Agradecimientos

Es el equinoccio de primavera, son las 22:38 y estoy un poco cansada después de poner punto y final (¡al fin!) a esta historia. Creo que es importante decirlo. Porque, para mí, este libro que tienes entre las manos es mucho más que una historia.

La primera chispa que dio lugar a El valle oscuro vino a mí en el verano de 2013, cuando era una escritora mucho más novata y cuando las palabras y yo no nos llevábamos tan bien como ahora (que, en resumidas cuentas, no es lo suficientemente bien; nunca es lo suficientemente bien, me temo). A lo largo de diversas reescrituras y diversas crisis del escritor (¡mis amigos dan fe de ello!), El valle oscuro fue creciendo hasta convertirse en el libro que tienes delante.

Seamos sinceros: nunca tendré el talento suficiente para escribir esta historia, pero sabía que las palabras caerían sobre mí y me asfixiarían si no la terminaba de una vez.

Esta historia no es solo mía. Empezando en el mismo verano del 2013, e intermitentemente hasta el otoño de 2015, tuve el honor de conducir una serie de entrevistas a veteranos de guerra. Esta historia, en cierto modo, solo puedo agradecérsela a ellos: Henry B., Leo R. (cuya muerte en 2014 me apenó mucho), Glen C. (otra muerte que lamenté mucho a finales de 2016), Edward B., Joe P., Herbert F. y Del S.

También quisiera agradecer, aunque solo sea por la de veces que me han oído hablar de esta novela y de estos personajes, a Iván (probablemente la persona con el cacao mental más descomunal después de tragarse sin rechistar el argumento de las siete u ocho distintas reescrituras que acabó teniendo esta novela), a Dani (que me regaló un puñado de buenos títulos solo para que yo acabase poniéndole a la novela aquel primer título que le puse en 2013), a Henna (que me dio la idea de llenar de magia una historia, hasta entonces, bastante corriente) y a mi madre (que leyó los primeros capítulos de la primerísima versión y se quedó con ganas de más).

Y, si se me permite, finalmente tengo que agradecer, por hacer esta novela posible, a mi maravillosa editora Anna, a la Generación Jordilauriana (que me ha acompañado con esta novela durante DOS NaNoWriMos), a Roma (la mejor acuarelista de Galicia, que conste) y, por supuesto, a todos los lectores que han dado tanto cariño a mis novelas y que han tenido que aguantar a una Andrea-en-crisis-de-escritura por Twitter en más de una ocasión.

Os regalo esta historia. Nunca fue mía del todo para empezar. Espero haberle hecho justicia con el talento del que dispongo. De verdad.

Capítulo 1 Fantasmas

La guerra empezó para mí con un par de toses, un cuento de fantasmas y una evasión de madrugada.

Al oír la primera tos, atravesé nuestro jardín hasta la casa de mis tíos, abrí la ventana de la habitación de mi primo, salté dentro y cerré la ventana detrás de mí.

Era un miércoles lila y añil, con el cielo moteado de estrellas y sin una sola nube. Ryo estaba tumbado en el futón, con la cara roja y sudorosa y medio escondida bajo un tosco gorro de lana.

–¿Me llamabas, pajarito? –pregunté, dando vueltas hasta encontrar un cojín en el que sentarme.

Era una niña de oscuridad. Mis huesos estaban hechos de medianoche y por mis venas fluía la materia de la que están formadas las estrellas. Estaba acostumbrada a levantarme de madrugada (con una tos o un quejido) y caminar hasta la casa de mi tía con un libro (como aquella noche) o un dulce bajo el brazo.

Una respiración de acordeón y un chispazo. Ryo acababa de prender la lamparita de noche.

–No podía dormir –confesó, y me hizo un gesto para que me acercase más a él–. El yatagarasu.

–¡Bah, el yatagarasu! ¿Sigues creyendo en esa tontería? Sabes que me lo inventé, ¿verdad?

Bajo la luz de la única bombilla, los ojos de Ryo parecieron arder.

–No. Lo he visto. Estaba ahí, en mi ventana.

–¡Bah! –bufé, haciendo ademán de volver a casa.

–Cuéntame la historia otra vez. Por favor.

Su voz era una colección de susurros y silbidos.

Suspiré, dejé a un lado el libro que había traído, me aclaré la garganta y recité…

–Cuando era muy pequeña y todavía no sabía atarme los zapatos, tenía un amigo que venía a visitarme por las noches. No era un amigo corriente. No corría y reía, como el resto de los niños, y tampoco le gustaban los caramelos ni los pasteles. A decir verdad, mi amigo ni siquiera era humano. –Acerqué las manos a la lamparita, de modo que estas dibujaron una sombra alada en la pared–. Era un cuervo. Un cuervo de tres patas, para ser precisos, y su nombre era yatagarasu. Cuando crecí, dejó de venir a verme. –Cerré los puños y la figura desapareció–. «Los adultos no tienen el menor interés –me dijo–, porque los adultos no ven un palmo más allá de sus narices». Lloré durante semanas, hasta que mi garganta se hinchó y enrojeció y perdí el habla. Lloré tanto tanto que una noche el yatagarasu vino a verme. Me pidió que me callase, que mis gritos no lo dejaban dormir. A cambio me haría un regalo. Vendría a visitarme cada vez que lo necesitase. Cuando algo estuviese a punto de cambiar, él dejaría ver su pico o sus alas. Entonces yo lo sabría…

–Algo extraño estaría a punto de suceder –terminó Ryo por mí.

Tras decir esto, se apresuró a esconderse bajo las mantas. Era como si aquella pequeña frase tuviese el poder de desordenar nuestras vidas con tan solo pronunciarla en voz alta.

Estiré los labios. No había sido muy diferente la otra vez, ¿verdad? Ryo estaba guardando cama y yo ponía voces y gesticulaba para animar el relato. Aquella había sido la noche que separaba Antes de Después.

Unos hombres de bonito uniforme verde entraron en casa de mis tíos. Un paso, dos. Un pequeño concierto de gritos y amenazas. Suspirando, el tío Otsuka salió con ellos.

A través de la ventana, lo vi todo.

Capas de:

negro

(la tierra,

la pólvora),

blanco

(el cielo,

las banderas),

rojo

(la sangre,

el sol naciente).


Lo que veía ahora por la ventana, en cambio, era a mi hermano Takuma cruzando el jardín como una manchita negra y desgarbada.

Hacía meses que Takuma salía a la misma hora, a hurtadillas, todos los miércoles de todas las semanas.

Y a la misma hora, todos los miércoles de todas las semanas desde hacía meses, yo contemplaba su evasión.

Aunque estaba descalza, el frío del suelo no me molestaba. Estaba demasiado concentrada en el cosquilleo de los dedos de los pies, que cada miércoles era más fuerte, como si una banda de tengus1 me estuviese incitando a salir detrás de Takuma. Aquella noche en particular los tengus estaban nerviosos.

Aprovechando que Ryo acababa de dormirse, crucé la habitación, separé la puerta corredera con cuidado de no hacer ruido y me puse en camino.

Los pies me habían dejado de cosquillear, y ahora notaba lo frío y áspero que resultaba el tatami2 contra las plantas de mis pies. Fuera el viento golpeaba y rugía. El interior de la casa estaba teñido del tenue violeta de la noche, y cubierto de sombras. Cada escalón crujía.

Crac. Crac. Crac. Crac.

¿Podría verme el Emperador desde su lugar en el retrato de la pared?

Cuando llegué a la puerta principal, tenía la espalda sudorosa y la cabeza tan ligera que me parecía estar encerrada en un sueño. Otro paso. Una ráfaga de viento hizo ondear los bajos de mi pijama. Los pelillos de las piernas se me erizaron.

La calle estaba oscura y desierta. La hierba de mi jardín, cubierta de rocío, brillaba plateada.

Tres, cuatro, cinco. Toda una colección de pasos que me condujeron al muro de piedra. Desde allí vi alejarse la silueta borrosa de Takuma hasta desaparecer.

El rocío en los pies me dio un escalofrío.

–¿Momoko?

La voz de Ryo me detuvo.

–¡Ya va, pajarito! –le respondí.

A fin de cuentas, aquella había sido la noche que más cerca había estado de seguir los pasos de Takuma.


Aquella noche soñé con el yatagarasu. Soñé que llamaba a la ventana de mi habitación con un picotazo, y soñé con sus ojos brillando en la penumbra, observándome. Tenía tierra en el plumaje, gotas de lluvia resbalaban por su pico, como si hubiese tenido que embarcarse en una peligrosa aventura solo para ir a buscarme.

–Ven –me había dicho–. Te mostraré algo.

Cuando me acerqué a él, el yatagarasu desapareció. Puñados y puñados de luz entraban por la ventana, tiñendo la habitación de amarillo y de dorado.

Capítulo 2 El ikiryo 3

Cuando me desperté, todavía conservaba el recuerdo del yatagarasu en mi ojo ciego. Mientras mi ojo sano se acostumbraba a los tonos de amarillo de la luz que entraba a través de la puerta de papel, en el derecho se desdibujaban los contornos de un pico sucio y afilado, un plumaje del color del carbón y unos ojos en llamas.

Cuando mamá descorrió la puerta, el yatagarasu desapareció, llevándose consigo los últimos restos del sueño.

–Venga, a levantarse. Papá y Takuma ya están en la mesa.

La voz de mamá era dulce, pero serena. Con un gruñido, tiré de la funda del futón y me tapé el rostro con él hasta que ambos ojos se llenaron de sombras.

–No me encuentro bien.

Aquella había sido una interpretación excelente del murmullo lastimero de mi primo Ryo. Incluso me permití un pequeño ataque de tos.

Cof-cof.

Cof-cof-cof.

Mamá solo dijo ocho palabras.

–Una taza de té te hará sentir mejor.

Takuma, desde el piso inferior, se preparó para la guerra.

–Vamos, hermanita, ¿dónde ha quedado tu coraje?

–No sé, ¿quieres ir a buscarlo? ¡A lo mejor encuentras también tu cerebro!

La risa de papá subió la escalera hasta llegar a nosotras. Un par de segundos después la acompañó, también, una exclamación cantarina:

–¡Mucho cuidado, que ahí baja mi pequeña boxeadora!

Cuando llegué a la sala, la mesa estaba puesta para el desayuno. Cuatro cuencos de arroz perfectamente dispuestos sobre la superficie lisa del kotatsu.4 En la radio (sobre la cual el Emperador nos observaba impasible) un locutor de voz ronca anunciaba las batallas que el Ejército ganaba en algún lugar llamado Guadalcanal. Papá se encogió de hombros, le dirigió una mirada al Emperador (como disculpándose) y cambió a la emisora de música clásica.

–No me gusta cómo habla ese locutor –dijo–. Me da la sensación de que tengo sus flemas pegadas a la garganta. De todos modos, siempre compro el periódico de camino al trabajo, ¿verdad?

Los Akiyama podíamos prescindir de cualquier cosa excepto de dos: los libros (casi permanentemente unidos a las manos de mamá) y la música clásica (que perseguía a papá allá donde fuera). Y en mi casa la música clásica empezaba siempre a las siete, cuando los vecinos ya habían abandonado sus casas para ir a trabajar. Antes, con el volumen lo suficientemente alto, sonaban las noticias de la guerra.

Como debía ser.


En general, mis pensamientos se reducían a tres: la guerra, las voces y mi nuevo estatus como ikiryo.

La guerra estaba en boca de todos; la gloria y el triunfo se deslizaban de los labios de mis vecinos como la miel. La guerra caía sobre nosotros y nos tapaba los ojos, pero llegaría un día en el que Japón se alzase sobre naciones impías como los Estados Unidos. Y entonces llegaría la paz.

Las voces pertenecían a los viajantes de abajo. Siempre llegaban de noche (extraños y despeinados, como animales salvajes) y siempre se iban de noche (arrastrando los pies y bajando la cabeza, de modo que hasta el ruido rehuía de ellos).

Mi estatus como ikiryo estaba ligado al instituto privado femenino Daiichi. Y el instituto femenino Daiichi era el silencio. Pongamos, por ejemplo, aquella misma mañana:

Clase de economía doméstica, un uniforme azul ante mí, esperando a que lo cosiera, y gruesas gotas de sudor resbalando por mi frente.

–Los meriken no sienten ningún tipo de gloria hacia sus ancestros.

La señorita Miyamoto paseaba entre las filas de pupitres, y su cuerpo tapaba la luz del sol.

–No honran a su familia; solo buscan arrojar publicidad sobre sí mismos.

Pam, pam, pam, pam.

Los tacones de la profesora repiqueteaban allí donde dominaban las sombras para mí.

Sabía que estaba mirándome; sentía sus pupilas en el cogote.

La señorita Miyamoto era una monja zen con aspecto de yamamba,5 célebre por su severidad y su capacidad de hacer aparición en los momentos menos oportunos. Unas bolsas marrones y flácidas convertían sus ojos en un par de rendijas muy estrechas del gris plomizo de las balas. Me daba la sensación de que la señorita Miyamoto, a pesar de sus cataratas, podía no solo verme a mí, sino también a través de mí y leerme el pensamiento.

–Temen a la muerte, pero no se preocupan por lo que ocurre tras ella. Viven en el mundo material, y su falta de espiritualidad dictará su derrota en el campo de batalla.

La mirada de la señorita Miyamoto pesaba más que nunca.

–Los meriken pertenecen a una raza inferior. Sus ojos, azules, al contrario que los nuestros, negros, son defectuosos: incapaces de ver en la oscuridad…

Sentí que alguien tiraba de mi manga. Emiko Araki, sentada en el pupitre junto a mí, parecía ser la única alumna que reparaba en mi presencia.

–¿Has oído lo que dice la señorita Miyamoto, Momo-chan? Creo que es muy importante.

Extendió un brazo blanco para separar el mechón rizado que tapaba mi ojo ciego.

Emiko Araki. Su nombre significaba «honrada con belleza», y no podría haber sido más acertado: su pelo era lacio, negro y brillante (como debería ser el de una verdadera chica japonesa, y no reseco y quebradizo como el mío); su nariz, pequeña («esa narizota tuya solo podría gustarle a los occidentales, Momo-chan») y su cuello, largo, frágil y delgado como el de un cisne.

Emiko también significaba «niña sonriente», y ahora en su rostro se dibujaba una sonrisa tan afilada que podría cortar.

Yo no le otorgaba una gran importancia a mi fealdad. A fin de cuentas, cualquier prohibición era un reto para mí. Y si ser fea era lo peor que le podía pasar a una mujer, entonces me alegraba de mi falta de belleza. No podía importarme menos lo que Emiko Araki opinase al respecto.

Pero el silencio. Oh, el silencio era otra cosa.

Antes yo lo llenaba. Con palabrotas que hacían palidecer a papá y con amenazas en forma de puño cerrado. Antes, en mi antiguo colegio, era capaz de defender a Ryo de cualquier matón.

Antes. Mi vida estaba dividida en Antes y Después.

Después de Eso (de aquella noche mortecina teñida de capas de rojo, blanco y negro), el miedo se agitaba en mi estómago como un banco de peces. Mis palabras se extinguieron. Mis músculos, cada vez más cansados, se olvidaron de cómo amenazar con un puño cerrado.

–Tu ojo, Momo-chan, es azul y blanco. ¿Sabes? Todo el mundo dice que tu madre nació en la Ciudad Imperial, pero yo pienso que es mentira. –Tres pasos, los de la señorita Miyamoto, que seguía caminando y hablando–. Yo pienso que no es más que una vulgar meriken, tan repugnante que te ha maldecido con ese ojo de pulpo.

Su voz.

Era un susurro frío.

–Yo que tú, Momo-chan, no intentaría ocultarlo peinándote como ellos. No está bien parecerse a una perra meriken.

Un grupito de chicas rio. La señorita Miyamoto clavó sus ojos sobre ellas, pero no dijo nada. Me pareció que sus labios se curvaban en una sonrisa.

* * *

Las tejas del templo Sogenji estaban teñidas del dorado del sol. El puente y la escalera que daba a la entrada, sin embargo, permanecían grises y solo moteados por el moho que traía consigo el monzón.

El interior del templo estaba casi vacío, helado. Solo podían escucharse, medio ahogados, los cánticos de los monjes y los pasos de los pocos visitantes.

El olor a incienso flotaba en la totalidad de la sala.

Como cada día, iba allí después de clase. Y, como cada día, pronunciaba siempre la misma oración.

Inclinándome hacia la estatua de Buda (que tenía la mirada perdida y los labios arqueados, al contrario que el Emperador, que nos vigilaba muy atento desde el retrato en la pared de la sala), deposité la moneda y susurré mi deseo.

–Por favor, señor, haz que la enfermedad salga de Ryo y entre en mí.

Las palabras salieron con prisa de mi boca, atropellándose entre sí.

«Ryo estará a salvo. Y entonces yo no tendré que ir al instituto», me repetía.

Al otro lado del templo, un muchacho me devolvió la mirada, arrancándome de cuajo de mis pensamientos. Rondaba los veinte años, con una sombra de pelo negro en la cabeza y un reluciente uniforme verde sobre los hombros.

«Yoichi.»

Parecía un hombre de carne y hueso, pero no lo era del todo.

«Yoichi.»

Yo conocía el secreto. También él se trataba de un fantasma viviente.

El primero de la familia.

Capítulo 3 El sobre rojo

Takuma estaba acuclillado en el espacio entre nuestra casa y la de nuestra tía, envuelto en una leve nube de humo de cigarrillo. Cuando llegué corriendo (haciendo que nos chocásemos), él tenía un ojo en la ventana de Ryo.

–¿Y tú aquí?

Hicimos la misma pregunta al unísono, y nuestras cejas se alzaron en el mismo gesto.

–¡Tengo algo que contarte! –chillé, secándome el sudor de la frente, y dirigí también un rápido vistazo a la ventana antes de continuar–. ¿Está Ryo bien?

–¿Eh? ¿Ryo? Perfectamente –Takuma dio una última calada a su Golden Brat–. Oye, ven aquí. Yo sí que tengo que contarte algo, pero tienes que prometerme que me guardarás el secreto…

* * *

En nuestra casa había una carta escondida. Era un sobre rojo y no muy grande que su destinatario (el señor Takuma Akiyama) había guardado en el forro de su futón.

La carta había sido entregada en mano aquella misma mañana. Una casualidad casi retadora había permitido que el propio Takuma fuese el encargado de recogerla, puesto que con muy poca frecuencia se encontraba solo en la vivienda. Pero aquel día yo estaba en la escuela, papá en la tienda y mamá cambiando los bonos de racionamiento (una tarea tediosa que solía alargarse durante horas). En la casa de al lado, nuestro primo Ryo guardaba cama con fiebre. Puesto que la viuda Otsuka no podía descuidar su trabajo en la frutería, Takuma había sido el encargado de cuidar del enfermo.

Fue, de hecho, una suerte que las cosas hubieran ocurrido de ese modo, pues papá no habría podido contener las lágrimas al ver a la uniformada pareja de funcionarios tras su puerta.

Tanto el hombre como la mujer iban vestidos al modo tradicional japonés. Ella, que le recordó a Takuma a un daruma6 debido a su cuerpo bajo y rechoncho, estrechaba la bandera japonesa entre las manos. Él, alto y esquelético, fue quien le entregó el sobre escarlata.

–¡Enhorabuena! Va a ir usted a la guerra –le dijeron.

Si no fue eso, algo parecido. No hacía mucho que Takuma se había levantado y todavía estaba algo somnoliento, de modo que no lograba recordarlo con claridad.

No respondió de inmediato. De hecho, no tomó el sobre que le tendía el funcionario hasta pasados unos segundos. No es que creyese que no recogiendo la carta podría librarse de su destino. Simplemente, necesitaba un momento para reorganizar sus ideas.

La carta había sido una sorpresa abrumadora no por su llegada (que estaba esperando), sino por el hecho de haber sido él quien la recibiese en persona. Todos los muchachos de diecisiete años recibían cartas como esa. La mayoría eran rojas, lo que significaba que su destinatario sería entrenado para la guerra. Unas pocas, blancas, indicaban que el «servicio al Imperio» se haría trabajando en una de las muchas fábricas del país.

Takuma esperaba que la suya fuese roja. No había muchas posibilidades de que ocurriese de otro modo. Esperaba, también, encontrársela sobre la mesa tras un largo día de trabajo. Su madre estaría aguardándolo. Entonces él llegaría, la abrazaría y levantaría la voz para decir:

–Será un orgullo servir a mi Emperador.

O algo por el estilo.

Sin embargo, al recibir él la carta, la sorpresa lo privaba de pronunciar la frase que tanto había preparado. De modo que permaneció en silencio mientras el brazo del funcionario, tieso como una ramita, hacía temblar el sobre escarlata.

–¿No estás contento? –inquirió la mujer con una sonrisa de dientes picudos.

Tenía el rostro cuajado de arrugas. Tratando de concentrarse en ellas, Takuma asintió.

–S-sí…, muchas gracias.

Después carraspeó y tomó el sobre. Era mucho más rugoso de lo que había imaginado, y sus bordes le hacían cosquillas en la palma de la mano.

–Será un orgullo servir a mi Emperador.

En sus ensoñaciones, su voz sonaba segura y varonil, de algún modo potente como la de los locutores de radio. Su padre se aguantaría las lágrimas en un rincón y su madre colocaría una mano sobre su hombro. Yo lo abrazaría, y el mismo Emperador, que era sagrado, lo escudriñaría desde su lugar en la pared.

Por supuesto, nada ocurrió de ese modo. No solo faltábamos nosotros, sino que, además, el sonido de su voz había resultado ser todo lo contrario a lo que había planeado. Un ronquido bronco que a duras penas había podido contener un gallo y que parecía más propio de Ryo que de él.

Los funcionarios tampoco se comportaron como él había esperado. Se limitaron a desearle suerte y se inclinaron en una reverencia antes de marcharse.

Luego Takuma cerró la puerta, escondió el sobre sin abrir en el forro de su futón y continuó con sus tareas diarias como si no hubiese ocurrido nada.

Lo hizo porque:

  1. No estaba preparado para enfrentarse al llanto de papá y a los abrazos de mamá

    y

  2. aquel era un día difícil sin la preocupación añadida de la carta.

Había pasado un año desde la maldición de 1941. 1941 había sido el año de mi ceguera, del comienzo de la guerra contra los Estados Unidos y de la marcha de nuestro hermano mayor, Yoichi, del que no se había vuelto a hablar.

Capítulo 4 Showa 187

La sala solo estaba iluminada por una vela.

Llevaba tantos días guardándome el secreto de Yoichi que este se había convertido en una masa fría que coleteaba en la boca de mi estómago como un pez. Tenía que contárselo a Takuma y solo a Takuma, porque la mera mención de Yoichi hacía que papá torciese los labios y que mamá se quedase mirando al vacío con expresión ausente. Sin embargo, desde que Takuma había organizado una reunión familiar para mostrar el contenido del sobre rojo, revelar la verdad había resultado imposible.

La noche anterior, después de cenar, había sacado el sobre rojo de su escondrijo y lo había depositado en el centro del kotatsu. Al verlo, papá dejó caer su cigarrillo Golden Brat al suelo. Todos, desde el agitado papá, que se apresuraba a recoger el pitillo, hasta la gata, que erizaba la cola, contuvimos la respiración. Incluso, de algún modo, pareció que los instrumentos de música de la radio sonaban de manera diferente, como si alguien los hubiese sumergido bajo el agua.

Mamá fue la primera en hablar.

–¡Mira qué hora es! –dijo, y su voz se agitó–. Momoko, mañana tienes clase. ¡Venga, a la cama!

–Pero…

Mamá no despegaba los ojos de los bordes arrugados del sobre.

–La señorita Miyamoto dice que tienes problemas en economía doméstica. Será mejor que mañana estés despejada para concentrarte en tus clases.

Papá, mamá y Takuma se quedaron hablando toda la noche. Susurraban, en realidad, y por mucho que yo pegase las orejas al suelo (se me pusieron rojas y me empezaron a escocer), no llegué a escuchar más que un par de palabras sueltas.

«No.»

«Locura.»

«Manera.»

«Vergüenza.»

«Honor.»

«No.»

Por el momento, el ikiryo de Yoichi seguiría siendo una masa fría en la boca de mi estómago.


La radio estaba puesta. Sonaba el Nocturno en do sostenido menor de Chopin, y papá aporreaba el kotatsu al compás, como si la madera fuese el más excepcional de los pianos.

–Escucha, Momo-chan –dijo papá–, ¿no te parece precioso? La mano izquierda –golpeó el kotatsu un poco más enérgicamente con ella– mantiene el mismo ritmo durante casi toda la composición, ocho corcheas por cada compás. Pero la derecha… –La sacudió en el aire–. Oh, la derecha es una auténtica lunática. En la parte más difícil de la pieza, el pianista se enfrenta a escalas ascendientes y descendientes muy rápidas. Mira, Momo-chan, así.

Los dedos de papá bailaron sobre la superficie del kotatsu, levantando un leve haz de polvo que brilló bajo la luz de la vela.

Mamá alzó la vista de su libro y sonrió. Takuma, que se estaba encendiendo su segundo cigarrillo, imitó a papá con la mano que le quedaba libre.

Estábamos esperando a que amaneciese. Hacía casi seis horas que era uno de enero, y queríamos ver el primer sol del año 18 de la era Showa.

El primer sol del segundo Año Nuevo de la guerra.

Cuando los primeros rayos iluminaron las ventanas, los cuatro corrimos al jardín para verlo. Un sol regordete y algo aplastado, como una naranja. La música de Chopin de la radio se interrumpió para dar paso al himno nacional de Japón, pero este sonaba ahogado en la distancia que separaba el jardín del salón.

Que su reinado, señor,

dure mil generaciones,

ocho mil generaciones.

Los vecinos de al lado, así como los de enfrente, habían salido a sus jardines para contemplar también la belleza del primer amanecer, tan cargado de promesas.

Papá había agarrado la mano de mamá y ahora la apretaba entre las suyas. Me di cuenta de que movía los labios, y entre estrofa y estrofa me dio tiempo a escuchar un único deseo para el año:

–Trae paz.

Hasta que los guijarros

se hagan rocas

y de ellas brote el musgo.

El cielo era ya azul pálido. Takuma, dando una sonora palmada al aire, exclamó:

–¡Bienvenido, Showa 18!

Y se acercó a la valla del jardín para desearle el próspero año a la hija de los vecinos de la casa de al lado.


La orquesta sinfónica de Japón interpretaba la Novena Sinfonía de Beethoven desde la Ciudad Imperial cuando papá, mamá y yo regresamos a la casa.

El locutor de radio, por encima de los primeros acordes de la sinfonía, instaba a los ciudadanos japoneses a permanecer fieles a su país y a su Emperador incluso en la crudeza de la guerra.

Papá bajó un poco más el volumen, se desplomó ante el kotatsu y se cubrió los ojos con el dorso de la mano. No seguía el ritmo con los dedos sobre la mesa.

–¿Estás enfermo, papá? –le pregunté, arrodillándome a su lado.

Papá separó los dedos y me miró a través de los huecos que se abrían entre ellos.

–Estoy cansado, brujita –dijo–. Además, Beethoven no me gusta tanto como Chopin.

–Lo que pasa es que se está mentalizando para la cantidad de kuri kinton8 que va a devorar –dijo mamá desde el marco de la puerta–. Más me vale ponerme ya a cocinar. A ver si el olor de la comida despega a tu hermano del jardín de los Yoshinaga.


Mamá regresó a la sala cuando el allegro de la Novena Sinfonía finalizaba y daba paso al scherzo. Tenía el pelo revuelto y las mejillas enrojecidas y cubiertas de harina de arroz. En la mano derecha apretaba una edición muy maltratada del Asahi Shimbun.9

–¿Has leído esto, papá?

Tiró el periódico sobre la mesa. Papá dio un respingo, se apartó la mano de los ojos y desarrugó la página abierta con un par de sacudidas.

–¿Qué?

–Aquí, aquí… –Mamá le enseñó la esquina exacta donde estaba la noticia–. Son los requisitos para formar parte del Ejército Imperial. Takuma tiene que presentarse a la revisión médica el día diez, ¿no?

–Sí, pero está todo en orden –respondí yo, inclinándome para leer mejor–. Altura mínima: 152 centímetros; Takuma mide 170. Peso mínimo: 47 kilos; Takuma pesa sesenta. Y tampoco tiene ninguna enfermedad que…

Papá y mamá intercambiaron una mirada que pareció durar lo que el Nocturno en do sostenido menor de Chopin. Después mamá se apartó los pelillos sueltos de la frente, se giró hacia mí y me dijo:

–Ve a llamar a tu hermano.


Takuma entró en la sala con las mejillas rojas del frío, los labios humedecidos y una sonrisa que solo podía ser atribuida a la hija de los vecinos. Escuchó lo que nuestros padres tenían que decirle mientras se calentaba las manos y después se encogió de hombros.

–Diez días para la revisión, ¿no? ¿Cuántos kilos se pierden por cada día de ayuno?

Bufé.

–¡Tienes que perder más de diez kilos!

–Escucha, son diez días. No tomaré nada más que té los primeros nueve, y el décimo no beberé en absoluto para perder todo el peso de agua que me quede. Tomaré laxantes…

–Es la idea más ridícula que he oído nunca.

–Entonces me llamarán a filas.

Papá tenía la mirada fija en la hoja de periódico, como si de un momento a otro las palabras fuesen a cambiar. Mamá, con la mano sobre la boca, dijo en voz muy baja:

–No vas a ir.

Takuma volvió a encogerse de hombros.

–Ya me dirás cómo.

–Se nos ocurrirá algo –insistió papá en voz todavía más baja, como si temiese que el Emperador de la pared lo escuchase y nos detuviese a todos por deslealtad–. No vas a ir.

Mamá volvió a tirar el periódico sobre la mesa.

–Salsa de soja.

Tres pares de ojos se volcaron sobre ella.

–Salsa de soja –repitió–. En cantidades excesivas, produce inflamación de hígado. Nada demasiado grave, pero aparecerá en las analíticas.

Aquella frase tuvo un efecto inusual en la familia. De pronto todos empezamos a hablar a la vez; papá y mamá discutían los posibles riesgos para la salud de Takuma, Takuma proponía ideas más descabelladas aún para evadir el servicio y yo alzaba la voz todo lo que podía, pero nadie me hacía caso.

Los ojos negros del Emperador caían sobre nosotros como una sombra pesada e ineludible.

–Imagina que se pone enfermo de verdad…

–Solo serán diez días.

–… y entonces sí que no podrán considerarme apto, os lo aseguro.

–¡Nadie me escucha! ¡Nadie me escucha!

El orden se restauró con aquella exclamación y el suspiro de Takuma.

–Yo te escucho.

–¡Vaya, gracias! Mirad, aquí en el periódico pone que los universitarios pueden posponer el servicio militar hasta los veintiséis.

Takuma sonrió.

–Suspendí los exámenes de ingreso, Momo-chan. No te preocupes. Todo esto se solucionará.

–Pues ya me dirás cómo.

–Bueno, por el momento, ¿podríais traerme un vaso? No sé por qué, tengo un antojo terrible de salsa de soja. Un vaso colmado, por favor. Nada mejor que un buen vaso de salsa de soja tan temprano por la mañana…

Capítulo 5 El polvo de un libro

–¡Eh, cuidado con las botas, chavalín!

Takuma había empezado a andar de espaldas para así poder enfrentarse cara a cara a Ryo, que arrastraba los pies con tanto ahínco que nos estaba salpicando de agua de lluvia a todos en los bajos.

Ryo dijo algo, pude saberlo por el modo el que se movieron sus cejas, pero tenía la bufanda tan apretada que su voz quedó ahogada y no se oyó.

–¿Por qué no vais al mismo colegio? –suspiró Takuma, girándose para saludar a la mujer del puesto de las verduras–. Esto sería mucho más fácil si no tuviese que acompañaros a dos sitios distintos.

Le di un pisotón.

–¿Por qué nos acompañas si vas a estar quejándote todo el rato?

–Porque sois pequeñitos y podrían raptaros los duendes, por eso. Además, andar es saludable. –Miró a Ryo por encima del hombro–. ¡Andar es saludable! Nunca sé si me escuchas o no, con ese gorro tan tan… ¡En fin! Primera parada, instituto femenino Daiichi, ¿no?

Aquella mañana, cuando Takuma sonrió, pareció que la sonrisa iba a derretírsele en la cara.

–Mi madre dice que te vas a la guerra.

Aquellas palabras salieron tan rápidas de la boca de Ryo, oculta tras la bufanda, que solo se escuchó algo parecido a «mimaceaserra». Takuma arrugó la nariz.

–¿Eh?

–Mi… madre… –repitió, bajándose la bufanda con dos dedos– dice… que… te… vas… a… la… guerra.

Cada palabra era un jadeo. Cuando terminó de hablar (un silbido procedente de su pecho marcó el punto y final a su frase), Ryo volvió a subirse la bufanda. Había tardado tanto en decir aquello que ya habíamos llegado al final de la calle.

Takuma chascó los dedos delante de él.

–Como cualquiera llegada la hora, claro. Un día tú también serás soldado.

Las cejas de Ryo temblaron como dos oruguitas. «¿Yo?»

–Pero ahora me ocupan otros asuntos –dijo Takuma, apoyando la espalda en una farola.

El instituto Daiichi, frente a nosotros, se erigía como un edificio blanco, cuadrado y sumamente pesado. El brillo del sol sobre las letras doradas de la fachada me hizo daño en los ojos.

–¿Por fin vas a ocuparte de tu pedantería, Takuma? –dije, ahogando una risotada.

–¡Ah, eso! Tendré que aplazarlo otra vez, lamentablemente. Tengo que ir a afinar un piano a casa de unos ricachones. ¡Ja! Deberíais haberlos visto, tratando de librarse de sus viejos sombreros de plumas y de sus abrigos anticuados. Ahora se visten a la manera tradicional japonesa, ¿sabéis? Llevar animales muertos encima es cosa del pasado…

Con su sonrisita, y sin dejar de jugar con sus guantes, Takuma se sentó sobre la parte baja del muro.

Vi cómo algunas de mis compañeras levantaban la cabeza y cómo otras nos señalaban. Escuché murmullos y un par de carcajadas.

La sangre hervía en mis venas, pero mis músculos seguían atrofiados y no respondieron de acuerdo con ella.

–… el dialecto de Okinawa, pasado de moda también. –Takuma seguía hablando y gesticulando sin reparar en la conmoción que habíamos causado en las niñas al otro lado del muro–. Ahora intentan hablarme siempre en japonés, pero, jo, ¡no sabéis los errores que cometen! El otro día la señora me preguntó si podía colgarme el «florero» en vez del «sombrero».

–¿Qué tiene de malo el dialecto de Okinawa?

Ryo tenía la nariz arrugada y los ojos, tan grandes y rojizos como los de un búho, clavados en Takuma. Los Otsuka, al contrario que nosotros, utilizaban casi exclusivamente el dialecto de Okinawa.

Agradecí aquella pregunta. Eso significaba que Ryo y Takuma no podían escucharlo.

Baka.10 Meriken. Ojo de pulpo.

–Nada, que a los señores les da vergüenza. ¡En fin! Suerte que su hija sea tan guapa. Es la dueña del piano, aunque toca que es un horror. Bien pensado, creo que podría sugerirle unas clases particulares…, no me vendría mal la experiencia como profesor.

Una mano fría y suave rodeó mis hombros. Dos yemas me acariciaron las clavículas.

–¡Momo-chan!

La voz de Emiko Araki era tan afilada que habría podido jurar que estaba a punto de cortarme la piel.

–Momo-chan, ven con nosotras. –Tiró de la manga de mi uniforme hacia el patio–. Vamos a jugar al kagome kagome.11 Ven, Momo-chan, hoy te toca ser el oni.

Takuma alzó el mentón. Las comisuras de sus labios temblaban como si no pudiesen esperar a alzarse en una sonrisa.

–Ah, tú eres amiga de Momoko, ¿no? –dijo, poniéndose en pie–. Un placer.

–Oh, el placer es mío. –Las uñas de Emiko se clavaron en mi antebrazo.

Apreté mi libro con tanta fuerza que el forro de plástico que protegía la cubierta se rasgó.

Los ojos de Takuma recorrían el rostro de Emiko Araki con tanta delicadeza que parecían acariciarla.

–¡Todos estábamos esperando a nuestra querida Momoko tan impacientes! El kagome kagome no es lo mismo sin ella…

Traté de intercambiar una mirada con Ryo, pero estaba tan ocupado mordiéndose el labio inferior y escudriñando las puntas repletas de barro de sus zapatos que no reparó en mí.

–Señorita Araki, ¿no es usted un poco mayor para jugar al kagome kagome?

Una sombra rechoncha como una ciruela acababa de cernirse sobre nosotros. Durante una fracción de segundo, me dio la sensación de que la voz áspera y firme de la yamamba Miyamoto podía dejarnos marcas de arañazos en la piel.

–¡Señorita Miyamoto! –Emiko sonrió, volviéndose hacia ella.

La yamamba no le devolvió la sonrisa.

–Ya conoce las reglas, señorita Araki. Este es un instituto femenino. No hay ningún motivo para dirigir la palabra a muchachos desconocidos. Váyase a clase. ¡Señorita Akiyama!

Estiré la espalda instintivamente. Aunque Emiko ya me había soltado, todavía sentía el fantasma de sus dedos en mi antebrazo.

–¿Sí, señorita Miyamoto?

–¿Tiene usted reloj, señorita Akiyama?

Asentí.

–¿Qué hora es, señorita Akiyama?

–Van a dar las ocho.

–¿Y a qué hora empiezan las clases, señorita Akiyama?

Las cuentas del juzu12 de la profesora repiqueteaban con cada sílaba que pronunciaba.

–A las ocho.

La yamamba se acuclilló ante mí. Su cara arrugada y oleosa estaba ahora tan cerca que podía contar sus verrugas y distinguir los distintos tonos de marrón de sus ojeras.

–¿Cree que puede llegar a clase a tiempo o prefiere que la castigue enseguida?

–Puedo… puedo llegar a clase.

–¡Entonces deje de perder el tiempo! –exclamó, dándome un empujoncito.

–¡Señorita Akiyama! –Me volví hacia la yamamba mientras corría–. Es un buen libro ese que está leyendo.

Se trataba de una de las muchas novelas que había rescatado de la montaña de libros que mamá ya había terminado. Aunque no me imaginaba cómo la yamamba se las había arreglado para leer el título con sus ojos enfermos de cataratas, asentí y seguí corriendo escaleras arriba.

Capítulo 6 El coleccionista de ikiryos

Takuma seguía su «dieta a base de salsa de soja» desde hacía casi una semana, y sus efectos ya empezaban a notarse en su cuerpo. Tenía los ojos hinchados y la mirada perdida, como de pez, y había adelgazado bastante (aunque no lo suficiente como para no ser considerado apto para el servicio militar). El cambio más sorprendente, sin embargo, estaba en su piel, tan amarillenta y sudorosa que a mí me recordaba a un tamagoyaki.13

Puesto que papá no tenía demasiado trabajo en la tienda, Takuma pasaba casi todo el día en la cama, haciéndose cargo de la contabilidad, bebiendo salsa de soja y tachando los días que quedaban para la revisión en su almanaque de bolsillo.

El miércoles después de cenar, sin embargo, se levantó, dijo que se encontraba estupendamente y le pidió permiso a mamá para dar un paseo por el barrio «para bajar la hinchazón de las piernas».

–¿Te encuentras con fuerzas? –le preguntó mamá.

–No creo que nunca más vuelva a acercarme a la salsa de soja –le dijo Takuma–, pero ya estoy algo mejor. Ya no tengo ganas de echar las tripas.

–Entonces coloca la bandera en el tejado. Se cayó con el monzón. Papá intentó ponerla, pero…

–El vértigo, ya –dijo Takuma, y subió escaleras arriba a buscar la bandera.


Era el momento perfecto. Nunca se me presentaría una ocasión mejor. Con una excusa muy pobre (papá y mamá, de todos modos, sabían que yo no podía tramar nada bueno), fui tras mi hermano.

Takuma ya estaba en el tejado, de modo que solo me hizo falta sentarme en el alféizar de la ventana para quedar a su altura.

–¿Qué pasa los miércoles?

Takuma dio un respingo que casi lo hizo resbalar. Las tejas, plateadas debido al rocío, apenas brillaban bajo la luz de la luna. Era una noche muy muy oscura.

–Sales todos los miércoles por la noche, incluso hoy. ¿Qué pasa? ¿Es que tienes una novia o qué?

–Tengo siete novias –dijo Takuma, colocando la bandera–, una para cada día de la semana, pero la de los miércoles es mi favorita.

Balanceé los pies. La calle estaba tan silenciosa que solo se escuchaban las inspiraciones de Takuma, el goteo de un grifo y el ulular del viento.

–¡Ja! No te esforzarías tanto por una chica, figurín. Apuesto a que tienes un secreto.

Takuma dio una palmada al aire. La bandera ya estaba asegurada y ondeaba débilmente con la brisa nocturna. En la oscuridad, el blanco y el rojo parecían más poderosos que nunca.

–Técnicamente –dijo, sentándose junto a mí en el alféizar–, todos nosotros tenemos un secreto. Los cuatro. Lo de la soja, ¿sabes? No puede salir de aquí. Además de…, bueno, ya sabes.

Ya sabes.

Los viajantes que parecían hechos de humo y que siempre llegaban y se iban por la noche.

–Ya. Bueno, por mi parte, yo sí que tengo un secreto. Pero antes tienes que contarme el tuyo.

Takuma sonrió; una nubecilla de vaho salió de su nariz.

–¿Un secreto? –susurró–. ¿De verdad? Pues me muero por oírlo. ¿Es un secreto grande o pequeño?

–Grande. ¿El tuyo?

–Grande también. No lo sabe nadie.

–El mío tampoco.

Bajé la voz. Las palabras se formaron y crecieron dentro de mí, una detrás de otra, y se atropellaban las unas a las otras para salir. Aquel frío en la boca de mi estómago volvió a coletear.

–He visto a Yoichi.

Una, dos, tres, cuatro palabras. Las repetí para hacerlas mías: «He visto a Yoichi».

–¿Cómo?

–He visto a Yoichi.

–¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Lo has visto muchas veces?

–Solo una, en el templo Sogenji. Fue hace un par de semanas.

Takuma expulsó aire por la boca y su cabeza quedó rodeada de vaho. Después se llevó una mano a la boca y susurró algo que no llegué a escuchar.

–¿Qué? ¿Qué, Takuma, qué pasa?

Takuma volvió a suspirar.

–Pasa que nuestro secreto era el mismo. Ven, ven conmigo, vamos a dar un paseo, pero no se lo puedes contar absolutamente a nadie, ¿de acuerdo? A partir de ahora será un secreto mediano, porque lo compartiremos entre los dos, pero nadie más puede saberlo. ¿Trato?

–Trato.


Teníamos que atravesar el cementerio. Takuma no me había dicho adónde nos dirigíamos, pero teníamos que atravesar el cementerio. Las tumbas como azabaches en la penumbra. Las flores secas. La sensación de frío en los pies al pisar la hierba mojada.

–No te separes de mí –repetía Takuma–. Pase lo que pase, no te separes de mí.

–¿Vamos a ver a Yoichi?

–Sí.

–Pero ¿vive aquí, en Naha?

Takuma se llevó dos dedos a la coronilla.

–Hum…, más o menos.

–¿Y qué diablos quieres decir con más o menos?

Takuma separó los labios, pero lo único que se escuchó fue un ladrido. Un perrito sarnoso y tan flaco que parecía ser solo huesos correteó entre las tumbas. Takuma se agachó, le dio una palmadita en la cabeza y musitó:

–No vas a ladrar otra vez, ¿a que no, amiguito? Si todo va bien, la semana que viene volveré y te traeré algo de comer, ¿de acuerdo?

Lo vi cuando Takuma se irguió de nuevo. Era apenas perceptible, como una sombra blanca detrás de las lápidas, pero no cabía duda: era un muchacho.

Tenía la cara consumida y los ojos grandes y febriles.

La camisa raída y la piel cetrina.

Los dientes grandes y torcidos como las alas de una polilla.

–¡Tatari! ¡Ataque de fantasmas!

Takuma levantó la vista. El yurei,14 cuyo cuerpo famélico había dado un respingo, corrió hasta esconderse detrás de un árbol.


–¡Tatari! –repitió Takuma, y tiró de mí para sacarnos de allí.


Atravesamos calles que eran esqueletos de edificios abandonados y tiendas cerradas. Aunque no podía verse nada en particular, a medida que caminábamos aumentaban los ruidos. Voces de gente. Risas. El sonido distintivo de los palillos chocando contra los boles de arroz.

–Oye, ¿tú crees en los ikiryos? –le pregunté a Takuma mientras nos abríamos paso a través de la callejuela más estrecha que jamás había visto.

–Bueno, si creo en los fantasmas de los muertos, tendré que creer también en los de los vivos, ¿no?

–¿Y crees que alguien puede convertirse en ikiryo sin que los demás se den cuenta?

Takuma se detuvo.

–No. Claro que no. Es decir, tiene que ser evidente. ¿Por qué lo dices?

–No sé, a veces me siento como un ikiryo.

–¿Como un fantasma viviente? ¿Y eso por qué?

–No sé. No sé. Me pasa a veces. Desde que murió el tío me siento como si fuese un ikiryo.

Takuma apretó mi mano.

–¿Sabes qué te digo? Que puedes sentirte como quieras. Si eres un ikiryo, entonces yo me convertiré en un coleccionista de ikiryos. Buscaré a más fantasmas vivientes como tú para que no te sientas un bicho raro.

Sonreí. Había una magia muy especial en Takuma que no podía verse a simple vista y que con frecuencia no se valoraba como merecía: mi hermano, simplemente, hacía que cualquier persona se sintiese bienvenida.


Yoichi vivía en la última casa de la calle. Era pequeña, sucia y destartalada, pero no tanto como para sobresalir entre aquella legión de casas pequeñas, sucias y destartaladas.

La mujer que abrió la puerta era mayor (debía de tener casi los mismos años que mamá), pero muy guapa, y llevaba un peinado al estilo tradicional y los labios pintados de rojo. Cuando me vio, me dijo que era una muchachita preciosa, lo cual era mentira, pero una mentira muy amable.

–Tu nombre significa «niña de rosa», ¿a que sí? –me dijo después, mientras nos invitaba a entrar–. Apuesto a que el rosa te sienta de maravilla.

Aquello era verdad.

Yoichi estaba detrás de su mujer, sentado ante el kotatsu y con un periódico entre las manos. Cuando reparó en mí, se puso de pie con la boca y los ojos muy abiertos.

–¡Te ha encontrado! –le gritó Takuma con una carcajada.

Tras un largo silencio, Yoichi dijo:

–¡Momoko! Madre mía. Tu cumpleaños ha debido ser…

–El lunes –dije, y por si acaso (solo por si acaso) añadí–. Catorce.

–Catorce, claro, toda una señorita. ¿Y sabes qué? Apuesto a que Aiko tiene razón. Seguro que estás guapísima, toda vestida de rosa. Ven, siéntate, tengo algo que parecía estar esperando expresamente por ti… ¡Mochi15 de flor de cerezo!

Y agarró del centro del kotatsu un pastelito redondo y muy rosa cubierto por una hoja de cerezo.

Desde el otro lado de la ventana se oyó el ladrido muy tenue de un perro. Mientras me llevaba el mochi a la boca, estiré el cuello para mirar. Si no fuese imposible que ocurriera por segunda vez una misma noche, habría jurado que acababa de ver la figura encorvada del yurei tiritando de frío en la calle.

Capítulo 7 Lo que escondia la caja

Las dos mujeres Akiyama estábamos solas en casa. Yo, sentada en la terraza, pensaba en los fantasmas (tanto de vivos como de muertos) y el ijime16 (aunque no demasiado) y en Yoichi y su mujer.

Takuma y yo habíamos tomado la costumbre de escabullirnos juntos para visitar a Yoichi. Había muchas cosas que había podido aprender de mi hermano mayor, aunque seguía sin saber la principal (por qué se había ido y por qué su nombre causaba un efecto tan particular en papá y mamá).

Yoichi coleccionaba peces de brillantes colores, y mientras él y Takuma bebían sake, yo los observaba nadar en su pecera. La mujer, Aiko, llevaba mucho maquillaje y olía muy fuerte a perfume. La casa, aunque diminuta, estaba repleta de fotografías de Aiko cuando era joven y tan hermosa que parecía una artista de cine. Yoichi, al contrario que papá y Takuma, no podía tocar el piano, pero hacía poco que se había unido a una banda de jazz en la que sobresalía por sus dotes como saxofonista…

La entrada de mamá, que cargaba con una caja de cartón, interrumpió mis pensamientos.

Extendí el brazo y lo introduje en el interior de la caja. Dentro había apilados más de treinta números de una revista llamada Seito. Nunca había visto a nadie de mi familia leyéndola. En realidad, no conocía a nadie que lo hiciera. Tampoco la había visto en ningún kiosco. Agachándome más para leer el contenido, descubrí por qué. Las revistas databan de antes de la era Showa. Es decir, antes de mi nacimiento y antes del nacimiento de Yoichi y de Takuma. Cuando Hiro Hito era solo un hombre y no un dios.

–¿Qué es esto, mamá?

Mamá ya se había puesto en pie. Pude ver cómo caminaba en silencio hasta la alta verja que nos separaba de los vecinos. Bajo el viento del este, los bajos de su kimono morado ascendieron, dejando a la vista un par de tobillos huesudos. Frágiles.

–¿Qué es esto, mamá? –repetí.

Mamá se agachó, recogió un poco de leña y la depositó en el centro del jardín.

–Ven, vamos a echar todo esto al fuego.