Tí­tu­lo ori­gi­nal: En la Tos­ca­na te es­pe­ro

© 2014 Oli­via Ar­dey

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: mayo 2014

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

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Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

«Hay solo dos le­ga­dos du­ra­de­ros que po­de­mos de­jar a nues­tros hi­jos: uno de ellos es las raí­ces, el otro, las alas para vo­lar.»

Henry W. Bee­cher.

1. Atrévete a soñar

Cuan­do abrió los ojos y miró ha­cia el lado de­re­cho de la cama, tuvo la sen­sa­ción de que aca­ba­ba de des­per­tar al lado de un án­gel.

Mas­si­mo sa­lió de en­tre las sá­ba­nas con cui­da­do de no des­per­tar­la. Años de en­tre­na­mien­to mi­li­tar le ha­bían pre­pa­ra­do para mo­ver­se con si­gi­lo. Sin ha­cer el más mí­ni­mo rui­do, fue re­co­gien­do su ropa y se vis­tió con pre­mu­ra an­tes de que ella no­ta­ra su au­sen­cia. Se sen­tó en una bu­ta­ca, fren­te a la cama, y se cal­zó sin de­jar de mi­rar­la. Era pre­cio­sa. So­bre el al­moha­dón blan­co, su pelo era luz. Te­nía ese bri­llo de ho­gue­ra que co­bra el ho­ri­zon­te con la caí­da del sol. Unas ho­ras an­tes, la chi­ca sin nom­bre lo ha­bía lle­va­do al éx­ta­sis; en­tre­ga­da, so­lí­ci­ta y a ra­tos, do­mi­na­do­ra. Mi­mo­sa y exi­gen­te a la vez. Pero en ese mo­men­to, ago­ta­da tras una no­che sin lí­mi­tes, dor­mía con la me­le­na des­or­de­na­da y la paz de una cria­tu­ra ce­les­tial.

Esos ri­zos pe­li­rro­jos tu­vie­ron la cul­pa. Mas­si­mo cayó bajo el he­chi­zo a las once de la no­che, cuan­do ella giró la ca­be­za en la re­cep­ción del ho­tel, ha­cien­do bai­lar su pelo para mos­trar­le su son­ri­sa de niña bue­na que, por una vez, no pien­sa por­tar­se bien. Él con­tes­tó con un gui­ño afir­ma­ti­vo a la pro­pues­ta que ella le lan­zó con una mi­ra­da ju­gue­to­na.

Mas­si­mo en­ten­dió el men­sa­je cuan­do la chi­ca dijo, alto y cla­ro para que él lo oye­ra, el nú­me­ro de su ha­bi­ta­ción, con el rue­go al re­cep­cio­nis­ta de que la des­per­ta­ran por la ma­ña­na. A las nue­ve en pun­to, eso tam­bién lo oyó. La ob­ser­vó mar­char ca­mino del as­cen­sor y miró el re­loj: cin­co mi­nu­tos de tre­gua, le otor­gó. Para arre­pen­tir­se o para es­pe­rar­lo con im­pa­cien­cia, la de­ci­sión la de­ja­ba en ma­nos de ella.

Subió has­ta la quin­ta plan­ta y bus­có el nú­me­ro qui­nien­tos dos. La chi­ca tra­vie­sa le ha­bía de­ja­do la puer­ta en­tre­abier­ta; son­rió sa­tis­fe­cho y en­tró. La luz es­ta­ba apa­ga­da, solo la no­che ro­ma­na se co­la­ba en el dor­mi­to­rio por las cor­ti­nas en­tre­abier­tas. Mas­si­mo aún no ha­bía acos­tum­bra­do los ojos al gris y ne­gro, cuan­do ella le co­gió la mano des­de atrás. An­sio­so por ver­le la cara, tiró de ella y con un giro fá­cil la pegó a su cuer­po. Ella lo miró a los ojos y Mas­si­mo leyó en los su­yos que am­bos que­rían lo mis­mo. Eran dos ju­ga­do­res en­tre­ga­dos al azar de una sola no­che, un en­cuen­tro se­cre­to que no se re­pe­ti­ría ja­más.

La chi­ca mis­te­rio­sa en­la­zó las ma­nos en su nuca.

—Nada de nom­bres —exi­gió pe­ga­da a su boca.

Y Mas­si­mo acep­tó la in­vi­ta­ción. Casi a cie­gas, en­re­dó la mano en sus ri­zos y le besó los la­bios mu­chas ve­ces, a con­cien­cia, re­creán­do­se en la ca­li­dez de sus be­sos. La lle­vó ha­cia la cama y se dejó caer de es­pal­das, arras­trán­do­la con él. Ro­da­ron mien­tras se des­nu­da­ban el uno al otro y lan­za­ban la ropa de cual­quier ma­ne­ra. Las ma­nos de ella lo re­co­rrían con des­ca­ro. Las de Mas­si­mo ten­ta­ban sus pe­chos, apre­ta­ban la sua­ve re­don­dez de sus nal­gas. Des­li­zó la mano en­tre sus pier­nas y la aca­ri­ció dis­fru­tan­do del roce se­do­so, que no po­día ver, e ima­gi­na­ba del co­lor del co­bre, como su me­le­na.

La oyó ge­mir cer­ca del oído y obe­de­ció a su rue­go si­len­cio­so. Se tum­bó de es­pal­das y dejó que la dio­sa de ma­nos ge­ne­ro­sas y la­bios ávi­dos de be­sos lo mon­ta­ra con brío has­ta que es­ta­lló de pla­cer y se dejó caer so­bre él. Mas­si­mo le aca­ri­ció la es­pal­da, giró con ella en bra­zos y la pe­ne­tró cada vez más rá­pi­do en bus­ca de su pro­pio or­gas­mo has­ta des­plo­mar­se ren­di­do, tem­blo­ro­so y re­so­llan­do con los ojos ce­rra­dos.

Com­par­tie­ron sexo del bueno dos ve­ces más. Sin pre­gun­tas, sin pa­la­bras ni re­pro­ches, con la pro­me­sa tá­ci­ta de no exi­gir nom­bres ni ex­pli­ca­cio­nes que agria­ran la dul­ce aven­tu­ra cuan­do todo aca­ba­ra con la sa­li­da del sol. Con el pri­mer bos­te­zo, ella se le arri­mó como un ca­cho­rri­to en bus­ca de ca­lor y él la abra­zó. No era la pri­me­ra vez que Mas­si­mo Tiz­zi dis­fru­ta­ba del sexo es­po­rá­di­co con una mu­jer. En reali­dad, no bus­ca­ba una re­la­ción que du­ra­ra más que unas ho­ras des­de ha­cía dos años. Des­de que Ada Ma­ri­ni le cam­bió la vida para bien y para mal.

Pero esa no­che, en lu­gar de ves­tir­se a toda pri­sa, mar­char­se y ol­vi­dar, como so­lía ha­cer, se con­ce­dió a sí mis­mo el ca­pri­cho de dor­mir un par de ho­ras con la pe­li­rro­ja en­tre los bra­zos. Fue una sen­sa­ción tan tier­na y tan úni­ca que le dejó con ga­nas de re­pe­tir.

Pero las ho­ras de ma­gia se es­fu­ma­ron. Ya ha­bía ama­ne­ci­do ha­cía rato. Eran las ocho pa­sa­das y ella se­guía dur­mien­do. Mas­si­mo se abro­chó el cin­tu­rón sin qui­tar­le la vis­ta de en­ci­ma. Se veía de­li­cio­sa con los pár­pa­dos ce­rra­dos y una son­ri­sa inocen­te de me­dia luna en los la­bios. Mas­si­mo Tiz­zi supo que le cos­ta­ría ol­vi­dar aque­lla no­che. Y mu­cho más le cos­ta­ría ol­vi­dar a esa mu­jer y el so­ni­do de su voz. Los nom­bres des­apa­re­cen de la ca­be­za, pero los sen­ti­dos tie­nen una me­mo­ria muy lar­ga. Con él se lle­va­ba de re­cuer­do sus ca­ri­cias, el tac­to de su piel gra­ba­do en la pal­ma de las ma­nos, el sa­bor de sus be­sos y su for­ma de ge­mir.

Mas­si­mo sacó el con­te­ni­do de los bol­si­llos para com­pro­bar que no se de­ja­ba nada ol­vi­da­do. De­po­si­tó so­bre la es­qui­na de la cama el te­lé­fono mó­vil, la car­te­ra y el lla­ve­ro. Son­rió al ver el co­lor vio­le­ta na­ca­ra­do en las uñas de los pies. No re­cor­da­ba que lle­va­ra pin­ta­das las de las ma­nos. Pa­seó la mi­ra­da por la cur­va de su ca­de­ra has­ta la al­moha­da y com­pro­bó que es­ta­ba en lo cier­to: uñas cor­tas y pu­li­das. Pa­re­cía muy jo­ven, de­ma­sia­do, para un hom­bre con una exis­ten­cia tan com­pli­ca­da como la que él arras­tra­ba. Le ha­bría gus­ta­do que aque­lla chi­ca se hu­bie­ra cru­za­do en su vida dos años atrás. Oja­lá se hu­bie­ran co­no­ci­do des­pa­cio, con ese rit­mo pau­sa­do que mar­ca el ca­mino ha­cia el amor.

La­men­tó no ser el hom­bre ade­cua­do para ella. Él solo le com­pli­ca­ría la exis­ten­cia con su par­ti­cu­lar in­fierno de pro­ble­mas con Ada. No era jus­to car­gar­la tam­bién con la mis­ma con­de­na. Aque­lla chi­ca me­re­cía un tipo que la con­quis­ta­ra con un pri­mer beso de des­pe­di­da en el por­tal. Una pena que las co­sas no fue­ran más sen­ci­llas y que aque­lla be­lla des­co­no­ci­da no tu­vie­ra ca­bi­da en su vida. Le ha­bría gus­ta­do ver­la reír, o su cara de en­fa­do; des­cu­brir to­das esas ilu­sio­nes que le ha­rían bri­llar los ojos. Sa­ber el al­can­ce de su ge­nio y su ma­li­cia cuan­do tu­vie­ra ga­nas de bro­mear.

En las oca­sio­nes en las que com­par­tía pla­cer y nada más, Mas­si­mo se mar­cha­ba sin des­pe­di­das. Pero esa vez no pudo evi­tar in­cli­nar­se so­bre ella. Le dio un beso en la ca­be­za sin ape­nas ro­zar­la y le es­ti­ró un rizo que al sol­tar­lo vol­vió a en­co­ger­se como un mue­lle.

—Duer­me, pre­cio­sa —su­su­rró.

Y lo era. A Mas­si­mo le re­cor­da­ba a «la be­lla Si­mo­net­ta» que Bo­ti­ce­lli con­sa­gró como dio­sa del amor. Cuán­to le ha­bría gus­ta­do sa­ber su nom­bre. Qui­zás un día no muy le­jano es­cu­cha­ra su voz a la es­pal­da, gi­ra­ra la ca­be­za y la en­con­tra­ra de nue­vo. Pura fan­ta­sía. Era ab­sur­do pen­sar que en una urbe como Roma pu­die­ran vol­ver a coin­ci­dir. Se alo­ja­ba en un ho­tel, por tan­to, no era de allí. Tal vez una tu­ris­ta que no bus­ca­ba otra cosa que una no­che de di­ver­sión. Como él, ni más ni me­nos.

Mas­si­mo re­co­gió sus co­sas y, an­tes de guar­dar la car­te­ra, bus­có la tar­je­ta-lla­ve de su cuar­to. En­tre los pa­pe­lo­rios que ex­tra­jo, apa­re­ció un so­li­ta­rio con­dón. El úl­ti­mo de cua­tro, que no lle­ga­ron a usar. Lás­ti­ma, se dijo.

El te­lé­fono co­men­zó a so­nar­le en la mano y la chi­ca se re­mo­vió en la cama. Él col­gó de­pri­sa; la lla­ma­da era de Enzo Car­pen­tie­re. De­bía de es­tar es­pe­rán­do­lo ya. Mas­si­mo re­co­gió sus co­sas de en­ci­ma de la cama y, con todo en las ma­nos, aban­do­nó la ha­bi­ta­ción an­tes de que el mó­vil vol­vie­ra a so­nar.

Con las pri­sas, no lle­gó a ver los dos bi­lle­tes ple­ga­dos que se le ha­bían res­ba­la­do de la car­te­ra.

***

Mar­ti­na abrió los pár­pa­dos, como si la so­le­dad de la cama la hu­bie­ra des­per­ta­do. Agu­zó el oído, pero no se es­cu­cha­ba rui­do al­guno en el cuar­to de baño. Dio un vis­ta­zo rá­pi­do a la ha­bi­ta­ción; no ha­bía ni ras­tro de él.

Es­ti­ró los bra­zos y se des­pe­re­zó, es­ti­rán­do­se como una gata re­cor­dan­do la no­che pa­sa­da. Se­du­cir a un des­co­no­ci­do era la lo­cu­ra más ex­ci­tan­te que ha­bía co­me­ti­do en su vida. Y es­ta­ba con­ten­ta de ha­ber­lo he­cho. No al­ber­ga­ba re­mor­di­mien­to al­guno. Des­pués de tan­to tiem­po de tris­te­za y so­le­dad, era hora de pen­sar en sí mis­ma. Y pa­sar la no­che con un hom­bre sexy a ra­biar era el me­jor re­ga­lo que po­día ha­cer­se. Con la vis­ta fija en el te­cho, son­rió al re­cor­dar el pla­cer que ha­bían com­par­ti­do. Ho­ras y ho­ras en­tre­ga­dos a la pa­sión. La ha­bía he­cho go­zar de mil ma­ne­ras y ella no se que­dó atrás. Se ha­bía de­ja­do lle­var, dan­do rien­da suel­ta al ape­ti­to que la con­su­mía, de­seo­sa por sa­tis­fa­cer­lo y ávi­da por com­pla­cer su pro­pio de­seo.

Re­cor­dó su ros­tro, aque­lla son­ri­sa que la hizo desear­lo des­de el mo­men­to en que cru­za­ron la mi­ra­da en el ves­tí­bu­lo del ho­tel. Mar­ti­na se pre­gun­tó a qué de­di­ca­ría su vida. Un vi­si­tan­te de paso en la ciu­dad, al que pro­ba­ble­men­te no vol­ve­ría a ver. Una no­che nada más con un hom­bre des­co­no­ci­do, esa dia­blu­ra mor­bo­sa y ex­ci­tan­te se­ría su se­cre­to. Na­die te­nía por qué sa­ber­lo, solo él. Se mos­tró tan apa­sio­na­do, ge­ne­ro­so y pen­dien­te de pro­cu­rar­le pla­cer que la hizo, por pri­me­ra vez, sen­tir­se úni­ca. Ha­cía mu­cho que no se sa­bía desea­da. Dos bre­ví­si­mas re­la­cio­nes en los úl­ti­mos seis años, ano­di­nas y de­cep­cio­nan­tes, por cul­pa de un hom­bre que le des­tro­zó el alma y el cuer­po.

Mar­ti­na ce­rró los ojos y ate­so­ró como re­cuer­do las ca­ri­cias del des­co­no­ci­do de la son­ri­sa bo­ni­ta, to­dos sus be­sos y el ca­lor re­con­for­tan­te de su abra­zo aque­lla no­che irre­pe­ti­ble. El jue­go ha­bía aca­ba­do y era hora de re­gre­sar a casa. Una casa a la que no te­nía ga­nas de vol­ver. Era suya pero no era su ho­gar. Se con­so­ló pen­san­do que la tía Vivi no es­ta­ría allí. Tres días atrás le ha­bía de­ja­do so­bre la mesa una nota y un so­bre con el di­ne­ro. Iban a fu­mi­gar el pa­la­ce­te, di­cho­sas hor­mi­gas que se co­la­ban por el jar­dín y ha­bían in­va­di­do la co­ci­na y par­te de la plan­ta baja. Du­ran­te unos días ten­dría que bus­car un lu­gar don­de dor­mir. De­cía tam­bién en la nota que ella sa­lía de via­je y, como des­pe­di­da, le acon­se­jó que bus­ca­ra un buen ho­tel y se die­ra un ca­pri­cho. En re­su­men: «que­ri­da so­bri­na, me mar­cho y apá­ña­te­las como pue­das». Ese era todo el afec­to que po­día es­pe­rar de tía Vivi. Mar­ti­na no sin­tió re­mor­di­mien­tos; el bol­si­llo de su tía cos­teó la se­sión de ma­sa­je, el spa, la pe­lu­que­ría y el tra­ta­mien­to de be­lle­za com­ple­to. Y tam­bién esa ha­bi­ta­ción en la que dis­fru­tó de una me­re­ci­da no­che de ero­tis­mo, gra­cias al des­tino que le sir­vió en ban­de­ja el hom­bre más atrac­ti­vo que una mu­jer po­día desear.

Miró su re­loj de pul­se­ra que des­can­sa­ba so­bre la me­si­lla, aún no eran las nue­ve. La lla­ma­da de re­cep­ción no de­bía tar­dar. Era hora de re­tor­nar a esa vida que no le gus­ta­ba. Mar­ti­na se re­pi­tió que su tía pa­ga­ba sus es­tu­dios. Un año, solo doce me­ses más y aban­do­na­ría esa exis­ten­cia in­có­mo­da que la ha­cía tan in­fe­liz. En cuan­to ob­tu­vie­se su li­cen­cia­tu­ra y apro­ba­ra el exa­men de ca­pa­ci­ta­ción, se mar­cha­ría de allí. Es­ta­ba em­pe­ña­da en ob­te­ner unas ca­li­fi­ca­cio­nes bri­llan­tes que le po­si­bi­li­ta­ran en­con­trar un em­pleo como Asis­ten­te so­cial. A par­tir de en­ton­ces, se­ría due­ña de su vida y de es­co­ger su fu­tu­ro le­jos de la de­pen­den­cia eco­nó­mi­ca dis­fra­za­da de pro­tec­ción de la tía Vivi.

Solo te­nía que aguan­tar has­ta aca­bar la ca­rre­ra. Y para ob­te­ner bue­nas no­tas, lo más sen­sa­to, aun­que so­na­ra egoís­ta, era apro­ve­char que su tía le cos­tea­ba los gas­tos para po­der de­di­car­se en cuer­po y alma a las asig­na­tu­ras sin ne­ce­si­dad de bus­car un em­pleo que le res­ta­ra tiem­po de es­tu­dio.

Unos me­ses más y se­ría li­bre. Li­bre como se ha­bía sen­ti­do en bra­zos del des­co­no­ci­do que son­reía al abra­zar­la. La mi­ra­ba con tan­ta ter­nu­ra en sus ojos azu­les que le hizo creer que la ne­ce­si­ta­ba. ¡A ella!, que pa­re­cía so­brar en el Uni­ver­so. Ni para sus pro­pios pa­dres fue im­pres­cin­di­ble mien­tas vi­vie­ron. Mu­cho me­nos para tía Vivi, que la con­si­de­ra­ba un es­tor­bo so­por­ta­ble con cier­tos be­ne­fi­cios. Ni si­quie­ra para el abue­lo Giu­sep­pe, que tan­to la que­ría, pero era fe­liz en Si­ci­lia, vi­vien­do le­jos de su úni­ca nie­ta huér­fa­na.

Aque­lla lo­cu­ra se­cre­ta le ha­bía de­vuel­to la ilu­sión, el des­co­no­ci­do irre­sis­ti­ble fue por unas ho­ras ese prín­ci­pe que la hizo que­rer ce­rrar los bra­zos para ama­rrar los sue­ños con fuer­za. Qué lás­ti­ma que siem­pre aca­ba­ran es­ca­pan­do, como la bru­ma, y que solo pa­re­cie­ran reales mien­tas du­ran las ho­ras de ma­gia.

Mar­ti­na se in­cor­po­ró de la cama y los ojos se le lle­na­ron de tris­te­za y de ra­bia. Hay días que la aca­ri­cia­do­ra luz de la ma­ña­na se tor­na cruel, como un fo­go­na­zo de lin­ter­na en ple­na cara. Y a ella, la reali­dad aca­ba­ba de es­pa­bi­lar­la con un bo­fe­tón al ver di­ne­ro jun­to a sus pies, en una es­qui­na de la cama. Dos­cien­tos eu­ros. El des­co­no­ci­do de en­sue­ño, cu­yos ojos azu­les Mar­ti­na in­tu­yó tan fal­tos de afec­to, la ha­bía con­fun­di­do con una puta.

***

—Ya le he di­cho que es muy im­por­tan­te —in­sis­tió Mar­ti­na.

Lo ha­bía in­ten­ta­do con toda cla­se de ar­gu­men­tos pero la re­cep­cio­nis­ta del ho­tel, de turno ese día, se­guía sin de­jar­se con­ven­cer.

—Y yo le re­pi­to —reite­ró la mu­jer con una ama­bi­li­dad de ace­ro— que pue­de de­jar en un so­bre eso tan im­por­tan­te que desea en­tre­gar al ca­ba­lle­ro que ocu­pa­ba la se­te­cien­tos sie­te y no­so­tros, con mu­cho gus­to, se lo ha­re­mos lle­gar. Bajo nin­gún con­cep­to nos está per­mi­ti­do re­ve­lar la iden­ti­dad de un hués­ped. Esos son da­tos a los que solo tie­ne ac­ce­so la po­li­cía.

Mar­ti­na ya ha­bía pa­ga­do su cuen­ta. Con cara de en­fa­do, mur­mu­ró una des­pe­di­da fría, aga­rró su ma­le­tín de via­je y fue di­rec­ta a la sa­li­da. El por­te­ro la des­pi­dió con un mo­vi­mien­to de ca­be­za, mien­tras ella mi­ra­ba du­do­sa qué di­rec­ción to­mar. No sa­bía si co­ger un taxi e ir a casa. O bien, ya que es­ta­ba tan cer­ca, apro­ve­char para pa­sar por la re­si­den­cia de es­tu­dian­tes y de­jar al­gu­nas de las co­sas que lle­va­ba en el bol­so en su ha­bi­ta­ción. El día an­te­rior le ha­bían con­fir­ma­do cuál era el dor­mi­to­rio com­par­ti­do que ocu­pa­ría du­ran­te el pró­xi­mo cur­so.

El por­te­ro pue­de que fue­ra un ro­mán­ti­co, por­que se apia­dó de ella. 

—No hay riña de enamo­ra­dos que dure toda la vida. —Dejó caer, mi­rán­do­la con lás­ti­ma.

Mar­ti­na se fe­li­ci­tó en si­len­cio. El hom­bre ha­bía es­cu­cha­do par­te de la sar­ta de men­ti­ras que usó para con­ven­cer a la re­cep­cio­nis­ta, sin re­sul­ta­do; y le in­di­có con un ges­to dis­cre­to el úni­co vehícu­lo que ocu­pa­ba el apar­ca­mien­to re­ser­va­do. Uno de los ta­xis con­cer­ta­dos para pres­tar ser­vi­cio a los clien­tes del ho­tel.

Tuvo suer­te y el ta­xis­ta es­cu­chó su rue­go con in­te­rés. Aquel era el mis­mo taxi en el que, me­dia hora an­tes, ha­bía mon­ta­do el hom­bre con el que ha­bía pa­sa­do la no­che. Como le pa­ga­ban por cada ca­rre­ra, se dejó con­ven­cer por la his­to­ria de una pe­lea de no­vios que Mar­ti­na in­ven­tó so­bre la mar­cha. El hom­bre no tar­dó en clau­di­car al ver sus ojos do­li­dos y su ca­ri­ta de enamo­ra­da arre­pen­ti­da, por­que le abrió el capó para que de­ja­ra el ma­le­tín. Un mi­nu­to des­pués, Mar­ti­na via­ja­ba en el asien­to tra­se­ro ha­cia el co­ra­zón de Roma.

No sa­bía qué iba a de­cir­le a aquel gi­li­po­llas que la ha­bía to­ma­do por una pros­ti­tu­ta, como si una mu­jer no tu­vie­ra de­re­cho a una aven­tu­ra de una no­che. De­bía de ser un ma­chis­ta re­do­ma­do de los que creían que esa de­ci­sión era pa­tri­mo­nio ex­clu­si­vo de los hom­bres. ¿O aca­so no era eso lo que él bus­ca­ba cuan­do fue a su ha­bi­ta­ción? De­bía de ser un ti­pe­jo de los que pien­san que solo ellos pue­den ele­gir cuán­do, cómo y con quién. ¡Es­tú­pi­do! La pri­me­ra vez, tras un año sin per­mi­tir que un hom­bre la to­ca­ra; la pri­me­ra vez que se per­mi­tía re­cor­dar lo que es el pla­cer, y se ha­bía sen­ti­do más in­sul­ta­da que en toda su vida.

Qué sa­bía él de ella, ¡nada ab­so­lu­ta­men­te! Nun­ca se­ría ca­paz de en­ten­der que es­co­gió un hom­bre anó­ni­mo por­que no que­ría nin­guno en su ho­ri­zon­te, ni mu­cho me­nos una re­la­ción, ni ci­tas, ni obli­ga­cio­nes cuan­do ne­ce­si­ta­ba de­di­car­se por com­ple­to a sus es­tu­dios. Solo que­ría una no­che que le re­cor­da­ra que es­ta­ba viva, y de todo el gé­ne­ro mas­cu­lino, fue a ele­gir el peor.

El taxi se de­tu­vo en un se­má­fo­ro y, cuan­do la luz es­tu­vo en ver­de, se arri­mó jun­to a la ace­ra de via Con­ci­llia­zio­ne, en­tre los au­to­bu­ses de tu­ris­tas que iban al Va­ti­cano.

—Es ese de ahí, ¿no? —in­di­có, se­ña­lán­do­le a uno de los dos hom­bres que desa­yu­na­ban en una te­rra­za en la ace­ra de en­fren­te.

—Sí, es él.

—No sea de­ma­sia­do dura con su no­vio —re­co­men­dó, son­rien­do al ver la ex­pre­sión fu­rio­sa de Mar­ti­na.

Ella no apar­tó la mi­ra­da de los ocu­pan­tes de la mesa, en con­cre­to del que se sen­ta­ba a la de­re­cha. A tien­tas, sacó los dos bi­lle­tes del bol­so y, cuan­do los tuvo en la mano, ce­rró el puño como una ga­rra.

—Es­pé­re­me, por fa­vor —rogó—. No tar­da­ré ni un mi­nu­to.

Bajó del taxi, miró a de­re­cha e iz­quier­da y cru­zó con paso ágil. A gol­pe de ta­cón, se plan­tó fren­te al de los ojos azu­les que, en­fras­ca­do en la con­ver­sa­ción, no se per­ca­tó de su lle­ga­da has­ta que la tuvo prác­ti­ca­men­te en­ci­ma.

Se que­dó mi­rán­do­la con cara de sor­pre­sa. Mar­ti­na no le dio tiem­po a abrir la boca. Lo acri­bi­lló con ojos re­sen­ti­dos y me­tió los dos bi­lle­tes de cien eu­ros en su ca­puc­cino con tan­to ím­pe­tu que de­rra­mó la mi­tad. Mien­tras los dos hom­bres con­tem­pla­ban per­ple­jos el di­ne­ro em­pa­pa­do que so­bre­sa­lía de la taza, ella dio me­dia vuel­ta y se mar­chó echan­do chis­pas.

Mar­ti­na oyó que la lla­ma­ba pero no se de­tu­vo. Notó que co­rría tras ella, has­ta que el trá­fi­co le obli­gó a pa­rar. Ella ya ha­bía mon­ta­do en el taxi cuan­do, por el ra­bi­llo del ojo, le vio cru­zar la cal­za­da a la ca­rre­ra.

—Arran­que, rá­pi­do —pi­dió.

Él ta­xis­ta sa­lió ha­cia el Lun­go­te­ve­re con un ace­le­rón y Mar­ti­na ni si­quie­ra vol­vió la ca­be­za para dar­le una úl­ti­ma mi­ra­da. No era más que un des­co­no­ci­do al que no me­re­cía la pena co­no­cer.

2. ¿Quién es esa chica?

—¿Qué le has he­cho a esa pe­li­rro­ja para te­ner­la tan en­fa­da­da? —le pre­gun­tó Vin­cen­zo con cara de di­ver­sión al ver­lo ve­nir.

Mas­si­mo ter­mi­nó de te­clear el nú­me­ro de la ma­trí­cu­la del taxi y la guar­dó en la me­mo­ria de su te­lé­fono. Se en­co­gió de hom­bros y alzó las ma­nos con im­po­ten­cia.

—¿Pue­des creer­te que no lo sé? —re­co­no­ció, sen­tán­do­se de nue­vo—. No ten­go la me­nor idea.

—No sa­bía que te­nías pa­re­ja. Y digo te­nías, por­que es ob­vio que para ella se ha aca­ba­do.

—No sé ni cómo se lla­ma —acla­ró Mas­si­mo, sa­can­do el di­ne­ro de la taza.

Mien­tras se en­tre­te­nía en se­car los bi­lle­tes con va­rias ser­vi­lle­tas de pa­pel, Enzo pi­dió a un ca­ma­re­ro que tra­je­ran un nue­vo ca­puc­cino y otro par de cor­net­ti para los dos.

—Creía que se te ha­bían qui­ta­do las ga­nas de aven­tu­ras —co­men­tó.

Mas­si­mo no con­tes­tó. Eran ami­gos des­de ha­cía años y am­bos sa­bían el por­qué del co­men­ta­rio. Fue a Enzo Car­pen­tie­re a quien ha­bía re­cu­rri­do cuan­do los pro­ble­mas con Ada se agu­di­za­ron has­ta el pun­to de obli­gar­lo a bus­car ase­so­ra­mien­to le­gal.

Enzo y él se co­no­cie­ron en Roma cuan­do Mas­si­mo con­clu­yó su eta­pa de for­ma­ción en Apu­lia como pi­lo­to de avio­nes de caza y, des­de la es­cue­la aé­rea de Lec­ce-Ga­la­ti­na,  fue des­ti­na­do a la base mi­li­tar de Pra­ti­ca di Mare. Por aquel en­ton­ces Enzo aca­ba­ba de li­cen­ciar­se en De­re­cho, eran muy jó­ve­nes y dis­po­nían de un suel­do en ex­clu­si­va para di­ver­tir­se sin pen­sar en el fu­tu­ro, pues­to que ca­re­cían de obli­ga­cio­nes sal­vo con­si­go mis­mos. Años des­pués, se unió a la pan­di­lla Ada Ma­ri­ni, a la que co­no­cie­ron una no­che de fies­ta. Y em­pe­za­ron las preo­cu­pa­cio­nes para Mas­si­mo. Ada se que­dó em­ba­ra­za­da. Con el ma­ra­vi­llo­so re­ga­lo de la pa­ter­ni­dad, su vida se trans­for­mó en un pur­ga­to­rio.

Su hi­ji­ta Iris era la luz de sus ojos y es­ta­ba dis­pues­to a aguan­tar cuan­to fue­ra por tal de no per­der­la, pero las exi­gen­cias de Ada eran cada vez ma­yo­res y más ab­sur­das, fru­to del ren­cor ha­cia él que acep­tó asu­mir su res­pon­sa­bi­li­dad pa­ter­na con la niña, pero se negó a ca­sar­se. Ada Ma­ri­ni nun­ca le per­do­na­ría que no la ama­ra.

Des­de el na­ci­mien­to de Iris, Ada uti­li­za­ba a la niña como arma con­tra él, para ha­cer­lo bai­lar en la pal­ma de la mano. Por eso te­nía que re­cu­rrir con­ti­nua­men­te a Enzo y de ahí el co­men­ta­rio de su ami­go, que es­ta­ba al tan­to de los de­ta­lles de su mala re­la­ción con la ma­dre de su hija. Por aquel es­car­ceo irres­pon­sa­ble y sin fu­tu­ro, Mas­si­mo es­ta­ba pa­gan­do las con­se­cuen­cias a un pre­cio muy alto.

—Ano­che ne­ce­si­ta­ba un res­pi­ro —le ex­pli­có.

Ada se vol­vía loca al pen­sar que una mu­jer que no fue­ra ella apa­re­cie­ra en la vida de su hija, y, por cul­pa de esa pre­sión, Mas­si­mo no po­día reha­cer su vida sen­ti­men­tal. Sus re­la­cio­nes eran es­ca­sas y es­po­rá­di­cas, como la com­par­ti­da con la chi­ca del pelo de fue­go y las pier­nas lar­gas. Una no­che para dis­fru­tar y ol­vi­dar.

—En cuan­to al di­ne­ro, te juro que no en­tien­do nada —aña­dió sa­can­do la car­te­ra; al com­pro­bar su con­te­ni­do, lo en­ten­dió todo—. Se me de­bió caer cuan­do sa­qué la lla­ve.

Enzo ter­mi­nó de mas­ti­car el cor­net­to y dio un sor­bo de café.

—Con lo in­te­li­gen­te que eres para unas co­sas, y en cam­bio para otras… —opi­nó—. Va­mos a ver, co­no­ces a una chi­ca, te me­tes en su cama, ¿fue así?

—Sí.

—Y des­apa­re­ces cuan­do se hace de día. Ella des­pier­ta sola y en­cuen­tra dos­cien­tos eu­ros —pre­su­mió—. ¿Qué quie­res que pien­se? Tie­nes suer­te de que no te haya ma­ta­do.

Al en­ten­der por don­de iba la con­je­tu­ra de Enzo, Mas­si­mo se que­dó pe­tri­fi­ca­do.

—Tú la has vis­to —dijo se­ña­lan­do el lu­gar don­de rato an­tes es­ta­ba apar­ca­do el taxi—. Na­die, por muy idio­ta que fue­ra, la ten­dría por una fur­cia. Ni aun de las ca­ras.

—Pues está cla­ro que ella ha lle­ga­do a esa con­clu­sión.

—Ten­go la ma­trí­cu­la del taxi —aña­dió in­di­can­do con la bar­bi­lla su mó­vil so­bre la mesa—. Haré lo que sea por lo­ca­li­zar­lo a ver si sabe de­cir­me dón­de vive e iré a acla­rar las co­sas con ella.

—Di­fí­cil ta­rea en una ciu­dad como esta.

—Di­fí­cil fue re­gre­sar vivo de Li­bia hace tres años.

Enzo acep­tó que su ami­go es­ta­ba adies­tra­do para lu­char y ga­nar. Dar por per­di­da la ba­ta­lla de an­te­mano no lo lle­va­ría a nin­gún si­tio.

—Tie­nes ra­zón. Si ella te ha en­con­tra­do, ¿por qué no in­ten­tar­lo? —apro­bó Enzo.

—Pien­so ha­cer­lo. No quie­ro que se que­de con una idea equi­vo­ca­da.

Enzo se cru­zó de bra­zos e, in­tri­ga­do, miró a su ami­go.

—Voy a ha­cer­te una pre­gun­ta, pue­des res­pon­der­me o no.

—Ade­lan­te, haz­la —lo in­vi­tó.

—¿Por qué te in­tere­sa tan­to lo que pue­da pen­sar de ti?

Mas­si­mo se pasó la mano por el pelo, como si le cos­ta­se re­co­no­cer lo que es­ta­ba a pun­to de de­cir.

—Ha he­cho lo im­po­si­ble por en­con­trar­me y lo ha con­se­gui­do, a pe­sar de que no sabe ni quién soy, ni dón­de vivo ni cómo ca­ra­jo me lla­mo. Y solo para ti­rar­me a la cara dos­cien­tos eu­ros.

—Otra se ha­bría que­da­do con el dis­gus­to y con el di­ne­ro —ale­gó Enzo.

—Exac­to. Tan­to es­fuer­zo sig­ni­fi­ca que se ha sen­ti­do muy ofen­di­da —con­clu­yó Mas­si­mo, dis­gus­ta­do con la si­tua­ción—. No vol­ve­ré a ver­la nun­ca, pero me gus­ta­ría pe­dir­le dis­cul­pas y acla­rar las co­sas solo por una ra­zón: yo guar­do un buen re­cuer­do de ella y no quie­ro que ella guar­de un mal re­cuer­do de mí. Con­que Ada me de­tes­te, ya ten­go su­fi­cien­te ra­ción de odio fe­me­nino.

—La chi­ca es pre­cio­sa.

Mas­si­mo desechó la idea con la mano.

—No ten­go in­ten­ción de ini­ciar nada con ella ni con otra mu­jer.

—¿Ada si­gue dán­do­te pro­ble­mas?

—Como siem­pre, hoy más, ma­ña­na me­nos. De­pen­de de cómo ama­nez­ca el día.

—Nun­ca ce­das a sus chan­ta­jes —acon­se­jó—. Si lo ha­ces, te ten­drá toda la vida co­gi­do por las pe­lo­tas y nun­ca te sol­ta­rá.

—Lo peor es el chan­ta­je emo­cio­nal.

—A ese me re­fie­ro. El otro se so­lu­cio­na en el tri­bu­nal de fa­mi­lia.

Para Enzo era fá­cil de­cir­lo. Él no te­nía hi­jos, des­co­no­cía el al­can­ce del mie­do. La ca­be­za de una niña es muy ma­ni­pu­la­ble y Mas­si­mo te­mía per­der el ca­ri­ño de Iris.

Al ver­lo mas­ti­car en si­len­cio, su ami­go miró la hora y cam­bió de tema.

—Di­jis­te que no era Ada de quien que­rías ha­blar­me. Ten­go que re­gre­sar al tra­ba­jo, así que me­jor me cuen­tas qué pue­do ha­cer por ti.

Mas­si­mo asin­tió, como dis­cul­pa. Con el lío de la pe­li­rro­ja se le ha­bía ido el san­to al cie­lo.

—Ya te co­men­té por te­lé­fono que hace un par de se­ma­nas apa­re­cie­ron por casa unos ins­pec­to­res de Ha­cien­da —se re­fe­ría a la ex­plo­ta­ción ga­na­de­ra de raza Chia­ni­na de sus pa­dres—. Por lo que mi pa­dre me con­tó, tie­ne un ja­leo de pa­pe­les im­pre­sio­nan­te. Des­de que mu­rió mi tío Gi­gio…

—Tu tío era muy poco ha­bla­dor, pero un buen hom­bre —lo in­te­rrum­pió Enzo.

Él ha­bía es­ta­do en el pa­sa­do va­rios fi­nes de se­ma­na en Vi­lla Tiz­zi, in­vi­ta­do por Mas­si­mo. Y re­cor­da­ba al fa­lle­ci­do tan­to como a los pa­dres de su ami­go.

—¿Qué es de la pe­que­ña Rita? —se in­tere­só al acor­dar­se de la jo­ven­ci­ta si­len­cio­sa que ape­nas se de­ja­ba ver cuan­do Mas­si­mo y sus ami­gos apa­re­cían por allí.

—Cre­ció. Aho­ra tie­ne vein­ti­séis años.

—Sie­te me­nos que no­so­tros —cal­cu­ló re­cor­dan­do los ojos tris­tes de la ru­bi­ta.

Mas­si­mo cam­bió de tema y fue di­rec­to al asun­to que le preo­cu­pa­ba.

—En fin, que mi tío era quien se ocu­pa­ba de las cuen­tas, de los pa­gos de los im­pues­tos, y mi pa­dre lo ha ido de­jan­do. El caso es que des­de que tío Gi­gio no está, el ne­go­cio fun­cio­na muy bien pero en el des­pa­cho todo está man­ga por hom­bro.

—¿Quie­res que le eche un vis­ta­zo?

Mas­si­mo es­pe­ró a que un ca­mión de­ja­ra de to­car el cla­xon y lla­mó al ca­ma­re­ro para que le tra­je­ra la cuen­ta.

—Mi pro­pues­ta va más allá —acla­ró—. ¿Po­drías com­pa­gi­nar el tra­ba­jo en el ban­co con lle­var los te­mas bu­ro­crá­ti­cos de mis pa­dres? Sin ho­ra­rios y a tu aire. Mira a ver si pue­des ha­cer­te car­go por­que mi pa­dre no mira ni lo que fir­ma. A su lado quie­ro a al­guien de ab­so­lu­ta con­fian­za.

Enzo re­so­pló y ta­ble­teó con los de­dos so­bre la mesa.

—Mi con­se­jo le­gal lo tie­nes, por des­con­ta­do. En cuan­to a lo de res­pon­sa­bi­li­zar­me de la ges­tión, no te ase­gu­ro nada. An­tes ten­go que ver cómo es­tán las cuen­tas de la ha­cien­da.

—Me pa­re­ce bien —agra­de­ció de­jan­do so­bre el pla­ti­llo con la cuen­ta el im­por­te del desa­yuno—. Po­drías que­dar­te en casa un fin de se­ma­na.

—Dame un par de me­ses —re­so­pló—. Aho­ra mis­mo ten­go un cú­mu­lo de tra­ba­jo que me sa­tu­ra.

Enzo es­ta­ba can­sa­do de su em­pleo como ase­sor le­gal, con alta res­pon­sa­bi­li­dad en el de­par­ta­men­to de in­ver­sio­nes de una im­por­tan­te en­ti­dad ban­ca­ria.

—Cuán­do tú de­ci­das —acep­tó—. Por dos me­ses, no creo que las co­sas em­peo­ren más de lo que es­tán.

—Que no te asus­ten los ins­pec­to­res de Ha­cien­da, hom­bre —rio—. Les pa­gan para eso.

—No sé qué de­cir­te. Aquel día, a mi pa­dre lo asus­ta­ron de ver­dad.

***

—Papá tie­ne ra­zón, Rita —con­vino Mas­si­mo—. No pue­des ser la eter­na es­tu­dian­te. Tie­nes vein­ti­séis años y ya es hora de que aca­bes la ca­rre­ra.

Su her­mano la ha­bía lle­va­do en co­che has­ta Roma y, an­tes de de­jar­la en su nue­vo alo­ja­mien­to, una re­si­den­cia uni­ver­si­ta­ria cer­ca de La Sa­pien­za, se ha­bía en­car­ga­do de re­cor­dar­le algo que ella ya sa­bía. Aún le re­so­na­ba en los oí­dos el ul­ti­má­tum de su pa­dre cuan­do los des­pi­dió a la puer­ta de Vi­lla Tiz­zi en Ci­vi­te­lla.

—Sí, to­dos te­néis ra­zón —re­co­no­ció—. No pue­do se­guir per­dien­do el tiem­po, pero me he dado cuen­ta de que no ten­go vo­ca­ción para ser Asis­ten­te so­cial. No soy como tú, Mas­si­mo, no creas que no me ha­bría gus­ta­do sa­ber des­de pe­que­ña a qué que­ría de­di­car­me cuan­do fue­ra ma­yor.

Mas­si­mo en­ten­día a su her­ma­na, pero no era ex­cu­sa para pos­ter­gar su li­cen­cia­tu­ra in­de­fi­ni­da­men­te. Ya ha­bía per­di­do va­rios cur­sos, en­tre los que ha­bía re­pe­ti­do por sus­pen­der los exá­me­nes, el año que pasó en In­gla­te­rra con la ex­cu­sa de apren­der in­glés y otro sa­bá­ti­co cuyo pre­tex­to fue la in­for­má­ti­ca.

—Está bien, la ca­rre­ra que has ele­gi­do no te gus­ta, pero eso no te da de­re­cho a ti­rar la toa­lla en el úl­ti­mo cur­so —la re­con­vino Mas­si­mo—. Papá y mamá no son mi­llo­na­rios, pien­sa en el es­fuer­zo que les su­po­ne a unos gran­je­ros del va­lle de Chia­na el cos­te de nues­tros es­tu­dios. Y lle­van bas­tan­te in­ver­ti­do, con los dos. Pero en tu caso, no ven re­sul­ta­dos y, no es que te lo eche en cara, pero es hora de que pien­ses en ellos.

—Papá cree que pier­do el tiem­po en Roma.

Su pa­dre le ha­bía ad­ver­ti­do que la dol­ce vita ro­ma­na era solo una pe­lí­cu­la, del mis­mo modo que le anun­ció su de­ci­sión: o es­tu­dia­ba con ga­nas y se li­cen­cia­ba, o ce­rra­ba el gri­fo del di­ne­ro y vol­vía a arri­mar el hom­bro en la ha­cien­da fa­mi­liar, le gus­ta­ra o no tra­ba­jar con el ga­na­do.

—Es que lo pier­des, apro­ve­cha y ob­tén tu li­cen­cia­tu­ra. Des­pués, ya de­ci­di­rás a qué te de­di­cas.

—Yo no soy la hija mo­de­lo, como tú.

Mas­si­mo le dio una pal­ma­di­ta en la ca­be­za para que de­ja­ra de de­cir ton­te­rías.

—Yo que­ría ser pi­lo­to y lu­ché por ello con to­das mis ga­nas. Ga­nas: grá­ba­te esa pa­la­bra en la ca­be­za.

Ella hizo una mue­ca.

—¿Para qué? Aca­ba­ré mu­rién­do­me de asco en la ha­cien­da.

—Rita, no me gus­ta que ha­bles con des­pre­cio de una ga­na­de­ría que mamá he­re­dó de sus pa­dres, y el abue­lo de los su­yos y po­dría­mos re­mon­tar­nos has­ta hace dos si­glos.

Ella negó con los ojos ce­rra­dos, arre­pen­ti­da, y co­gió la mano de su her­mano. Mas­si­mo ha­bía apar­ca­do mal en­fren­te del edi­fi­cio de la re­si­den­cia, se­ñal de que te­nía pri­sa. No iba a ver­la con fre­cuen­cia, de­bi­do so­bre todo a sus obli­ga­cio­nes como ca­pi­tán de la Fuer­za Aé­rea Ita­lia­na, y no que­ría des­pe­dir­se de él con ca­ras lar­gas.

—Sa­bes que ado­ro nues­tra casa, las va­cas, las ga­lli­nas, la tie­rra y que ad­mi­ro a papá por­que ama su tra­ba­jo. Es en Ci­vi­te­lla don­de no quie­ro aca­bar.

Mas­si­mo la en­ten­día. Du­ran­te años su­frió en el co­le­gio las bur­las de los otros ni­ños. «Rita la gor­di­ta», fue el sam­be­ni­to que tuvo que es­cu­char a to­das ho­ras. Y en el ins­ti­tu­to, con los mis­mos com­pa­ñe­ros, no le fue mu­cho me­jor. Nun­ca tuvo ami­gos en el pue­blo y cada vez que pi­sa­ba Ci­vi­te­lla, toda la fa­mi­lia sa­bía que lo ha­cía con an­gus­tia por­que a cada paso se en­con­tra­ba con al­guno de los que le amar­ga­ron la vida en la es­cue­la.

—No hace fal­ta que te ex­pli­que por qué es­co­gí es­tu­diar Tra­ba­jo so­cial.

Mas­si­mo eso tam­bién lo sa­bía. Por­que ten­dría más sa­li­das la­bo­ra­les en una ciu­dad gran­de, como Roma sin ir más le­jos, y eso le daba la opor­tu­ni­dad y la ex­cu­sa per­fec­ta para no vi­vir en aquel rin­cón de la Tos­ca­na don­de no te­nía amis­ta­des y era tan in­fe­liz.

—Es­tu­dia, Rita. Aun­que el año que vie­ne de­ci­das de­di­car­te a otra cosa.

—Voy a ha­ce­ros caso a to­dos —acep­tó—. Y voy a con­se­guir que es­téis to­dos or­gu­llo­sos de mí, so­bre todo papá que siem­pre dice que el di­ne­ro, las tie­rras y las for­tu­nas se pue­den per­der, pero na­die po­drá qui­tar­me lo apren­di­do ni mis tí­tu­los.

—Es­cu­cha a papá, que tie­ne mu­cha ra­zón.

—Es un sa­bio a su ma­ne­ra.

—Ya qui­sie­ran mu­chos su sen­ti­do co­mún y su ex­pe­rien­cia.

Los dos, tan­to Mas­si­mo como Rita, res­pe­ta­ban y ad­mi­ra­ban mu­cho a sus pa­dres. Eto­re Tiz­zi era un hom­bre sin es­tu­dios uni­ver­si­ta­rios, que aca­bó el ba­chi­lle­ra­to de mi­la­gro y que, hijo de emi­gran­tes del sur, des­de muy jo­ven se de­di­có a tra­ba­jar la tie­rra y a criar ga­na­do en la ha­cien­da de su sue­gro. A po­cas per­so­nas ad­mi­ra­ban tan­to los dos her­ma­nos como a él.

—Bueno, es hora de que nos des­pi­da­mos —dijo Rita algo ape­na­da—. Aho­ra a ver qué com­pa­ñe­ra de cuar­to me toca, una cría, ya ve­rás.

—No es­pe­res a una «abue­li­ta» como tú. Es lo que tie­ne re­pe­tir va­rios cur­sos y to­mar­se los es­tu­dios a ca­chon­deo —la re­ga­ñó con una son­ri­sa de her­mano ma­yor.

—Dé­ja­lo ya, ¿vale? —pro­tes­tó—. Te he di­cho que este año pien­so hin­car los co­dos en se­rio.

—Eso es­pe­ro. Por ti, so­bre todo.

—Al me­nos me que­da el con­sue­lo de te­ner­te un poco más cer­ca. Aun­que no creo que nos vea­mos mu­cho, ¿o sí?

Mas­si­mo fue ha­cia el co­che y ella lo acom­pa­ñó para re­co­ger su ma­le­ta y el or­de­na­dor por­tá­til del ma­le­te­ro.

—Te lla­ma­ré en cuan­to ten­ga una tar­de li­bre —ase­gu­ró, sa­can­do el enor­me tro­lley del por­tae­qui­pa­jes—. Y es­pe­ro te­ner suer­te y, aho­ra que ten­go casa pro­pia en Roma, Ada se aven­ga a de­jar­me a Iris al­gu­na tar­de.

—Me ale­gro de que ha­yas al­qui­la­do el piso —co­men­tó col­gán­do­se al hom­bro el ma­le­tín del por­tá­til—. Cuan­do te ins­ta­les, tie­nes que en­se­ñár­me­lo.

—Cla­ro que sí.

Para ani­mar­lo, Rita le co­men­tó que jus­to dos ca­lles de­trás de don­de se en­con­tra­ban, es­ta­ba el par­que de Vi­lla Mer­ce­des, y que po­drían lle­var allí a la niña si Ada ac­ce­día a de­jar­le ver a su hija más tiem­po del que mar­ca­ba el acuer­do ju­di­cial.

Mas­si­mo dejó que su her­ma­na ha­bla­ra con ilu­sión, aun­que pre­fe­ría no al­ber­gar fal­sas es­pe­ran­zas al res­pec­to.

***

Cuan­do el co­che de Mas­si­mo se per­dió de vis­ta por via Ti­bur­ti­na, Rita tiró del man­go de la ma­le­ta y la arras­tró has­ta la re­si­den­cia.

Sí, to­dos te­nían ra­zón. Ella tam­bién era cons­cien­te. Pero tan­to con­se­jo y tan­to dis­cur­so so­bre su fu­tu­ro la ha­cían sen­tir­se una rui­na. En reali­dad, lo era. Un fra­ca­so an­dan­te. Aún se mor­día las uñas como una cría, de pura desa­zón. Rita se riñó a sí mis­ma por de­jar que los pen­sa­mien­tos de­rro­tis­tas la asal­ta­ran de nue­vo. En su mano te­nía la po­si­bi­li­dad de cam­biar las co­sas y la opi­nión que to­dos te­nían de ella, por su pro­pio bien. Aun­que para ello tu­vie­ra que bre­gar du­ran­te un se­mes­tre en­te­ro con unas asig­na­tu­ras que se le ha­bían atra­gan­ta­do has­ta el pun­to de pro­vo­car­le ar­ca­das.

Lo pri­me­ro que hizo fue acer­car­se a las ofi­ci­nas para ave­ri­guar qué dor­mi­to­rio le ha­bían asig­na­do. Ob­ser­vó a los chi­cos y chi­cas que iban por los pa­si­llos has­ta las sa­las de es­tu­dio o las zo­nas de re­creo. Para col­mo, te­nía que vi­vir allí en­ce­rra­da, en una es­pe­cie de in­ter­na­do lleno de es­tu­dian­tes más jó­ve­nes que ella. En­tre to­dos ellos, pa­re­cía la her­ma­na ma­yor. Y todo por­que su pa­dre se negó en re­don­do a pa­gar su es­tan­cia en un apar­ta­men­to com­par­ti­do, idea que él aso­cia­ba con des­con­trol, sexo sal­va­je y fies­tas sin fin.

Una vez le co­mu­ni­ca­ron que se alo­ja­ba en la se­gun­da plan­ta, subió en el as­cen­sor con los de­dos cru­za­dos. A ver si te­nía suer­te y al me­nos su com­pa­ñe­ra de cuar­to era una chi­ca sim­pá­ti­ca. Y poco rui­do­sa. Y bue­na es­tu­dian­te, que le con­ta­gia­ra sus bue­nos há­bi­tos. Y no muy char­la­ta­na. Y or­de­na­da. Y lim­pia. Y…

El as­cen­sor se de­tu­vo y ella re­co­rrió el pa­si­llo has­ta la pe­núl­ti­ma puer­ta. Es­ta­ba en­tre­abier­ta y Rita ojeó a tra­vés de la ren­di­ja. Tocó sua­ve­men­te con los nu­di­llos, pero na­die con­tes­tó. Abrió con cui­da­do y so­bre la cama del fon­do, vio a una chi­ca con la es­pal­da en la pa­red y con un or­de­na­dor por­tá­til so­bre las pier­nas. No oyó su lle­ga­da, por­que lle­va­ba los cas­cos pues­tos. Rita se fijó en su chán­dal de ter­cio­pe­lo gris y en las pe­qui­tas que le ador­na­ban el puen­te de la na­riz. Le cal­cu­ló unos vein­ti­dós o vein­ti­trés años; se­gu­ra­men­te alum­na del úl­ti­mo cur­so, como ella. A pri­me­ra vis­ta, trans­mi­tía un aire agra­da­ble.

La chi­ca se per­ca­tó de su pre­sen­cia, se apre­su­ró a qui­tar­se los cas­cos y a de­jar el por­tá­til so­bre la cama. A Rita le fas­ci­nó su pelo anaran­ja­do, en­ros­ca­do en un moño su­je­to con un lá­piz. Sin­tió en­vi­dia de aque­llas es­pi­ra­les de un tono tan lla­ma­ti­vo que es­ca­pa­ban en to­das di­rec­cio­nes; cuan­do lo lle­va­ra suel­to, de­bía de lu­cir una me­le­na pre­cio­sa.

La pe­li­rro­ja bajó de la cama, fue a re­ci­bir­la con una son­ri­sa y se ofre­ció a ayu­dar­la co­gién­do­le el pe­sa­do ma­le­tín del or­de­na­dor.

—Tú de­bes ser mi com­pa­ñe­ra de cuar­to —adi­vi­nó con fran­ca sim­pa­tía—. Cuán­to me ale­gro de que seas de mi edad. Ya em­pe­za­ba a sen­tir­me como un bi­cho raro.

A Rita le ex­tra­ñó, por­que el pelo y las pe­qui­tas le da­ban un as­pec­to muy ju­ve­nil.

—No te preo­cu­pes que yo ten­go vein­ti­séis, me pa­re­ce que soy la abue­li­ta de la re­si­den­cia.

La chi­ca se lle­vó la mano al pe­cho con aire de sor­pre­sa.

—¡Yo tam­bién!

—Las chi­cas del 87 so­mos la me­jor co­se­cha —afir­mó Rita.

Am­bas eran más ma­yo­res que el res­to de es­tu­dian­tes e ima­gi­nó que de­bían de ha­ber­las aco­mo­da­do jun­tas por ese mo­ti­vo.

La pe­li­rro­ja son­rió con­ten­ta.

—Bien­ve­ni­da. Me lla­mo Mar­ti­na, ¿y tú?

3. Amigas para siempre

Rita y Mar­ti­na con­ge­nia­ron en­se­gui­da. Para Rita, su res­pon­sa­ble com­pa­ñe­ra de cuar­to era el em­pu­jón que le ha­cía fal­ta para de­di­car­se con ahín­co al es­tu­dio. Y para Mar­ti­na, su ru­bia com­pa­ñe­ra fue ese so­plo de ale­gría que tan­to ne­ce­si­ta­ba.

Me­dia­do oc­tu­bre, am­bas se ha­lla­ban in­mer­sas en la pri­me­ra tan­da de exá­me­nes del se­mes­tre. Esa tar­de, como acos­tum­bra­ban al sa­lir de la úl­ti­ma cla­se, hi­cie­ron una pau­sa para un re­fres­co en la piz­ze­ría La Ca­set­ta, que por es­tar muy cer­ca de la uni­ver­si­dad de la Sa­pien­za, era pun­to de en­cuen­tro de mu­chos es­tu­dian­tes.

—Yo me ale­gro mu­cho de que es­tés en la re­si­den­cia. Pero re­co­no­ce que re­sul­ta ex­tra­ño —co­men­tó Rita, de­jan­do so­bre la mesa los dos re­fres­cos de na­ran­ja que aca­ba­ba de re­co­ger de la ba­rra.

—Es mi casa por­que la he­re­dé de mis pa­dres —ex­pli­có Mar­ti­na—. Pero es mi tía quien de­ci­de. Mien­tras viva, es como si le per­te­ne­cie­ra.

—¿Has ha­bla­do con al­gún abo­ga­do?

—¿Para qué? No me ape­te­ce lo más mí­ni­mo es­tar allí. Y si ella se en­cuen­tra, to­da­vía me­nos.

Rita ya lo sa­bía por­que le ha­bía con­ta­do la mala re­la­ción con su tía, que dis­fru­ta­ba de la pro­pie­dad en usu­fruc­to. Un de­re­cho vi­ta­li­cio que anu­la­ba cual­quier de­ci­sión por par­te de Mar­ti­na so­bre su pro­pia casa.

—Mar­ti­na, dime que me ca­lle si te pa­rez­co in­dis­cre­ta —dudó; aun­que ganó su cu­rio­si­dad—. Tus pa­dres eran coope­ran­tes, ¿no?

—Sí, eran en­fer­me­ros los dos. Se co­no­cie­ron cuan­do es­tu­dia­ban.

—No es que fue­ran mi­llo­na­rios.

Mar­ti­na son­rió ante la idea.

—No, des­de lue­go que no.

—En­ton­ces, ¿cómo pu­die­ron com­prar un pa­la­ce­te en Roma? Debe de va­ler una for­tu­na.

—Con la he­ren­cia que re­ci­bió mi ma­dre de sus pa­dres y por­que les tocó la lo­te­ría.

—¿La lo­te­ría? ¡Qué suer­te!

—Te­ner una casa pre­cio­sa era su ilu­sión y gra­cias al azar lo­gra­ron su sue­ño —re­ve­ló; y la son­ri­sa se le bo­rró de gol­pe—. Y lue­go qué poca suer­te tu­vie­ron. Ya ves cómo se las gas­ta la vida.

Mar­ti­na se que­dó ca­lla­da. Rita al ver­la tan se­ria y me­di­ta­ti­va, adi­vi­nó que su tía Vivi no era el úni­co mo­ti­vo por el que de­tes­ta­ba vi­vir en el pa­la­ce­te.

—Ese hom­bre sabe dón­de en­con­trar­te, ¿ver­dad?

Mar­ti­na dio un sor­bo a su lata de re­fres­co, ase­dia­da por los ma­los re­cuer­dos. Le ha­bía con­ta­do a Rita que, en el pa­sa­do, man­tu­vo una re­la­ción con un hom­bre ca­sa­do, que la aban­do­nó a su suer­te cuan­do se que­dó em­ba­ra­za­da.

—Ya sa­bes que co­no­cí a Roc­co en una fies­ta que dio mi tía en casa. Era ami­go suyo.