Prefacio

Aunque no soy escritor, un episodio muy doloroso me hizo querer compartir lo que hemos tenido que pasar durante nuestra existencia, mi esposa Marisa y yo con quien tuve la suerte de unir mi vida hace ya más de 30 años.

Esta es la historia de una familia común y corriente que, como muchas en el mundo, ha disfrutado y sufrido los ires y venires de la vida.

Hemos pasado por muchas cosas durante nuestras vidas, eventualidades de las que hemos logrado salir siempre airosos y con la frente en alto gracias a nuestra fe en Dios y en la Virgen, quienes nos han dado la fortaleza de pareja y familia unida para aceptar sus designios con amor.

Quiero dedicar este trabajo a mi familia, que me ha apoyado siempre, a mis hijas María y Tatiana que nos dieron el soporte necesario para sobrepasar este difícil trance del accidente y, en especial, a mi hijo Daniel, quien nos ha enseñado una lección de vida única con su fortaleza y paz interior.

Este trabajo lo quiero compartir con los cientos de familias que sufren a causa de conductores irresponsables. Espero que todas las personas que lo lean, sientan de alguna manera el dolor que causan este tipo de accidentes a personas inocentes.

Otras personas que merecen un reconocimiento muy especial son esos héroes anónimos que reciben a las víctimas de estas tragedias en las clínicas y hospitales: los médicos y las enfermeras que ponen todo de su parte para salvar nuestra vida o la de nuestros seres queridos, esas personas que muchas veces terminan sufriendo igual o más que los mismos familiares. En nuestro caso me resulta muy difícil encontrar las palabras correctas para agradecer de forma adecuada todo ese amor y solidaridad que nos brindaron en la Clínica del Country, nos acogieron, compartieron nuestro dolor sintiéndolo en carne propia y haciendo todo lo humanamente posible por salvar a nuestro hijo, lo que consiguieron finalmente de la mano de Dios.

A Ernesto Moreno, el Fley: amigo, socio, compañero y hermano; gracias, muchas gracias por estar siempre a nuestro lado dispuesto a jugársela por nosotros en las buenas y en las malas. Siempre estaremos en deuda.

También quiero agradecer a las miles de personas que nos apoyaron con sus oraciones y buenos deseos para superar este trance del que, gracias a Dios, salimos victoriosos.

CAPÍTULO I

DOS ACCIDENTES Y UN MILAGRO

—¡Nos mataron a Daniel! —le grité a mi esposa cuando la vi corriendo hacia mí.

Mi hijo estaba botado en el piso completamente inmóvil, me lancé sobre él llamándolo con la esperanza que me contestara. Estaba frío, con los ojos abiertos, sin vida; sangraba por la nariz, el oído y la boca; su lengua, un poco afuera, tocaba el piso. No respondía a mis llamados y sentí que mi vida se iba con la suya.

En fracciones de segundo uno piensa mil cosas: no cree que eso le pueda estar pasando, aunque parece imposible, uno piensa en la familia, en el entierro, en sus ilusiones truncadas, en cómo será la vida sin él... Ahora que recuerdo, cuando recibí la llamada de mi hijo, contándome que se había chocado, estaba en una cena con unos amigos y les dije que volvería en una hora porque no era nada serio; sin llegar a imaginar que ese episodio cambiaría nuestras vidas para siempre.

El carro que manejaba Daniel tenía golpeado el lado delantero derecho, rota la farola y hundida la persiana; lo que desplazó el radiador hacia atrás e impedía prenderlo. Él estaba muy nervioso porque era la primera vez que se chocaba, iba con su novia y el carro no era suyo, era un Mercedes que le había prestado su abuela. Yo lo tranquilicé y llamé a la aseguradora para que se ocuparan de todo, luego me fui caminando hasta el otro carro para ver qué daños tenía y si era posible llegar a un arreglo rápido. Cuando me acerqué no me dio buena espina. Los números de la placa del otro carro, un Mazda, eran 666. Sentí un frío extraño, pero me dediqué a revisar los daños: tenía golpeada la esquina trasera izquierda, no era grave, ni siquiera se había dañado el stop. Daniel había tenido que frenar muy fuerte porque el otro carro invadió su carril, el Mercedes al frenar se bajó y chocó la parte baja del Mazda.

Cuando me vieron llegar, las señoras que iban en el Mazda se bajaron, las saludé y les dije que afortunadamente no había sido nada grave. Ellas inmediatamente le echaron la culpa a Daniel, yo les respondí que se veía claramente que ellas habían invadido su carril, pero no valía la pena discutir. En ese momento llegó el representante del seguro de ellas y les dijo que no aceptaran mi proposición de arreglar por las buenas, sino que esperáramos a la policía porque estaba seguro de que podrían comprobar la culpabilidad de Daniel. No hablé más y me fui a la camioneta en la que habíamos llegado mi esposa y yo a esperar, sin imaginar lo que esa demora representaría horas más tarde.

Al rato llegaron dos motos de la policía y los representantes de mi seguro, nos bajamos del carro y fuimos hacia ellos. Como estábamos en el carril rápido de la autopista norte, los agentes colocaron sus dos motos en contravía con todas sus luces encendidas, a unos 20 metros del Mercedes. Estábamos en peligro cada minuto que permanecíamos allí, los carros pasaban a altas velocidades por un lado, y por el otro los buses de TransMilenio. La policía se dedicó a hacer el croquis, mientras la representante de nuestro seguro trataba de convencer a las señoras de aceptar un acuerdo, lo que fue imposible. Cuando terminó la policía, se acercaron a donde estábamos y llamaron a las señoras del Mazda para invitarlas a que aceptaran nuestra oferta de que cada uno asumiera sus daños, pero su respuesta no cambió, a pesar de que la policía les dijo que la culpa era de ellas por haber invadido el carril rápido.

Mientras esperábamos a que algo pasara, nos sentamos en nuestra camioneta. Tres horas después del choque, las señoras del Mazda decidieron aceptar la oferta, así que Daniel y yo teníamos que ir a firmar el acuerdo en el baúl del Mercedes, que se estaba usando de escritorio. Estábamos de espaldas a los carros que venían del norte, que para ese momento eran pocos, firmamos y esperamos las copias que nos daría la policía. Me di vuelta hacia el norte y vi a lo lejos una sombra, era un carro que se acercaba sin luces a gran velocidad por el carril en el que nos encontrábamos, pensé que disminuiría la velocidad, que cambiaría de carril... Aparecía con la luz amarilla de los postes de la autopista y desaparecía hasta llegar a la siguiente, como en cámara lenta. Sentí un frío espantoso, mucho miedo, era como si estuviera viendo una película. Me pareció una eternidad, aunque en realidad fueron fracciones de segundo.

Cuando reaccioné, vi que no cambiaría de carril y menos reduciría la velocidad, así que grité lo mas fuerte que pude: “¡Viene un carro sin luces y no va a parar!”. Era inminente el choque contra las motos, entonces me lancé hacia el carril de TransMilenio y caí sobre el separador. No pensé en Daniel, me olvidé que él estaba allí… Sonó el golpe del carro llevándose todo por delante y quedó un silencio sepulcral. Me levanté y vi el Mercedes destruido, el golpe lo había lanzado contra mi camioneta y estaba incrustado en ella. Caí en cuenta de que mi hijo estaba allí y salí desesperado a buscarlo, gritaba “Daniel, Daniel” sin obtener respuesta, empecé a oír gritos de auxilio pero no de él y de pronto lo vi inmóvil, muerto.

Volteé a mirar el carro que había causado la tragedia, su parte delantera estaba completamente destruida. Al acercarme sentí el intenso olor a alcohol que emanaba el conductor y le grite desesperado: “¡Mató a mi hijo!”. Uno de los policías trató de calmarme, pero entre más veía al tipo más rabia me daba, ni siquiera se había dado cuenta del accidente que había causado y seguía conduciendo su carro sin percatarse que estaba detenido. Marisa venía corriendo y yo le gritaba: “¡Nos mataron a Daniel! ¡Nos lo mató ese borracho!”. Ella sólo decía: “No, no Dios mío, no”.

Aumentaron los gritos a mi alrededor, reaccioné y volteé, atrás mío estaba la cuñada de la conductora del Mazda gritando, tenía a su mamá arriba y encima de ellas una de las motos de la policía que había sido lanzada por el golpe.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba sin recibir respuesta —¡Mamá! ¿Qué voy a hacer sin ella?

Todo era confusión. Es increíble como en un instante la vida puede cambiar tan radicalmente, todo estaba ya arreglado y de pronto se nos vino el mundo encima.

—¿Qué le pasó a mis piernas? ¡No las siento! ¡Mi brazo no responde! —gritaba mi abogada sin parar.

Eran segundos que parecían horas.

Me agaché junto a Daniel gritándole que por favor me respondiera y seguía sin moverse. Alguien se paró junto a mí y me pidió que lo dejara tocar a mi hijo.

—Está muerto —le dije.

—Déjeme tocarlo, yo sé de esto —lo miré, era un hombre joven, común y corriente; un muchacho normal.

—Déjeme tocarlo —me hice a un lado y dejé que se agachara. No recuerdo su cara, aún hoy no sé quién es. Me indicó que le tocara los tobillos y las rodillas.

—Búsquele el pulso —yo no sentía nada.

Me parecía imposible estar viviendo eso, no podía creer que tendría que enterrar a mi Dani, vi a sus hermanas sufriendo, pensé que no podría gozarse su cuarto en el apartamento que estábamos remodelando... No sé por qué uno piensa en esas cosas, pero ¿qué más se puede pensar cuando el mundo se le está acabando?

—No lo mueva —decía ese misterioso hombre mientras revisaba la parte alta del cuerpo de Daniel.

Marisa gritaba como loca, lloraba y le gritaba al borracho que seguía como si nada.

—¡Está vivo! ¡Está vivo! Tranquilícese, ya le encontré el pulso —dijo el muchacho y Daniel se movió.

Movía su brazo izquierdo y un poco sus piernas, pero sin coordinación alguna, eran como simples impulsos, no parecía que se estuviera moviendo con algún fin.

—Tranquilo, tranquilo. Quédate quieto —le dije.

—¿Qué pasó? ¿Qué pasó? ¡Mamá! ¡Mamá! ¡No me dejes! ¡Te necesito! ¿Qué voy a hacer sin ti? —gritaba la mujer, que ya se había dado cuenta de que su madre no despertaría, su sangre corría por el pavimento.

Una intensa mancha espesa se acercaba a Daniel, yo no quería que lo tocara y trataba de correrlo, pero me gritaban que no lo moviera. Él empezó a untarse y a resbalarse en ella, yo levanté la vista y había una ambulancia a nuestro lado, no habían pasado más de cinco minutos desde el impacto y nadie la había llamado. El hombre que me ayudó hacía señas para que recogieran a Daniel, mi esposa gritaba apurándolos. Las otras personas querían que se llevaran a la señora, pero el chofer dijo que Daniel era menor de edad y tenía prelación. El hombre misterioso ayudó a poner a Daniel en la camilla y Marisa le gritaba al chofer: “Al Country, al Country. ¡Rápido!”.

A pesar de que había otros lugares más cercanos para llevarlo, mi esposa insistió en la Clínica del Country. Allí había nacido nuestro hijo, pero no sólo por eso tenía una importancia especial. Diecisiete años atrás, él se había enfrentado allí a la muerte para salir victorioso e, inconscientemente, esperábamos que repitiera esa hazaña.

Daniel nació con los pulmones colapsados, los médicos sólo nos lo dejaron ver un segundo después del parto, porque tenían que llevarlo a cuidados intensivos para conectarlo a un respirador. Con el paso de las horas, el bebé en vez de recuperarse se ponía peor, tanto así que tuvieron que ajustarle el respirador al 100% de su capacidad para obligar a los pulmones a “inflarse”, pero no funcionó, todo lo contrario, se le reventó uno por la fuerza del aparato.

Al recibir esa noticia le pregunté al doctor si el niño moriría esa noche, pero me dijo que todavía tenía el otro pulmón, que debíamos rezar para que funcionara, y eso hicimos con todos los que nos acompañaban en la clínica. Como a la media noche nos comunicaron que el otro pulmón también se había reventado, pero Daniel no murió, le habían realizado un procedimiento que impidió que el aire que salió de los pulmones desplazara los otros órganos; ahora nos tocaba esperar entre 24 y 48 horas a que los tejidos se regeneraran. Daniel debía aguantar.

Pasamos la noche casi en vela y al amanecer el pequeño seguía igual, firme y peleando por su vida; había soportado la noche sin problemas y estaba estable. Continuamos rezando y el doctor Huertas, nuestro pediatra, se mantenía al lado de la incubadora, pues el niño no había podido comer y estaba muy débil. Era una situación inesperada, porque el embarazo había transcurrido sin novedad y hasta ese momento madre e hijo no habían tenido ningún inconveniente.

Era muy angustiante y frustrante no poder tener a nuestro hijo. Los días pasaron y el pequeño seguía firme luchando, mientras nosotros manteníamos nuestra fe en Dios y en la Virgen. El bebé estaba conectado a cuanto aparato existía y debían sacarle sangre cada día para oxigenarla; nos parecía muy cruel tener que someterlo a ese procedimiento, así que alquilamos una máquina, de las dos que había en la ciudad, para que fuera menos doloroso. No importaba el costo, aunque no sabíamos cómo la íbamos a pagar, lo importante era que nuestro hijo sobreviviera.

Llevábamos ocho días en el hospital cuando recibimos una noticia muy dolorosa. Llegamos a la sala de cuidados intensivos de neonatales y no nos dejaron entrar, estaban cerradas las persianas, nos apresuramos a preguntar qué había pasado y nadie nos quería dar razón, cuando ya nos vieron como locos, la jefe de enfermeras, Nelly, nos llevó a un lado y nos dijo que podíamos entrar, pero que tuviéramos mucha prudencia porque un bebé había muerto esa mañana. Nosotros no descansamos hasta ver a nuestro Dani vivo en su incubadora, lleno de cables y mangueras. Los padres del otro niño estaban allí, era una escena muy fuerte: el bebé estaba envuelto en una sábana, visible sólo su carita; los padres lo miraban llenos de dolor. Nosotros salimos pronto de la sala con el corazón en la mano, nos dedicamos a rezar para que Dios nos librara de protagonizar una escena así.

Al otro día cuando llegamos vimos la incubadora de Daniel abierta… sentimos un escalofrío horrible. Nos dijeron que lo habían tenido que cambiar a otra porque tenían que colocarle una lámpara especial que simula el sol, sus niveles de bilirrubina habían subido y con esa lámpara se le bajaban. Él seguía muy grave, pero cuando lo tocábamos se disparaban todos los aparatos y se desestabilizaba, aunque era un bebecito sentía que éramos sus padres, sabía que éramos su familia y se emocionaba al sentir que estaba con nosotros.

A nuestra hija mayor, María, la habíamos tenido que dejar viviendo con sus abuelos pues Marisa, mi esposa, prácticamente se trasladó a vivir a la sala de espera. Daniel ya era famoso en la clínica, la gente nos preguntaba al pasar cómo estaba, alguien en esa época nos dijo que pensáramos en el Daniel de la Biblia, el que había sobrevivido a la fosa de los leones, nos dijo: “Confíen en Dios, se va a salvar”.

Por fin Dani salió de cuidados intensivos, pero para salir de la clínica necesitaba mejorar hasta alcanzar la incubadora que quedaba cerca a la puerta de salida. A medida que los niños mejoraban los iban moviendo de incubadora, cuando estaban en la de la puerta, significaba que saldrían pronto. Dani estaba cerca de la ventana y cuando llegábamos por las mañanas, lo veíamos desde el parqueadero. Un domingo, llegamos a la clínica y vimos su incubadora abierta, nos emocionamos mucho, estábamos seguros que estaría en la de la salida, pero no fue así, estaba nuevamente en cuidados intensivos; la desilusión fue total. Una enfermera, al darle su tetero en la noche, hizo que Daniel broncoaspirara y sus pulmones se contrajeron nuevamente, estábamos como al principio, conectados al respirador.

Afortunadamente, el niño ya tenía tres semanas de nacido y era mucho más fuerte que antes. Con el paso de los días le iban bajando a la intensidad del respirador, lo alimentaban por una sonda ubicada en su cuello y su semblante era mejor que al principio, sólo era cuestión de esperar.

Una semana después, llegamos como todos los días a la clínica y nos lo tenían listo para llevárnoslo, no lo podíamos creer; la felicidad fue total: podríamos irnos a casa. Me apresuré a bajar a la caja de la clínica para pagar la cuenta, ya la noticia de que Daniel saldría se había regado y al llegar a la caja me dijeron que la cuenta se demoraría porque la liquidación era larga, finalmente habían sido algo más de 30 días; pero al ver mi cara de desespero y ansiedad, me dieron la boleta de salida y me dijeron: “Corra, llévese a su bebé y vuelva en una semana para que veamos la cuenta”. Siempre nos trataron como viejos conocidos y no como un número de habitación, por eso llevamos a Daniel allí el día del accidente. Lo habíamos perdido y recuperado una vez, podría ser que se nos repitiera el milagro.

La ambulancia arrancó a toda velocidad con su sirena encendida y yo me quedé como zombi, estaba en shock, ni siquiera oía lo que pasaba a mi alrededor. Recuperé mis sentidos, pero no sabía qué hacía allí, hasta que todo volvió. Reaccioné y llamé a Ernesto, el Fley, un gran amigo que es médico; le grité que a Daniel lo habían atropellado y que iba muy grave en una ambulancia a la Clínica del Country. Me tiró el teléfono. Luego supe que ni siquiera tomó su carro, salió corriendo desde la carrera 11 por la calle 85 hacia el occidente, la clínica queda en la carrera 16 con calle 82.

Llamé a los amigos con los que iba a comer esa noche, pero les gritaba como loco y no me entendían, cuando por fin lo lograron, salieron corriendo a ayudarme porque yo en realidad no sabía qué hacer, seguía parado en medio de esa escena de caos y dolor. De pronto vi a Sol, la novia de Daniel, parada junto a mí en estado de shock, tenía la mirada perdida y sólo lloraba. La abracé y pensé en lo terrible que debía ser para ella, tan joven, ver esas escenas terroríficas. La consolé y llamé a su mamá para que la recogiera.

No tenía forma de conseguir noticias de Daniel, pero algo me decía que seguía vivo.

CAPÍTULO II

EL REGALO DE LA VIDA

—Si no se calma, paro —le dijo el chofer de la ambulancia a Marisa—. Está poniéndonos en peligro, cálmese.

—¿Ya vamos a llegar? Lo estoy perdiendo —dijo el paramédico—. Está muy mal, se nos muere.

Marisa seguía gritándole al chofer que se apurara, a pesar de la advertencia que le había hecho, hasta le daba instrucciones del camino que debía tomar para que llegaran más rápido, pero el chofer decidió ignorarla. Cuando por fin llegaron, ella bajó de la ambulancia, entró a urgencias, agarró al primer médico que encontró y le pidió a gritos que salvara a su hijo. Dani estaba en shock, no tenía pulso y el doctor Douglas, que había respondido a los gritos de mi señora, empezó la reanimación hasta que logró estabilizarlo devolviéndolo a la vida por segunda vez esa noche.

Yo seguía en la autopista tratando de no dejar nada pendiente. Los policías que estaban con nosotros cuando pasó todo, me abrazaron y me agradecieron porque, según ellos, yo les había salvado la vida.

—Si usted no grita, ¡nos hubiéramos muerto todos! —me dijeron—. Cuando oímos el grito, nos volteamos y vimos el carro venir sin control, cada uno saltó para un lado.