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El duelo en los niños

© 2013, Isa Fonnegra de Jaramillo

© 2013, Intermedio Editores Ltda.

Edición

Jineth Ardila

Portada

Agencia-Central

Diseño y diagramación

Claudia Milena Vargas López

Intermedio Editores Ltda.

Av Jiménez # 6A-29, piso sexto

www.circulodelectores.com.co

Bogotá, Colombia

Primera edición, febrero de 2013

Desarrollo ePub: Hipertexto

ISBN: 978-958-757-286-5

Para mis nietos Manuela, Susana, Pablo, Nicolás, Martín, Sofía, Verónica, Rodrigo y Alicia, cuyas vidas han enriquecido mi corazón.

Los casos, las anécdotas y los fragmentos de historias de vida presentados en este libro son todos reales, aunque los personajes y los lugares han sido alterados para respetar la privacidad de quienes los compartieron conmigo. A ellos, mi gratitud.

A lo largo del texto usaré la palabra niño para hacer referencia indistintamente a niñas y niños, sin que esto signifique ningún tipo de preferencia por uno u otro género.

Introducción

Quisiera compartir en algo mi pasión por el tema de la muerte, del morir, del sufrimiento, del duelo y los traumas. Desde que nací, mi mamá nos arrulló a mí y a mis ocho hermanos con la siguiente canción, cuyo origen desconozco, tal como yo lo he hecho invariablemente con mis hijos y mis nietos:

A Periquillo el Aguador muerto lo llevan en un cajón;
el cajón era de pino,
muerto lo llevan en un pepino;
el pepino estaba crudo,
muerto lo llevan en un embudo;
el embudo no tenía pico,
muerto lo llevan en un borrico;
el borrico tenía frío,
muerto lo llevan en un navío;
y el navío se desfondó.
Adiós, Periquillo el Aguador.

Se mantuvo por años la creencia de que los niños eran intocados por la muerte porque eran preconceptuales, porque no pensaban ni tenían herramientas para poder entenderla. Se creía entonces que los niños no hacían duelos. Con la disculpa de que eran muy pequeños para comprender, se les marginaba de los hechos, se les daban respuestas breves, torpes e inexactas a sus preguntas, y sus necesidades eran desatendidas.

Hoy, afortunadamente, todo ello ha sido revaluado. Un niño no tiene que estar en capacidad de comprender los dilemas filosóficos que la muerte plantea para sentir temor y dolor ante la separación, el abandono y la ausencia.

Como la muerte hoy día se ha alejado y desritualizado, la mayoría de los niños no tienen una experiencia directa ni un contacto real con la muerte hasta la adultez. Esa afirmación rige para muchos lugares del mundo; pero, en países como Colombia, que han vivido una guerra cruenta y violenta por años, muchos de nuestros niños han crecido inmersos en una sobredosis de muertes que han penetrado sus vidas y sus ambientes familiares, a través de los medios de comunicación o, en casos peores, en su realidad inmediata. ¿Cómo evolucionará su vivencia de la muerte con el transcurso de los años? ¿Cómo y cuánto se alterarán para ellos el sentido y el disfrute de la vida? Aún no lo sabemos.

Este libro es un manual sencillo, concreto y claro, dirigido a los adultos cercanos a un niño que tristemente viva en carne propia el dolor de la muerte. Con un libro como este se pretende evitar el daño, no el dolor. Por ello, enfatiza en la importancia de comprender el duelo de un niño y apoyarlo y ayudarlo de manera empática en su recorrido para prevenir sufrimientos innecesarios y ulteriores problemas en su desarrollo emocional.

No necesitamos ser psicólogos, ni psiquiatras, ni expertos en tragedias, para poder entender y ayudar en su duelo a ese niño que amamos y que ha sufrido una pérdida: bien sea la separación de sus padres, la muerte de un ser querido y cercano, incluida su mascota, o el traslado a vivir a otro lugar, ciudad o país.

Espero que su lectura le ofrezca a usted, lector, pautas y estrategias adecuadas para emplear en los casos difíciles que involucren al niño vulnerable, confundido y asustado que enfrenta una tragedia.

EL NIÑO ANTE LA MUERTE

Preparar al niño para su encuentro con la muerte

Así como hoy en día en casi toda institución escolar se aborda el tema del sexo con respeto, claridad y cuidado, dentro de lo denominado como educación sexual, el tema de la muerte también debiera trabajarse desde los primeros años escolares dentro del concepto de educación para la muerte, con honestidad, sensibilidad y respeto, por parte de un profesor preparado para hacerlo.

Pero si usted, papá o mamá, tiene el privilegio de explicarles la muerte a sus niños antes de que les haya tocado vivirla en la familia, no vacile en hacerlo. Para lograrlo, con un niño pequeño de dos o tres años, utilice las ocasiones cotidianas en que aparece la muerte. Una mariposa muerta, unas flores ya secas en el florero, unas hojas de un árbol tiradas en el suelo, un pajarito que choca contra un vidrio, son todas oportunidades propicias para explicarle a un niño que todo lo que está vivo, incluyendo las plantas, los animales y los seres humanos, un día dejará de vivir o, mejor dicho, se morirá. Aprovechemos para mostrarle al niño cómo ese pajarito ya no respira, no se mueve, no abre los ojos, no siente ni frío ni calor, ni hambre, y aunque le cantemos o le soplemos con amor, no puede revivir, porque lo que está muerto, está muerto. Igual con la flor, la hoja o el pescadito de la pecera muertos. Se puede invitar al niño a elegir con uno entre echar el pescadito o el pájaro a la basura o al jardín, o hacerle una despedida. En este último caso, que es el mejor, se puede poner el animalito muerto en una caja, envuelto en un trapo o en un pañuelo de papel, abrir un hueco y ponerlo en la tierra, enseñándole que a eso se le llama entierro. Que lo ponemos bajo la tierra porque está muerto, ya no está vivo y no siente nada, y que cuando uno quiere mucho a ese animalito se pone triste, le dice adiós y puede ponerle flores, o palitos, o una cruz sobre la tierra que lo tapa, para recordarlo.

Emplear términos sencillos, preguntarle si entendió todo o si quiere que uno le explique más, en forma cuidadosa y honesta, usando la palabra muerto sin reemplazarla por eufemismos, como “se nos fue”, “se durmió”, “descansó”; será una experiencia inicial de contacto con la muerte muy importante para el niño. Sea siempre consistente en sus respuestas, conteste todas las preguntas, aun las más difíciles, y no varíe las explicaciones de acuerdo con su estado de ánimo, con el tiempo del que disponga o con quienes estén presentes.

Más adelante, al pasar por un cementerio, se le puede recordar aquel entierro y decirle que debajo de cada cruz, piedra o florero que está sobre la tierra, está enterrada una persona que se murió porque estaba viejita o muy enferma, o porque algo grave le pasó, como un accidente.

No abandone el tema. Tampoco lo convierta en el centro de toda conversación, pero cada vez que espontáneamente se presente la ocasión, haga algún comentario que invite al niño a formular sus preguntas si las tiene. Seguramente la primera será: “¿Tú también te vas a morir?”, a lo que puede contestar que sí, pero que cuando esté viejo, porque hay médicos y remedios que lo curan a uno de muchas enfermedades. Que seguramente vivirán mucho tiempo juntos, y se querrán y viajarán, y harán muchas cosas maravillosas antes de morirse. “¿Y la abuela se morirá?”. A todas sus preguntas, conteste con la verdad, sin dar más detalles de los que el niño necesita a esa edad.

La muerte en diferentes edades

Es un dato muy curioso comprobar que los recuerdos de muerte en algunos adultos se remontan a los dos o tres años. A esa edad, el niño ni simboliza ni interpreta la muerte en forma parecida a la del adulto. Sin embargo, esas primeras impresiones se preservan, y permanecen imborrables algunos detalles que otros adultos que compartieron la escena ni recuerdan.

Un hombre de 62 años dice:

Era el 9 de abril de 1948, yo tenía un poco más de dos años y recuerdo muy claramente que a través de las ventanas se veía afuera el rojo del fuego de los incendios, que papá nos decía que nos agacháramos y que vi dos muertos que eran arrastrados por mi padre y mi abuelo hacia adentro de la casa, suponiendo que estaban heridos. Pero no; ellos dijeron: “No hay nada qué hacer, están muertos”. Tenían sangre en la ropa, sombrero negro, y uno llevaba ruana. Sentí miedo. No se me olvidará jamás esa escena.

 

El niño muy pequeño, de menos de dos años, siente la muerte de un ser amado como una separación, una pérdida, un abandono. Puede mostrarse asustado, dormir mal, llorar con frecuencia y rechazar que lo alcen personas extrañas. Percibe que sus rutinas han cambiado y en ocasiones juega a buscar tras las cortinas, en los cajones, debajo de la cama, en los armarios.

El niño de dos a cinco años aún no puede comprender ni manejar conceptos como el tiempo y la muerte. Su mundo es un lugar mágico, el centro del mundo, seguro e invulnerable. A esta edad, la muerte no es final sino reversible. Así lo ratifican los cuentos donde Caperucita, los siete cabritos y Pinocho regresan a la vida, sanos y salvos, luego de haber sido devorados. Los dibujos animados presentan personajes que, tras haber sido aplanados, quemados o heridos, rápidamente se recomponen y la vida sigue igual. Creen en los poderes mágicos para devolver la vida. Explicarles la muerte como un evento final exigirá muchos ejemplos (la mariposa muerta, la flor, la hoja desprendida), en los que siempre debe usarse la palabra muerto, sin ser nunca reemplazada por dormido, voló al cielo o se nos fue (¿Para dónde? ¿Por qué?).

Los niños de seis a ocho años comienzan a ver que lo que se muere está muerto y no vuelve a vivir. Se inquietan mucho por los detalles de la muerte, del funeral, del entierro, del más allá, y formulan interminables preguntas que siempre hemos de contestar, así la respuesta más sincera sea “no sé”.

Entre los nueve y los once años, la muerte es vista como algo que viene de afuera, como un fantasma, un asesino, un monstruo, un algo malo. Aunque a esta edad se comprende que la muerte es final e irreversible, aún no es natural, ni es algo que puede ocurrir a los cercanos. El niño ha desarrollado ya un sentido moral, de bueno o malo, y la muerte puede ser vivida como un castigo por algo malo, hecho o imaginado. Comprende ya la enfermedad, o sea, que el cuerpo se debilita y enferma, y que la muerte puede provenir de dentro de uno mismo. Aunque sabe que no volverá a ver al ser querido que ha muerto, le cuesta aceptarlo. Sabe que lo que se muere no respira ni siente; pero, a veces se preocupa por el abuelo enterrado en la tierra o por la mamá cremada. Sabe que la tristeza es la respuesta natural a una pérdida; pero no puede tolerarla sino a ratos, y busca distraerse o aislarse de ambientes con demasiado dolor y mucha tristeza.

Luego de los once años, un muchacho o una niña comprenden intelectualmente casi como un adulto lo que ocurre en la muerte. La ven como universal, final, irreversible e inevitable. Tratan de encontrarle explicaciones filosóficas o fantasiosas a esa realidad hasta el punto de que a veces parecen obsesionados con ella. En tiempos de cambio entre la dependencia y la independencia, de experimentación y de rebeldías, no es fácil acercarse a un adolescente en duelo. Seguramente rechazará el contacto físico y los grupos de dolientes, buscando refugiarse en los amigos. Para la familia es incomprensible su actitud desapegada y lejana; con frecuencia no comprenden que precisamente porque no sabe qué hacer con tanto dolor se aísla en el computador o en sus audífonos, que lo desconectan con su música. Ante el derrumbe de su familia se distancia de ella para protegerse.

Las experiencias de pérdida o muerte de un adolescente atacan frontalmente sus tareas vitales. Entre los once y los catorce años, en la adolescencia temprana, cuando se lucha por conseguir la emancipación de los padres, la muerte de uno de ellos genera sentimientos de culpa, abandono y rabia. Los de catorce a diecisiete años, comprometidos en conseguir dominio, control y competitividad, se sienten amenazados en su preciada invulnerabilidad; y para los mayores, entre diecisiete y veintiún años, que buscan establecer vínculos, compromiso e intimidad, la muerte de un amigo asusta, deprime y genera cuestionamientos sobre la vida y su valor. En cualquiera de las etapas de la adolescencia, la rabia está presente acompañando la tristeza, y para poder defenderse de ese dolor tan intenso, suele tratar de alejarlo.

Como veremos en otros apartes del libro, la muerte de uno de los padres es una catástrofe para un adolescente, y plantea el riesgo de que sobrevenga una depresión y, en ocasiones, ideas de suicidio; tema que se tratará con detalle más adelante.

LA MUERTE DE UN SER QUERIDO