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Akal / Básica de Bolsillo / 211

León Tolstói

SONATA A KREUTZER

Traducción: Gonzalo Guillén Monje

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Un soberbio y desolador análisis de la naturaleza de las relaciones humanas, con la Sonata para violín y piano núm. 9 de Beethoven como fondo, que constituye uno de los relatos más intensos del genial escritor ruso.

Publicada en 1889, Sonata a Kreutzer, en la que se puede advertir un cierto aire autobiográfico, cuenta la historia de Pozdnyshev y de su mujer, de los primeros, idílicos años de su matrimonio, del progresivo deterioro del mismo, de cómo el amor y la entrega dejan paso al odio y la humillación. Y habla también de los celos, unos celos que, con su ominosa presencia, acabarán envenenando la convivencia y a los que sólo el asesinato logrará poner fin.

 

Diseño de portada

Sergio Ramírez

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ISBN: 978-84-460-4556-4

Yo os digo que cualquiera que mire a una mujer deseándola, ya ha pecado contra ella en su corazón (Mt 5, 28).

Le dijeron sus discípulos: si ésa es la predisposición del hombre hacia la mujer, entonces no trae cuenta casarse.

Él les dijo: no todos comprenden estas palabras, sino aquellos a los que le está permitido. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre materno y hay eunucos que se hicieron así para el reino de los cielos. El que tenga oídos para oír que oiga (Mt 11, 10-12).

I

La primavera acababa de comenzar. Viajábamos ya el segundo día. En el vagón entraban y salían los que hacían distancias cortas, pero tres continuábamos desde el punto de salida del tren: una dama fea, vieja, fumadora, de cara agotada, con un abrigo de hombre y sombrero; un conocido suyo, hombre conversador, de unos cuarenta años, vestido cuidadosamente con ropas nuevas y un señor de baja estatura, que se mantenía al margen, de gestos reprimidos, no muy viejo, de cabellos rizados, canosos antes de tiempo, y con unos ojos que brillaban y se movían rápidamente de un lado a otro. Estaba vestido con un viejo y caro abrigo de sastre que tenía cuello de piel de cordero, y un sombrero alto también de piel. Debajo del abrigo, cuando se lo desabotonaba, podía apreciarse la poddiovka[1] y una camisa rusa. La particularidad de este señor estaba en que, de vez en cuando, emitía extraños ruidos parecidos a una tos o a una risa gastada y rota.

Este señor, durante todo el tiempo del viaje, intentó, por todos los medios, no entrar en la conversación para familiarizarse con los pasajeros. A las de los vecinos, él respondía de una forma corta y tajante, y leía o miraba por la ventana o fumaba o, sacando las provisiones de su saco, bebía té o comía algo.

Al parecer le gustaba su soledad. En varias ocasiones intenté charlar con él, pero cada vez que nuestros ojos se cruzaban, lo que ocurría muy a menudo, ya que estábamos sentados uno enfrente del otro, volvía su cara y se metía en la lectura o miraba por la ventana.

Antes del anochecer del segundo día, cuando el tren paró en una estación importante, dicha persona salió en busca de agua para preparar el té. El señor de buena presencia, que más tarde descubrí que era abogado, y su vecina, la dama fumadora con el abrigo de hombre, salieron también a beber té a la estación. En ausencia del señor y de la dama, en el vagón entraron varias caras nuevas y, entre ellas, un viejo afeitado y arrugado, al parecer un comerciante, con un abrigo de turón y un gorro de paño de gran visera. El comerciante se sentó enfrente del sitio donde estaban sentados la dama y el abogado, y en ese mismo instante entabló una conversación con una persona joven, según parece un almacenista, que entró en el vagón en la misma estación.

Estaba sentado cerca de ellos y, como el tren estaba parado, pude, en los minutos en los que nadie pasaba, escuchar a ratos su conversación. El comerciante comentaba que se dirigía a su hacienda, que estaba sólo a una parada. Después, como de costumbre, comenzaron a hablar de los precios, de la venta; hablaron también de la forma en la que se comercia en la actualidad en Moscú, después hablaron de la feria de Nizhni Nóvgorod[2]. El almacenista comenzó a hablar de las francachelas organizadas por algún rico comerciante que ambos conocían de la feria. Pero el viejo le interrumpió y comenzó a hablar de las últimas juergas en Kunavin en las cuales él mismo participó. Se enorgullecía, a juzgar por sus palabras, de su participación en ellas y, con alegría manifiesta, relataba cómo en compañía de este conocido hicieron en una ocasión algo que tuvieron que contar en voz baja, y a lo que el almacenista reaccionó con una risa que se escuchó por todo el vagón. El viejo también se rio enseñando dos dientes amarillos.

Al ver que no decían nada interesante, me levanté para pasear por el andén hasta que avisaran la salida del tren. Al salir me encontré con la dama y el abogado que estaban conversando sobre algo de forma animada.

—No le dará tiempo –me comunicó el abogado–. En breve darán el último aviso.

Y ocurrió tal como me avisó el abogado. No llegué al final de los vagones, cuando dieron el último aviso. Al volver observé que la conversación continuaba entre el abogado y la dama. El viejo comerciante estaba sentado enfrente de ellos en silencio y les observaba con severidad, masticando de vez en cuando de una manera vulgar.

—Pues ella le ha dicho claramente a su marido –dijo sonriendo el abogado en el mismo momento en el que pasaba delante de él– que no podía y que no quería seguir viviendo con él, porque...

Y continuó comentando algo que ya no pude escuchar. Después pasaron más pasajeros, pasó el revisor, entró corriendo el cooperador y hubo un ruido que impedía escuchar la conversación. Cuando todo volvió a la normalidad y de nuevo hilé la voz del abogado, el coloquio, por lo visto, había pasado de ser privado a ser del conocimiento general.

El abogado hablaba sobre cómo la cuestión del divorcio preocupaba actualmente a la opinión pública de Europa, y cómo aquí cada vez aparecen más casos de éstos. Al darse cuenta de que sólo se escuchaba su voz, el abogado dejó de hablar y le preguntó al viejo:

—Antiguamente no ocurría esto, ¿verdad? –dijo él y sonrió con amabilidad.

El viejo quiso responder algo pero, en ese mismo instante, se quitó el gorro, comenzó a santiguarse y a hacer una oración en silencio. El abogado, dirigiendo la vista a otro lado, esperó cortésmente. Terminada su oración y tras haberse santiguado en tres ocasiones, el viejo se encasquetó el gorro, se acomodó en su sitio y comenzó a hablar:

—Antes también ocurría, señor, pero no con tanta frecuencia –dijo él–. En los tiempos que corren es imposible que esto no ocurra, ya que la gente está más formada.

El tren cogió más velocidad, tronó, y me fue muy difícil seguir la conversación que se estaba poniendo cada vez más interesante. Así que me cambié de asiento para estar más cerca.

Mi vecino, el señor nervioso de ojos brillantes, también prestaba atención y, sin levantarse de su sitio, ponía oídos.

—¿Y qué hay de malo en instruirse? –dijo la dama con una sonrisa–. ¿Es que es mejor casarse como se hacía antiguamente cuando el novio y la novia incluso ni se conocían? –añadió ella, respondiendo, como le ocurre a muchas damas, no a las palabras de su interlocutor sino a aquellas palabras que ella pensaba que él diría.

—No saben si se quieren o si es posible quererse y se casan con cualquiera y toda la vida se atormentan. ¿Es que es mejor de esta forma, según su opinión? –dijo ella intentando dirigir su atención hacia el abogado y hacia mí, pero sin prestar atención al viejo, que era con quien hablaba.

—¡La gente sabe ahora demasiado! –repitió el comerciante, miró con desprecio a la dama y dejó la pregunta sin respuesta.

—Yo quisiera saber qué relación ve usted entre la educación y las diferencias conyugales –dijo con una sonrisa leve el abogado.

El comerciante quiso añadir algo más pero la dama le interrumpió.

—No, ese tiempo ya pasó –añadió ella.

Pero el abogado la volvió a interrumpir:

—No, permítales expresar su opinión.

—Todas las tonterías vienen de la instrucción porque ya no hay temor –dijo con decisión el viejo.

—Esos novios que no se quieren y después se admiran de que no viven en concordia –se dio prisa en decir la dama, mirando al abogado y a mí e incluso al almacenista, que se levantó de su sitio, se apoyó en su espalda y se acercó para escuchar la conversación–. De esta forma sólo es posible unir a los animales, a gusto del amo. Pero las personas tienen tendencias, simpatías –dijo ella con el fin de ofender al comerciante.

—Usted habla sin sentido –dijo el viejo–. El animal es una bestia pero al ser humano se le ha dado una ley.

—¿Pero cómo se puede vivir con una persona cuando no hay amor? –se dio prisa la dama en expresar sus juicios, que realmente le parecían nuevos.

—Antes nadie se preocupaba por estas cosas –dijo con una voz imponente el viejo–. Ahora esto se lleva. Ella ahora dice: «Me voy». E incluso entre los campesinos se ha impuesto esta moda. «Toma», dice, «aquí tienes tu camisa y tus pantalones, que me voy con Vanka que tiene el pelo más rizado que tú». ¿Ésas son maneras de obrar? El temor, para la mujer no hay nada más que esto.

El almacenista miró al abogado, a la dama y después a mí, intentando contener la risa y preparado para ridiculizar o para aprobar lo que decía el comerciante según lo que hiciéramos nosotros.

—¿Qué temor? –dijo la dama.

—¡El temor hacia su propio marido! ¡Ese temor!

—¡Hoy, amigo, corren nuevos tiempos! –dijo encolerizada la dama.

—No, señora, ese tiempo no pasa. Eva, la mujer, fue creada de la costilla del hombre, y así será hasta el fin de los siglos.

El viejo agitó la cabeza tan severa y victoriosamente que el almacenista en ese preciso momento decidió que la victoria estaba de parte del comerciante y emitió una fuerte risa.

—Sí, de esa forma pensáis vosotros los hombres –dijo sin darse por vencida y mirándonos.

»A vosotros mismos os habéis dado mucha libertad y a la mujer la queréis tener metida en una torre. Todo os lo permitís.

—Nadie se da libertad, lo que ocurre es que con el hombre, por ligero que sea, nunca hay ningún retoño de más en la casa, mientras que la mujer es como un vaso frágil –continuó el comerciante.

La entonación sugestiva del comerciante, al parecer, convenció a los oyentes y la dama incluso se vino abajo pero no se dio por vencida.

—Vale, pero pienso, y estén ustedes conmigo, que la mujer es una persona y tiene sentimientos como el hombre. ¿Qué debe hacer si no ama a su marido?

—¡Si no le quiere...! –repitió severo el comerciante moviendo las cejas y los labios.

—¡Seguramente le amará, es cuestión de tiempo!

Este inesperado argumento agradó al almacenista y estaba de acuerdo con él.

—¡Pues no, nunca le amará! –prosiguió la dama–. ¡Si no hay amor no se le puede obligar a querer!

—¿Y si la mujer cambia de marido? ¿Entonces qué? –dijo el abogado.

—Debe preocuparse de que eso no ocurra –dijo el viejo–. Es preciso mirar por ello.

—¿Y si ocurre? Porque no hay duda de que a veces ocurre.

—A alguien puede ocurrirle, pero a nosotros no nos pasa –dijo el viejo. Todos callaron.

El almacenista se movió, se aproximó un poco más y, deseando intervenir en la conversación, dijo sonriendo:

—Sí, en casa de mi patrón ocurrió un escándalo sin que se sepan muy bien las causas que lo provocaron. En su vida apareció una mujer libertina que pronto comenzó a dar malos pasos. Comenzó en primer lugar por el contable. El marido trató en vano de hacerla entrar en razón. Pero ella no se calmó. Hacía todo lo que le venía en gana. Comenzó a robarle el dinero y él le llegó a pegar... Pues bien, la señora hizo todavía más. Se lio con un no bautizado, con un judío. ¿Qué podía hacer él? La dejó y ahora vive como un soltero mientras que ella va de flor en flor.

—Porque era tonto –dijo el viejo–. Si no se le hubiera permitido nada desde el principio y la hubiera tenido atada en corto, ahora seguramente vivirían juntos. La libertad hay que acotarla desde el principio. «No te fíes nunca de lo que haga tu caballo en el campo, ni tu mujer en tu casa.»

En ese preciso momento llegó el revisor para preguntar por los billetes de la siguiente estación. El viejo le dio su billete.

—Sí, hay que tener controlado al sexo femenino de antemano, si no, todo está perdido.

—Lo cual no impidió que usted, hombre casado, se corriera sus juergas antaño en la feria de Kunavin –dije yo sin poder contenerme.

—Eso es capítulo aparte –dijo el comerciante y se hundió en el silencio.

Cuando sonó el silbato, el comerciante se levantó, sacó de debajo del banco su bolsa, se envolvió en su pelliza, se encasquetó el gorro y se fue.

[1] Abrigo plisado en el talle. [N. del T.]

[2] Es el centro económico y cultural de la región del Volga-Vyatka, así como el centro administrativo de la oblast de Nizhni Nóvgorod y del Distrito Federal del Volga. De 1932 a 1990, la ciudad llevó el nombre de Gorki en honor del escritor Máximo Gorki, nacido en la ciudad. [N. del T.]

II

Una vez se fue el anciano, se entabló una conversación animada.

—El Antiguo Testamento del abuelo –dijo el almacenista.

—Sí, es un Domostroi[1] viviente –dijo la dama–. ¡Qué concepto más salvaje de la mujer y del matrimonio!

—Sí, estamos lejos de la visión europea del matrimonio –dijo el abogado.

—Realmente lo importante, lo que no comprenden personas como ese viejo –dijo la dama–, es que el matrimonio sin amor no es matrimonio. Que sólo el amor puede iluminar al matrimonio y que el matrimonio verdadero es sólo aquel que ilumina al amor.

El almacenista escuchaba y sonreía, intentando recordar para su uso posterior todas aquellas inteligentes frases.

En mitad de la conversación de la dama, se escuchó a mi espalda el sonido como de una risa o un llanto cortado y, al mirar, vimos a mi vecino, el señor canoso y solitario de ojos brillantes, que se había acercado a nosotros sin que nos diéramos cuenta durante la interesante conversación. Estaba de pie, con los brazos en el espaldar del asiento y, al parecer, bastante nervioso. Su cara estaba colorada y le temblaba un músculo.

—¿Cuál es ese amor... que ilumina al matrimonio? –dijo él tartamudeando.

Viendo la situación de nervios en la que se hallaba nuestro interlocutor, la dama intentó responderle de la forma más educada y de acuerdo a las circunstancias.

—El verdadero amor… es el amor entre un hombre y una mujer dentro del matrimonio –dijo la dama.

—Sí, pero ¿qué entendemos por verdadero amor? –dijo el señor de ojos brillantes de una forma no muy agradable. Después se achicó.

—¡Cualquiera sabe qué es el amor! –dijo la dama de una forma tajante con el fin de dejar de conversar con él.

—¡Pues yo no lo sé! –dijo el señor–. Habría que determinar qué es lo que usted piensa...

—¿Cómo? Es muy simple –dijo la dama, pero se paró a pensar–. ¿El amor? El amor es una preferencia manifiesta de una persona hacia otra –dijo ella.

—Una preferencia que dura... ¿cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Dos días? ¿Media hora? –dijo el señor canoso y comenzó a reír.

—No, permítame, usted por lo visto no habla de esto.

—No, estamos hablando de lo mismo.

—La señora dice –interrumpió el abogado, mirando a la dama– que el matrimonio aparece, en primer lugar, gracias al cariño o al amor, si usted prefiere esa denominación, y si se observa que este último permanece y existe, entonces en este caso el matrimonio se presenta como algo, digamos, santo. Por lo tanto cualquier matrimonio en el que no exista ese cariño o amor, si usted lo prefiere llamar así, no posee esa obligación moral de mantenerse. ¿Lo he comprendido bien? –se dirigió a la dama.

[1] Documento literario ruso del siglo XVI. Se presenta como un compendio completo del comportamiento social, religioso y familiar. Se cree que el Domostroi apareció en la sociedad noble y de los comerciantes. Sirvió como código moral de la clase gobernante. [N. del T.]