella con las piernas musculosas y largas apoyadas a ambos lados de la portezuela. El sol formaba un halo alrededor de su cabello rubio. A contraluz, Lucinda no lograba distinguir sus rasgos, pero sentía la tensión que lo atenazaba.

Parpadeó rápidamente. Un ligero rubor tiñó sus mejillas. Apartó la mirada, pero no sin antes percatarse de la discreta elegancia de sus ropas: la levita gris bien ceñida, de magnífico corte, y las ajustadas calzas de color marfil, bajo las que se insinuaban sus muslos poderosos. Llevaba las pantorrillas enfundadas en bruñidas botas de Hesse, y su camisa era blanca y almidonada. Notó que no llevaba ni leontinas ni sellos colgando de la cintura y que sólo lucía un alfiler de oro en la corbata.

La opinión dominante sugería que un atuendo tan severo volvía a un caballero falto de interés y anodino. Pero la opinión dominante se equivocaba.

Él se movió, y una mano grande, de largos dedos y extremadamente elegante descendió hacia ella.

–Deme la mano y la sacaré de ahí. Una de las ruedas se ha hecho pedazos. No es posible enderezar el carruaje.

Su voz era grave, parsimoniosa, y bajo su tono sedoso parecía discurrir una corriente subterránea que Lucinda no lograba identificar. Miró hacia arriba a través de las pestañas. Él se había movido hacia un lado de la portezuela, apoyándose en una rodilla. La luz le daba ahora en la cara e iluminaba unas facciones que parecieron endurecerse al sentir el roce de su mirada. Movió la mano con impaciencia. Un zafiro negro, engarzado en un sello de oro, despidió un brillo opaco. Tendría que ser muy fuerte si pretendía sacarla de allí con un solo brazo.

Lucinda ahuyentó la idea de que su rescate podía convertirse en una amenaza aún más temible que el apuro en que se hallaba y le dio la mano.

Sus palmas se tocaron. Los largos dedos del caballero se cerraron sobre su muñeca. Lucinda levantó la otra mano y se asió a su brazo. Luego, se sintió volar.

Aspiró una rápida bocanada de aire. Un brazo de acero rodeó su cintura. Parpadeó. Y se halló de rodillas, sostenida entre sus brazos, con el pecho pegado al de su impasible salvador.

Sus ojos quedaban a la altura de los labios de aquel hombre. Eran éstos tan severos como sus ropas, cincelados y firmes. Su mandíbula era cuadrada y el aristocrático perfil de su nariz atestiguaba su abolengo. Sus rasgos eran duros, tan duros como el cuerpo que la sostenía en equilibrio al borde del marco de la portezuela del carruaje. Le había soltado las manos, que ella había dejado caer sobre su torso. Lucinda tenía apoyada una cadera sobre la de él, y la otra sobre su recio muslo. De pronto se olvidó de respirar.

Levantó los ojos con cautela hacia los suyos... y vio el mar, calmo y límpido, de un verde claro, fresco y cristalino.

Se sostuvieron la mirada.

Hipnotizada, Lucinda se sumió en aquel mar verde y sintió que cálidas oleadas lamían su piel. Sintió que sus labios se esponjaban, notó que se inclinaba hacia él... y parpadeó frenéticamente.

Un temblor se apoderó de ella. Los músculos que la rodeaban se tensaron y luego permanecieron inmóviles.

Lucinda le notó respirar.

–Tenga cuidado –dijo él mientras se erguía lentamente, levantándola hasta que sus pies tocaron el carruaje.

Lucinda se preguntó contra qué peligro la advertía.

Harry se obligó a soltarla y luchó por refrenar sus impulsos.

–Tendré que bajarla al suelo.

Lucinda miró por encima del costado del carruaje y se limitó a asentir con la cabeza. Había más de dos metros de desnivel. Sintió que él se movía a su espalda y dio un respingo al notar que deslizaba las manos bajo sus brazos.

–No se mueva, ni intente saltar. La soltaré cuando el cochero la tenga bien agarrada.

Joshua esperaba en el suelo. Lucinda asintió con la cabeza. Se había quedado sin habla.

Harry la agarró con firmeza y la sostuvo en volandas sobre el borde del carruaje. El cochero le agarró rápidamente las piernas. Harry la soltó, pero no pudo impedir que sus dedos rozaran el costado de los pechos de la joven. Apretó los dientes e intentó borrar de su memoria aquel recuerdo, pero le ardían los dedos.

Una vez en tierra firme, Lucinda descubrió con agrado que volvía a ser dueña de sí misma. La extraña impresión que había empañado sus facultades por un momento había sido transitoria, gracias al cielo.

De un rápido vistazo comprobó que su salvador se disponía a prestarle idéntico servicio a su hijastra. Diciéndose que, a sus diecisiete años recién cumplidos, la susceptibilidad de Heather a aquella clase de embrujo era posiblemente mucho menor que la suya, Lucinda le dejó hacer.

Tras abarcar la escena con una sola mirada, se acercó con paso vivo a la zanja de la cuneta, se inclinó y le dio un bofetón a Amy, la criada.

–Ya basta –dijo como si estuviera hablando de masa para hacer bizcochos–. Vamos, ven a ayudar a Agatha.

Amy abrió de par en par los ojos llorosos y luego parpadeó.

–Sí, señora –se sorbió los mocos y a continuación le lanzó una sonrisa llorosa a Sim, el mozo, y salió a duras penas de la zanja, que por suerte estaba seca.

Entre tanto, Lucinda se había acercado a Agatha, que seguía tumbada en medio del camino.

–Sim, ayuda con los caballos. Ah, y saca esas piedras de la carretera –señaló con el pie un montón de grandes piedras aserradas que había en el camino–. Seguro que ha sido una de ellas la que ha roto la rueda. Será mejor que empieces a descargar el carruaje cuanto antes.

–Sí, señora.

Lucinda se detuvo junto a Agatha y se agachó para mirarla.

–¿Qué te pasa?

Agatha, que tenía los labios apretados, abrió sus ojos grises y la miró con los párpados entornados.

–Sólo es el tobillo..., pero enseguida estaré mejor.

–Sí, ya –dijo Lucinda, poniéndose de rodillas para examinar la pierna herida–. Por eso estás pálida como un muerto.

–¡Tonterías! ¡Ay! –Agatha contuvo el aliento y cerró los ojos.

–Deja de quejarte y deja que te lo vende.

Lucinda ordenó a Amy hacer tiras con sus enaguas y procedió a vendarle el tobillo a Agatha, haciendo caso omiso de los refunfuños de la criada. Mientras tanto, Agatha miraba con recelo más allá de ella.

–Será mejor que no se mueva de mi lado, señora. Y dígale a la señorita que venga. Puede que ese hombre sea un caballero, pero no me cabe duda alguna de que tiene que ser de cuidado.

Lucinda tampoco lo dudaba, pero se negaba a esconderse tras las faldas de su doncella.

–Bobadas. Nos ha rescatado muy educadamente y pienso darle las gracias como es debido. No hay por qué armar tanto escándalo.

–¡Escándalo, dice! –mientras Lucinda se bajaba las faldas hasta los tobillos, Agatha siseó–: Tú no lo has visto moverse.

–¿Moverse? –Lucinda frunció el ceño, se irguió y se sacudió las manos y el vestido. Al darse la vuelta, vio que Heather se acercaba a ella a toda prisa. Los ojos castaños de la joven brillaban, llenos de emoción a pesar del calvario que acababan de pasar.

Tras ella iba su salvador. Un hombre de más de metro ochenta cuyo paso elegante y ágil traía a las mientes la imagen de un gato cazador.

Un depredador grande y poderoso.

El comentario de Agatha quedó claro al instante. Lucinda intentó sofocar el impulso repentino de huir. Él la tomó de la mano, pues ella debía de habérsela ofrecido, y se inclinó con gallardía.

–Permítame presentarme, señora. Harry Lester..., a su servicio.

Se irguió y una sonrisa amable suavizó su semblante.

Lucinda advirtió, fascinada, cómo se curvaban ligeramente hacia arriba las comisuras de sus labios. Luego sus ojos se encontraron. Ella parpadeó y desvió los ojos.

–Mi más sincero agradecimiento, señor Lester, por su ayuda... y la de su ayuda de cámara –le dedicó una bella sonrisa a Dawlish, que estaba desenganchado los caballos del carruaje con la ayuda de Sim–. Ha sido un golpe de suerte que pasaran por aquí.

Harry frunció el ceño al recordar a los salteadores de caminos agazapados entre los árboles, más allá de la curva. Ahuyentó aquel recuerdo.

–Le ruego me permita acompañarla a usted y a su... –levantando las cejas, miró el rostro radiante de la muchacha y volvió luego a posar la mirada en su sirena.

Ella sonrió.

–Le presento a mi hijastra, la señorita Heather Babbacombe.

Heather hizo una rápida reverencia a la que Harry respondió con una leve inclinación de cabeza.

–Como le iba diciendo, señora Babbacombe –Harry se giró suavemente y volvió a atrapar la mirada de la dama. Tenía ésta los ojos de un azul suave y unas pinceladas de gris: un color brumoso. Su vestido de viaje, de color lavanda, realzaba el tono de sus ojos–. Espero que me permita acompañarlas hasta su destino. ¿Se dirigían ustedes a...?

–Newmarket –contestó Lucinda–. Gracias..., pero debo encontrar acomodo para mis sirvientes.

Harry no sabía qué respuesta le sorprendía más.

–Por supuesto –respondió, y se preguntó cuántas damas que él conociera, en semejantes circunstancias, se habrían preocupado tanto por sus criados–. Mi criado puede ocuparse de eso. Conoce bien estos contornos.

–¿De veras? Qué maravilla.

Antes de que Harry pudiera pestañear, aquella mirada azul se había posado en Dawlish. Un momento después, su sirena se alejó, acercándose a su sirviente como un galeón a toda vela. Harry la siguió, intrigado. Ella llamó a su cochero con ademán imperioso. Cuando Harry llegó hasta ellos, le estaba dando instrucciones que a él mismo ya se le habían ocurrido.

Dawlish le lanzó una mirada sorprendida y cargada de reproche.

–¿Cree usted que habrá algún inconveniente? –preguntó Lucinda, que se había percatado de la distracción del ayuda de cámara.

–Oh, no, señora –Dawlish inclinó la cabeza respetuosamente–. En absoluto. Conozco muy bien a la gente de la Barbican. Se harán cargo de todos nosotros.

Harry hizo un intento decidido de recuperar el control de la situación.

–Excelente –dijo–. Si está todo arreglado, creo que deberíamos ponernos en marcha, señora Babbacombe –en un rincón de su cabeza se agitaba el recuerdo de cinco hombres embozados. Le ofreció su brazo. Ella arrugó delicadamente las cejas y luego puso la mano sobre él.

–Espero que Agatha se ponga bien.

–¿Su doncella? –al ver que ella asentía, Harry añadió–: Creo que, si se hubiera roto el tobillo, tendría muchos más dolores.

Aquellos ojos azules lo miraron, acompañados por una sonrisa de gratitud.

Lucinda apartó la mirada... y advirtió la expresión recelosa de Agatha. Su sonrisa se convirtió en una mueca.

–Tal vez deba esperar aquí hasta que venga el carro a por ella.

–No –contestó Harry de inmediato. Ella lo miró con sorpresa. Él subsanó su error con una sonrisa encantadora, pero triste–. No quisiera alarmarla, pero se han visto salteadores de caminos por estos alrededores –su sonrisa se intensificó–. Y Newmarket está sólo a dos millas.

–Ah –Lucinda lo miró a los ojos, sin hacer esfuerzo alguno por disimular sus dudas–. ¿Dos millas, dice usted?

–Como máximo –Harry la miró con un leve aire de desafío.

–Bueno... –Lucinda se giró para mirar su carrocín.

Harry no aguardó nada más. Llamó a Sim y señaló el carrocín.

–Ponga el equipaje de la señora en el maletero.

Al girarse, se topó con una mirada fría y altiva, y arqueó una ceja con idéntica frialdad.

Lucinda se sintió de pronto acalorada, a pesar de que corría una brisa fresca que anunciaba la inminente caída de la noche, y miró a Heather, que estaba hablando alegremente con Agatha.

–Le pido disculpas por mi insistencia, señora Babbacombe, pero no creo que sea sensato que su hijastra o usted sigan su viaje de noche y sin escolta.

Aquella voz suave y parsimoniosa obligó a Lucinda a sopesar sus alternativas. Ambas se le antojaban peligrosas. Por fin inclinó un poco la cabeza y se decidió por la más estimulante.

–En efecto, señor Lester. Sin duda tiene usted razón –Sim había terminado de guardar su equipaje en el maletero del carrocín y estaba sujetando las sombrereras a los topes del coche–. ¿Heather?

Mientras su sirena se atareaba dando las últimas instrucciones a sus sirvientes, Harry ayudó a su hijastra a subir al carrocín. Heather Babbacombe, que era demasiado joven para dejarse turbar por sus encantos, esbozó una sonrisa luminosa y le dio las gracias gentilmente.

Sin duda, pensó Harry mientras se giraba para observar a la madrastra, la muchacha lo veía como una especie de tío. Sus labios se tensaron y se relajaron luego en una sonrisa mientras veía a la señora Babbacombe avanzar hacia él sin dejar de observar cuanto la rodeaba con mirada viva y calculadora.

Era esbelta y alta. Había en su porte elegante y sobrio algo que evocaba el adjetivo «matriarcal». Un aplomo, una seguridad en sí misma que se reflejaban en su mirada franca y su expresión abierta. Su cabello era oscuro, de un castaño intenso en el que se adivinaban hebras rojas a la luz del sol, y lo llevaba recogido en un prieto rodete a la altura de la nuca. Su peinado era, en opinión de Harry, excesivamente severo, y sin embargo sentía en los dedos el cosquilleante deseo de acariciar sus mechones sedosos y liberarlos de sus ataduras.

En cuanto a su figura, a Harry le costaba un arduo esfuerzo disimular su interés. Aquella mujer era, en efecto, una de las criaturas más atrayentes que veía desde hacía años.

Ella se acercó y él levantó una ceja.

–¿Lista, señora Babbacombe?

Lucinda se giró para mirarlo cara a cara, intrigada porque una voz tan suave pudiera volverse acerada tan rápidamente.

–Gracias, señor Lester –le dio la mano; él la tomó y tiró de ella hacia el costado del carruaje. Lucinda parpadeó al ver el alto peldaño del carrocín, pero un instante después Harry Lester la agarró por la cintura y la depositó sin esfuerzo en el asiento.

Lucinda sofocó un gemido de sorpresa y se encontró con la mirada atenta de Heather, llena de cándida expectación. Logró por fin dominar su turbación y se acomodó en el asiento, junto a su hijastra. Apenas había tratado con caballeros de la posición del señor Lester. Quizás aquellos gestos fueran lo corriente.

A pesar de su inexperiencia, no se llamaba a engaño: sabía que su posición no era nada corriente. Su salvador se detuvo un instante para echarse sobre los hombros el gabán, adornado, como notó Lucinda, con una corta capa de vuelo, y acto seguido montó tras ella en el carrocín, con las riendas en la mano. Naturalmente, se sentó a su lado.

Con una sonrisa luminosa pegada a los labios, Lucinda le dijo adiós a Agatha con la mano y procuró ignorar la presión que ejercía el recio muslo de Harry Lester sobre su pierna, mucho más fina, y el modo en que su hombro había buscado por fuerza acomodo contra la espalda de su salvador.

El propio Harry no había previsto aquellas apreturas, cuyas consecuencias le parecían igualmente inquietantes. Agradables, pero decididamente inquietantes. Mientras azuzaba a sus bestias, preguntó:

–¿Venía de Cambridge, señora Babbacombe? –necesitaba desesperadamente distraerse.

Lucinda se aprestó a responder.

–Sí. Hemos pasado una semana allí. Pensábamos emprender viaje justo después de comer, pero pasamos cerca de una hora en los jardines. Son muy hermosos, ¿sabe usted?

Su acento era refinado e imposible de rastrear. El de su hija lo era menos, mientras que el de los sirvientes era sin duda alguna del norte del país. Los caballos acompasaron su galope. Harry se consoló pensando que apenas tardarían un cuarto de hora en recorrer aquellas dos millas, incluso teniendo en cuenta que debían cruzar la ciudad.

–Pero ¿no son ustedes de por aquí?

–No, somos de Yorkshire –al cabo de un momento, Lucinda añadió con una sonrisa–: En este momento, sin embargo, creo que podría decirse que somos poco menos que cíngaras.

–¿Cíngaras?

Lucinda y Heather intercambiaron una sonrisa.

–Mi marido murió hace poco más de un año y la casa familiar pasó a manos de un sobrino suyo, de modo que Heather y yo decidimos pasar nuestro año de luto viajando por el país. Hasta entonces, apenas habíamos visto nada.

Harry sofocó un gruñido. Era viuda: una bella viuda recién salida del luto, sin ataduras, sin compromisos, salvo el pequeño obstáculo que representaba su hijastra. En un esfuerzo por olvidarse de su creciente curiosidad y de las suaves curvas que se apretaban contra su costado por cortesía de la figura, más robusta, de Heather Babbacombe, procuró concentrarse en lo que le había dicho ella. Y frunció el ceño.

–¿Dónde tienen previsto alojarse en Newmarket?

–En la posada Barbican Arms –contestó Lucinda–. Creo que está en High Street.

–En efecto –los labios de Harry se afinaron; la Barbican Arms estaba justo enfrente del Jockey Club–. Esto... ¿tienen ustedes habitaciones reservadas? –miró de soslayo su cara y vio una expresión de sorpresa–. Esta semana son las carreras, ¿sabe usted?

–¿De veras? –Lucinda frunció el ceño–. ¿Significa eso que estará todo lleno?

–Hasta la bandera –en Newmarket se habrían concentrado sin duda todos los juerguistas y buscavidas que podían permitirse el viaje desde Londres. Harry intentó alejar de sí aquella idea. La señora Babbacombe no era asunto suyo, se dijo. Nada tenía que ver con él. Tal vez fuera viuda y, en opinión de su ojo experto, estuviera en sazón para dejarse seducir, pero era una viuda virtuosa. Y ahí estaba el problema. Harry tenía experiencia suficiente como para saber que tales mujeres existían. En efecto, de pronto se le ocurrió que, si quería cavarse su propia tumba, elegiría sin dudarlo a una viuda virtuosa como emisaria de Cupido. Pero había advertido la celada... y no tenía intención de caer en ella. La señora Babbacombe era una bella viuda a la que haría bien dejando en paz, sin llegar a catarla. Un deseo extrañamente intenso se apoderó de él de pronto. Harry intentó encadenarlo mientras maldecía para sus adentros.

Las primeras casas aparecieron a lo lejos. Harry hizo una mueca.

–¿No tienen ningún conocido en la ciudad en cuya casa pueda alojarse?

–No, pero estoy segura de que encontraremos acomodo en alguna parte –Lucinda hizo un gesto vago mientras se esforzaba por concentrarse en lo que estaba diciendo y fijar sus sentidos en el paisaje crepuscular–. Si no es en la Barbican Arms, puede que sea en la Green Goose.

Notó que Harry daba un respingo. Se giró y se encontró con una mirada incrédula y casi horrorizada.

–En la Green Goose, no –dijo Harry sin hacer esfuerzo alguno por suavizar sus palabras.

Lucinda frunció el ceño.

–¿Por qué no?

Harry abrió la boca..., pero no supo qué decir.

–El motivo no tiene importancia..., pero hágase a la idea que no puede alojarse en la Green Goose.

Una expresión intransigente se apoderó del semblante de Lucinda. Luego levantó al aire su linda nariz y miró hacia delante.

–Si hace el favor de dejarnos en la Barbican Arms, señor Lester, estoy segura de que todo se arreglará.

Sus palabras evocaron en la imaginación de Harry el recuerdo del patio y el salón principal de la posada tal y como estarían en ese momento y como él los había visto en muchas otras ocasiones. Atestados de hombres de anchas espaldas, de caballeros elegantes de la alta sociedad, a la mayoría de los cuales conocía por su nombre. Y, ciertamente, también por su carácter: podía imaginarse sus sonrisas cuando vieran aparecer a la señora Babbacombe.

–No.

Los adoquines de High Street repiqueteaban bajo los cascos de los caballos.

Lucinda se giró para mirarlo.

–¿Se puede saber qué quiere decir?

Harry apretó los dientes. A pesar de que tenía la mirada fija en las bestias mientras se abría paso entre el trasiego de la calle principal de la capital hípica de Inglaterra, notaba las miradas curiosas que les lanzaba la gente... y la expectación que levantaba la mujer sentada a su lado. El hecho de llegar con él, de dejarse ver a su lado, había concentrado de inmediato la atención de los transeúntes sobre ella.

Aquello no era asunto de su incumbencia.

Harry notó que se le endurecía el gesto.

–Aunque en la Barbican Arms haya habitaciones, que no las habrá, es una insensatez que se aloje usted en la ciudad en época de carreras.

–¿Cómo dice? –Lucinda tardó un momento en reponerse de la sorpresa–. Señor Lester, nos ha rescatado usted con toda pericia y le estamos muy agradecidas, pero soy muy capaz de encontrar alojamiento y tengo intención de quedarme en la ciudad.

–Rayos.

–¿Qué?

–No sabe usted lo que es alojarse en Newmarket cuando hay carreras o no estaría aquí –Harry tensó los labios en una fina línea y le lanzó una mirada cargada de irritación–. El diablo me lleve... ¡Mire a su alrededor, mujer!

Lucinda ya había reparado en la gran cantidad de hombres que se paseaban por las estrechas aceras. Al pasear la mirada por la escena que se abría ante sus ojos, notó que había muchos más a caballo y en los carruajes de todo tipo que transitaban la calle. Caballeros por doquier. Sólo caballeros.

Heather, que no estaba acostumbrada a que la miraran lascivamente, se había inclinado hacia ella, acobardada, y la miraba con incertidumbre.

–Lucinda...

Lucinda le dio unas palmaditas en la mano. Al alzar la cabeza, se topó con la mirada descarada de un caballero montado en un elevado faetón, a cuyo escrutinio respondió con una mirada gélida.

–Es igual –dijo–. Si hace el favor de dejarnos en...

Su voz se apagó cuando distinguió, colgado sobre una amplia arcada, delante de ella, un cartel en el que se veía pintada la puerta de un castillo. En ese instante, el tráfico pareció abrirse; Harry hizo restallar las riendas y el carrocín aceleró y dejó atrás la arcada.

Lucinda se giró para mirar el letrero mientras seguían avanzando por la calle.

–¡Ahí está! ¡La Barbican Arms! –se volvió para mirar a Harry–. Se lo ha pasado.

Harry, que estaba muy serio, asintió con la cabeza.

Lucinda lo miró con enojo.

–Pare –ordenó.

–No puede quedarse en la ciudad.

–¡Claro que puedo!

–¡Por encima de mi cadáver! –Harry se oyó bramar a sí mismo y gruñó para sus adentros. Cerró los ojos. ¿Qué le estaba pasando? Abrió los ojos y miró a la mujer que viajaba a su lado. Se había puesto colorada... de ira. De pronto le dio por pensar fugazmente en cómo sería su cara cuando se sonrojara de deseo.

Tal vez su semblante dejara traslucir sus pensamientos, porque Lucinda achicó los ojos.

–¿Se propone secuestrarnos? –su voz prometía una muerte lenta y dolorosa.

El final de High Street apareció ante ellos; el tráfico era allí menos denso. Harry fustigó al caballo de cabeza y las bestias apretaron el paso. Mientras el ruido de los cascos golpeando los adoquines se iba apagando tras ellos, miró a Lucinda y dijo con aspereza:

–Considérelo una repatriación forzosa.