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Jordi Ledesma (Tarragona, 1979). La noche sin memoria es su cuarta novela. Es autor de Lo que nos queda de la muerte (Alrevés, 2016), con la que obtuvo el premio Pata Negra 2017 a la mejor novela del año por el Congreso de Novela y Cine Negro de la Universidad de Salamanca. También el premio Novelpol 2017 y la mención de «Imprescindible» de la biblioteca La Bòbila de L’Hospitalet de Llobregat. Anteriormente, ha publicado El diablo en cada esquina (Alrevés, 2015) y Narcolepsia (Alrevés, 2012). Ha participado con cuentos, artículos y poemas en diferentes antologías y en algunas publicaciones digitales. El conjunto de su obra y su prosa ha sido ampliamente alabado por figuras relevantes de la narrativa española como Antonio Soler o José Ángel Mañas.

La noche sin memoria dibuja una trama coral que tiene como escenario una población pesquera y turística. El narrador, personaje principal del relato, es un novelista politoxicómano que regresa a su población natal, donde rememora sus orígenes ya lejanos en el tiempo e irreverentes en conducta. Allí, sintiéndose realizado en lo profesional, y habiendo hecho uso siempre de la ficción como elemento narrativo, decide investigar la desaparición de dos personas a finales de la década de los años noventa.

Inmerso en un paisaje marino, irá entrevistándose con diferentes personajes que han sobrevivido de manera desigual al paso del tiempo, y desde la actualidad, dará cuenta de los sucesos a la vez que de sus investigaciones cuyo resultado es la novela que estamos leyendo.

Jordi Ledesma realiza un magnífico ejercicio estructural que hace convivir tres tiempos narrativos y en el que mezcla hechos reales y probados con ficción criminal, dando lugar a un texto que nos transporta a sus universos canallas y emocionalmente desgarradores. En un segundo plano recrea con excelencia un paisaje y un contexto social muy reconocibles en nuestra realidad certera, y lo hace sin descuidar lo mínimo el registro estilístico y personal de su prosa.

LA NOCHE SIN MEMORIA

Jordi Ledesma

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Primera edición: octubre del 2018

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Jordi Ledesma, 2018

© de la presente edición, 2018, Editorial Alrevés, S.L.

© Diseño de portada: Ernest Mateu

ISBN: 978-84-17077-67-9

Código IBIC: FA

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Para Josep Forment e Ilya Pérdigo,
por la atención y la confianza

A mi madre, que me enseñó a leer

Existe cierto tipo de ficciones mediante las cuales el autor intenta librarse de una obsesión que no resulta clara ni para él mismo.

ERNESTO SÁBATO

La novela es un intento de exploración del corazón humano a partir de una idea que es casi la misma contada con diferentes entornos.

MIGUEL DELIBES

1

El sol explota sin pausa en su instante más alto, el ardor ennegrece las pieles del embrollo de sociedad apelotonada, una nube que desprende un aliento común de bronceador, un aroma tan concentrado que se hace casi visible.

Cuando contemplo el arenal ancho, lo hago con pena. El viento sublevado remueve el mar que mece el paisaje con su cadencia perpetua. Lanzo los ojos hasta el otro lado del puerto y en el camino veo presencias cabizbajas que llegaron a pensar que harían toneladas de riqueza. Fueron pocos los que lo consiguieron.

Solo la pequeña rambla de moreras sigue intacta, con sus sillas de enea y los botijos alrededor de la fuente, con sus bancos bajos y el tiempo muerto sentado en ellos. Allí se quedaron los años, y allí siguen, viendo pasar una a una cada vida extraviada entre los millares de turistas que rebotan la imagen de otros turistas en sus gafas de marca. Viajeros llegados de muchas partes poco diversas, todos atraídos por el reflejo de algo que no existe y que no es más que su propio reflejo. Legiones de paso con presupuesto diario. Vidas fulgurantes emboscadas por recibos, letras y pagarés. Cretinos robándose a sí mismos algo que contar cuando regresen a la tristeza rutinaria; lo harán sin saber que no han hecho nada que ningún ser inteligente consideraría especial. A los pies de todos ellos está el abanico de manos serviles y castradas, las que giran la rueda que vacía las carteras, siervos amaestrados por los dueños de la mina que mantiene las rentas más pudientes.

Puede que la mentalidad epicúrea propicie en mí distancia sobre todo lo que aquí veo, y que hoy me parece más que ridículo. Puede que esa distancia sea ya mucha, más ahora y habiendo pasado tanto tiempo desde que formé parte de este tinglado y su «empresa de alcanzar lo supremo en medio de apariencias supremas», como diría el maestro, «ser nada y todo en la espuma de lo inmediato».

A pesar del tiempo transcurrido y la cantidad de escarmientos, las farsas siguen siendo las mismas que la primera vez que nos timaron. Y desde entonces, siempre que vengo hasta este punto y escucho el zumbido del agosto inmortal, me pregunto si tengo algo que decir de cuanto mis fantasmas me hablan.

La muerte de Pinilla me persigue desde el día que dijeron que no había muerto. Y ahora su recuerdo es como una foto antigua que ha absorbido la humedad del fondo de la caja en la que fue guardada, y que sigue allí oculta por el peso de otras cosas tan insignificantes como su propia existencia.

En el bar Monterrey, con coñacs de por medio, el viejo Pescador me dijo que Pinilla estaba muerto y enterrado, y que no quisiera saber más, que dejara de escarbar en la parte trasera de aquellos años, que desistiera de hacer metáforas y de darle la vuelta a las cosas, porque precisamente sus asesinos eran los únicos que no lo habían olvidado. Dijo que era muy probable que siguieran ahí, pendientes de mi palabra, por inofensiva que a mí me pareciera. Y fue entonces cuando me di cuenta de que la exploración de este suceso afloraba entrelíneas en todos los períodos de mi creación narrativa. No me resultó difícil ordenar de manera mental diversas conversaciones con personas ajenas al pueblo y al hecho, y la verdad es que nadie me preguntó nunca el nombre del chaval del que hablaba.

Me pareció tan injusto.

Los que alguna vez lo supieron hace tiempo que lo han olvidado.

Y de la misma manera sucede con Luda Petrova, han pasado por aquí tantas rusas desde que a ella no se la vio más, que nadie está seguro de que la mujer a la que me refiero sea esta o aquella. Y no me explico cómo puede haberse despintado en nadie el recuerdo de sus ojos grises, de su nariz redonda y pequeña, de su pelo leonado cayéndole sobre los hombros descubiertos, morenos y brillantes como puntas de pan blanco. Más cierto es que nadie que la hubiera visto pasear entonces pudo haber pensado nunca que Luda Petrova llegó a este puerto huyendo de una guerra.

Quiere la casualidad que fuera mi deseo escribir una novela bélica, un relato descarnado de horas de fuego de artillería esquilando atalayas y edificios; de clamores temerarios de los fusileros desalmados saliendo de entre el humo, hombres que dejan la vida atrás para lanzarse al asalto de las crestas de los montes. De eso quería escribir, de la capacidad para matar en virtud de la supervivencia, o hasta por una idea, en el peor de los casos.

Ahora tengo la seguridad de que ha sido el destino el que me ha traído hasta este texto. Sé que no es un aterrizaje, ni siquiera de emergencia, es un naufragio irremisible de dos vías. Y puede que no esté tan loco como piensan los que temen que me encare a la verdad que lucha dentro de mí, y que exista una dimensión al antojo de mi inconsciente, el cual lleva obrando en la búsqueda y construcción de esta historia mucho tiempo sin que yo me entere.

Tal vez no sean sueños y sea real el sentimiento que me invita a creer que mi cuerpo cobra otra vida sin que yo lo sepa, y que es ese otro yo quien por sus propios medios ha llegado hasta aquí conmigo a cuestas. Creo que es así, lo creo ahora que estoy despierto, lo pienso después de seguir las pesquisas que él ha recogido en múltiples desconexiones de esta realidad que ocupo ahora mismo, en el instante preciso en el que escribo esto sin tener muy claro si debo hacerlo. Sin pararme a medir cuánto me juego en ello.

Antes he tenido que llegar a entender a mis fantasmas, que no son míos, sino el de Pinilla y el de Luda Petrova, quienes desde su olvido y hace años me acompañan en todo momento, aunque yo no pueda verlos ni tocarlos. Huyen de la muerte y se manifiestan en el acúfeno que me acecha el tímpano izquierdo, me hablan desde el sonido de sus respiraciones asfixiadas, suyo es el burbujeo agónico que escucho cuando quiero oír mi propia voz, un rumor que intenta salir a la superficie sin ser más que una mentira flotando muerta en la orilla como un despojo de plástico.

2

He servido a muchos amos y he escupido mi imagen en cada momento.

EMIL CIORAN

Siempre quise ser novelista, y lo cierto es que me hice con el oficio a base de esfuerzo egocéntrico y al proponérmelo como una pasión casera, cuando dejé de desearlo de forma idealizada como en la infancia se sueña con ser delantero goleador; al sentirlo como algo alcanzable, como los amantes que se filman teniendo sexo para excitarse al verse después, así empecé a escribir en serio, para masturbarme emocionalmente, de ese modo asumí mi aprendizaje mientras desempeñé cantidad de trabajos que resultaban repulsivos para la vitalidad nihilista que siempre me poseyó. Me deshice de la piel que no era mía a base de invertir tiempo libre en el estudio de infinidad de lecturas y en la elaboración de cientos de textos que acabaron por ser plagios fallidos en lo que a autenticidad se refiere, pero que me ofrecieron autonomía y la posibilidad de estrellarme en cada ensayo. Olvidé a mi familia y me deshice de mis amistades. El trabajo que me mantenía míseramente era lo único que me robaba horas de pensar en lo que había leído o planeara escribir, y solo las justas; poco a poco también les fui robando minutos y concentración a mis jefes, no todo el gasto de tiempo fue a costa de mi vida, varias líneas de producción dirigidas por negreros pusieron lo suyo. De esa manera me entregué a la que era mi vocación real cada vez más, y entre turno y turno lo hice por completo hasta llegar a renunciar durante años a cualquier tipo de trato social que fuera prescindible.

Solo me vieron ocioso en prostíbulos de baja estofa y otros bares tórridos, y en ninguno de los varios que frecuenté pude gozar de conversaciones más interesantes que las breves charlas que mantuve con las bibliotecarias. El resto de mi vida quedó a expensas de mis ganas de leer y escribir con el mismo amor y cuidado que el que invertí en drogarme mientras lo hacía.

Y en ese universo perdí la cabeza.

Matizo que soy novelista, ya que opino que la palabra escritor se usa hoy en día con demasiada banalidad sin que, para según quién, quepan distinciones entre una eminencia y aquel que ha juntado cuatro líneas. Un escritor es una cosa muy seria y versátil, alguien capaz de cultivar diferentes campos de la literatura. Un escritor o una escritora, claro.

La de novelista es la que menos talento requiere de todas las facetas literarias, también la más innoble; al fin y al cabo, vivimos de alimentar la desdicha y la tragedia a través de un relato que suele ser coherente por lo general, al menos en su registro realista, y que nos vomita la desventura tan propia de la vida. Revelamos cómo se pisan las pocas fisonomías benévolas de la esencia que nombra nuestra raza de primates alfabetizados. Los novelistas nos alimentamos de romper la discreción de las almas, de abrirlas en canal para divulgar los temores y secretos que corren como sabia negra por cada arteria sin distinción de raza o procedencia, sin exclusión de sexo, clase o condición amatoria. Y así morimos en cada pasaje, al catar la sangre envenenada buscando dar cuenta de cómo se guardan pecados en el almacén del recuerdo por mero narcisismo. Desentrañamos de qué manera se usa el arma que mata las voces que deberían dar el alto a la maldad; razonamos la mentira y la culpa que en tantos casos inducen al suicidio, y que a veces debería llevarnos a él solo por una cuestión de justicia emocional.

Ese es nuestro trabajo: hablar de toda esa mierda.

La bondad y el amor benigno también existen, pero no es nada perenne en nadie, son sensaciones pasajeras que duran lo que dura una novela barata. La pasión de la amistad y del sentimiento noble es simple atrezo caduco y falsificado, un conjunto de elementos sintéticos para tergiversar el relato verdadero, el crudo, el que hace daño, el de las falsedades yuxtapuestas en la copia de un cliché, y por extensión sobre el total de imágenes que conforma eso que se llama tejido social, y que en cada contexto de realidad es como el lugar en el que empieza esta historia, un complejo insertado en otro más grande, un bucle dentro de un bucle.

No es la primera vez que hablo de eso en mis novelas. Por esta he decidido ser explícito. Me he propuesto contar la verdad. He contraído esa deuda con los espíritus.

Yo quería escribir un relato que hablara de vicio grotesco y extremo a puerta cerrada, de rayotes de palmo y gruesos como meñiques; de fumadas de opio en pipas largas traídas de Tailandia, de caballo de la periferia inyectado en los tobillos. De eso y de prepucios enrojecidos, de vaginas rebosantes de miel de mil lenguas, de tetas como cabezas y bocas llenas de esperma. De señores a cuatro patas y ampliamente dilatados. Y de mujeres en las que entra el diablo al ser penetradas por dos hombres a la vez. Tampoco eso quedó lejos, puede que lo esté ahora en el tiempo, pero no en el mapa, ni mucho menos en lo certero. Y es posible que no fuera nada excesivamente glamuroso, puro impulso sin lencería fina ni perfume. Mera perversión.

Este texto, que sí cuento sin caer en la desidia del qué dirán ni en el temor al poder de quienes lo protagonizan, se desarrolla en este pueblo del que hablé otras veces y al que ya no reconozco como propio. Este en el que vivo en la actualidad tras mi retorno, y al que pertenezco por más que quiera desvincularme.

Aunque ya no me sienta de ninguna parte, aquí crecí y no hace tanto; fue en el mismo centro del lugar, donde todavía mantengo gran cantidad de alusiones indemnes. Y quizá mi vivencia no permanezca en la memoria de nadie, jamás rocé la excepcionalidad en nada. Puede que la fuga me haya diluido del fondo retentivo de la villa y sus gentes, de sus plazas y avenidas, y que la invocación de quien fui haya sido intercambiada por la de otra persona de la que ya nada se sabe, igual que han hecho con mis fantasmas.

Para la mayoría soy un forastero. Pero en realidad sigo siendo aquel que se fue y volvió pasadas las décadas para contar frustraciones secretas, amoríos cornudos y cabronadas imperdonables, incluyendo el asesinato. Soy el que habló de los muertos, el hijo de la Negra. El que robó en el estanco y se gastó la plata en putas y cerveza. El que se puso a vender merca para dar la vuelta al mundo y no llegó ni al cabo de la calle. El que se folló a la panadera la noche antes del día de su boda. Sí, ese.

Los que me han olvidado piensan que deserté de esos motivos. Y no están ni cerca de saber algo de mí, porque mi pasado en su ausencia pereció preso en enseñanzas que quedan a años luz de toda su ignorancia. Mientras ellos se miraron el ombligo durante lustros y lustros en los que amasaron fortunas que no sirvieron para nada meritorio, yo dejé la mente en blanco y me hice permeable a toda lógica posible hasta alcanzar la inmunidad moral respecto a cualquier cosa. Además, me hice pobre por deseo propio, por eso no me reconocen, aunque se esmeren, aunque el muestrario prototípico les lance una imagen de quién fui y otra de lo que debería ser ahora, la cual no se corresponde para nada con mi aspecto de saltimbanqui picassiano.

Los villanos desconocen la existencia del perdulario drogadicto de mi alter ego.

En la realidad palpable soy un cínico llenando un disfraz gobernado por alguien que no soy yo, sino una marioneta regida por el ímpetu creativo más egoísta; eso es para mí como para mis vecinos el dinero. Soy un bipolar que los observa y actúa cuando se deja ver en su teatrillo social para no cesar de interpretarlos, de examinar su interior hosco y confuso y así ponerlo al servicio de la narrativa que carga el diablo más aciago; en ella los lapido y en ella me disculpo con la misma frialdad. Yo solo me debo a mis maestros.

Mi empatía por mí mismo es inmodestia, lo sé. Y cualquiera podría pensar que soy un sociópata. No hay que engañarse, lo mío tiene nombre, soy un novelista hijo de puta, el hijo de la Negra, el que escupía en el caldo para las paellas el verano que trabajó en el restaurante de los burgueses. El que hizo la barrena en la pared del vestuario de señoras. Sí, ese, el único que todavía hoy, en este pueblo de conciencia rácana y falso decoro adinerado, se pregunta quién mató a Pinilla y a la rusa. Me lo pregunto porque me fui, de no haberlo hecho los habría olvidado como hicieron todos.

Mi mirada se desparrama en muchos charcos por el ensanche del puerto, donde una vez tuve una casa y un lugar al que volver borracho. Y podría contar la historia de otros, de varios, de tantos accidentados de una colisión múltiple que afectó a una generación entera. Y tiene guasa que de aquella hornada se presentaran a policía algunos de los más tontos, y que lejos de lo impensable todos aprobaran el examen. Ahora vivo en otra zona, en un vecindario de alto standing, en el que creo que no vive ningún policía. Sí bastantes funcionarios de los listos. Los más trepas acabaron en política.

Ninguno de mis vecinos sabe que la casa que habito no es mía, ni que la ocupo gracias a la generosidad de un buen amigo que vive en el extranjero, y al que suplanto como propietario durante los roles vecinales más mundanos. Ese favor lo he ganado con mi trabajo y creatividad, y es en respuesta a la admiración que mi amigo siente por mí, y no por mi persona en sí, sino por las capacidades artísticas que él destaca en ella. A mis vecinos no les doy explicaciones de ningún tipo respecto a quién soy ni qué hago. Y si lo saben o no, me importa poco. La verdad es que viviría en cualquier casa prestada, aunque no fuera tan bien parecida como esta. ¿Qué culpa tengo yo si el excedente inmobiliario de mi amigo está en una urbanización de lujo? El resto de las ofertas de cobijo gratuito que tuve quedaban lejos y eran pisos compartidos o desvanes en barrios de mierda, no tengo más amigos millonarios que me cedan una de sus casas a cambio de nada. De hecho, no tengo más amigos millonarios. Nadie optaría por vivir en una barriada infecta de incultura y sin valores cívicos, menos pudiéndolo hacer aquí, en esta agrupación de clichés ocultos tras sus cristaleras dobles al amparo de los aires acondicionados, internos en sus mentiras como yo en mi disfraz.

A menudo pienso que mis vecinos deben de creer que estoy loco, sobre todo cuando me tumbo en pelotas a fumar en el jardín, abro puertas y ventanas y pongo la música a todo volumen. En este tipo de barrios no es frecuente la exhibición de los placeres como en otros, el qué dirán es algo que aquí preocupa y forma parte de la infelicidad. Y puede que les joda que yo sí sea feliz en mi pompa de drogas y no hacer nada, y que por cosas como esa me miren mal cuando se cruzan conmigo.

Si explico estas interioridades es porque quiero quedarme desnudo antes de empezar a narrar las reservas más oscuras de la gente que vive frente a mí, como hago cuando salgo a drogarme a mi pedazo prestado de jardín.

Y quizá todo sean excusas, y esta empresa forme parte de una venganza urdida por mi otro yo, algo que nos deben los que mataron a Pinilla y a Luda Petrova, y que no podemos explicar con claridad a no ser que empecemos por el principio.

Pinilla fue detenido un viernes de hace poco más de dos décadas; le fueron incautados treinta gramos de heroína. Se dio a la fuga cuando era trasladado a comisaría y ya no se le volvió a ver. No hubo tormentas que arrastraran su cuerpo, ni a mar abierta ni hasta el puerto; no apareció tirado en cualquier callejón ni dentro de ningún maletero, como algunos dijeron que pasaría. Nadie supo más de él ni aquí en el pueblo ni en la Ciudad.

Pero nada de eso es el principio. Eso es el final.

El principio está ubicado en un bar al que entonces se llamaba «donde los maricones» sin que nadie entreviera ofensa en el apelativo. Era un sitio muy cutre, uno que había aquí. Sí, en este pueblo, en una esquina de la calle Pau Casals con la plaza del Pósito. Aquel bar, por llamarlo de alguna manera, era una casa pequeña que se resumía en un bajo destartalado con un altillo y en él un colchón tiñoso. Allí se podía comprar coca, caballo, anfetas, café turco y ginebra de garrafón, nada más. Era un chiribitil, un fumadero apestoso con aspecto de ultratumba. Hoy ya no existe ni el edificio, le pasa como a mi persona y los fantasmas de Luda y Pinilla, ya nadie lo recuerda, son pocos los que dicen: «¡Hostia! Es verdad, donde los maricones», y tratan de hacer memoria. Y solo alguno de los que estuvieron y sobrevive es capaz de rescatar una silueta sombría, un flechazo de penumbra, un destello de olor rancio a calzón con rodal amarillento, una condensación avinagrada y pútrida de flujos resecos en poros abiertos emanando vapor de heroína.

Hay noches de mi vida que no recuerdo, algunas por voluntad propia, pero no he borrado ni un instante de la única vez que entré allí: el humo de las platas flotaba blanco y denso, ascendía rizándose hasta rebotar en el techo para después desprenderse deshilachado, ya sin fuerza, casi transparente, y se esfumaba preso por otras bocanadas del mismo aliento negro; cortinas de droga aspirada y devuelta al ambiente tras filtrar su poso enfermo; gente muriendo entre viaje y viaje al interior de sus cerebros desahuciados. Muertos velando a otros muertos sin más amparo que la lobreguez de dos fluorescentes robados en cualquier peluquería.

Me recuerdo a mí mismo al ascender junto al crujido de una escalerilla estrecha de madera carcomida y que era como esas personas: una estructura frágil que ya está rota, aunque no haya caído todavía, y que sigue aguantando el peso por inercia, entregada al crepitar que suena como las toses y las fiebres que algunos padecerán en los meses siguientes.

Se podía intuir el tacto abrasador de los anticuerpos.

Yo era joven, bastante, sin que sirva de disculpa para no haberme dado la vuelta nada más entrar; era de madrugada, buscaba droga, y es probable que dentro del antro fuera más de noche de lo que lo era en la calle.

Se decía que en el altillo de aquel agujero había un mulato uruguayo que pasaba cocaína de primera; sí, uruguayo; yo iba en su busca. Crucé la humareda y la oscuridad, caminé entre varios cuerpos que merodeaban arrullados en más de un grupo mientras se manoseaban y emitían suspiros roncos bajo el acento ligero y lejano de un piano en cuatro por cuatro sobre el que sonaba la voz de Mireille Mathieu cantando «Caruso», y que llegaba a los rincones como un susurro desde una pletina hurtada en la misma peluquería que los portalámparas. Sobre los versos en francés y el fondo de violines despuntaban sonidos salivados. Un tipo bajo y chupado con aspecto de hambriento goyesco agitó sus ojos ante los míos, le pregunté por el uruguayo, y pareció que su vista fuera el manubrio de una barrera fronteriza; con ella apuntó a los peldaños, que subí sin temor, sin dudar, sin saber qué habitaba en lo alto, sin pensar que trepaba un talud enfangado que derretía mis suelas mezclándolas con los miedos de otros que habían subido y bajado antes que yo con igual ansiedad y descaro.

Ya en el altillo, la escasez de luz era mayor, tan solo había un cirio rojo sobre una mesa. En una esquina del desván encontré sentado al mulato, que me pareció muy flaco, y también muy pálido para ser mulato, su piel era del color del cartón expuesto al sol; sus labios finos, como un trazo de plumilla dibujando una expresión rígida, casi momificada detrás de unas gafas negras. Llegué a dudar que tuviera vida hasta que se movió. En el colchón, alguien retozaba sin pudor a ninguna presencia, y no quise saber ni quiénes ni cómo ni cuántos. Pillé dos gramos de cocaína en un canje que fue rápido y en el que una vez tuve la droga sentí pronto agobio y ganas de salir de allí.

Fue al moverme, al alumbrar la luz del cirio el aura del colchón, cuando desde la nueva perspectiva distinguí a Pinilla, reconocí su pelo corto, lamido y negro como sus ojos, tan negros como la tiniebla en la que se agitaba oculto. Percibí su cara con claridad al echarse hacia atrás mordiéndose el labio bajo y cayendo reo por deserción de los sentidos, tirado con los pantalones y los calzoncillos hechos un barullo en el pliegue de las rodillas, cerrando los párpados para dejarlos bajados como la persiana de una fiesta privada. Estaba entregado al tacto palatino de un tío que le comía la polla, era un chico joven, más que Pinilla, y que levantó la cabeza con lentitud a la vez que dejó ir el pene de su boca: la luz arañada le resbalaba por el perfil babeante, su rostro era redondo y blanquecino, con las mejillas coronadas por un cúmulo de pecas marrones; vi su cabello castaño y grasiento, probablemente del roce de otros machos, los ojos azules y claros poseídos por el caballo. El contorno de sus morros sonrojados relucía en la tiniebla, y por un segundo pareció hasta relamerse, centellearon sus dientes todavía nuevos, demasiado blancos para aquella cueva llena de cerrazón. El pene de Pinilla también brillaba mojado y duro. El chaval me lanzó un vistazo, entonces lo reconocí, habíamos coincidido en otros locales menos sórdidos; él estaba muy lejos de lo que debería haber sido su rutina de chico busca chico y experiencias sicotrópicas, mucho más lejos que el resto. Mucho más lejos de llegar a pensar en la muerte todavía.