El regreso de Max

Camino al liderazgo: libro primero

MANUEL RAMÍREZ

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Primera edición: mayo de 2012


Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

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© Manuel Ramírez, 2012

© de la presente edición, 2012, Editorial Alrevés, S.L.


Printed in Spain

ISBN: 978-84-15098-58-4

Código IBIC: VS

Depósito legal: B. 13486-2012

Diseño de portada: Mauro Bianco


Conversión a ePub: Booqlab.com


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A mi padre, in memoriam, que me mostró el camino al crecimiento personal

Prólogo

Este libro te ayudará a alcanzar todo aquello que ahora crees que no puedes. El impacto que te va a producir el leer este manuscrito es tal que, cuando lo termines, no recordarás cuáles eran las barreras que te limitaban.

Estás a punto de iniciar un viaje apasionante fuera de tu zona de confort que te permitirá descubrir tu verdadera grandeza. ¡Disfrútalo!

La primera vez que me reuní con Manu para empezar el proceso de coaching, me cautivó, entre otras muchas cua­li­dades, su gran entusiasmo, su compromiso con el crecimiento personal, sus dotes de comunicación y su proactividad por sacar todo su potencial.

Manu es un líder nato que, a base de emprender nuevos proyectos con mucha iniciativa y perseverar sin darse por vencido, consigue todo lo que se propone. Él es un auténtico ejemplo de superación personal.

Recuerdo que, en nuestras sesiones de coaching, cuantos más retos le proponía y más grandes eran, más desarrollaba sus habilidades sin ponerse límites de ningún tipo. Rompía los bloqueos que lo limitaban y alcanzaba resultados extraordinarios.

El libro que tienes entre tus manos es el resultado de uno de esos retos.

Durante unos meses del año pasado, tuve el honor de acompañarlo en este mágico viaje de creación. Y digo mágico porque así fue desde el nacimiento de este manuscrito hasta el final. De esta manera, Manu experimentó infinidad de sincronicidades que lo guiaron en el desarrollo de esta maravillosa historia y, al escribirla, se convirtió en un instrumento del universo, compartiendo su sabiduría y aprendi­zajes. Cada semana me enviaba nuevos capítulos y yo no podía esperar a la siguiente para continuar leyendo. Recuerdo que mi gran curiosidad hacía que le preguntara a Manu qué sucedería en los siguientes capítulos y él siempre respondía que no lo sabía. Estaba claro que los protagonistas de esta historia tenían vida propia, y esto es lo que hace este libro tan poderoso.

El regreso de Max sale de la inquietud de Manu por ayudar a los demás desde el corazón. En él continúa la historia de Iris y Max, protagonistas de mi libro El mejor año de tu vida, presentándonos una nueva perspectiva en un contexto empresarial.

Tanto quienes hayan leído El mejor año de tu vida como quienes aún no, van a encontrar nuevas herramientas y recursos que los harán crecer hasta una nueva cima.

Manu nos lleva, paso a paso, por un camino, al verdadero liderazgo en el que aprendemos a tomar las riendas de nuestra vida de una forma muy efectiva.

Este es un libro muy singular que cuando empieces a leerlo no lo podrás dejar hasta acabarlo. Te sentirás identificado con alguno de los personajes que salen a lo largo del libro y vivirás los diferentes capítulos como si fueran reales.

No es casualidad que tengas este libro entre tus manos. En la vida todo tiene un significado, y, si estás leyendo este prólogo, es porque El regreso de Max esconde un mensaje para ti. Aprovecha esta oportunidad que te da la vida y encuéntralo.

Muchas gracias, Manu, por compartir este regalo con el mundo. Gracias por darme el placer de acompañarte en su proceso de creación y por ofrecerme la oportunidad de escribir estas palabras. Iris y Max también te están muy agradecidos. Y sé que todos los lectores lo van a estar.

Me despido con mis mejores deseos para este «nuevo hijo» que has creado con tanta pasión.

Mònica Fusté

Autora de El mejor año de tu vida

Introducción

Hacía un año que se había matriculado en estudios superiores de Administración de Empresas en la Universidad de Berkeley, California, en la especialidad de Gestión Hotelera. Estaba siendo toda una experiencia, pues no era más que un chico catalán de clase media que nunca antes había cruzado el Atlántico.

Trabajaba en el bar de un pequeño hotel situado cerca del campus universitario para pagarse los estudios. Salía a correr cada día con sus compañeros de residencia, amantes de los deportes, y aún le quedaba algo de tiempo libre para salir de fiesta. No mucho, pero sí lo suficiente para haber conocido más chicas, en el tiempo que llevaba allí, de las que hubiera imaginado cuando vivía con sus padres en Barcelona.

No era extraño. Moreno, algo más de metro ochenta de estatura, de cuerpo atlético y con una gran energía vi­tal. Siempre tenía una sonrisa en los labios, una buena pala­bra para su gente y esa ilusión por vivir la vida, por aprovechar cada minuto. Era una persona principalmente activa, entusiasta y líder allá donde fuera. Tenía una facilidad innata para captar la atención de los demás y para ganarse su respeto.

Podría decirse que era un romántico pero consciente de que para conseguir algo en la vida, además de desearlo, hay que ir por ello. Precisamente por eso era tremenda­men­te perseverante. Necesitaba poco descanso, pues hacía en todo momento aquello que le apasionaba, y eso le mantenía con fuerzas desde bien temprano, por la mañana, hasta pasada la medianoche, para trabajar en la consecución de sus metas.

Trataba de superarse a sí mismo constantemente, de mejorar día a día. Y en aquel momento más que nunca. Ha­bía llegado la hora de tomar una decisión importante: entrar en el equipo de atletismo de la facultad, el Golden Bears Athletics, de reconocido prestigio estatal, o seguir corriendo con sus amigos de forma amateur.

Una baja de última hora en el equipo, justo quince días antes de comenzar el curso y, por tanto, la temporada de entrenamientos, había propiciado que su amigo Nick lo recomendase ante el entrenador. Este, después de hacerle una prueba y conocerlo en persona, quedó cautivado con su energía y entusiasmo vitales. Le propuso unirse a ellos.

Siempre había querido ir al siguiente nivel en el atle­tismo, que tanto le gustaba. Pero no era una decisión sencilla pues las consecuencias eran muy importantes. El equipo exigía una gran dedicación e implicación. Si asumía ese reto tendría que esforzarse más aún, comprometiéndose al máximo con sus compañeros y, principalmente, consigo mismo.

Si aceptaba incorporarse al equipo, recibiría una beca de la propia universidad, mediante la cual sus estudios y su estancia en el centro quedaban pagados. Podría dejar el trabajo de camarero y dedicarse en exclusiva a estudiar y a correr. La beca se mantendría siempre y cuando mantuviera un expediente limpio —como había hecho a lo largo del primer curso—. Eso le emocionaba, pero al mismo tiempo lo asustaba. A fin de cuentas, estaba a gusto en su trabajo, reconocido por su jefe y relativamente bien remunerado. ¿Qué pasaría si se decidía a entrar en el equipo de atletismo y, finalmente, las cosas no salían como esperaba?, ¿si entraba y fracasaba como atleta o como estudiante? Perdería la beca y ya no tendría el trabajo de antes.

Era un riesgo que estaba dispuesto a asumir. En el fondo sabía que podía lograrlo. El éxito le estaba esperando. Se esforzaría al máximo en sus dos objetivos y conseguiría lo que se propusiera.

Y lo hizo. Meses después, Max ganó la competición estatal en la modalidad de 3.000 metros, representando al Golden Bears Athletics, con un expediente académico excepcional. Había sido un año vivido intensamente, trabajando al máximo, concentrado en sus objetivos y con unos resultados inmejorables.

Había pasado momentos duros. Sobre todo al principio del curso cuando había tenido que habituarse al nuevo ritmo de entrenamientos diarios. Después de dos horas de ejercicios diversos, corrían una hora adicional. Terminaba realmente exhausto, sin fuerzas para moverse a la mañana siguiente, y sentía que no podía seguir el ritmo de sus compañeros. Además, ese curso las asignaturas estaban resultando más complicadas que el año anterior, y la sensación de no llegar a todo había sido muy dura.

Gracias a sus compañeros de equipo y a su amigo Nick había superado los momentos en los que le invadía el miedo y dejaba de ser él. El auténtico Max despertaba de nuevo horas después y salía a comerse el mundo. Con el tiempo, no solo fue superando en velocidad a sus compañeros, sino también a sí mismo, sus miedos y sus limitaciones. Eso le había llevado a ganar.

Pero lo más importante era que había disfrutado de la vida. Sabía que así era como se conseguían las cosas: con pasión, esfuerzo y confianza en su capacidad para lograr lo que se propusiera. Con veinte años de edad y después de tan solo nueve meses, se había convertido en el líder de su equipo y de la práctica totalidad de la facultad.

En dos años acabaría la carrera y regresaría a su tierra. Se instalaría en el Empordà y allí montaría un pequeño hotel que dirigiría él mismo. Contrataría a personas comprometidas con la sociedad y lo convertirían en un referente como lugar de relax y de recarga de energía, así como un sitio para emprendedores al que la gente pudiera acudir en busca de apoyo.

Sobreviviendo

Como cada mañana a lo largo de los últimos diez años, Max estaba revisando su correo electrónico y planificando las actividades que quería desarrollar a lo largo del día. Su principal tarea sería redactar el informe de resultados del evento que se había celebrado el pasado fin de semana en el hotel Reyes, una reunión de agentes de la propiedad inmobiliaria. Para ello, el primer paso era comprobar las horas de ocupación de la sala, así como el estado en que había quedado la misma. Hablaría con el departamento de Logística y Mantenimiento.

En segundo lugar, debía tabular las encuestas de satisfacción de los clientes sobre el servicio recibido por el hotel. Era una actividad totalmente absurda, puesto que sabía perfectamente que no servían para nada. Nunca se habían tomado decisiones en base a estos resultados. En realidad, a la dirección del hotel le importaba un pimiento lo que pensaran los clientes, mientras pagasen la factura antes de irse.

Más tarde, hablaría con Restauración para comprobar que el menú que se había servido fuera el pactado. De no ser así, y en el caso en que el grupo hubiese hecho alguna modificación o hubiese pedido algo adicional a lo que se había presupuestado, se cercioraría de que Recepción lo hubiese sabido a tiempo y hubiese modificado la factura.

Aún recordaba una ocasión en la que un grupo, en el últi­mo momento, decidió pedir unas botellas de cava que no se habían pactado. El servicio de comedor, obviamente, las sirvió de inmediato, pero el camarero, distraído por algún motivo inexplicable —e imperdonable en aquella empresa—, había olvidado anotarlo en la cuenta de los clien­tes. Al día siguiente, cuando el grupo se fue, pagó su factura sin ningún complemento extra. Dos días después, cuando la dirección del hotel recibió el informe correspondiente, el camarero fue despedido por su grave error.

Max recordaba continuamente la sensación de frustración y de rabia al saber que su informe había provocado el despido de una persona. ¡Y por un error tan tonto como ese! Si lo hubiera sabido antes, habría omitido ese detalle.

La última parte del informe era la más importante, sin lugar a dudas: tenía que hablar con Recepción para saber si se había abonado la factura correctamente.

Cuando todo estuviera en orden pasaría a seguir con los preparativos del evento del siguiente fin de semana. Había planificada otra convención anual. En este caso, de una empresa de alimentación nacional que había reservado la sala —con capacidad para doscientas cincuenta personas— para todo el sábado y domingo, con los diferentes servicios de coffee-break y comida. No habían solicitado habitaciones, ni cena, así que era un encargo más bien sencillo. La sala ya disponía de todo lo que requerían —micrófonos y sistema de audio, proyector y pantalla, y dos rotafolios—, y estaría organizada en forma de teatro; es decir, solo sillas, sin mesas. Habría un escenario al frente, con una pequeña tarima y su correspondiente atril.

El departamento de Logística y Mantenimiento estaba avisado, aunque la preparación de la sala no se haría has­ta el viernes por la mañana. Si hubiera algún problema, a lo largo de la tarde quedaría solucionado. Eran eficientes y rápidos, trabajando.

Lo tenía todo bajo control. El trabajo era fácil, aunque tremendamente aburrido. Sin alicientes. Max llevaba diez años trabajando en el departamento de Eventos de aquel hotel. Ya había dejado de soñar con realizar un trabajo que realmente le gustara. Cuando lo contrataron, después de trabajar en otro hotel más pequeño durante dos años, le habían prometido que acabaría dirigiendo el departamento de Eventos y que podría proponer actividades para los clientes. El hotel se diferenciaría, de esta forma, del resto de hoteles convencionales, que se limitaban a alquilar salas a empresas.

Era cierto que con los años había ascendido. Del puesto de administrativo en el departamento, había pasado al de director, cuando destinaron al que había sido su jefe a otro hotel de la misma cadena, a un puesto de mayor rango. Eso le había supuesto un aumento de sueldo importan­te, pero por más propuestas que había realizado a la dirección del hotel, jamás le aceptaron ni una. Querían que, de momento, el hotel siguiera alquilando salas a grandes empresas, argumentando que no era una buena época para cambiar la política de la empresa en ese departamento.

Además, Max era tremendamente organizado y con­trolador, por lo que el nivel de eficiencia y de rentabilidad del departamento de Eventos había subido como la espuma y no veían ningún argumento válido por el que cambiar las cosas. En cierta ocasión, incluso le habían ofrecido una participación variable en los ingresos que generase el departamento de Eventos, cosa que aceptó más por com­promiso que por deseo real. Max era tan proactivo y conseguía tantos contactos nuevos para alquilar la sala que no habían querido dejarlo escapar.

El grado de ocupación de la única sala que tenía el hotel era casi del cien por cien y el precio por día se había duplicado desde que Max estaba al frente de todo. Incluso habían invertido algún dinero en mejorar las instalaciones. Ese era siempre el argumento para negarle sus peticiones. ¡Ya habían hecho una importante inversión en la sala, dotándola de tecnología avanzada! ¿Qué más quería?

Realmente, no podía quejarse. O, al menos, ya se había convencido de ello. Tenía un buen sueldo a final de mes, más dos pagas extra al año, y un variable anual que le suponía casi más que su sueldo fijo. Tenía un horario relativamente cómodo: de lunes a viernes, de nueve a dos y de tres a seis, aunque muchos días se quedaba hasta las siete y media o las ocho. No sabía muy bien por qué, pero casi siempre pasaba algo a última hora de la tarde y tenía que quedarse un rato más. Algo parecido le sucedía a casi todo el personal de administración del hotel. Era una especie de norma no escrita de la empresa.

De todos modos, los días que salía a su hora, no sabía qué hacer. Se iba a su apartamento, compartido solamente con alguna que otra planta que de vez en cuando compraba. Había dejado de cuestionarse por qué seguía viviendo allí. Seguramente, por no tener que buscar un sitio nuevo y hacer mudanza. Llevaba ya casi cinco años y había acumulado un montón de cosas absolutamente inútiles. No estaba satisfecho de esta situación, desde luego. En realidad, no estaba satisfecho con nada relacionado con su vida.

Ni siquiera en lo personal. Había conocido a Iris dos años atrás, una chica guapísima, deportista y alegre. Se dedicaba al coaching, una profesión que había conocido en sus tiempos de estudiante en los Estados Unidos. Había algo en ella que le daba mucha rabia y le apasionaba al mismo tiempo. Debían de ser esas ganas de vivir. Era demasiado confiada e ingenua. Y le encantaba viajar, lo que a veces representaba un problema para Max.

Él preferiría quedarse siempre en su casa. Le gustaba salir a pasear por las calles de Barcelona, la ciudad que lo había visto crecer. Le gustaba entrar a un buen restauran­te, disfrutar de una buena cena junto a su chica y quedarse un rato charlando con ella, pero una vez terminado, a casa. No soportaba la noche, la fiesta ni el alcohol. Eso le saca­ba de su rutina y le hacía sentirse demasiado incómodo, así que prefería un plan más tranquilo. Y, sobre todo, planificado con suficiente tiempo. No le gustaba improvisar. Cuando salía, quería saber de antemano adónde iría y cuándo volvería a su casa.

Ella, en cambio, disfrutaba de la espontaneidad, de la libertad de no saber qué haría en las próximas horas o en los próximos días. En eso, como en tantas otras cosas, no coincidían en absoluto. Pero la quería. Era especial. Y en el fondo temía que ella se cansara de él en algún momento. Sinceramente, sabía que se había vuelto un muermo.

La convocatoria

De repente, sonó el teléfono de su despacho. Eso le hizo olvidar lo que estaba pensando y, como quien despierta de un sueño, levantó el auricular:

—Max, el director acaba de organizar una reunión en la sala de juntas para dentro de una hora. Es urgente —di­jo la voz de la secretaria del director, al otro lado del teléfono.

—Hola, Elena. Supongo que no servirá de nada que me queje por la poca previsión que tiene Carlos habitualmente para convocarnos, ¿verdad?

—Ya sabes que no, Max. Él es así. Todo lo quiere para ayer. Todo es urgente. Además, podría haber organizado esta reunión desde hace días, pero estaba pendiente de que le confirmasen otra cosa, y por eso me pidió que no avisa­ra a nadie. Como al final se ha quedado libre, todos a correr.

—¡Qué le vamos a hacer! Esto es lo que hay. ¿Tengo que preparar alguna cosa, para llevar a la reunión?

—Pareces nuevo, Max. Ya sabes que el informe-resumen de los eventos del mes pasado es de vital importancia para Carlos —dijo Elena, en su habitual tono sarcástico—. Si no se lo llevas, puede que no duerma esta noche. Y eso no sería bueno para ti, como puedes suponer.

—Lo imaginaba. Tranquila, ya lo tengo casi terminado. La verdad es que no sé ni por qué te lo he preguntado. Es lo de siempre.

—Vale. Seguiré llamando. Que conste que eres el pri­mero al que aviso. Para que luego te quejes. Tengo que convocar a todo el mundo. Y como me entretenga mucho, alguno va a llegar tarde a la dichosa reunión.

—Ya sabes que la queja no va contra ti, Elena. Gracias por pensar en mí en primer lugar; me concedes algo de tiempo extra. Hasta dentro de una hora.

Y colgó el teléfono con la sensación de haberse tomado unos cuantos cafés de golpe.

Elena no era mala persona, solo obedecía órdenes de Carlos. Ese sí que se comportaba siempre como un cretino, no pensaba en nadie más que en él. ¿Qué le habría costado avisarlos con tiempo de la reunión? Esa absurda manía de dejarlo todo para el último momento generaba siempre ansiedad entre los trabajadores del hotel. Por supuesto, habría una bronca monumental de Carlos al inicio de la reunión, dirigida hacia alguno de ellos pero con la única intención de amedrentarlos a todos para que no tuvieran ni ganas ni energías para quejarse de nada. Carlos siempre decía, cuando se sentía en confianza, que la mejor defensa era un buen ataque, así que no dejaba títere con cabeza para tapar sus propias deficiencias en la gestión y, sobre todo, en la planificación de los proyectos del hotel que dirigía.

Debería enfocarse en su trabajo: hacer el informe del evento del fin de semana, pero también debía terminar la tabla comparativa del mes anterior, que es lo que le iban a reclamar, y quizás debería pensar en algo para poder aportar valor a la reunión. Aunque, sinceramente, ya no sabía qué decir, estaba totalmente quemado. Iría a escuchar las tonterías de Carlos y ver cómo algunos de sus compañeros le harían la pelota, más por miedo que por posibilidades de ascenso, pero no perdería ni un minuto más en planificar nuevos modelos de negocio para el hotel, ya le habían dicho que no demasiadas veces.

Decidió terminar la tabla en unos minutos y salir a dar una vuelta por la «zona oscura» del hotel, así es como llamaban los trabajadores de administración al área donde se ubicaban todas las oficinas, justo detrás de recepción. Recorrería los pasillos y vería a sus compañeros. Estaba seguro de adivinar las reacciones de algunos de ellos.

Se levantó de su mesa diez minutos después, llevando los documentos que le habían pedido en la mano. Salió de su despacho. En su puerta había un letrero identificati­vo majestuoso: «Director Departamento de Eventos». Tiempo atrás perdía mucho tiempo y mucha energía en mirar­lo y tratar de entender por qué se sentía tan mal, teniendo un cargo aparentemente tan bueno. Y, además, era conscien­te de que ganaba una pequeña fortuna. Esta vez, pasó de largo.