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Daniel Vázquez Sallés nació en Barcelona en 1966. Licenciado en Ciencias de la Información en la UAB, trabajó como técnico cinematográfico y guionista hasta que dio el salto a la literatura con Flores negras para Roddick. Entre las obras publicadas destacan la novela La fiesta ha terminado y los ensayos Comer con los ojos y Recuerdos sin retorno. Para Manuel Vázquez Montalbán. Si tuviera que irse a una isla desierta, se llevaría un ejemplar de El factor humano, de Grahame Greene, y a la hermana gemela de Marion Cotillard, si la tuviera.

La primera vez que Martin vio a Lena en la playa, supo que esa joven sería la mujer de su vida, pero para ello debería pagar un caro peaje: convertirse en un asesino a sueldo.

Y aunque quizá fue la casualidad la que cruzó su vida con el Posibilista, tal vez no fue tanta coincidencia asumir la condición humana de matar por encargo. Porque si algo estaba escrito no era su vocación, pero sí su amor demente por Lena, esa escritora fatal amada –y renegada– por sus semejantes.

Asumir la identidad de Knopfler y los infinitos riesgos que conllevaba ser un asesino no fueron para Martin un impedimento, porque su objetivo final, Lena, era el regalo. Y es que a fin de cuentas Lena es la historia de amor entre un asesino a sueldo y una escritora a lo largo del tiempo. Daniel Vázquez Sallés no juega con el lector, pero sí lo acompaña en un recorrido vital lleno de curvas y de guiños a la ciudad de Barcelona y a algunos de sus ilustres y anónimos personajes que, de alguna manera u otra, y, en algún momento u otro, han cruzado sus vidas con el autor.

LENA

 

 

 

 

 

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LENA

Dani Vázquez Sallés

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Primera edición: enero de 2018

Para Josep Forment, siempre con nosotros

www.alreveseditorial.com

© Ilustración de portada: Dani Vázquez Sallés

Producción del ebook: booqlab.com

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Oh ! je voudrais tant que tu te souviennes

des jours heureux où nous étions amis.

en ce temps—là la vie était plus belle,

et le soleil plus brûlant qu’aujourd’hui.

les feuilles mortes se ramassent à la pelle.

tu vois, je n’ai pas oublié...

les feuilles mortes se ramassent à la pelle,

les souvenirs et les regrets aussi

et le vent du nord les emporte

dans la nuit froide de l’oubli.

Jacques Prévert

Para R,

(Veinte años tarde)

1

No es fácil admitir una adicción, pero me convertí en un asesino a sueldo por una mujer y, con casi cincuenta años, admito mi condición de hombre existencialmente bipolar.

Soy un ser con dos vidas. La de asesino frío y despiadado, y la de padre rumiante de una familia de apocados. Mi primera vida es auténtica y llegué a ella desnudo con el único deseo de ser amado. La segunda, la del honrado padre de familia, es una tapadera, una falacia que me sirve como puerto al que recalar antes de volver a zarpar en busca de la mujer que me abrió las puertas de su jardín secreto.

Como ejecutor a sueldo que ha alcanzado el cum laude en una profesión exigente, se me considera un aristócrata del crimen a pesar de mis orígenes humildes. No me gusta demasiado emplear armas blancas, si hubiera querido ser un matarife habría abierto una carnicería, y pocas veces he utilizado el lazo para darles el pasaporte a mis víctimas. No hay mejor preámbulo del adiós que el gatillo y el silenciador.

Me llamo Martín, el nombre que me dio mi madre y el que uso para deambular por la sociedad nívea, pero en la profesión me conocen bajo el alias de Knopfler. Si hablara de mí mismo en tercera persona del singular, diría que ese hombre bueno está casado con Irene, y que tiene dos hijos gemelos: Luis, nombre elegido en recuerdo de su padre, y Miguel, nombre de un suegro que ahora vive en las tinieblas del alzhéimer. Martín no suele hablar mucho de sus vástagos. Están en pleno tránsito entre la adolescencia y la sumisión, y sus méritos son escasos para dedicarles grandes elogios.

Martín tiene un trabajo ficticio en una empresa ficticia con sede en un país ficticio. Representante de maquinaria industrial, sale a las ocho de casa, vuelve a las siete fingiendo que está agotado por la responsabilidad del trabajo, y cuando viaja por cuestiones estrictamente laborales se lleva una maleta con un par de calzoncillos, dos calcetines, dos camisas, un neceser, una corbata de recambio y un best seller comprado en una librería cualquiera. Una vida de ficción que funciona como la maquinaria de un reloj suizo: el tic y el tac nunca pierden la cadencia siguiendo la estela de las fantasías de un homo faber.

El esposo de Irene y padre de Luis y de Miguel vive en una casa pareada a otra casa pareada situadas en un barrio pareado a una colina por cuyos caminos corren hombres y mujeres unidos por la obsesión de eliminar grasas y potenciar su peso muscular. Por la ventana de su dormitorio, el cuadro de atletas urbanos es enternecedor.

Punto y final a la fábula.

—Saca a los niños de la bañera y que se pongan el pijama —me decía Irene cuando yo llegaba del trabajo a una hora cristiana.

Yo, Martín el bueno, el benigno, el clemente, el piadoso, sacaba a los niños de la bañera y los envolvía con una toalla, con la mejor expresión de un padre responsable. El recuerdo de esos dos infantes humeantes es difuso. Luis y Miguel acaban de cumplir dieciocho años y creo, y me santiguo en el nombre de Jesús, el revolucionario nazareno, que haber matado dos pájaros de un tiro es una bendición divina. A mi yo verdadero, Knopfler el ejecutor, solo le gusta follar con la mujer que ama, y a la madre de mis hijos nunca la ha amado. Hace dieciocho primaveras que follo una vez al año con Irene. A ella le gusta referirse al acto de la penetración como «hacer el amor», expresión que desmiembra al más erecto de los miembros. Irene quería ser madre y con Luis y Miguel ha cumplido sus expectativas vitales.

Recuerdo una canción que me cantaba mi madre cuando era un niño de corta edad:

Sammy el Heladero es un pingüino feliz y gordito
Vive en su patria de hielo
bebiendo helados y empujando su carrito

Los helados que Sammy vende
los hace con agua y con risa
a veces les pone leche
nueces molidas y un poco de Brisa

Sammy un día partió al África empujando su carrito
los animales salvajes comieron sus helados
y quedaron fresquitos

Para el león helado de limón
para el tigre feroz un helado con arroz
para el elefante un helado gigante
para toda la pandilla un helado de vainilla

Sammy el Heladero quiso volver a su patria de hielo
los animales salvajes del África lo tomaron prisionero

Sammy en su calabozo lloraba gritaba y pataleaba
y a los helados echaba clavos molidos y pimienta mojada

Pero por fin lo soltaron
porque se cansaron de oírle sus gritos
y Sammy el Heladero volvió a su patria
empujando su carrito

Para el león helado de limón
para el tigre feroz un helado con arroz
para el elefante un helado gigante
para toda la pandilla un helado de vainilla

Perdí a mi madre a la edad de seis años en un accidente doméstico y guardé las andanzas de Sammy el Heladero en un baúl que he mantenido sellado desde que soy huérfano. Es curioso, y a los tenebrosos recovecos de la mente humana debo el fenómeno crepuscular, que hoy haya recordado la letra de una cantinela para niños.

Jamás he pretendido ser como Richard Kuklinski, alias el Hielero, un hombre a sueldo de la mafia reconvertido tras su jubilación en un asesino en serie que amaba congelar a sus víctimas después de descuartizarlas.

La vida es un hermoso refugio para maleantes.

Richard Kuklinski, alias el Hielero, contra Sammy el Heladero. En la piel de Knopfler me siento como ese vendedor de helados:

Para el león una bala de limón
para el tigre feroz una bala con arroz
para el elefante una bala gigante
para toda la pandilla una bala de vainilla

2

Huérfano de una madre relegada en la memoria, cada vez que vuelvo a mi patria de hielo me siento atado a la mujer que amo y que hoy, día de expiación, voy a matar como el último acto de tres vidas que agonizan.

A lo largo de los años que llevamos practicando nuestros juegos amatorios, me he ganado el privilegio de llamarla Lena. En realidad se llama Elena Cohen y es escritora, o quizás debería llamarla literata, novelista, prosista, creadora, autora o cuentista especializada en convertir la realidad en el reflejo de la ficción. No tengo alma de exorcista, pero Lena me ha traicionado.

Mi amada Lena, la de piel blanca, sonrisa serena, mirada feroz, es una escritora que quiso vender su alma al diablo del éxito. Pero el éxito fluctúa en el mercado de valores de los lectores, y Lena lleva años tratando de buscar otra alma que vender con el fin de recuperar una popularidad extraviada.

Durante los últimos años he tratado de templar su desazón, desbocada por una sequía creativa que la había marginado de la memoria de los lectores. Los críticos buscaron las razones de su caída: «Sus novelas se repiten, su estilo narrativo ha entrado en un círculo reiterativo que la ha convertido en una escritora acomplejada». El negro sobre blanco es hierro candente para la retina de todo escritor que es expulsado de los premios literarios, de los paraísos de la tertulias, del circuito de conferencias, de los jurados literarios, del club de los lectores, y Lena lloraba con la cabeza apoyada en el vértice de mis piernas, incapaz de controlar las lágrimas que le había ocasionado el destierro intelectual.

—Ya no me queda nada que contar, nada —repetía con los ojos entornados y el cuerpo atrincherado tras los pliegues de las sábanas.

—Tienes que hacer como yo —le decía—. Si uno se lo propone, puede llegar a reinventarse para seguir ganando todas las batallas.

Elena Cohen, la dulce Lena, ha hecho caso a mis consejos y se ha reinventado de la manera más rastrera, contando mis dos vidas enfrentadas en una novela que ha titulado La rana y el escorpión.

Dícese que había una rana descansando a orillas de un río, cuando un escorpión se le acercó.

—Ranita —le dijo el escorpión—. ¿Me puedes ayudar a cruzar el río llevándome a tus espaldas?

—¿Que te lleve a mi espalda? Ni pensarlo —contestó la rana—. Te conozco. Si te llevo a mis espaldas, sacarás el aguijón y me picarás.

—Pero, ranita, no seas tonta —le respondió el escorpión—. Si te pico con mi aguijón, nos hundiremos los dos y, como no sé nadar, me ahogaré.

Después de pensar un ratito, la rana dijo:

—De acuerdo. Te ayudaré a cruzar el río, sube.

El escorpión subió a su espalda y, cuando habían llegado a la mitad del trayecto, el escorpión sacó el aguijón y lo clavó en el costado de la rana. Con el veneno mortal extendiéndose por sus venas, la rana sacó las últimas fuerzas que le quedaban y le preguntó al escorpión:

—Pero ¿por qué has hecho eso? ¡Ahora moriremos los dos!

—Lo siento mucho, ranita, no he podido evitarlo, esa es mi naturaleza —contestó el escorpión, mientras se hundían bajo las aguas.

Fin de la fábula.

La moraleja de esa historia inventada por Esopo me produce el vómito. ¿Somos lo que somos aunque intentemos ser otra persona? Porque ¿quién eres tú, mi querida Lena? O ¿quién soy yo? Y si tú llevaras la razón y yo fuera el escorpión y tú la rana que me ha ayudado a cruzar el río, ¿por qué has sido tú la que ha inoculado el veneno que nos ha convertido en los ahogados en este río sin retorno?

No he podido dormir en toda la noche. Miraba el techo de la habitación marital y era incapaz de crear una constelación de ideas en la superficie blanca mientras Irene yacía a mi lado, ajena a la tragedia. «Duerme, dulce madre, duerme, pequeña viuda», me decía, odiando la respiración serena de esa rumiante. Por la ventana de la habitación, la luna era una vieja oronda y fulgente, y los ciudadanos sudorosos se habían retirado a sus cuarteles. La noche es un territorio hostil para los atletas urbanos, no para mí.

Cuando llegué a casa, Luis y Miguel estaban en la habitación encerrados en sus estudios, e Irene miraba la televisión como quién observa un cuadro tratando de encontrar un significado del que carece.

—Tienes la cena en el horno —me dijo mirándome de soslayo.

Los tagliatelle yacían desmayados en un plato que recogí con las manos protegidas con dos guantes de cocina y el hambre justa. Irene no sabe cocinar, y a mí me aburre perder el tiempo tratando de ser un genio del fuego. En eso coinciden Martín y Knopfler, que consideran la cocina un simple proceso físico y químico.

Pensemos en la pasta, una masa cuyo ingrediente básico es la harina mezclada con agua, y a la que se puede añadir sal, huevo u otras sustancias, conformando un producto que generalmente se cuece en agua hirviendo. Luego, y este fue el caso de los tagliatelle que me había preparado Irene, se mezcla con una salsa y listos.

En el caso de la salsa boloñesa que bañaba los tagliatelle, había dejado la vajilla manchada del color de la hemoglobina, una heteroproteína de la sangre. Como ya he dicho, todo lo que nos rodea es el resultante de un proceso físico y químico que transforma los productos en otros productos.

En pintura, como en las utopías, los pigmentos se dividen en inorgánicos derivados de minerales, tierras, sales u óxidos con los que se consiguen los colores de tierras ocres y sienas, y los orgánicos derivados de vegetales o animales obtenidos por cocción de semillas o calcinación y por vía sintética como anilinas también obtenidas de compuesto orgánico. Los orgánicos suelen ser menos estables que los inorgánicos. La suma del pigmento y el aglutinante permite alcanzar la fluidez acuosa o grasa y conseguir la adhesión de la pintura en la superficie.

En los asesinatos, el pigmento es la sangre, un tejido conectivo líquido que circula por capilares, venas, arterias, aurículas y ventrículos de todos los vertebrados. Su color rojo, como las lágrimas oleosas de la salsa boloñesa, se debe a la presencia del pigmento hemoglobínico, ubicado en los eritrocitos.

La sangre es adictiva, y de tener la oportunidad de volver a nacer me hubiera gustado ser un vampiro. Lo sé todo sobre ese tejido de constitución compleja. La sangre tiene una fase sólida, que incluye a los eritrocitos o glóbulos rojos, los leucocitos o glóbulos blancos y las plaquetas, y una fase líquida, representada por el plasma sanguíneo. Estas fases son también llamadas «componentes sanguíneos», los cuales se dividen en el componente sérico, fase líquida, y en el componente celular, fase sólida.

La función de la sangre, el pigmento de mis cuadros criminales, es la logística de distribución e integración sistémica, cuya contención en los vasos sanguíneos admite su distribución hacia prácticamente todo el organismo.

Física y química. Crimen y castigo.

Horas antes de transportar los tagliatelle en una bandeja y sentarme en el sofá con las rodillas a un metro y medio de la pantalla de la televisión, había estado en el piso nodriza de mis operaciones.

Un encargo, llegado por las vías habituales, me había mantenido ocupado recabando información. Los motivos de una misión nunca han sido de mi incumbencia. De lo contrario, sería un profesional permeable a los sentimentalismos morales, y un buen asesino a sueldo nunca debe anteponer los valores morales a los profesionales. Del objetivo, un alemán de tez cetrina y que responde al nombre de Wolfang Peters, sé que es soltero, empresario y disciplinado, un católico de rosario entrelazado en los dedos, tres padres nuestros y una paja nocturna, y que ha abrazado las bondades del ovolactovegetarianismo como quien adora a un nuevo cristo nuestro señor clorofílico. Peters es un hombre recto, invisible en una sociedad opulenta, pero los motivos para que tenga que entrar puntual en el Reino de los Cielos solo estaba en manos de Dios. Yo soy un simple interventor.

Hay encargos que me ilusionan, y la misión de asesinar a Wolfang Peters me entusiasmaba por el lugar en el que tenía que llevar a cabo el crimen: Roma. Y mientras preparaba mi viaje, pensaba en llamar a Lena, e invitarla a pasar dos noches en el hotel Raphael, un albergue en el que suelen hospedarse los políticos y las amantes junto a las que suelen pasearse con unas gafas de sol, un sombrero y la vergüenza bien guardada en la cartera por la vecina Piazza Navona.

Antes de volver para cumplir mis deberes en el nombre de Martín, lo dejé todo preparado. La pistola con el silenciador, dos billetes de avión con fecha «Jueves, 11.30», un coche biplaza alquilado en el aeropuerto de Fiumicino, una suite con un gran ramo de rosas rojas al pie de la cama y las palabras justas en la maleta para que Lena se sintiera amada. Todo bajo control. Apagué las luces, eché un vistazo a la cama y corroboré que la pistola estaba junto a los billetes.

De los cinco elementos, la pistola con el silenciador es el más frío pero el que mayor placer nos ha dado en los juegos amatorios. Si Roma no fuera ya una quimera, Lena hubiera disfrutado del crimen de Wolfang Peters con la misma exaltación con la que los lectores siguen las peripecias del malvado Mortimer. Tendida en la cama de la suite, la señora Cohen me hubiera recibido con los ojos ansiosos, dispuesta a iniciar el juego erótico de siempre. El olor de la muerte es un ungüento para sus sentidos. A Lena, la escritora que ha cautivado a miles de lectores con sus historias de mujeres justas en sociedades injustas, le gusta que ubique la pistola en el canalillo sudoroso que separa sus senos, y yo me siento Moisés separando las aguas carnosas del mar Rojo. Algunos investigadores afirman que no fue Moisés sino el viento nocturno el que hizo retroceder las aguas. Sin las ínfulas de Moisés, me conformo con ser un mero profeta, el de Lena, y tras cosquillear sus pezones tiesos con la boca del silenciador, comienzo el lento desliz del metal hasta unas fronteras carnosas y empapadas.

La fachada del hotel Raphael está cubierta de una red tentacular de hojas perennes. Detrás de los muros de pámpanos, los clientes sufren el proceso químico de la fotosíntesis, conversión de la materia inorgánica en materia orgánica gracias a la energía que aporta la luz solar. Con el deseo cargado de voltios, a Lena le hubiera reventado el coño y mi corazón se hubiera fundido por el alto voltaje.

—Hoy entrevistan a esa escritora que te gusta —me dijo Irene cuando, sentado en el sofá, me disponía a enrollar los tagliatelle con el tenedor.

—¿A qué escritora? —le pregunté tratando de reconocer a los tertulianos que ocupaban la superficie enmarcada del plasma.

—Elena Cohen. ¿No es esa la escritora que te gusta? Te has leído todos sus libros.

Dejé el cubierto con la pasta enrollada sobre el plato.

—¿Elena Cohen? —respondí.

Reconozco que mi respuesta tuvo un deje a la defensiva. Hablé con Lena el lunes y no me dijo nada de que fuera a ser entrevistada en un programa de prime time, cuando entre ella y yo no existen secretos. Me engullí el orgullo y traté de salir del paso ante el examen al que me estaba sometiendo Irene.

—Me gusta leer a muchos escritores, no solo a Elena Cohen. Además —enfaticé, para quitar tensión a mis palabras—…, su estilo narrativo ha entrado en un círculo reiterativo que la ha convertido en una escritora acomplejada.

Irene me miró con cierta desgana. Nunca le han gustado las frases enmarañadas, es una mujer que odia la adjetivación y prefiere la simpleza lingüística.

—No sé si he tenido una buena idea. Como no echan nada interesante en la tele, he pensado que te gustaría ver la entrevista. Empieza ahora —dijo.

Dejó el mando a dos palmos de mi mano.

Suspiré.

Uno de los principales activos de un buen asesino a sueldo es la capacidad interpretativa, una facultad innata, y dejé suspendida una mirada vaporosa, un gesto estudiado que había plagiado a Michael Caine en Dressed to Kill. Odio a los travestidos, pero el psiquiatra Robert Elliott mostraría un interés relativo por Elena Cohen antes de rasgarle la yugular, y así lo hice.

Volví a suspirar, recogí el mando y contenté un deseo muy bien disimulado.

—Si no echan nada interesante, veamos la entrevista —contesté llevándome el bocado de tagliatelle a la boca.

—La entrevista es en el Canal 7.

Soy un gourmet poco escrupuloso y el mimo del paladar va intrínsecamente ligado a los ágapes compartidos con Lena. A la escritora le gusta comer cantidades irrisorias comparado conmigo, pero el maltrato al estómago no forma parte de su genética. Le viene de casta, los Cohen, familia aristócrata, mitad ilustrada, mitad corrupta, con mayordomo y criadas abnegadas a su servicio. Los Cohen eran la nata montada en la España del estraperlo y la achicoria reconvertida en el café del populacho. Si Lena Cohen no fue la mujer que me hizo perder la virginidad testicular, sí fue la primera en educar mi paladar de esparto. Un viaje gustativo en el que recorrí la distancia que separa la sequedad del huevo duro a la melosidad del caviar.

Un ejemplo.

Antes de llevarse a la boca una cucharilla holgada de huevas, Lena me apunta con el cubierto y me dice que lo que yo gano con los crímenes debo gastarlo en placeres.

—Por respeto a unas víctimas que jamás volverán a experimentar el hedonismo —añade.

—Tengo una familia a la que mantener —contesto.

Lena me mira con el atisbo desdeñoso con el que suele recordar mis orígenes de perdedor social, un arma con la que me deja desarmado. ¿A quién le gusta que lo miren con desprecio? Los pormenores de mi oficio me han convertido en un hombre engreído. Me he acostumbrado a las miradas amedrentadas. Odio a los pusilánimes. «Ave, Caesar, morituri te salutant.» Y en mi proceso de formación espiritual y ante el temor de que Lena me mirara con desprecio, aprendí a distinguir el Beluga del Sevruga, el Sevruga del Osetrá, sin necesidad de observar a contraluz el núcleo esférico de las huevas del esturión.

El quid de la cuestión es que a Lena le molesta que mi familia se lleve el sesenta por ciento del sueldo que gano con mi profesión de asesino. Son los daños colaterales del amor. Los americanos tuvieron que inventarse una guerra a la que bautizaron «Tormenta del desierto» para controlar el oro negro iraquí. Mi tormenta del desierto es la monotonía familiar.

Los tagliatelle eran tan insípidos que podrían haber entrado en un subgrupo de los daños colaterales. Me los comí despacio, a la espera de que diera inicio el programa y de que el presentador, uno de esos hombres con un cerebro insignificante criado bajo la tutela intelectual de Google, diera entrada a la invitada de la noche. Se llama Antonio, se apellida Minguel, y el Hielero lo mataría como quien pisa una hormiga.

Miré a Irene de reojo. Permanecía quieta, con las piernas cruzadas y el torso encorsetado. Si alguna vez fue una mujer vehemente, yo me había encargado de convertirla en apática. Un objeto decorativo viviente que había envejecido desde la última vez que la miré con atención. Nuevas arrugas en la comisura de los labios, los primeros melasmas en el dorso de sus manos prolongadas, incluso hubiera afirmado que se había cambiado el color del pelo. Más claro, o quizás un tono más oscuro. Irene permanecía estacionada en el sofá, y no me devolvió la mirada, absorta en algún rincón de su memoria, cansada de que me mantuviera alejado de su disco duro.

—Hoy viene a visitarnos una escritora que ha sido la compañera de varias generaciones de lectores desde que publicó su primer libro en 1978. Misantropía; Todos los hombres, todas las mujeres; Los amantes congelados; La savia de los condenados; Las vidas robadas… Las novelas de una de las damas de las letras españolas forman parte de nuestra biblioteca más personal, aquella que nos llevaríamos a una isla si la vida nos convirtiera en náufragos.

El presentador frotó sus manos, tan poco curtidas como su mirada de tullido intelectual, y prosiguió su presentación pendiente del foco que iluminaba el iris azul con el que buscaba hipnotizar a otros tullidos intelectuales.

—Tras unos años apartada de la sociedad, ha vuelto con una nueva novela. Damas y caballeros, lectores del mundo, demos las bienvenida a Elena Cohen —dijo levantándose de la silla giratoria mientras aplaudía la entrada de Lena.

Los aplausos sonaban a huecos. Vivimos en una sociedad en el que el aplauso es barato. Los líderes políticos se aplauden a sí mismos mientras sus lameculos convierten en eco los aplausos de los aplausos, los discursos a los muertos son aplaudidos en los funerales por futuros muertos sin pensar en el valor del silencio, y Lena fue recibida con unos aplausos que despojaban de valor la obra pausada de una escritora que desprecia la bulla y la televisión.

Antoñito, líder de la sociedad que esnifa la opulencia desesperada por el calentamiento global, continuó con el aplauso mientras Lena se acomodaba en el sofá. Antoñito hizo lo propio, parapetado detrás de su mesa de despacho adaptada a un talk show —creo que ese es el nombre que reciben este tipo de programas— con las páginas con las preguntas bien preservadas en las manos, y observaba a Lena con el deseo que le marcaban sus asesores de imagen, tuviera enfrente a un cantante melódico, a un médico proabortista, una política de raza o un matador de toros. Antoñito era un seductor, pero era una seducción de tramoyista.

—Nos complace mucho tenerla hoy aquí y que nos haya concedido la primera entrevista después unos años apartada del mundanal ruido mediático.

—Gracias —contestó Lena, acomodando en el vientre las manos entrelazadas—. Desde la última novela han desaparecido la mayoría de las publicaciones inteligentes, y mi jefa de prensa decidió substituir la inteligencia por la audiencia de la televisión. Son unos malos tiempos para la lírica.

Lena siempre tan enfática.

—No voy a quitarle la razón a su jefa de prensa —contestó Minguel, perdido entre las páginas de su guion—. La veo a usted muy bien.

«Buff —pensé—. La has cagado, muchacho.»

Lena observó al presentador con apatía, levantó las cejas preparando la respuesta adecuada y soltó una réplica que yo sabía que dejaría a Antoñito descolocado.

—Ese es un comentario machista, ¿no cree?

—¿Machista?

—Sí. Usted ha dicho: «La veo a usted muy bien». Esa afirmación, «la veo a usted muy bien», tiene varias acepciones. O bien que esperaba encontrar a una sombra de la Elena Cohen de antaño, o bien que quizás esperaba encontrar a una menopáusica amargada.

Irene dibujó una leve seña en la comisura de los labios, un mohín parecido a una sonrisa, pero se percató de que la estaba observando y volvió a helar el semblante para seguir la entrevista con la pasividad que la caracterizaba.

Me sentí orgulloso de Lena, tan lejos de aquella joven escritora a la que deseé, y tan cerca de aquella mujer a la que declaré una fidelidad sin matices.

Lena estaba preciosa.

—Mi comentario era laudatorio, señora Cohen —contestó Minguel a la defensiva.

Cualquier presentador cultivado que se hubiera preparado la entrevista con ojos de estudioso sabría que Lena es orgullosa y no se conformaría con una excusa huidiza.

—No me negará usted —volvió a la carga la escritora, levantando el dedo— que se trata de una situación desigual. Porque, pongamos el caso hipotético, que si yo le espeto «lo veo a usted muy bien», la cuestión es saber si lo veo bien en relación al joven barbilampiño que bostezaba hastiado en el instituto, o si lo veo bien en relación al tipo que salía en las portadas de las revistas amarillas subido a la proa de un barco tal como su madre lo trajo al mundo y con la última mujer objeto de su colección rindiéndole pleitesía. —Lena se rascó la barbilla—. ¿Se da cuenta, joven, de que las frases están supeditadas al contexto en el que se dicen? El tiempo es una apisonadora. De aquí a unos años, cuando a usted se le caiga el pelo y la papada, recordará esta conversación. Y ahora, si quiere, hablemos de literatura —le sugirió Lena.

La literatura no está al alcance de todos los hombres. Lo sabe Minguel y lo sé yo, el paradigma del hombre con una vida literaria y, a la vez, un discapacitado para escribir sus vivencias, pero ese es un asunto que abordaré más tarde.

—Veo que es una mujer a la que le gusta llevar el agua a su molino —prosiguió Antoñito.

—Usted ve muchas cosas. Hay quien arrima el ascua a su sardina. El refranero es un recurso para mediocres con ínfulas de poeta.

—Pues hablemos de literatura y de su vida como literata y enterremos el hacha de guerra. ¿Qué ha hecho a lo largo de estos años de silencio?

—Viajar, leer, viajar, amar, viajar, leer y descansar. Me he gastado el dinero de mis ahorros disfrutando de la vida y alejándome del ruido mediático.

Si Minguel hubiera tenido una fuente de información distinta a la información fragmentada y superficial lograda a través de los titulares de Google, sabría que Lena nunca ha vivido de sus ahorros, sino de una riqueza familiar de profundidades insondables. Lena es rica, pero como a todo escritor le gusta distorsionar su realidad para ganar heroicidad, como si la falta de liquidez fuera una proeza y el dinero, un crimen para un creador adicto a inventarse historias adustas.

—¿Y dónde ha estado? —prosiguió Minguel.

—En París, Berlín, Londres, Roma, Atenas, Buenos Aires, Nueva York, Praga, he subido el Kilimanjaro, he ido a Tierra del Fuego… También he visitado ciudades a las que nadie iría.

—¿Como por ejemplo?

—Banská Bystrica —contestó Lena, imitando la pronunciación autóctona.

—¿Banská Bystrika? ¿Dónde está esa ciudad?

—Está en Eslovaquia.

—¿Y qué la llevó hasta allí?

—Un hombre. Salimos en coche de Praga en dirección a Viena y quisimos pasar por Eslovaquia. Es una ciudad bonita pero irrelevante, cuya mayor contribución a la historia de la humanidad es parir jugadores de hockey sobre hielo sin interrupción.

—Pues algo es algo.

—En la vida nada es inútil. Si no nos hubiéramos equivocado de carretera y no hubiéramos ido a parar a Banská Bystrica, no sabría que esa ciudad es una cantera de jugadores de hockey sobre hielo. Todas las experiencias sirven para que las personas seamos un poco más sabias.

Todas las experiencias sirven para ser un poco más sabio. Dado mis orígenes chanflones, yo lo hubiera dicho utilizando un lenguaje más prosaico. De todo se aprende. Lena siempre tiene razón, y cuando no la tiene, sostiene los argumentos perentorios para que lo parezca.

La misión en Praga estuvo a un paso de convertirse en un estrepitoso fracaso y acabé eliminando al abogado Jellinek en un parking público. Había quedado con Lena frente a la entrada del museo Mucha y ella acabó recorriendo a solas las salas de la exposición. «Es uno de los artistas más importantes del Art Noveau», me dijo con una entonación de experta en la obra de Alfons Mucha. Tampoco le importó mi ausencia, porque nos vimos más tarde y pudo visitar un museo que había marcado en su hoja de ruta. Banská Bystrika no estaba en la agenda, pero en Viena cumplí el encargo de eliminar a Jellinek, el socio de Stefan Cech, sin interferencias, y llegué puntual a la cita con Lena en el restaurante Steirereck. Pero ese detalle no era de la incumbencia de Minguel.

—De mis experiencias como autoexpatriada, lo más hermoso fue cumplir un sueño que llevaba postergando desde la infancia, que era ver la aurora boreal.

—¡Buff! —exclamó Minguel—. Esa sí es una experiencia que te cambia la vida.

—No, lo que te cambia la vida es que se te muera un hijo, o que te digan que tienes cáncer, por poner dos ejemplos de hijaputeces. Ir a Laponia y ver la aurora boreal sirvió para cumplir un sueño y guardarlo en la memoria hasta que me muera. En eso consiste vivir. En lograr experiencias que te sirvan para poder soportar las hijaputeces que te cambian la vida sin que tú lo desees.

—Una buena respuesta, sin duda. ¿Y cómo es la aurora boreal?

—Es una experiencia iniciática. Su nombre describe perfectamente la experiencia. Aurora era la diosa romana del amanecer, y boreas significa «norte» en griego. Cuando vi la luminiscencia de la aurora boreal, me vi a mí misma cuando tenía veinte años.

Minguel no supo qué decir. Era demasiado joven para saber cómo era Lena a los veinte años. Yo sí lo sé.

Lena se fue sola al hemisferio norte. Eso me dijo cuando volvió. Desapareció durante unas semanas, y me dejó solo, abandonado como un vampiro decrépito malviviendo de la sangre de las ratas. Y cuando volvió de su viaje me llamó con el aplomo de quien te dice «Eh, chico, te llamo en diez minutos». No me enfadé y puse una excusa tardía para no ir a cenar con Irene y los chicos.

Irene me dijo que Luis y Miguel me tenían preparada una sorpresa, y yo me hice el loco soltando una excusa de trabajador cuya única responsabilidad radica en amamantar a sus crías. Creo que le dije que tenía que entregar un informe de última hora. Llevaba días desconcertado, incapaz de soportar la ausencia de Lena, y cuando oí su voz después de haber fantaseado con una segunda orfandad, lo único que deseé fue abrazarla y sumergirme en sus tinieblas. Dónde, con quién, por qué se había ido sin avisar, son preguntas que dibujé en mi ansiedad y que no le formulé cuando la tuve entre mis brazos.

Ante la laxitud de Minguel, Lena prosiguió con un discurso que me ha repetido mil y una veces cuando ha querido adoctrinarme.

—Mi única mochila es el oficio de escritora, y necesitaba llenarla de nuevas experiencias para seguir escribiendo. Vayas al norte, al sur, al este o al oeste, la respuesta es la misma si te mantienes firme con la pregunta cardinal: qué quieres hacer con tu vida.

—¿Y la diosa aurora le dio una respuesta?

—La diosa aurora, la diosa Mersegert…

—¿Mersegert?

—Es la diosa serpiente cuyo nombre significa «reina del silencio». Lo importante es volver con la pregunta contestada, y de esa peregrinación incansable en busca de respuestas nació mi nueva novela.

—Ciertamente… Sí… Usted está a punto de publicar este libro —dijo Antoñito, extrayendo de un cajón de su mesa un libro recién horneado en las imprentas.

—Aunque parezca una frase trillada, propia de una escritora de libros de autoayuda, mañana llega a las librerías, sí —añadió Lena.

El presentador descubrió la portada a los telespectadores mostrando el libro al ojo de la cámara. El diseño era muy alegórico: una pluma estilográfica cruzada a la cola envenenada de un alacrán articulaban una cruz sobre un fondo de nubes fibrosas danzando en un cielo de un azul intenso.

La rana y el escorpión. Un título tomado de una fábula infantil, ¿no?

—Sí. Una preciosa fábula y muy poco infantil, como la mayoría de los cuentos. La portada no me gusta mucho, pero me dijeron que el diseño gustaría a un nuevo sector de lectores y la acepté a regañadientes. Nos estamos acostumbrando a la fealdad pero necesitaba una portada alegórica, que sirviera para apoyar el título de una novela que es un canto al amor y a la muerte.

—Al amor y a la muerte… —repitió Minguel, tratando de maridar las dos palabras en un proceso mental que terminó de eyacular con una reflexión escrita en el guion—. Usted ha sido definida como una escritora emocional, ¿La rana y el escorpión sigue fiel a sus obsesiones?

—Etiquetar a los escritores es un problema que los críticos literarios deberían tratar con sus psicoanalistas.

—No tiene usted pelos en la lengua.

—A mi edad, las consecuencias de mis palabras me importan un bledo. Además, esta es la última novela que voy a escribir y ya no tendré que lidiar nunca más con los matarifes que condenan o perdonan a los escritores a través de los blogs y las páginas de los periódicos.

—¿Está anunciando que Elena Cohen abandona la literatura?

—No. No estoy anunciando que abandono la literatura, estoy anunciando que voy a morir como el personaje de mi novela. Muy pronto. Perdone que no le cuente los pormenores de mi muerte, porque estaría haciendo lo que hoy en día se llama un spoiler.

Las palabras de Lena me dejaron desconcertado. Pero ¿qué mierda estaba diciendo?

Irene percibió mi cambio de humor.

—Seguro que lo dice para vender más libros —dijo.

—No se puede jugar con la sensibilidad del espectador. Y mucho menos con esta impunidad maquiavélica tan propia de los intelectuales —le contesté.

Mentí.

La frialdad me pone.

Me molesta la sorpresa.

A Lena le gusta jugar con la sensibilidad de las personas, y con la impunidad con la que se ha movido por los capítulos de su biografía. Miró a la cámara buscando un interlocutor invisible. Si era a mí a quién buscabas, querida, allí estaba yo, atento como siempre.

—Entenderá que como periodista no puedo quedarme de brazos cruzados y la boca callada —insistió Minguel.

—Sí puede. La cadena en la que trabaja es del dueño de mi editorial y no creo que el señor Barnés se sienta muy satisfecho de usted si me obliga a desvelar, como le he dicho, los pormenores de mi muerte ficcionada. Cuesta mucho vender libros y el negocio es el negocio.

—Sin querer desvelar los pormenores de su muerte y la del protagonista de su novela…

—Un inciso —le interrumpió Lena—. Creo que he hablado de personaje, no de protagonista del libro. El protagonista es un hombre.

Antoñito trató de controlar su impulso de periodista delator.

—Pues, sin querer desvelar los pormenores de la novela, podríamos definir La rana y el escorpión como una historia de amor.

—Sí, pero también como una novela negra, una reflexión sobre la soledad, un retrato de la violencia que golpea la sociedad, una novela realista como corresponde a una novela que debe su existencia al mundo tan complejo en el que estamos viviendo.

Nada nuevo por babor ni por estribor. Los escritores suelen creer que cada una de sus nuevas novelas significa un paso adelante; a veces, incluso profesan la esperanza de que esa novela sea un cambio radical en su mundo creativo, como si se pudieran teletransportar de una galaxia a otra sin darse cuenta de que todas las galaxias pertenecen a un mismo universo que tiene su nacimiento en un Big Bang, un instante, nuestra infancia, y que se expande hasta que los escritores mueren como nacieron.

Solos.