Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Debbie Macomber. Todos los derechos reservados.

UN PUERTO SEGURO, Nº 55 - agosto 2012

Título original: 50 Harbor Street

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Publicado en español en 2009

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0769-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para Mary Lou Carney, porque su amistad y sus valiosas opiniones han sido una bendición muy especial para mí.

Uno

Corrie McAfee estaba preocupada, y sabía que su marido también lo estaba.

Era comprensible. Roy era investigador privado, y desde julio había estado recibiendo una serie de mensajes anónimos. A pesar de que no eran abiertamente amenazadores, resultaban inquietantes.

El primer mensaje había llegado a la oficina por correo, y hablaba de arrepentimientos. A lo largo de las semanas siguientes, habían llegado varios más. Ella los había leído tantas veces, que se los sabía de memoria. En el primero ponía: Todo el mundo se arrepiente de alguna cosa. ¿Hay algo que desearías no haber hecho?, piensa en ello.

Ninguno de los mensajes estaba firmado. Habían llegado a intervalos irregulares, y los habían enviado desde diferentes sitios. No podía quitárselos de la cabeza, y aunque habían ido pasando los meses y ya había llegado octubre, aún no había averiguado nada nuevo.

El borboteo de la cafetera la arrancó de sus preocupaciones por un instante, y miró hacia la amplia ventana que daba al centro de Cedar Cove, una pequeña ciudad del estado de Washington. Trabajar para Roy, ser tanto su secretaria como su ayudante, tenía sus ventajas, pero en aquel caso también tenía desventajas. Lo de «ojos que no ven, corazón que no siente» era cierto en aquella situación, porque sabía que dormiría mucho más tranquila si no se hubiera enterado de lo de los mensajes.

Pero incluso suponiendo que Roy hubiera conseguido ocultárselos, ella habría acabado enterándose, porque el último mensaje no lo habían enviado a la oficina, como los demás, sino que lo habían dejado una noche en la puerta de su casa. Su propia casa. La noche en cuestión, Roy y ella tenían invitados, y al abrir la puerta para despedirse de ellos habían encontrado una cesta de fruta con una nota.

La recorrió un escalofrío sólo con pensar que aquella persona desconocida sabía dónde vivían.

–¿Está listo el café? –le preguntó Roy, desde su despacho; al parecer, empezaba a impacientarse.

–Relájate, ya voy –no pretendía que su tono de voz sonara tan seco. No solía ser tan irascible, y aquella reacción tan poco habitual demostraba lo alterada que estaba por culpa de aquella situación.

Después de soltar un profundo suspiro, llenó una taza de café y la llevó al despacho de su marido.

–Tenemos que hablar, Roy –le dijo, al poner la taza sobre la mesa.

Su marido se reclinó en su silla con despreocupación, y entrelazó los dedos detrás de la cabeza. Llevaban casados veintisiete años, y a ella seguía pareciéndole tan atractivo como cuando iban a la universidad. Roy había formado parte del equipo de rugby de la Universidad de Washington, y había sido un chico muy popular. Era alto y musculoso, tenía los hombros anchos, y su postura seguía siendo tan erguida como siempre. Se mantenía en forma sin ningún esfuerzo aparente, y a ella le daba un poco de envidia el hecho de que no hubiera ganado peso en todos aquellos años. Las canas que habían aparecido en su pelo oscuro sólo servían para aportar un toque de distinción a su aspecto.

Había salido con algunas chicas mientras iba a la universidad, pero al final se había enamorado de ella. No habían tenido un noviazgo fácil; de hecho, habían roto en una ocasión y habían pasado más de un año separados, pero se habían concedido una segunda oportunidad. Se habían dado cuenta de cuánto se amaban, y tenían tan claro lo que querían, que se habían casado poco después de licenciarse. El amor que sentían el uno por el otro se había mantenido firme durante problemas y tribulaciones, durante los años buenos y los malos.

–¿De qué? –le preguntó él.

No se dejó engañar por su aparente despreocupación, estaba segura de que su marido sabía a qué se refería.

–¿Te suena de algo: El pasado siempre acaba alcanzando al presente? –le dijo, mientras se sentaba en la silla que solían ocupar los clientes. Quería dejarle muy claro que no iba a poder dejarla al margen de aquel asunto. Temía que estuviera ocultándole información relacionada con los mensajes, sería muy típico de él intentar protegerla.

–Esos mensajes no tienen nada que ver contigo, así que no te preocupes –le contestó, ceñudo.

Aquella respuesta la enfureció.

–¡No digas eso! Todo lo que te pase a ti me afecta a mí, Roy.

Él parecía dispuesto a discutir, pero llevaban muchos años juntos, y se dio cuenta de que ella no iba a darse por satisfecha con unas cuantas palabras tranquilizadoras.

–No sé qué decirte… durante estos años he ganado algunos enemigos, y sí, hay cosas de las que me arrepiento, como todo el mundo.

Roy había alcanzado el rango de inspector en el departamento de policía de Seattle, pero había tenido que dejarlo antes de tiempo por culpa de una lesión de espalda; al principio, la entusiasmaba la idea de tener a su marido en casa. Creía que por fin iban a poder viajar, que iban a llevar a cabo algunas de las cosas que siempre habían planeado, pero las cosas no habían ido tal y como ella esperaba. A pesar de que Roy disponía de más tiempo, la jubilación anticipada había afectado a la economía doméstica, y los ingresos se habían reducido un veinte por ciento por lo menos.

Habían decidido marcharse de Seattle y mudarse a Cedar Cove para intentar recortar gastos. En el condado de Kitsap el precio de la propiedad era mucho más razonable, y el ritmo de vida más sosegado. Cuando el agente inmobiliario les había enseñado la casa situada en el 50 de Harbor Street, que tenía un enorme porche delantero y unas vistas fantásticas de la ensenada y el faro, ella había sabido de inmediato que iba a convertirse en su hogar.

A pesar de que hasta aquel momento estaban acostumbrados a vivir en la gran ciudad, la aclimatación no había sido tan dura como ella temía. Los habitantes de Cedar Cove eran muy amables, pero a pesar de que Roy y ella habían llegado a tener algunos buenos amigos… los Beldon, por ejemplo… lo cierto era que no tenían una relación estrecha con casi nadie. Sabían cómo se llamaban los vecinos y los saludaban cuando se cruzaban con ellos por la calle, pero nada más.

Se había sentido desalentada al ver que Roy no lograba acostumbrarse a estar inactivo. Su estado de ánimo había reflejado lo aburrido que estaba y a menudo se mostraba irascible, pero todo había cambiado cuando había decidido alquilar una oficina y empezar a trabajar como investigador privado. Ella había apoyado aquella decisión, y en cuestión de días su marido estaba muy atareado y había recuperado el entusiasmo por la vida. Aceptaba los casos que quería, y rechazaba los que no le convenían. Estaba muy orgullosa de él, de sus aptitudes y su éxito, de cuánto se preocupaba por sus clientes; sin embargo, a ninguno de los dos se les había ocurrido que un día iba a tener que resolver un misterio relacionado consigo mismo.

–Puede que estés en peligro –le dijo con voz suave, sin intentar disimular lo angustiada que estaba. No quería ocultar sus sentimientos, ni fingir que todo iba bien.

–No creo que sea para tanto. Si alguien quisiera hacerme daño, ya lo habría hecho –le contestó él con tranquilidad.

–¿Cómo puedes decir eso? –lo miró con irritación, y añadió–: Siguieron a Bob, y está claro que no era él quien les interesaba. Estaba conduciendo tu coche, creyeron que estaban siguiéndote a ti.

Bob Beldon y su mujer, Peggy, eran los propietarios de la pensión Thyme and Tide. En una ocasión, Bob le había pedido prestado el coche a Roy, y después había llamado muy asustado porque creía que alguien estaba siguiéndole; fuera quien fuese, se había marchado en cuanto Bob había llegado a la comisaría. Roy y ella se habían dado cuenta más tarde de que la persona que había seguido a Bob debía de haber dado por hecho que era Roy el que conducía el coche.

–En el mensaje ponía que no corremos peligro –le dijo su marido.

–¡Sí, claro! Eso es lo que quieren que pensemos, para que bajemos la guardia.

–Corrie…

Ella se negó a seguir oyendo sus palabras tranquilizadoras, y lo cortó antes de que pudiera seguir hablando.

–Nos dejaron aquella cesta en nuestro porche, Roy. Ese… ese desconocido vino a nuestra propia casa, así que no intentes convencerme de que no hay de qué preocuparse –al notar que le temblaba la voz, se dio cuenta de que estaba a punto de perder los estribos.

Estaba cansada de tener miedo, de esperar a que llegara el siguiente mensaje… o a que pasara algo incluso peor. Estaba cansada de despertarse con los ojos enrojecidos por la falta de sueño. Cada mañana, lo primero que se le pasaba por la cabeza era el miedo por lo que pudiera pasar durante el día que tenía por delante.

–La cesta llegó hace más de una semana, y desde entonces no ha habido ninguna novedad –al ver que sus palabras no parecían tranquilizarla, su marido añadió con voz un poco tensa–: Hoy no hemos recibido ningún mensaje, ¿verdad?

–No –ella había recogido el correo, y lo había dejado encima de su mesa después de comprobar que sólo había facturas y propaganda. Como su marido asintió como diciendo, «¿lo ves?, no pasa nada», luchó por mantener la calma y le dijo–: Ni me acuerdo de la última vez que dormí durante toda una noche, Roy. Y tú tampoco duermes bien –al ver que él permanecía en silencio, añadió–: No podemos seguir comportándonos como si no pasara nada.

–Estoy haciendo todo lo que puedo –le contestó él, con voz cortante.

–Ya lo sé, pero no es suficiente.

–Tiene que serlo.

Corrie no era una experta en el tema de las investigaciones, pero sabía cuándo había que pedir ayuda. Hacía tiempo que tendrían que haberlo hecho.

–Tienes que hablar con alguien, Roy.

–¿Con quién?

La elección obvia era el sheriff de la ciudad.

–Troy Davis…

–No creo que sea una buena idea. Está claro que los mensajes están relacionados con algo que pasó antes de que viniéramos a vivir a Cedar Cove.

–¿Por qué estás tan seguro de eso?

–Porque en todos los mensajes se habla de arrepentimientos. Todos los policías nos arrepentimos de algo… de cosas que hemos hecho, o que no hemos hecho, o que tendríamos que haber hecho de otra forma.

Corrie pensó que todo ser humano tenía arrepentimientos, que no era algo exclusivo de los policías, pero no hizo ningún comentario al respecto.

–En el último mensaje ponía: Sólo quiero que pienses en lo que hiciste. ¿No te arrepientes de nada? Eso implica que hice algo cuando trabajaba como inspector de policía en Seattle. A lo mejor arresté a alguien, o testifiqué contra quien fuera.

–Fuiste policía durante muchos años, pero seguro que hay algún caso que se te quedó más grabado en la memoria –le dijo, con voz suave.

–He estado dándole vueltas y más vueltas al asunto, Corrie. Tú misma has visto cómo repasaba mis archivos y mis notas. He llegado a retroceder hasta mi primer año en la policía, y no he encontrado nada.

–No me cuentas casi nada, Roy. Te empeñas en mantenerme al margen.

–Estoy protegiéndote.

–¡Pues no lo hagas! –tuvo que esforzarse por controlar la furia que sentía–. Tengo que estar al tanto de lo que pasa… ¡lo necesito! ¿No te das cuenta de cómo está afectándome todo esto?

Roy se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa, y le dijo en voz baja:

–Lo siento, Corrie. No dejo de pensar en el tema, pero no se me ocurre quién podría estar detrás de todo esto.

–Pero debe de haber algún caso… a lo mejor se te ha olvidado…

Roy negó con la cabeza. Era obvio que estaba tan desconcertado como ella por aquella situación.

–Está claro que se me ha olvidado, Corrie. A lo largo de los años he encarcelado a asesinos, y he recibido alguna que otra amenaza. No se me ocurre nadie en concreto, pero… ¿quién más podría ser?

–¿Qué quieres decir? –después de agarrar un pañuelo de papel, respiró hondo para intentar calmarse.

–La clase de gente con la que trataba no era sutil. Si alguno de ellos quisiera vengarse, no se molestaría en enviarme mensajes.

–A lo mejor es un familiar de alguno de los criminales a los que mandaste a la cárcel… o una víctima –había estado dándole vueltas a aquella posibilidad.

–Puede ser.

–¿Qué vamos a hacer? –lo peor de todo era el hecho de estar siempre en guardia, la incertidumbre de no saber lo que iba a pasar.

–Nada.

–¿Nada?, ¿lo dices en serio?

–Vamos a tener que esperar a que cometan algún error. Acabarán metiendo la pata, cariño, te lo prometo. Cuando lo hagan, la pesadilla acabará.

–¿Me lo prometes?

La expresión de Roy se suavizó, y asintió mientras alargaba la mano hacia ella por encima de la mesa. Corrie se la agarró, y los dedos de ambos se entrelazaron. Cuando su marido la miró a los ojos, ella sintió su amor y su apoyo de forma casi tangible, y aquello le bastó de momento. Aquel día, aquella mañana al menos, estaba más tranquila. Se dijo que el problema era que estaba muy cansada. Seguro que la situación le parecería mucho menos aterradora si pudiera disfrutar de una buena noche de sueño.

Cuando la puerta principal de la oficina se abrió, Roy le soltó la mano y se levantó de inmediato. Durante sus años en la policía se había acostumbrado a estar siempre alerta, y últimamente lo estaba más que nunca.

–¿Mamá?, ¿papá?

Al oír que su hija los llamaba desde la zona de recepción, Corrie se apresuró a contestar:

–¡Estamos aquí, Linnette! –lo dijo con entusiasmo, pero su voz reflejaba cierta tensión.

La joven entró de inmediato en el despacho, pero se detuvo y los miró un poco vacilante. Era menuda, como Corrie, y tenía tanto el pelo como los ojos oscuros. Había sido muy buena estudiante, al igual que su madre, y como era hija de un policía, siempre había estado muy protegida. Se había centrado tanto en los estudios, que apenas había tenido vida social, pero Corrie tenía la esperanza de que eso empezara a cambiar. Linnette nunca había tenido novio formal.

–¿Interrumpo algo? –la joven los miró con suspicacia, y añadió–: ¿Todo va bien?

–Muy bien –se apresuró a decirle Corrie.

Linnette era muy intuitiva, así que no resultaba nada fácil engañarla, pero, por suerte, no insistió en el tema y les dijo:

–He encontrado piso.

–¿Dónde? –Corrie rezó para que el piso estuviera en la ciudad. Su hija iba a empezar a trabajar como asistente médico en la nueva clínica, así que estaba entusiasmada porque iba a tenerla cerca.

–En la ensenada, justo enfrente del parque del paseo marítimo. En el edificio que hay al lado del hotel Holiday Inn Express.

Corrie pasaba casi a diario por aquella zona, cuando salía a pasear por la tarde. El edificio en cuestión estaba cerca del puerto y de la biblioteca. Tenía dos plantas, y unas vistas fantásticas de la ensenada, el faro, y el astillero de Bremerton. Le parecía un lugar perfecto para su hija.

–Espero que no vaya a costarte un ojo de la cara –dijo Roy, a pesar de que era obvio que también le gustaba la zona.

–Comparado con lo que pagaba en Seattle, el alquiler es una ganga –le contestó su hija.

–Perfecto.

Roy seguía siendo muy protector con su pequeña, pero por desgracia le costaba bastante expresar lo que sentía por sus hijos, sobre todo por Mack. Padre e hijo siempre estaban discutiendo, y Corrie estaba convencida de que aquella tirantez se debía a que eran muy parecidos. Mack sabía cómo irritar a Roy, pero éste tampoco se quedaba atrás; de hecho, siempre parecía dispuesto a criticar a su hijo. Debido a la tensión que había entre los dos, solían evitarse mutuamente, y ella se sentía atrapada justo en medio. Linnette tenía dos años más que su hermano, y por suerte, con ella no tenían aquel problema.

Mientras su hija les hablaba del piso, de la mudanza y del trabajo en la clínica, Corrie asintió en los momentos oportunos, pero no pudo centrarse en lo que estaba diciéndole; finalmente, Roy se puso a trabajar de nuevo y las dos salieron del despacho.

En cuanto salieron a la zona de recepción, Linnette la miró con expresión de preocupación y le dijo en voz más baja:

–Mamá, ¿seguro que todo va bien entre papá y tú?

–Claro que sí, ¿por qué lo preguntas?

Linnette vaciló por un segundo antes de contestar.

–Cuando he entrado en el despacho, tú parecías a punto de echarte a llorar, y papá… no sé, su mirada me ha parecido muy dura. Nunca le había visto tan serio.

–Son imaginaciones tuyas.

–Ni hablar.

–No pasa nada, Linnette.

Estaba claro que su hija había heredado la obstinación de Roy, pero Corrie no quería contarle sus preocupaciones. Quizá, cuando la situación se solucionara, podrían charlar y reírse de todo aquello, pero de momento lo de los mensajes anónimos era un tema muy serio.

–Se te había caído una postal –le dijo Linnette, mientras le indicaba con un gesto su mesa.

Corrie se quedó helada, pero alcanzó a decir:

–¿Ah, sí?

–Sí, la he visto en el suelo al entrar. Te la he dejado encima de la mesa.

Roy debió de escucharla, porque salió de su despacho de inmediato.

–Dámela, Corrie –le dijo, mientras la miraba a los ojos.

Ella contuvo las ganas de protestar, se acercó a su mesa, y agarró la postal. Le dio la vuelta con cuidado, y la leyó antes de dársela a su marido. El mensaje estaba escrito en mayúscula, y ponía: ¿ESTÁS PENSANDO EN ELLO?

–Mamá, será mejor que me digas qué está pasando –le dijo Linnette.

Dos

Charlotte Jefferson Rhodes estaba muy atareada en la cocina preparando galletas de canela, las preferidas de Ben. Como había sido Charlotte Jefferson durante unos sesenta años, a veces le costaba creer que había vuelto a casarse. Una mujer de su edad no esperaba enamorarse a aquellas alturas de la vida, pero como tantas otras cosas durante los últimos años, el amor había llegado de forma inesperada, como una grata sorpresa.

–¡Qué bien huele! –comentó Ben.

Estaba sentado en la sala de estar, con los pies encima de la otomana. Tenía el periódico de Bremerton doblado a un lado, y estaba haciendo el crucigrama del New York Times. A Charlotte le impresionaban tanto su habilidad con las palabras como su dominio del lenguaje en general, y le gustaba mucho su falta de arrogancia… al fin y al cabo, no estaba completando el crucigrama con un bolígrafo, sino con un lápiz.

–La primera hornada estará enseguida.

Le encantaba cocinar, sobre todo cuando había alguien que pudiera apreciar su comida, y Ben disfrutaba de lo lindo con todo lo que le preparaba. A él le gustaban las galletas de canela sin pasas, pero como tanto a Jack, su yerno, como a ella le gustaban con pasas, había decidido preparar dos hornadas.

Hacía poco más de un mes que se había casado con Ben. Era un hombre muy atractivo, y se parecía un poco a César Romero. Tenía varios años menos que ella, pero a ninguno de los dos le importaba la diferencia de edad. Ella era una jovenzuela de setenta y siete años. Se había casado con Clyde Jefferson cuando aún era una adolescente, a finales de la Segunda Guerra Mundial; por aquel entonces, las mujeres se casaban muy jóvenes. Clyde y ella habían criado a sus hijos en Cedar Cove. Olivia era juez de familia y seguía viviendo en la ciudad, pero Will se había mudado a Atlanta.

Cedar Cove, la ciudad donde había pasado gran parte de su vida, estaba situada en la Península de Kitsap. El agua de Puget Sound la separaba de Seattle, que quedaba prácticamente enfrente, y se trataba de una comunidad muy próspera. Contaba con poco más de siete mil habitantes, así que era lo bastante pequeña como para ser hospitalaria y acogedora, pero a la vez era lo bastante grande como para tener su propio centro de salud.

Estaba previsto que la clínica de Cedar Cove abriera sus puertas a mediados de noviembre. Era algo que la enorgullecía, porque si no hubiera presionado junto con sus amigos del centro de mayores y con Ben, la clínica no se habría creado.

Ni siquiera Olivia, su hija, había creído necesario que la ciudad tuviera su propio centro de salud; según ella, el hospital de Bremerton estaba a menos de media hora de distancia, y en Cedar Cove había buenos médicos. Aquello era cierto, pero ella había considerado que la ciudad necesitaba unas instalaciones médicas más completas en las que pudieran tratarse casos urgentes; al fin y al cabo, media hora era mucho tiempo si alguien sufría un ataque al corazón, unos minutos podían marcar la diferencia entre la vida o la muerte. Ben compartía su opinión, y aquella causa común los había unido, sobre todo cuando los habían arrestado por organizar una manifestación pacífica en la calle. Se indignaba cada vez que recordaba lo que había pasado, pero cuando había sido juzgada junto a Ben y a sus amigos, casi toda la ciudad había ido al juzgado para apoyarlos. Se emocionaba sólo con recordar cómo los habían rodeado y los habían animado.

Pero todo aquello ya era agua pasada. Habían conseguido que se construyera la clínica, y el personal ya estaba contratado… incluyendo a Linnette, la hija de los McAfee, que era asistente médico.

Cuando el teléfono empezó a sonar, se sintió un poco molesta al ver que alguien llamaba tan pronto un sábado por la mañana, pero se quedó atónita cuando le echó un vistazo al reloj de la cocina y se dio cuenta de que ya eran casi las diez.

–¡Yo contesto!

Mientras alargaba la mano para descolgar, se dio cuenta de que Harry, su gato negro, estaba acurrucado en el regazo de Ben. Era todo un avance, porque Harry la protegía mucho y no aceptaba a desconocidos. Había tardado casi la mitad de aquel primer mes en acostumbrarse a la presencia de Ben, pero por fin había empezado a acercarse a él.

–Buenos días –dijo con voz alegre al descolgar.

Clyde solía decir que era risueña y jovial desde la cuna, y lo cierto era que tendía hacia el optimismo de forma innata. Algunas personas consideraban que el mundo estaba lleno de tristeza y pesimismo, pero ella veía las cosas positivas de la vida a pesar de que había sufrido experiencias muy dolorosas.

–Hola, ¿podría hablar con mi padre? –le dijo una agradable voz masculina. Al cabo de un segundo, añadió–. Con Ben Rhodes.

–Sí, por supuesto. ¿Eres Stephen?

El hombre soltó una pequeña carcajada, y le dijo:

–No, soy David, desde California.

–Hola, David –le dijo con voz cálida–. Fue una pena que no pudieras venir a la boda, te echamos de menos.

Al hijo pequeño de Ben pareció sorprenderle su actitud afable.

–Me hubiera gustado poder ir, pero supongo que mi padre te explicó que estaba muy liado con unos asuntos de trabajo.

Ben no le había explicado por qué ninguno de sus dos hijos había asistido a la boda, y ella no le había presionado con preguntas. Ni siquiera sabía cómo era la relación entre Ben y sus hijos, porque él apenas hablaba de ellos y eludía el tema cada vez que ella lo mencionaba. Pero aquel joven parecía bastante agradable y educado.

–Estoy deseando conocerte, David.

–Lo mismo digo, Charlotte. Mi padre es un viejo zorro. Primero se muda a Cedar Cove en vez de venir a vivir más cerca de Stephen o de mí, y después vuelve a casarse. La verdad es que ha sido toda una sorpresa para la familia… una sorpresa muy agradable, claro.

–Para mí fue maravilloso conocer a tu padre –le dijo.

Aquel joven le había caído muy bien. Al ver que ni Stephen ni él asistían a la boda, había pensado que quizás existía algún problema entre Ben y ellos, y sus temores se habían acentuado al ver que Ben parecía muy reacio a hablar de sus hijos. Pero quizás estaba equivocada y no había ningún problema, porque David parecía un joven muy agradable.

–¿Podría hablar con mi padre? –le dijo él.

–Sí, por supuesto. Perdona, suelo ser bastante parlanchina. Enseguida se pone –dejó a un lado el auricular, y al girarse vio que Ben estaba observándola–. Es tu hijo David.

Ben apartó a Harry con cuidado, dejó a un lado el periódico, y se puso de pie antes de preguntarle:

–¿Te ha dicho qué quiere?

Se sintió un poco desconcertada al ver su expresión ceñuda. David le había parecido amable y cordial, no había dicho nada que indicara que existía tensión en la familia.

Al regresar a la cocina, no pudo evitar oír a Ben. No quería ser una entrometida, pero lo cierto era que tenía bastante curiosidad.

–Hola, David.

Se entristeció un poco al oír su tono de voz frío, porque su actitud confirmaba que no tenía una buena relación con su hijo. Se preguntó qué había pasado entre ellos… ¿un malentendido?, ¿alguna vieja rencilla?, ¿años sin el contacto suficiente? Además, ¿por qué no le había dicho nada Ben?

Su marido escuchó en silencio durante varios segundos después de saludar a su hijo con tan poco entusiasmo; por desgracia, ella sólo alcanzaba a oír su parte de la conversación.

–Ya hemos hablado de esto muchas veces, y la respuesta sigue siendo no. Por favor, no vuelvas a pedírmelo –tras aquellas palabras, volvió a escuchar en silencio durante un largo momento.

Ella se le acercó, y le rodeó con un brazo para ofrecerle su amor y su apoyo. Su marido debería sentirse feliz por la llamada de su hijo y por el hecho de que David y ella se hubieran conocido al fin, aunque hubiera sido por teléfono. La había tomado por sorpresa que sus respectivos hijos desaprobaran la boda; de hecho, las objeciones de Olivia habían creado el primer gran enfado que había habido entre las dos. Se había sentido muy dolida al ver que su hija tenía tan poca fe en ella; sin embargo, el hijo de Ben no parecía oponerse a la nueva boda de su padre.

–Espera un momento –Ben sujetó el auricular contra el hombro, y se volvió a mirarla–. David va a ir a Seattle a principios del mes que viene por asuntos de negocios, quiere saber si podemos quedar a cenar con él.

–Me encantaría –le contestó, sonriente.

Él volvió a fruncir el ceño, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir, y volvió a acercarse el auricular al oído.

–De acuerdo.

Al ver su falta de entusiasmo, Charlotte tuvo que contener las ganas de darle un codazo. Era obvio que la relación entre padre e hijo no era buena, pero como David parecía estar esforzándose por arreglar las cosas, Ben también tenía que poner de su parte.

Su marido agarró el lápiz que estaba colgado de un cordel junto al calendario, anotó la fecha y la hora, y le dijo a su hijo:

–Tomaremos el transbordador de Bremerton, y después un taxi. Nos vemos en el restaurante a las siete –sin más, colgó el teléfono y se volvió de nuevo hacia ella–. Supongo que te has dado cuenta de que no tengo una relación demasiado buena con mi hijo.

–Me ha parecido un joven muy agradable.

–Puede serlo, sobre todo cuando quiere algo –le dijo, con una expresión impasible.

–Ah –al darse cuenta de que era posible que David hubiera llamado a su padre por alguna razón que ella desconocía, dijo con cautela–: ¿Te ha dicho qué quería? –no pensaba ser demasiado insistente, pero le parecía preocupante que Ben estuviera cerrándose en sí mismo y dejándola al margen.

–No suelo hacerle demasiadas preguntas. No le pedí explicaciones cuando abandonó a su mujer y a su hija recién nacida por su secretaria después de un año de matrimonio, ni cuando volvió a divorciarse por segunda vez –tras una breve pausa, añadió–: La verdad, David es una gran decepción para mí.

–Lo siento mucho.

Lo cierto era que ella también estaba decepcionada con su propio hijo. Ni Olivia ni la mejor amiga de ésta, Grace, le habían hablado del tema, pero gracias a algo que le había dicho su nieta había acabado enterándose de lo que había hecho Will. Justine había comentado como de pasada que Grace estaba intentando reconciliarse con Cliff después de la relación cibernética que había mantenido con Will; al parecer, no había sido la primera vez, al menos para Will, porque Georgia, su mujer, había insinuado que era un hombre infiel.

Ella no sabía si Will había tenido aventuras de verdad o si todas sus relaciones extramaritales habían sido a través de Internet, y no entendía a qué se debía aquel comportamiento. Clyde se habría horrorizado al ver el poco respeto que mostraba su hijo por los votos matrimoniales.

–Tendría que haberle dicho que no podíamos quedar con él –murmuró Ben.

–Quiero conocer a tu hijo.

–Es un joven muy egoísta… bueno, no es tan joven, ya tiene más de cuarenta años. Supongo que yo tengo la culpa de que sea así. Joan los malcrió a los dos desde pequeños, y yo estuve tan centrado en mi carrera en la Armada y pasaba fuera tanto tiempo, que no me di cuenta hasta que ya era demasiado tarde; por desgracia, mis dos hijos carecen de disciplina y de autocontrol. Cuando me di cuenta del tipo de personas en que se habían convertido, ya eran adultos.

–Seguro que lo pasamos bien en la cena –le dijo, con voz suave.

–Lo dudo, pero como ya nos hemos comprometido, no tendremos más remedio que ir a Seattle. Quiero que conozcas a mis hijos, pero tienes que saber de antemano cómo son.

–Mis hijos también me han decepcionado a veces –se había sentido mortificada al enterarse de que su propia hija había contratado a Roy McAfee para que investigara el pasado de Ben.

Su marido miró con expresión ausente por la ventana, y al final dijo con voz baja y pensativa:

–A veces, tengo la impresión de que mis hijos no quieren que sea feliz. Creo que preferirían que estuviera muerto –al oír que ella soltaba una exclamación ahogada, añadió–. Conociendo a David, seguro que cuenta con que su herencia le ayude a salir de otro desastre financiero.

–Ben, tendrías que haberle dicho que… –antes de casarse, su marido y ella habían cambiado sus respectivos testamentos, y se habían puesto como principales beneficiarios el uno al otro. Ben había dejado un tercio del resto para cada uno de sus hijos, y el último tercio para beneficencia–. Tenemos que ir a esa cena con una actitud positiva.

–Sí, ya lo sé –después de soltar un profundo suspiro, la abrazó con fuerza.

–Todo saldrá bien –le dijo en voz baja. Veía con optimismo aquella cena con David. Quería ser conciliadora, conseguir que Ben y sus hijos tuvieran una buena relación, y esperaba que David llegara a apreciarla con el tiempo.

Al oír que sonaba el temporizador del horno, Ben alzó la cabeza y le preguntó:

–¿Estás cocinando lo que yo creo?

–Galletas de canela. En cuanto se enfríen, te daré una.

–¿Sólo una?

–Falta poco para la hora de la comida, no quiero que se te quite el hambre.

–No se me quitará –parecía un jovencito suplicante.

–A veces, creo que te casaste conmigo por la comida –le dijo, en tono de broma.

Él la miró a los ojos, y le dijo con expresión seria:

–De eso nada, Charlotte. Me casé contigo porque nunca había amado tanto a una mujer.

Tres

Cecilia Randall llegó a la gestoría Smith, Cox y Jefferson diez minutos antes de su hora el lunes por la mañana. Como su marido estaba fuera, se sentía un poco sola a pesar de la compañía de sus amigas. Lo más duro eran los fines de semana. Ian, su marido, trabajaba en la Armada, y había zarpado en el portaaviones USS George Washington. A pesar de que ella le había asegurado una y otra vez que estaba bien, él no podía evitar preocuparse, porque con Allison, su primera hija, la situación había sido idéntica, y la pequeña había nacido con un defecto cardíaco congénito.

Ian no había estado a su lado cuando había dado a luz a Allison, ni cuando la había enterrado. Tener que estar sola junto a aquella pequeña tumba la había destruido, y el matrimonio se había derrumbado. De no ser por una juez de familia que les había denegado el divorcio basándose en una legalidad, Ian y ella no estarían juntos en ese momento.

Posó una mano en su vientre, y le mandó a su bebé pensamientos de amor y tranquilidad. Se dijo que aquella vez las cosas iban a ser diferentes, pero lo cierto era que con Allison todo había parecido ir bien… se apresuró a dejar a un lado las dudas, con los temores de Ian bastaba y sobraba.

Estaba de cinco meses, y más feliz que en mucho tiempo. Quería a su bebé con todas sus fuerzas. Ian tenía tanto miedo, que habría preferido no tener ningún hijo más. Ella también tenía dudas, pero al final había prevalecido su deseo de tener una familia.

–Buenos días –le dijo Zachary Cox, su jefe, al pasar junto a su mesa, que estaba junto a la puerta de su despacho. Estaba centrado en revisar el correo que tenía en la mano, así que la saludó un poco distraído.

–Buenos días.

Él alzó la mirada, y le dijo:

–Allison va a venir esta tarde. Está ahorrando para comprarse un coche, su madre y yo le dijimos que doblaríamos la cantidad que consiguiera. Espero que haya bastante trabajo para mantenerla ocupada unos meses.

Cecilia asintió, y se alegró mucho al enterarse de que iba a volver a ver a la hija adolescente del señor Cox. Cuando ella había entrado a trabajar en la gestoría, su jefe estaba en pleno divorcio, pero la misma juez que había impedido que Ian y ella se divorciaran les había negado la custodia compartida al señor Cox y su esposa; al parecer, había alegado que los niños tenían que tener una vida estable, y había decretado que Allison y Eddie se quedaran en el hogar familiar y que fueran los padres los que fueran de una casa a otra cada pocos días. Todo había salido incluso mejor de lo esperado, y en poco tiempo Zach y Rosie Cox habían acabado reconciliándose.

Poco después de que ella consiguiera el empleo en la gestoría, el señor Cox había hecho que Allison empezara a trabajar allí unas horas al salir del instituto. La joven de quince años había empezado a dar algunos problemas y estaba pasando por una etapa de rebeldía, y aquel trabajo era una buena forma de evitar que se juntara con malas compañías. A pesar de todo, a Cecilia le había parecido una buena chica, y el hecho de que la joven tuviera el mismo nombre que su hija fallecida había cimentado el vínculo que se había creado entre las dos.

Se habían convertido en buenas amigas, y Allison solía hacerle confidencias y pedirle consejo. La joven irracional y enfadada había pasado a ser una joven encantadora de diecisiete años, y la diferencia entre el antes y el después era asombrosa. Ella a veces fantaseaba pensando que su propia hija habría llegado a ser muy parecida si hubiera vivido.

–No hay problema, me encargaré de mantenerla ocupada –le dijo a su jefe. Siempre había un montón de pequeñas tareas pendientes, así que aquella colaboración extra la ayudaría a ponerse al día antes de empezar con la baja por maternidad.

–Perfecto. Gracias, Cecilia –le dijo él, mientras seguía revisando el correo.

La mañana fue bastante ajetreada, y Cecilia aprovechó el breve descanso que tuvo para hablar por teléfono con Cathy Lackey, su mejor amiga, cuyo marido estaba a bordo del George Washington junto a Ian. Las dos habían formado su propio grupo de apoyo, y se ayudaban la una a la otra mientras sus maridos estaban en alta mar; de hecho, hablaban casi a diario.

Allison Cox llegó a la gestoría a las tres de la tarde, poco después de que su padre se fuera a reunirse con un cliente. Era una joven delgada y atractiva de facciones clásicas, y su melena de pelo castaño oscuro le llegaba a media espalda. Cuando se quitó el abrigo de lana gris que llevaba, Cecilia notó que se había puesto una falda verde a cuadros y un jersey blanco de cuello alto. Era una ropa apropiada para la oficina, y muy diferente de las prendas negras que la joven solía ponerse cuando se habían conocido.

Allison se había rebelado al ver que su familia se desmoronaba, y se había vengado poniéndose en contra de todos los que la rodeaban. A Cecilia le gustaba pensar que la amistad que había surgido entre las dos había ayudado a la joven, pero seguramente su gran cambio a mejor se había originado gracias a la reconciliación de sus padres.

Aquello había sucedido hacía dos años, y en ese momento Allison estaba ya en el último año de instituto.

–¡Me alegro mucho de verte! –le dijo la joven, a pesar de que no había pasado ni un mes desde la última vez que se habían visto. Le dio un abrazo, y le preguntó–. ¿Qué tal está el bebé?

–Dando patadas, ¿quieres comprobarlo por ti misma?

–Claro.

Cecilia hizo que posara la mano sobre su vientre, y Allison se quedó a la expectativa mientras se mordía el labio inferior; al cabo de unos segundos, negó con la cabeza y le dijo desalentada:

–No noto nada.

–A lo mejor es demasiado pronto –Cecilia intentó recordar de cuántos meses estaba cuando Ian había podido notar los movimientos de su hija durante su primer embarazo.

–Bueno, será mejor que me ponga a trabajar –Allison apartó la mano, pero era obvio que estaba decepcionada.

Cecilia le preparó una mesa. La gestoría había contratado personal extra durante la época de las declaraciones de la renta, y los empleados temporales habían ocupado hasta el último rincón disponible. Entre abril y junio siempre era una época bastante caótica.

La recepcionista, Mary Lou, entró en la zona de trabajo una hora después de que llegara Allison, y le dijo:

–Un chico pregunta por ti –Mary Lou le lanzó a Cecilia una mirada llena de incertidumbre; era obvio que no sabía si había hecho bien al avisar a la joven.

–¿Te ha dicho quién es? –le preguntó Allison.

–No, me ha dicho que tú lo sabrías.

–¿Cómo va vestido?

Mary Lou se le acercó un poco más, y le dijo en voz baja:

–Tiene perilla, y lleva un abrigo negro largo con cadenas y una cruz bastante grande. La verdad es que da un poco de miedo.

–Es Anson –Allison se puso de pie, y salió a la recepción. Cuando regresó al cabo de diez minutos, parecía muy contenta… bueno, más bien exultante.

–¿Qué pasa? –le preguntó Cecilia, que sentía una curiosidad enorme.

Se las había ingeniado para echarle un vistazo al tal Anson a través de una de las ventanas de la oficina, y los temores de Mary Lou le parecían justificados. El chico tenía el pelo largo, oscuro, y bastante grasiento, y por la forma en que su abrigo se abría a los lados, daba la impresión de que llevaba armas debajo. Era de suponer que no iba armado, claro, pero aun así… resultaba sorprendente que Allison se interesara por alguien como él.

–Apenas lo conozco –dijo la joven–. Va a mi clase de francés, y se sienta a mi lado. Hemos charlado un par de veces, nada más.

–¿Cómo sabía que estabas aquí?

–No lo sé, a lo mejor se lo ha dicho una de mis amigas.

–¿Te ha dicho qué quería?

–No, me ha hecho algunas preguntas sobre los deberes de francés –esbozó una sonrisa tímida, y miró hacia la puerta–. Pero eso sólo era una excusa, porque después me ha preguntado si tenía planes para esta noche.

Cecilia asintió, pero le preocupaba un poco que Allison se sintiera atraída por aquel rebelde de aspecto tan peculiar.

–Vive con su madre –añadió la joven.

–Ah.

–Me parece que no se llevan demasiado bien –añadió, con expresión pensativa.

Cecilia no supo qué decir, y al final le preguntó:

–¿Saldrías con él si te lo pidiera?

Aunque Allison no lo admitiera, era obvio que se sentía atraída por aquel chico.

–Pues… no lo sé, pero da igual. No me lo ha pedido, y dudo que lo haga. Los chicos como él no tienen citas, salen con sus colegas.

Era obvio que el señor Cox no le conocía, y no costaba imaginar cómo reaccionaría si le encontraba con su hija.

–Ten cuidado, Allison –le dijo con voz suave.

–¿Por qué?

–Porque los chicos malos pueden resultar atractivos, y eso quiere decir que pueden ser peligrosos.

–No te preocupes, ya te he dicho que apenas nos conocemos –le dijo la joven, sonriente.

Cecilia no quiso poner en duda su palabra, pero estaba convencida de que se avecinaban problemas. Sólo cabía esperar que Allison supiera lo que estaba haciendo.

No tuvo tiempo para seguir hablando del tema con ella después del trabajo, porque había quedado con Cathy. Fue a casa de su amiga directamente, sin pasar por la suya. Estaban preparando los regalos de Navidad que iban a enviarles a Ian y a Andrew, el marido de Cathy. Tenía los de Ian en el maletero, y había acordado con Cathy que iban a pedir comida china para cenar. Seguro que iba a ser una velada muy entretenida.

–¿Tenías algún correo electrónico de Ian esta mañana? –le preguntó Cathy.

–No, a lo mejor encuentro uno cuando llegue a casa.

Ian no hablaba nunca de su trabajo en la Armada. Ella sabía que lo que hacía tenía que ver con sistemas de misiles guiados, con ordenadores y tecnología avanzada, pero aceptaba el hecho de que él no podía entrar en detalles por razones de seguridad nacional. Le daba igual el trabajo que la Armada de los Estados Unidos le diera a su marido, siempre y cuando se lo devolviera sano y salvo. Sabía que el George Washington estaba en el Golfo Pérsico en ese momento, pero desconocía su ubicación exacta.

Ian le mandaba un correo electrónico al día como mínimo. No tenía tiempo de escribir mensajes demasiado largos, pero ella se animaba sólo con leer unas cuantas palabras suyas; por su parte, su marido insistía en que necesitaba que ella le escribiera con la misma frecuencia.

Cathy era ama de casa, así que se había encargado de comprar todo lo necesario para enviar los paquetes. Mientras Andy, su hijo de tres años, se entretenía haciendo rompecabezas en el suelo, las dos se dedicaron a empaquetar los regalos.

–Ni te imaginas lo que tengo aquí –dijo Cathy, que tenía en la mano una cajita como las de las joyerías.

–¿Vas a enviarle un anillo a Andrew? –Cecilia la miró con perplejidad.

–No, es un picardías negro… con una tarjeta en la que le prometo que me lo pondré para él cuando vuelva a casa.

–Eso es una tortura cruel y maquiavélica –comentó Cecilia, con una carcajada. Lo cierto era que ella misma había hecho algo parecido con Ian.

Cathy se echó a reír también, y le dijo:

–Seguro que Andrew no piensa así. Estoy lista para tener otro hijo, Andy necesita una hermanita.

Cecilia consiguió sonreír, pero se apresuró a apartar la mirada y siguió preparando los paquetes. Su vida sería muy diferente si Allison hubiera vivido, y existía la posibilidad de que su segundo bebé naciera con el mismo problema cardíaco congénito.

Rezó con todas sus fuerzas para que el niño que llevaba en su vientre naciera sano.

Cuatro

Maryellen Bowman acabó su jornada de trabajo en la galería de arte de Harbor Street, y puso rumbo a casa. Al ver que su marido, Jon, salía a recibirla, sonrió y sintió una profunda satisfacción. Su hija de dos años, Katie, estaba en su sillita en el asiento trasero, y en cuanto vio a su padre soltó un gritito de placer y empezó a mover los brazos y las piernas.

Al ver la reacción de la niña, se echó a reír y le dijo:

–Ya lo sé, cielo, ya lo sé. Yo también me alegro de ver a tu padre.

En cuanto aparcó el coche, Jon abrió la puerta trasera y sacó a la pequeña, que empezó a retorcerse para que la dejara en el suelo; desde que había aprendido a caminar, era imposible controlarla. Sin soltar a la niña, Jon rodeó el coche y abrazó a Maryellen.

–Bienvenida a casa –hundió la mano que tenía libre en su melena de pelo oscuro, y la besó con pasión.

La niña estaba parloteando sin parar entre los dos para intentar llamarles la atención, ya que no le hacía ninguna gracia que la ignoraran, pero Maryellen apenas se dio cuenta.

–Haces que merezca la pena llegar a casa –susurró, con los ojos cerrados. Su marido sería capaz de ganar un concurso de besos… aunque ella no le dejaría participar en un evento así, claro.

Él le pasó el brazo por la cintura, y la condujo hacia la casa que había construido con sus propias manos. Su abuelo le había dejado en herencia aquella finca desde donde alcanzaba a verse Seattle al otro lado de Puget Sound, y Jon había pasado infinidad de horas arreglando el terreno. La casa era perfecta. Tenía habitaciones espaciosas, techos altos, chimeneas y terrazas, una amplia escalinata de roble que subía al segundo piso, y unas vistas impresionantes del agua y de la ciudad en la distancia. Jon era todo un artista, y se había encargado de diseñar y de construir la casa al mismo tiempo que iba ganando prestigio como fotógrafo profesional.

Maryellen le amaba con toda su alma, y se sentía orgullosa de su talento.

–La cena ya está en marcha –le dijo él, cuando entraron en la casa.

El olor a pollo asado hizo que a Maryellen se le hiciera la boca agua. Además de sus muchas virtudes, Jon era un gran chef, y a ella aún le costaba asimilar que un hombre tan extraordinario la amara.

–¿Qué tal te ha ido el día? –le preguntó, mientras ella colgaba el abrigo.

–No he parado, hemos tenido mucho trabajo.

–Me gustaría tenerte en casa todo el día.

–Ya lo sé, yo también preferiría quedarme aquí.

Jon ganaba una cantidad de dinero impresionante con sus fotografías, pero no les bastaba para cubrir todos los gastos; además, el empleo que ella tenía en la galería de arte les proporcionaba un buen seguro médico. Ya habían corrido un riesgo considerable meses antes, cuando él había dejado su trabajo de chef en el restaurante Lighthouse. Ella llevaba diez años dirigiendo la galería de arte de la ciudad, y los propietarios la valoraban mucho. Había intentado preparar a su ayudante, Lois Habbersmith, para que acabara sustituyéndola, pero al cabo de unos meses Lois le había dicho que no quería asumir la responsabilidad de dirigir la galería.

–Dejaré el trabajo a finales del año que viene –le dijo, mientras agarraba el correo que Jon había dejado sobre la encimera.

–¿El año que viene? –le preguntó, horrorizado.

–A mí tampoco me hace ninguna gracia, pero el tiempo pasará en un suspiro. Ya estamos en otoño –se quedó inmóvil al ver una carta sin abrir que estaba dirigida al señor y la señora Bowman. La giró para ver el remitente y vio que la habían enviado el padre y la madrastra de Jon, que vivían en Oregón. Cuando alzó la cabeza y vio que su marido estaba observándola, como esperando su reacción, le dijo–: Es de tu familia.

–Ya lo sé.

–No la has abierto.

–No, y no pienso hacerlo –le dijo él, con voz carente de emoción–. La habría tirado a la basura, pero también está dirigida a ti –a pesar de su aparente indiferencia, sus ojos reflejaban el enfado que sentía.

Los padres de Jon le habían traicionado años atrás, habían mentido para que su hermanastro no fuera a la cárcel. Al salvar a Jim le habían sacrificado a él, y a pesar de que era inocente, había pasado siete años en la cárcel. Su hermano pequeño había seguido drogándose, y al final había muerto de sobredosis.

Al salir de la cárcel, Jon se había ganado la vida trabajando de cocinero, y en su tiempo libre se había dedicado a fotografiar paisajes. Sus obras habían empezado a recibir críticas positivas y el interés de los compradores, y habían empezado a exponerse en varias galerías de arte, entre ellas la de Harbor Street. Era allí donde Maryellen le había conocido, y habían tenido un noviazgo largo y tempestuoso; de hecho, no se habían casado hasta después de que Katie naciera.