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Paco Gómez Escribano es Ingeniero Técnico Industrial en la rama de Electrónica. Sus poemas y relatos están publicados en diversas antologías, ya que ha sido finalista en distintos premios. Suele frecuentar y participar en los principales festivales de novela negra de la geografía española. Escribe en diversas publicaciones dedicadas al género negro, en sus blogs y en su página web.

Hasta ahora es autor de seis novelas: El círculo alquímico (2011) y Al otro lado (2012), ambas con la editorial Ledoria, calificadas como thrillers esotéricos, con gran éxito entre sus lectores; Yonqui (2014), con la editorial Erein; Lumpen (2015), con la editorial Pan de Letras, escrita a cuatro manos con el escritor Luis Gutiérrez Maluenda; Manguis (2016), con la editorial Erein; y #MadridPrisión (2017), con la editorial Black & Noir. Con Yonqui entra de lleno en el género negro. Junto a Lumpen, Manguis y #MadridPrisión, las novelas comprenden un viaje físico y literario por distintas épocas del barrio del propio autor, Canillejas, situado al este de Madrid. Actualmente imparte clases de Formación Profesional en un instituto público de Madrid.

El Cuqui, el Tente y unos amigos dieron un atraco por encargo hace mucho tiempo, pero algo salió mal. Al Tente le amputaron una pierna y el Cuqui recibió una bala en la cabeza que le mantuvo en coma durante años. Los demás murieron y ellos pagaron sus deudas con la sociedad en la cárcel. Ahora, el Cuqui ha cumplido su pena y vuelve al barrio para encontrarse con su pasado, con su presente, y con su viejo amigo el Tente. Psicópata de manual, sin nada que hacer, sin familia, con un buen montón de problemas y con amnesia, volverá a cometer pequeños delitos para sobrevivir en compañía del Elena y el Mochuelo, dos personajes marginales propios de un barrio de las afueras de Madrid y antiguos conocidos. A pesar de estas desgraciadas eventualidades, consigue iniciar una vida más o menos rutinaria. La Reme Schiffer, enamorada de él desde niña, consigue seducirle e iniciar una relación un tanto peculiar: cuida de él y le da el cariño que le ha faltado desde siempre. Pero, invariablemente, todo vuelve, y cuando el Dandy, jefe de la mafia corrupta que encargó el atraco, regresa de un pasado lleno de fantasmas, el Cuqui y el Tente deciden plantarle cara. Ya no son los críos que eran entonces. En la guerra que se va a desatar no habrá ni vencedores ni vencidos.

CUANDO GRITAN LOS MUERTOS

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CUANDO GRITAN LOS MUERTOS

Paco Gómez Escribano

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Primera edición: marzo del 2018

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Paco Gómez Escribano, 2018

© de la presente edición, 2018, Editorial Alrevés, S.L.

Printed in Spain

ISBN: 978-84-17077-40-2

Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Las novelas pulp, las novelas de bolsillo de detectives y las cubiertas que las ilustran nos hablan de los innobles rincones de la vida, más allá del fulgor de Jane Powell, de «Papá lo sabe todo», y de los rostros saludables y sonrientes que aparecen en las revistas anunciando leche, platos congelados o viajes a California.

GEOFFREY O’BRIEN

Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde solamente porque le falta el prestigio del tedio. Paradójicamente, sus detractores más implacables suelen ser aquellas personas que más se deleitan en su lectura. Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano: considerar que un acto puramente agradable no puede ser meritorio.

JORGE LUIS BORGES Y ADOLFO BIOY CASARES

El género negro vive buenos momentos, como siempre. Porque siempre hay pobres y desheredados cuyo fracaso es una autopista para los buenos escritores. Ahora bien, es necesario reeducar a muchos escritores y a muchos editores. De lo contrario, una de dos, o todo se irá a la mierda, o perderemos un tiempo valioso en desgranar el grano de la paja leyendo gilipolleces a cual más gorda. Una de las cosas que más me exaspera son las novelas presuntamente negras en las que todos los personajes independientemente de su condición social, oficio o creencia hablan igual, igual incluso que el narrador, es decir, muy bien, con la corrección política de la complicidad del autor con el Sistema. Y ya si la novela tiene un final feliz ya es para vomitar.

DENNIS J. MALHORY

1

Es difícil ser creyente cuando lees aquello de «… y Dios creó al hombre a su imagen y semejanza...» y luego conoces al Cuqui, un psicópata amnésico, borracho, camorrista, politoxicómano, atracador y expresidiario; vamos, un hijo de la gran puta. Pero un hijo de puta de barrio que, al fin y al cabo, siempre lo es menos que uno de esos listillos con estudios que en cuanto tocan poder roban, desfalcan y asesinan como si nada. Y luego échales jueces, que te sueltan una legión de abogados que trabajan para bufetes de esos con nombres pomposos y no hay quien los trinque.

Salir del trullo es un problema. Sobre todo si no tienes nada ni a nadie porque tus padres han muerto, la mayoría de tus colegas han muerto y el mundo que conocías ya no existe.

El ya exconvicto sube al autobús y paga el billete. Pero cuando avanza hacia el fondo del vehículo, ve de lejos el perfil del edificio de la cárcel de Alcalá-Meco y comienza a hacerle cortes de manga y a bailar por el pasillo. Grita como un puto crío, grita gilipolleces de esas típicas: que ya está libre y toda esa mierda de los años que lo han tenido encerrado.

Para entonces, todo el mundo se ha dado cuenta de que al autobús se ha subido un pirado. Al ver sus tatuajes carcelarios en brazos y manos, ya nadie tiene dudas de que es un expresidiario.

Uno de esos que sale de la trena y se le ha ido la pinza.

Uno de esos a los que más valdría que no soltaran nunca porque la va a volver a cagar.

El autobús se detiene en la parada de Canillejas. Varios viajeros bajan, los jóvenes a empujones, los viejos de forma lenta y torpe. El Cuqui también se apea, confundido. Se queda allí de pie, mirando el tráfico de la carretera de Barcelona y los primeros edificios del barrio. Experimenta una soledad que duele. El sol le hiere los ojos, acostumbrado a la oscuridad de los pasillos y las celdas, a la penumbra que buscaba en los patios. Echa de menos unas gafas de sol, como aquellas que tenía, las que compró en el Rastro a imagen y semejanza de las que llevaban los Burning. ¿Seguirán existiendo los Burning? Nada más hacerse la pregunta cae en la cuenta de que es una gilipollez: sale de la trena, con todos los problemas que se le van a venir encima, y lo primero que se pregunta es si seguirá existiendo un grupo de música de hace la pila de años. Eso sí lo recuerda, y se pregunta por qué. Por qué recuerda eso y no la mayor parte de su pasado. La sesera del Cuqui no es la misma y él lo sabe. No es que antes fuera una lumbrera, pero tampoco gilipollas. Solo un tarado que lo mismo se liaba a gritos con su madre y saltaba desde la ventana a la acera, que abofeteaba a su última novia porque se había quedado sin tabaco.

El puto Cuqui. El malnacido del Cuqui, como solían llamarlo los maderos cuando lo llevaban detenido a la comisaría de San Blas. Un mal bicho, eso es lo que era, con una mala hostia que, si bien no le sirvió para proteger su culo en la trena, le valió para salir adelante una vez que decidió vivir deprisa.

Deja en el suelo un pequeño macuto de militar en el que lleva sus cosas. Pequeñas ráfagas de recuerdos infantiles y adolescentes atraviesan su cerebro, sin tiempo para atraparlos, sin tiempo para poder entenderlos. Se sacude la cabeza con la palma de la mano derecha y balbucea tonterías sin sentido.

Julio Cortés, alias el Cuqui, ha pasado diez años en el talego. Si a eso le sumamos los cinco años pasados en un hospital en estado de coma por un balazo en la cabeza, el Cuqui ha estado quince años privado de libertad. No hace ni un mes que ha cumplido los treinta y cinco.

Está muy delgado y es puro nervio. Camina con aire cansino, como si viniera de hacer una dura jornada de curro, con el macuto verde al hombro y un cigarro sostenido por unos labios deformados y caídos. En la cárcel ha perdido la mayor parte del pelo, así que lo lleva rapado al cero.

Después de cruzar el puente de la carretera de Barcelona, va hasta la calle Boltaña. Mira a izquierda y a derecha y vuelve a golpearse la cabeza. Algo ha cambiado. Hay más bloques de edificios. O a lo mejor el que ha cambiado es él —piensa—. No consigue recordar. Sabe por los médicos que ha tenido una bala en la cabeza mucho tiempo, hasta que han conseguido sacársela. No le han dicho los motivos, pero sí le explicaron que padecía una especie de «amnesia parcial que podía ser o no irreversible, solo el tiempo lo diría».

Algo le dice que tiene que caminar hacia la izquierda. Después de doscientos metros le parece reconocer una hilera de casas bajas. Son de las pocas que han sobrevivido de cuando Canillejas todavía era un pueblo de Madrid. El Cuqui se rasca la calva y vuelve a golpearse la cabeza. «La puerta verde, la puerta verde... No, no era verde, joder, ¿de qué puto color era la puerta? Sí, coño, sí, era verde. ¿O no era verde?»

En esas está el Cuqui, cuando una señora mayor, de unos setenta tacos, se lo queda mirando desde la acera de enfrente. Deja las bolsas de la compra en el suelo y sigue mirándolo, poniendo su mano sobre la frente a modo de visera. Cruza la calle despacio, con miedo de meter la pata.

—¿Julito? —dice—. Julito, ¿eres tú?

«Pero ¿qué coño de Julito? ¿Qué coño está diciendo esta vieja?»

—¡Eres tú, sí, eres tú! Pero, hijo, ¿cuándo te han soltado?

—Esta mañana. No hace ni dos horas —contesta por seguirle la corriente.

—¡Hijo mío, qué alegría! No te acuerdas de mí, ¿verdad?

—…

—¡Soy la señora Estrella! ¡Pero si te he tenido en brazos cuando eras un bebé!

El Cuqui relaja los músculos. Si esa señora lo había tenido en brazos cuando era un crío, tiene que conocerlo de sobra. Y a él en ese momento le hace falta algo así, alguien o algo a lo que aferrarse.

—Lo siento, señora, pero recuerdo muy pocas cosas. Los... los médicos dicen que tengo amnesia parcial, que... que he perdido parte de la memoria.

—¡Jesús, Jesús…! ¡Qué lástima, tan joven! Por lo menos estás vivo, hijo, tienes que dar gracias a Dios. Anda, vente conmigo, que tengo las llaves de tu casa. Tu madre…, bueno, supongo que ya lo sabes. Murió cuando todavía estabas en el hospital. Empezó a ponerse muy malita cuando te dispararon. Yo creo que no lo pudo soportar. En fin, hijo, es la vida, es la vida… Anda, ven conmigo, que vamos a ver cómo está la casa.

El Cuqui se mete las manos en los bolsillos y cruza la calle siguiéndola, mientras intenta asimilar lo que le acaba de decir. Por un lado, no le ha extrañado que su madre esté muerta; por otro, logra recordarla viva, solo unos segundos. Sus ideas se enredan y finalmente asume que los viejos mueren. Así funciona su cabeza, haciendo arreglos, metiendo parches. Finalmente, coge las bolsas de la compra a la señora Estrella, cree que debe hacerlo. La vieja no deja de parlotear. Las palabras van y vienen, toman forma, se alejan, se acercan... «Puta vieja, joder, puta vieja. ¡Que no se calla!»

—Pero no te quedes ahí, hijo —dice la mujer al llegar a la puerta de su casa—. Pasa, que voy a buscar la llave.

El Cuqui la sigue hasta la cocina y deja las bolsas sobre la encimera. Ella vuelve al cabo de medio minuto con un llavero del que cuelgan unas llaves.

—Entro de vez en cuando y vacío el buzón de propaganda. No la vas a encontrar tan limpia como cuando estaba tu madre, porque...

«¡No para de hablar, la hijaputa, no para de hablar...!»

Siente ganas de estrangularla allí mismo, en la cocina, a pesar de que si no hubiera sido por la vecina de toda la vida quizás no habría sido capaz ni de encontrar su propia casa. Pero es que la charla le resulta insoportable.

Al entrar, al Cuqui le da un buen tufo a cerrado. La mujer, si es que pasa de vez en cuando, no se ha dedicado a limpiar mucho. Aquello está algo más limpio que los urinarios de un cine, solo algo más limpio. Aunque comparado con las instalaciones del talego en donde ha estado, es un palacio.

—Bueno, hijo, te voy a tener que dejar, que tengo puesto un guiso y todavía tengo que pelar unas judías verdes y... Si quieres, luego te paso un plato y...

—No se moleste, señora. Voy a salir, que tengo cosas que hacer. Gracias... Gracias por todo.

—No hay de qué, Julito.

—...

—Y no se te olvide pedirme lo que quieras. ¡Ah, espera...! Voy a traerte la cartilla del banco. Tu madre también la tenía a tu nombre. No es que haya mucho dinero, porque se ha ido tirando de ahí para pagar recibos…, ya sabes, el agua, la luz... Espera un momento, ahora mismo te la traigo.

El Cuqui se queda en el recibidor, contemplando las paredes. Están pidiendo, suplicando, una mano de pintura. Mira algunas de las polvorientas fotos enmarcadas y colgadas de los tabiques, pero no reconoce a las personas retratadas. No reconoce nada.

La señora Estrella vuelve con la cartilla y se va. El Cuqui cree que tarda más de lo necesario en despedirse. Una vez solo, en el sucio salón, comprueba que en la cuenta bancaria hay poco más de mil euros. Tira el macuto sobre uno de los sillones y se pone a bailar siguiendo los compases de una música que solo existe en su cabeza, porque para él mil euros son el puto flipe. Después de la euforia, abre las ventanas y levanta las persianas. Luego abre la llave del agua y pone a llenar un cubo. El grifo petardea: «Prop, prop, prop». Sube el automático de la luz y comprueba que la bombona de butano tiene gas. Con una manguera que encuentra, empieza a regar el suelo del patio. Le vienen flashes de un niño pedaleando en un triciclo, un niño que puede ser él, claro que también puede ser el niño de la película de El resplandor. Esa película la proyectaron una noche en el talego y le gustó mucho, sobre todo la actuación de Jack Nicholson. Se golpea la cabeza, como siempre hace, creyendo que su cerebro es un electrodoméstico estropeado.

Continúa regando, llevando los hierbajos y el resto de suciedad hacia un rincón. También dirige el chorro de agua hacia el alcorque de una vieja parra que está viva de milagro. Seguro que la señora Estrella la ha regado de vez en cuando.

Tarda unas dos horas en adecentar la vivienda, lo ha hecho de manera obsesiva. Lo último que arregla es el baño. Se ducha utilizando una pastilla de jabón Lagarto que localiza bajo el fregadero, frotando su piel y su cabello de manera enfermiza. «Ya estoy limpio, joder, pero lo que no sale es este puto olor asqueroso a talego.» «Fris, fras, fris, fras…»

Al abrir el macuto para ponerse ropa limpia, ve las pastillas. Los médicos decían que las tenía que tomar de por vida porque si no lo hacía no podría hacer vida normal. «Putas pirulas, joder.» Se traga un par de ellas con un vaso de agua.

Una hora después, el Cuqui se ha comido unas judías pintas y un filete con patatas en un garito llamado el Torrezno, justo al lado de la boca de metro de Canillejas. Pide una copa de DYC y enciende un truja. Intenta recordar quién era realmente, una vez más, como hacía en el talego, pero su cerebro no carbura. Vuelve a golpearse la cabeza. El camarero lo mira de refilón desde la barra. Desde que entró en el bar no le ha quitado ojo. Ahora le dice que apague el cigarrillo, que ahí no se puede fumar, que está prohibido. «Pero ¿qué coño de ley han inventado para no fumar en un bareto? La madre que me parió…»

—Es un mal bicho —le dice el camarero a un cliente de los fijos, un tipo de su misma quinta que peina sus canas para atrás, luce un bigotillo con cuatro pelos y lee los titulares del periódico La Razón—. Esas pintas…, se enciende un cigarro y ahora se da golpes en la cabeza. Te digo yo que si no ha salido de la cárcel, le falta poco.

—Sí —dice el otro—. Yo no sé adónde vamos a llegar. Te voy a decir una cosa, todo esto de la democracia está muy bien según se mire, claro. Pero también te digo que en otros tiempos estas cosas no pasaban. Que si un desarrapado así entraba en un bar, o andaba por las calles vagueando, no pasaban más de diez minutos sin que la policía lo encerrara.

—Yo no sé hasta dónde vamos a llegar…

—Pues llegaremos a que esto explote. Y si no, al tiempo.

El Cuqui ha escuchado parte de la conversación. No le ha hecho falta escucharla entera. Se levanta y se abre, aguantándose las ganas de estrangular a los dos viejos con sus propias manos.

Yo sabía que el Cuqui estaba a punto de salir del trullo, pero no sabía la fecha exacta. No tardaría en encontrármelo, porque el pasado siempre vuelve, y los muertos y los fantasmas a veces echan una partida de mus en cualquiera de las esquinas del barrio. No envidan. Ya no están tampoco para órdagos. Pero joden a los que aún están vivos.

2

Todos recordamos algún día de cuando éramos chinorris: un cumpleaños, un regalo guapo…, o cualquier día flipante por algún motivo. Pues yo hago memoria y no encuentro ningún día de esos en mi vida de mierda. Algunos dirán que un día especial es el del primer polvo, pero yo creo que se engañan. El primer polvo siempre es un desastre.

Yo me acuerdo de un día gris. Hacía un aire que te pasas, de ese que se te mete por el oído. Las niñas jugaban a saltar la goma, siguiendo unas reglas que los chicos nunca entendimos. Yo y mis colegas habíamos hecho una carretera en la arena del descampado y jugábamos a hacer carreras de chapas. Recuerdo que me tocó tirar y, después de hacerlo, levanté la vista para ver a mi hermano el Brujo y a sus colegas. Venían encorvados, y no era para menos. Cada uno de ellos portaba media ternera cargada en la espalda. Yo sabía de dónde venían y adónde iban. Venían del mercado, de desvalijar un camión, y se dirigían a casa de don Aquilino, una especie de patriarca del barrio, que era el que les pagaría las piezas.

No sé qué pasaría después. Mi memoria salta hasta la tarde, en ese mismo día. Las niñas seguían saltando y nosotros dábamos patadas a un balón de goma. Escuchamos el ruido de una moto que debía de ir a escape libre y después vi que venía mi hermano haciendo el caballito por toda la calle con una Bultaco de motocross. Detrás venía el Tente, imitándolo, pero conducía una Montesa de flipar. Ni mi hermano ni los demás tenían moto. Las robaban para darse unas vueltas y hacer el gamba, y nosotros flipábamos, claro.

Pasaron varias veces, intercambiándose las motos entre ellos y el resto de la banda. Cuando vi que iba a pasar mi hermano, me puse delante de él con las manos en alto para decirle que me diera una vuelta, y casi conseguí que se diera una hostia.

—Pero ¿tú estás gilipollas, niñato? —me dijo.

—Yo solo quería que me dieras un rulo en la burra.

—Te he dicho mil veces que no te acerques a mí y a mis colegas, ¿estamos?

—Sí...

Y allí me dejó, plantado en la acera con un par de lágrimas resbalando por mis mejillas. Lo odié con todas mis fuerzas. No es que mi hermano fuera un ogro, qué va. Yo sé que me quería, tanto o más como yo lo quería a él. El tiempo me convenció de que lo que procuraba era que no siguiera su camino ni el de sus colegas, pero sus buenos propósitos se quedaron solo en eso.

La ruina de mi hermano y la de sus colegas vino cuando empezó a rular el caballo y se engancharon, como tantos otros. Una cosa era sirlar una chupa molona en el metro a unos pijos del barrio de Salamanca o mangar una moto o un coche para darse una vuelta, y otra tener que robar cada día, por necesidad, para quitarse el mono.

Empezaron robando estancos y farmacias para pasar a dar palos en gasolineras, pero nunca era bastante. Un día planearon robar una joyería en la calle Alcalá, y lo hicieron, porque a huevos no les ganaba nadie. El problema es que les vino grande colocar el botín. Un colega de un colega de otro colega les habló de un tipo que compraba material robado y fueron a hablar con él. El perista era un tal Dandy, que lo que hizo fue echarles a los maderos encima. Los llevaron a la comisaría de San Blas y les dieron hostias hasta en el cielo de la boca. Después escucharon los cargos, pasadas las horas y ya con un monazo que te pasas. Les echaban la culpa hasta de la muerte de Manolete. Vamos, que iban a comer trullo fijo. Por eso fliparon cuando el Dandy entró en la sala de interrogatorios con un traje elegante y fumando un puro. Antes, cualquiera podía entrar en las comisarías, sobre todo notas con traje y corbata, y más si iban escoltados por un par de inspectores. Sureda y Salmerón, se llamaban. Al parecer, según me contó mi hermano después, el menda saludó a los maderos y les ofreció dos puros como el que él se estaba fumando. Después miró a todos uno a uno.

—Me parece que no os han tratado muy bien… ¿No los habéis tratado bien? —preguntó a los dos maderos.

—Estos piojosos son unos cabrones de mucho cuidado —contestó el que se apellidaba Salmerón. El otro se limitó a bajar la mirada y seguir haciendo la comedia barata que estaban interpretando—. Tienen un montón de atracos con violencia, robos de coches… En fin, qué te voy a contar yo que tú no sepas.

—Pero los chicos no han matado a nadie, ¿no?

—No, que sepamos.

—Entonces esto cambia las cosas.

Mi hermano y sus colegas, sin llegarse a fiar mucho porque no se fiaban ni de su sombra, empezaron a tener alguna esperanza. Y luego pasó algo que no se esperaban ni de coña. El Dandy metió la mano en uno de los bolsillos de su gabardina y repartió chutas y papelinas. El otro madero abandonó la habitación y volvió con cucharillas y un cubo pequeño lleno de agua. Se chutaron allí mismo, entre las paredes de la puta comisaría.

Cuando volvieron a ser ellos, ya sin los temblores del puto mono, los maderos habían dejado la sala y el Dandy empezó a hablarles muy tranquilamente. Les dijo que él podía quitarles los marrones con solo chasquear los dedos, pero que a cambio quería que trabajaran para él. Claro, el puto Dandy, con su labia, no les estaba dando un trabajo de camarero en uno de sus garitos. Lo que les ofrecía era dar palos por encargo y repartir las ganancias, algo que mi hermano y los de su basca sabían hacer muy bien. Y aceptaron. A partir de ese momento robarían en donde les dijeran: tendrían un botín seguro y además contarían con la protección de los maderos. A mi hermano, el Tente y los demás aquello les pareció la puta Disneylandia.

Volviendo a aquel día, el de las terneras y las motos robadas...

Los críos que estaban conmigo eran el Elena, que era primo del Bolas, y el Chinao, aunque todavía nadie los llamaba así. A mí sí que me llamaban ya el Mochuelo, por lo de mis gafas de culo de vaso con uno de los cristales ahumados y mis ojos saltones. Mis colegas regañaron por cualquier movida de críos, no recuerdo; el caso es que se mosquearon y me dejaron solipandis. Las niñas se fueron marchando también. La última que se quedó fue la Reme, una cría pelirroja y pecosa que enrolló la goma y se la guardó en un bolsillo. Fue entonces cuando apareció el Patuchas con su sonrisa boba, una especie de tonto del pueblo pero de ciudad, que para el caso daba lo mismo. Agarró a la Reme de un brazo y le levantó la falda. Ella empezó a llorar. Después la levantó, le bajó las bragas y empezó a sobarle el culo. Yo no sabía qué hacer, porque el nota era mayor que yo y encima abultaba como dos personas. La Reme lloraba e intentaba arañarle la cara. Cuando salí de mi flipe, pensé en coger una piedra y tirársela al Patuchas a la cabeza, pero no me dio tiempo porque apareció el Cuqui. Abrió su estilete automático a la altura del cuello del puto gordo, pero no se lo clavó. Le dio dos hostias en la cara con la mano abierta y el Patuchas soltó a la niña. Lo agarró de la pechera y le puso la punta del bardeo en el cuello.

—Como vuelvas a mirar a esta cría te rajo, maricón —le dijo, clavándole su mirada de mangui.

El Patuchas empezó a tartamudear. Yo creí que se ahogaba. Y luego echó a correr. A la Reme no volvió a tocarla nadie en el barrio. Cuando terminó de subirse las bragas, el Cuqui la miró y le guiñó un ojo, después de regalarle una sonrisa de esas de verdad, un gesto que me extrañó, porque el Cuqui no era de sonreír. Ella se secó las lágrimas y también sonrió. Años más tarde, el Patuchas comería talego por abuso de menores. Nadie supo qué fue de él, aunque no hace falta tener mucha imaginación para adivinar qué le pasa a un nota de esos en el trullo.

—Márchate a casa —le dijo a la Reme—, ya va siendo tarde. ¿Y tú qué coño miras? Nunca dejes que te achante nadie, aunque sea más grande que tú —me dijo—. Agua, niñato.

El Cuqui se fue silbando con las manos metidas en los bolsillos de su chupa. Era un plumas azul claro. Llevaba pantalones vaqueros de pitillo y playeros Yumas con las tres rayas naranjas, el uniforme oficial de los chorizos de mi barrio.

Pero yo no me fui a mi casa. Me quedé un momento allí clavado y luego, no sé por qué, lo seguí. Callejeó tranquilamente, atravesó un descampado y después otro. Hasta que llegó a uno en las afueras del barrio que solía estar lleno de perros callejeros, gatos y ratas. Se detuvo en seco, se rascó la cabeza y enseguida se fue hasta una hilera de coches. Recuerdo que abrió un SEAT 124. Luego se alejó del buga mirando como si buscara algo. Agarró un gato y un perro y volvió hasta el buga que había abierto unos momentos antes. Yo no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Entonces abrió la puerta del coche y lanzó dentro al perro y al gato. Después cerró la puerta. Desde donde yo estaba, se escuchaban los maullidos y los ladridos rabiosos. El Cuqui miraba por el cristal. Cuando los sonidos se acabaron, se dio media vuelta y se piró sonriendo. Y yo, como buen pardillo, me acerqué al coche a mirar. No vi nada. Las ventanas estaban manchadas de rojo de la sangre mezclada con pelos y piel de los animales. Eché la pela allí mismo.

Puto Cuqui. Salí corriendo de allí y no paré hasta llegar hasta la puerta de mi casa. Ese jodido episodio me ha perseguido desde entonces hasta hoy en mis peores pesadillas.

3

Los ingresos de Ramón el Litri, que ha heredado la bodega de su padre, proceden básicamente de despachar vino a granel y cervezas. Lo de las aceitunas es cortesía de la casa y se alternan con los cacahuetes o con las patatas aceitosas de la churrería de enfrente. La barra tiene forma de ele, cuatro metros más uno, aproximadamente. Hay tres mesas que generalmente sirven para jugar al mus o al dominó, un futbolín y una máquina antigua de las del millón.