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UNO

El teléfono repicó el último sábado de noviembre.

—Tu padre está loco —enfatizó la voz materna después de los saludos.

—¿Cómo así que loco? —Andrés se incorporó en la cama.

—Loco, como cualquier loco; diciendo y haciendo pendejadas. No me voy a gastar esta llamada, con lo que vale, explicándote lo que es un loco —resopló impaciente.

—... Pero, ¿qué pasa?

—Pasa de todo. Lo último que dijo fue que quería vender la casa.

—¿Vender la casa?

—Vender la casa, sí señor, con el trabajo que nos costó pagarla. Nos va a dejar en la calle —afirmó—. Y María Fernanda no me entiende, o no me quiere entender, como siempre. Ven lo más pronto que puedas, por favor.

Era más una orden que una petición.

—¿Pero tú estás bien, mamá?

—Por supuesto que estoy bien. ¿Cuándo no he estado bien? —replicó a punto de llorar.

Andrés la tranquilizó cuanto pudo y se despidió. Sin explicar nada, le advirtió a Angelines que iba a encender la lámpara. Dos minutos después hablaba con su hermana:

—¿Hace cuánto no subes a Manizales?

—Como un mes —pronunció con dificultad, como si tuviera algo en la boca—. ¿Por qué?

—Porque mamá llamó hace unos minutos para decirme que papá está loco —aguardó la reacción—. ¿Estás comiendo? —preguntó, incómodo.

—... Arequipe —resonó la voz femenina, más clara—. ¿Que mi papá está loco?

—Eso dijo.

—¡Loco mi papá! ¡Ahí está pintada! Ella siempre dice cosas así —María Fernanda guardó silencio unos segundos—. ¿Y te llamó a estas horas? Es el colmo.

—¿Tú le has notado algo raro?

—No, nada. Cuenta los mismos cuentos larguísimos de toda la vida, sobre gente que uno no conoce, pero de resto... A veces se le olvidan las cosas y le cambia los nombres a los primos, pero es lógico, está envejeciendo.

—¿Sabías que quiere vender la casa?

—¿Vender la casa? —repitió asombrada—. Eso sí me parece muy raro. Si él muere por esa casa.

—Mafe: ¿puedes subir a Manizales en estos días?

—No sé. Valeria ha estado muy agripada y Roberto no puede faltar a los ensayos para el concierto navideño; va a ser solista. No te imaginas cómo está tocando el violín. Te voy a mandar unas fotos para que lo veas. Tienes que estar muy orgulloso de tu sobrino —exclamó.

—Lo estoy, Mafe, no lo dudes —dijo, sin mucha convicción—. Entonces, ¿subes a Manizales?

—No sé si pueda.

—No es tan lejos.

—Ya sé que no es tan lejos, pero eso no quiere decir que sea tan fácil para mí.

—¿Podrías, por lo menos, hablar con papá y ver qué te dice?

—¿Y por qué no lo hiciste tú? —La sensual tesitura telefónica de María Fernanda, que siempre hizo que los amigos de Andrés se empeñaran en conocerla, había desaparecido.

—¿Puedes hablar con él, por favor?

—El problema debe ser de mi mamá y tú lo sabes, pero claro que puedo hablar con él; lo hago cada dos o tres días, no necesitas presionarme.

—No te estoy presionando.

—Voy a hablar con él, no te preocupes —recalcó las últimas tres palabras.

—Gracias. ¿Cuándo te llamo?

—El miércoles —respondió con firmeza.

—Hablamos el miércoles, entonces. —Se resignó Andrés a la espera de casi una semana—. Dales un beso de mi parte a Valeria y a Roberto. Dile que lo felicito.

—Se lo diré. ¿Algo más?

—No, nada más. Un beso para ti.

—Lo mismo. Gracias por llamar. Te quiero mucho —colgó María Fernanda.

Andrés aguzó el oído para detectar cualquier ruido en la habitación de Natalia.

—¿Qué pasa? —preguntó Angelines, somnolienta.

—Mi madre dice que mi padre se enloqueció.

—Eso entendí —levantó la cabeza y ordenó su cabellera corta—. Lo siento mucho. En plenas fiestas.

—No estoy pensando en ir —estiró el brazo derecho para apagar la lámpara.

Angelines hizo un gesto de escepticismo, se quedó mirándolo unos segundos y lo besó:

—La próxima semana nos vamos de compras —volvió a acostarse y le dio la espalda.

El lunes Andrés madrugó a una agencia de viajes y con dificultad reservó cupo para el 30 de diciembre, con regreso el 7 de enero. Mientras descendía hacia la estación del metro, contó los nueve días con los dedos.

María Fernanda llamó en la noche:

—Es cierto que parece que quiere hacer un negocio con la casa —confirmó la versión de su madre.

—¿Y eso es una locura?

—... Es probable —admitió.

—¿Y por qué lo quiere hacer?

—La problemática del país lo tiene muy angustiado.

—¿La situación ha empeorado tanto?

—Es cuestión de opiniones —dijo María Fernanda—. Es que no se sabe muy bien qué va a pasar después de los diálogos de paz con las Farc.

—¿Por qué? —preguntó, aunque era consciente de que las negociaciones con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia nunca habían sido fáciles, ni exitosas.

—Porque el gobierno se ve muy entregado.

—¿Tanto, Mafe?

—Es cuestión de opiniones —repitió—. Yo voy a estar pendiente de él, pero sería bueno que vinieras. Cuando puedas —agregó.

Andrés habló con Angelines y consiguió su apoyo para el viaje. También convenció a su madre de tener paciencia y le confirmó la fecha del vuelo.

Al día siguiente compró el tiquete:

—Ni siquiera es en primera clase —se quejó mientras le tendía la tarjeta de crédito a la vendedora.

—Es altísima temporada —respondió atenta a la vibración de su teléfono móvil.

Más que dispuesto a complacer a Angelines, aceptó pasar la navidad con su suegro en Don Benito, una población extremeña. Con la Sierra de Gredos limitando el horizonte, condujo bajo la llovizna hasta un parador cercano a Talavera de la Reina, donde se bajaron a tomar algo caliente. Natalia, que hasta entonces había exigido mucha atención, se durmió apenas volvieron a la carretera. Angelines también dormitó largos trechos. "De tal palo tal astilla”, musitó Andrés, mientras aceleraba por un tramo seco de la autovía de Extremadura, indiferente al paisaje ondulado.

Sebastián García los recibió con los brazos abiertos. Libró a su nieta del asedio de Billy, un cachorro de labrador, y la besó varias veces. Pocos minutos después Angelines ya había asumido la dirección de la casa de su infancia, a todas luces desordenada. Andrés tomó nota de las manchas en el dorso de las manos de su suegro, la baja concentración de los cabellos que cubrían la cabeza alargada y el envaramiento del tronco, y día tras día fue testigo de sus repeticiones y olvidos, de los empecinamientos que en determinados momentos podían juzgarse como locura. Un buen ejemplo eran sus atenciones a un reloj de péndulo que colgaba de una de las paredes de la sala. Convencido de que cualquier desnivel lo atrasaba, corregía su posición una y otra vez.

—Pero es que esa antigualla no vale un duro, papá —protestó Angelines, consciente de que cada tres o cuatro meses pagaba por su reparación.

Por toda respuesta, Sebastián García escuchó las campanadas con la expresión satisfecha de quien ha cumplido con su deber. A veces Andrés lo acompañaba a caminar por el pueblo al paso lento de sus rodillas desgastadas y lo escuchó recordar con nostalgia a la madre de Angelines, muerta cuatro años atrás.

Después de la opípara cena de Nochebuena, acompañada por vinos de la vega del Guadiana, Andrés permaneció frente al televisor en la planta baja de la casa de la calle Groizard, y poco antes de la medianoche colombiana llamó a sus padres y a María Fernanda. Durante la conversación percibió el entusiasmo de los tres por su próxima visita.

Una tarde perezosa, llena de sol pero fría, Angelines y Natalia acompañaron a Andrés hasta la estación de autobuses de Villanueva de la Serena, la población vecina a Don Benito.

—¿Cuándo vuelves? —le preguntó Natalia, más interesada en Billy que en el viaje de su padre. Había llegado hasta la rabieta para que le permitieran salir a la calle con apenas un vestido de mangas largas, envuelta en una bufanda que recién heredaba de su abuela.

—En dos semanas.

—¿Vendrás aquí por nosotras?

—No. Mamá y tú os vais a Madrid en el coche.

—Te voy a dar un beso —dijo Natalia y jaló la chaqueta de Andrés. Después se apartó para desenredar la correa del cachorro de sus piernas.

—Cuídate —repitió Angelines. Lo había dicho varias veces durante las últimas semanas.

—No me va a pasar nada, no te preocupes —acarició la cabeza de su mujer, los cabellos cortos.

—Allá las cosas están peor ahora —la gripe enrojecía su nariz, tal vez la parte menos atractiva de su cara. "Ganchuda”, la definía Andrés.

—Tú sabes que en los noticieros exageran, tú lo sabes —elevó las cejas y sonrió—. En Manizales nunca pasa nada.

—¿Vas a ver a tu prima?

—... Es posible, sí —bajó la cabeza. A veces lamentaba haberla puesto tan al tanto de su pasado—. Siento mucho la discusión que tuve ayer con tu padre; fue el vino.

A Sebastián García lo obsesionaba el asunto de Mónica Lewinski; le confería la mayor trascendencia para el futuro de la administración de Bill Clinton. Andrés consideraba todo el escándalo una absoluta tontería y lo expresó durante la cena.

—Eso no importa, tampoco era para que se encabronara tanto. Es la viudez.

—Dile que me encantó ir a Medellín.

—No te encantó.

—Tú díselo.

—Se lo diré, pero cuídate por lo que más quieras. Tu país está lleno de salvajes —pronunció con desdén, girando la cabeza para cerciorarse de que un grito de Natalia no significaba ningún peligro.

—Lo haré. Sé que ese dinero nos hará falta, pero necesito saber qué es lo que está pasando con mi padre.

—No te preocupes —volvió a abrazarlo—. Tú cuídate mucho; también de tu "primita” —se quedó mirándolo. "Soñadores”, definía Andrés sus ojos.

El conductor subió al autobús. Andrés levantó a Natalia y le estampó un sonoro beso al que la niña respondió con un híbrido de grito y risa y el labrador con algunos ladridos. La descargó, abrazó a Angelines durante unos segundos, la besó con ternura, y sin dejar de mirarlas, abordó. Mientras el vehículo retrocedía movió su mano derecha de un lado al otro de la ventanilla. Natalia agitó ambos brazos, toda sonrisa. Angelines los miraba con las manos metidas en los bolsillos del abrigo.

Andrés durmió buena parte de los trescientos kilómetros del trayecto y ya en su casa, se preparó un emparedado de chorizo antes de conectarse a internet. Su mensaje fue escueto:

Juliancho:

Confirmado. Llego mañana a eso de las ocho y media de la noche, hora bogotana. Te Hamo del aeropuerto. Si no puedes recogerme, no te preocupes, para eso inventaron los taxis.

Un abrazo,

Organizó la maleta: ropa para diez días, la chalina de El Corte Inglés para su madre, botellas de vino y licor de bellota para su padre, revistas de farándula para María Fernanda, chucherías varias para sobrinos y amigos, turrón de maní duro y blando, una camiseta del Real Madrid con la firma de sus estrellas. Días atrás había llenado un morral con los libros que le encargó Julián; lo llevaría como equipaje de mano para evitar el sobrepeso.

Antes de sentarse a trabajar en el guión que debía entregar en febrero, calentó agua en el microondas para el café instantáneo y llamó a Don Benito.

En la noche, necesitó encender el televisor para quedarse dormido: extrañaba a Angelines.

—¿Aló?

—Hola, Andrés, habla Bienvenido. ¿Te desperté?

—Hola Ben... No. ¿Cómo estás?

—Bien, tío. ¿Es verdad que sales de viaje?

—Sí, hoy. ¿Quién te lo contó? —inmediatamente se arrepintió de una pregunta para la que sabía la respuesta.

—Manolo.

Bienvenido Williams y Manuel Arenas dirigían Calipso Producciones, una compañía especializada en videos educativos e institucionales que contrataba a Andrés para escribir guiones o apoyar sus filmaciones. Arenas era un exiliado cubano con más de diez años de residencia en España, Williams no podía ser más madrileño. A veces, con tragos entre pecho y espalda, hablaban de arriesgarse a hacer algo más creativo, pero tal propósito desaparecía con la sobriedad.

—Al Caribe: ¡Cubatas y bikinis! —Williams imitó el entusiasmo de los anuncios televisivos.

—No propiamente. Mis padres viven en una ciudad que queda a más de dos mil metros de altura sobre el nivel del mar.

—¡Joder, tío! Y a mí que me da taquicardia cuando Almudena me hace subir hasta Ávila. También es que su madre es un monstruo marino.

—Andrés recordó a Manuel Arenas imitando el caminar pesado, bamboleante, de Bienvenido Williams, y su voz ronca.

—Vas a un reencuentro familiar.

—Sí y no. Parece que mi padre no está bien.

—¡Qué contrariedad, vamos! Lo siento mucho, muchísimo. Espero que no sea nada grave.

—Yo también —evadió las explicaciones.

—¿Y cuándo vuelves?

—A mediados de enero.

—A mediados de enero —repitió despacio—. Si puedes, sólo si puedes, y si te apetece, acuérdate de nuestro guion. Solo si puedes.

—Claro que sí. De todos modos ya está casi listo —mintió.

—Eso me alegra. Y tráele algo a Manolo, recuerda que en esta época se pone muy sentimental; tú sabes lo nostálgicos que son los cubanos. ¿Vale?

—Vale.

—Que tengas buen viaje, tío, y que encuentres bien a tu padre. Nos vemos el próximo año.

—Gracias, Ben, y que tengas un feliz 1999.

—Que lo tengamos todos; si es que no se acaba el mundo.

Andrés cortó la comunicación y llamó a Don Benito. Natalia lo obligó a inventar una descripción del avión en el que volaría. Angelines insistió en que se cuidara mucho; "también de tu prima”, reiteró aprensiva. Se vistió y bajó a la cafetería de la esquina; dejó medio churro en el plato. Corrió al cajero automático para retirar unas pesetas más, las cambió por dólares y volvió al apartamento por la maleta y el morral. Media hora después salió del metro en la estación de Colón, listo para tomar el autobús a Barajas.

En el aeropuerto distrajo los cuarenta minutos de retraso comprando en las tiendas libres de impuestos. Sus ojos no evitaron ni insistieron en los colombianos que esperaban la deportación; estaba seguro de que el grupo no lo integraba ninguno de sus conocidos.

Los créditos de la película desfilaron hasta el final y las pantallas, tras unos segundos de azul intenso, volvieron al mapa del Atlántico, a la representación del Boeing 767 acercándose a las islas del Caribe, pregonando su altura y velocidad. Andrés buscó en el brazo de la silla los controles del reproductor de sonido. Pasó de un canal musical a otro: un tango y Mack the Knife orquestados, una pieza operática, algo infantil, Memories al piano —Richard Clayderman, tal vez—, las repeticiones del Bolero de Ravel. Paró en The Logical Song de Supertramp, afirmando los audífonos sobre su cabeza. Miró el espaldar del asiento delantero; en el bolsillo reposaba la carpeta con el guion que escribía desde semanas atrás. Su vecina, una mujer de mediana edad, leía una edición en verso de La odisea. Aunque nunca había querido ni hojear ese libro, periódicamente fijaba la vista en el volumen de tapa dura forrada con un papel satinado que imitaba el mármol, un capitel jónico negro en la parte superior del lomo. Al otro lado del pasillo, enfundado en una camiseta roja que invitaba a un festival de jazz, un hombre de unos cincuenta años y raza negra se desparramaba en la silla mientras los dedos de su mano izquierda tamborileaban sobre el muslo, los ojos cerrados. Andrés inclinó el espaldar y relajó los párpados, convencido de que le sería imposible dormir. Despertó cuando su vecina escogía la cena. La siguió en su preferencia por la ternera, y mientras retiraba el papel aluminio de los bordes del recipiente plástico, reconstruyó el sueño que acababa de tener: pedaleaba cuesta arriba con su abuelo paterno acomodado en la parte trasera de la bicicleta, las ruedas atravesando una zona pantanosa llena de pequeños cocodrilos verdes, brillantes y muy bonitos, que lanzaban sus fauces con voracidad. Pero también recordaba el paso de algunos pasajeros hacia los baños, el llanto del niño de la fila inmediata a primera clase y el comienzo de Into the Groove de Madonna.

Se comió todo, hasta los arbolitos de brócoli, que no le gustaban mucho; pidió otro whisky, abrió la persiana plástica y llenó el formulario de aduanas: no tenía nada que declarar.

Las luces de la sabana de Bogotá aparecieron solo al final del descenso. Entre adormilados y ansiosos, la mayoría de los pasajeros se acicalaron cuanto pudieron; una joven de rasgos nórdicos y una morena con los vellos de los brazos tinturados de oro, que se habían quedado apenas con unas camisetas en las que se marcaban sus pezones, se pusieron las camisas mientras las azafatas recogían las almohadas, las mantas y los audífonos que habían repartido al comienzo del vuelo, obviando las servilletas, las bolsas plásticas, las revistas y las hojas de los diarios que reptaban entre las patas de las sillas. El piloto estabilizó la nave y las llantas tocaron tierra con suavidad. Algunas personas aplaudieron. Cuando la velocidad disminuyó lo suficiente, un hombre maduro se paró, desatendiendo las advertencias de la tripulación y los efectos de la inercia, y buscó el seguro del maletero con la mano derecha.

Andrés no pudo evitar mirarlo con ironía. Bienvenido Williams le había hecho notar que muchas personas se apuran más allá de lo lógico para abandonar los aviones; saben que es probable que tengan que esperar un autobús, que los controles de inmigración y aduana los detendrán, que pueden tener dificultades para conseguir un taxi, y sin embargo procuran situarse para descender lo más pronto posible. Bienvenido Williams consideraba esta conducta una especie de conversión del miedo a volar, y soportaba su teoría en un apabullante cúmulo de argumentos, como ocurría con casi todos los temas que captaban su interés. "Es que desde niño le tocó explicar el origen de su nombre”, se burlaba Manuel Arenas.

Sin abandonar el asiento, su vecina desabrochó el cinturón de seguridad, adelantó un poco el cuerpo y posicionó el pie derecho en el corredor, anunciando que estaba lista para incorporarse y hacer respetar su turno. Andrés sonrió y dejó vagar los ojos por las instalaciones aeroportuarias mientras esperaba el momento oportuno para levantarse y cargar con el morral lleno de libros. Pensaba permanecer unos minutos en el aeropuerto El Dorado para hacer unas llamadas telefónicas: Angelines, su madre, su hermana, Julián.

—¿Aló?

—¿Papá?

—¿A quién necesita?

—¡Papá! Soy yo, Andrés.

—Andrés. Mijo. ¿Ya llegó?

—Sí, señor, ya llegué.

—¡Qué bueno! ¡Qué bueno! ¿Qué tal el viaje?

—Bien, papá, sin problemas.

—Qué bueno —repitió—. Su mamá está en la cocina. ¿Quiere hablar con ella?

—No, papá, simplemente quería avisarles que ya llegué.

—¿Y le avisó a María Fernanda?

—Sí, papá, ya hablé con ella.

—¿Y dónde se va a quedar allá en Bogotá?

—Donde Julián Restrepo, papá. Él y yo nos comunicamos por internet.

—Bien —vaciló la voz. Internet le sonaba a misterio.

—Tengo vuelo para Manizales mañana a mediodía.

—¿Entonces lo esperamos para almorzar?

—No, papá, almuercen tranquilos. Si llego a tiempo los acompaño.

—Si quiere lo esperamos.

—No, papá, almuercen tranquilos. Usted sabe que el aeropuerto de Manizales lo cierran por cualquier llovizna.

——Eso siempre ha sido así, mijo. ¿Y ya habló con Julián?

—Él ya sabía que yo llegaba, papá, pero de todos modos lo voy a llamar.

—Es mejor. Es mejor...

—Entonces nos vemos mañana.

—Bueno, mijo. Nos vemos mañana. No se imagina cómo me alegra que haya venido.

Andrés se quedó escuchando el timbre del teléfono unos segundos y marcó a casa de Julián:

—¿Aló?

—¿Julián?

—¡Don Andrés Giraldo! ¡Al fin! Creí que se había ido para Miami, como está haciendo todo el mundo. Venga, pues, que ya abrí la botella de Juan de la Cruz y yo no más con el olor me emborracho. Lo espero.

 

 

—... en La Soledad —complementó Andrés la información.

La impresora realizó seis recorridos y la mujer le extendió el comprobante que registraba la tarifa autorizada. Con el morral sobre los hombros, jaló la maleta hasta el primer taxi de la fila. Un hombre joven, casi un muchacho, bajó del vehículo. La cachucha azul de Millonarios, llena de estrellas, cubría su cabeza.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches —le entregó el comprobante.

El taxista lo metió en uno de los bolsillos de su impermeable amarillo, y tras disponer mejor lo que tenía en el baúl, acomodó la maleta.

Antes de irse para Madrid, la avenida El Dorado era para Andrés un puente que salvaba el abismo entre Manizales y una ciudad más grande y con mayores posibilidades que la suya. Ahora le parecía una vía mal señalizada, e imprudentes las velocidades de los vehículos que cambiaban de carril para salvar las irregularidades del pavimento.

Tras distraerse un minuto con el alumbrado navideño, concentró su atención en el rumbo que seguían. Frente a Angelines había desestimado los peligros que afrontaría en Colombia, pero era consciente de que podía ser víctima del paseo millonario y terminar narcotizado, utilizando sus tarjetas débito y crédito en los cajeros automáticos hasta vaciar sus cuentas o, en el peor de los casos, secuestrado hasta que alguien pagara por su rescate. Aunque prefería los taxistas silenciosos, lo hubiera tranquilizado que este hablara de algo; escuchaba un programa radial sobre fenómenos paranormales y era tanto su interés que incluso le había bajado el volumen al receptor de onda corta que lo mantenía en contacto con su empresa. Andrés reprimió el deseo de mencionarle dos o tres sitios que le dieran a entender que conocía bien Bogotá. "¿Por qué es tan difícil conseguir un buen mapa de las ciudades colombianas?”, se preguntó. Dos edificaciones simétricas de ladrillo rojo, con una especie de pirámide azul como preámbulo, sobrecargadas de luces festivas, captaron su atención; su estilo y magnitud lo hicieron pensar que debía ser algún tipo de sede gubernamental. Un kilómetro después identificó los edificios blancos de tres y cuatro pisos de la Universidad Nacional y aliviado, no puso mucha atención en cuál fue el desvío que tomaron hacia el norte de la ciudad.

La aprensión regresó cuando transitaban por las calles del barrio La Soledad, poco iluminadas y con arbustos en los andenes. Superaron un tramo con el asfalto destrozado y, tras un nuevo giro, Andrés comprobó que estaban a unos metros de la dirección que buscaban. El número correspondía a un edificio estrecho, de ocho pisos, y la fachada reflejaba las intermitencias de un bastón navideño. Pagó un poco más de lo estipulado en el comprobante. El taxista no se lo agradeció pero le subió la maleta los siete escalones que separaban el andén de la puerta de vidrio.

El portero estaba advertido de su llegada. Tras confirmar el nombre le franqueó la entrada y señaló el ascensor.

—El setecientos cuatro, doctor —pronunció con voz de jubilado. Una ruana café resguardaba su cuerpo del frío.

—Gracias. Que pase buena noche —dijo Andrés.

Cuando el ascensor se abrió, Julián lo esperaba sonriendo, con una gorra de lana en la cabeza y sendos vasos de ron en las manos.

—¡Andrés!

—¡Juliancho! —lo abrazó.

—¡Qué alegría verte! Seguí —se apresuró rumbo a una puerta en medio del corredor, por la que se escapaba una melodía de jazz.

Andrés jaló su maleta apenas a tiempo para sacarla del ascensor.

—Seguí, seguí. Estás en tu casa —Julián puso los vasos de ron en la biblioteca que flanqueaba la entrada—. Te ayudo —lo sorprendió el peso del morral—. Aquí, aquí —señaló una habitación alargada en la que había una cama doble, dos mesas de noche y, cerca al ventanal, un escritorio en el que descansaba un computador portátil. Puso el morral sobre la silla—. Dejá la maleta por ahí y quitate esa chaqueta que tampoco es que esté haciendo tanto frío —se hizo a un lado para facilitar la maniobra y salió del cuarto. Unos segundos después volvió con los vasos—. Ahora sí. Bienvenido.

—Gracias, Juliancho —Andrés apuró el trago. El sabor añejo del ron confortó su boca.

—¡Qué gusto tenerte aquí! —le palmeó la espalda—. Estás en tu casa —se apartó y señaló la cama—. Este es el comedor principal, en donde tendrás el honor de dormir hoy, con sábanas limpias y todo, pero sin derecho al plato principal; Victoria está de turno. No te preocupés por ella; siempre desayuna en el hospital y llega aquí a las nueve, nueve y media —se quitó la gorra y la dejó sobre el televisor, hundido en el armario situado frente a la cama.

Andrés enfocó los ojos apenas un segundo en la cabeza de Julián: había perdido casi todo el cabello.

—Gracias por recibirme.

—Qué gracias ni que nada, compañero. Mirá esta belleza —levantó un portarretratos: la tez morena de la mujer contrastaba con el traje de novia, que caía muy libre.

A Andrés no le pareció bonita.

—Se ven muy bien.

—Sobre todo yo, ¿cierto? Estaba que me caía de la borrachera, peor que el día de la graduación en el colegio. Ese día nos pasamos.

—Vomitamos y todo, que fue lo peor —la sonrisa de Andrés se disolvió muy despacio—. A propósito de borracheras, en el morral están casi todos los mamotretos que me pediste; los que no, es que no se consiguen en Madrid. ¿Sobre qué es tu tesis?

—El tema no importa, y el título es como de tres renglones, absurdo, como para que los jurados no jodan. ¿Sabés cómo se debería llamar? ¡Viva Chomsky Superestrella! —levantó los brazos.

Andrés soltó la carcajada:

—Pues ponle música y preséntasela a un productor de Broadway.

—No te burlés que me la van a laurear; vas a ver.

—Eso espero; con lo que me costó encontrar esos libros. Y cargarlos.

Julián levantó el morral y caminó hacia la puerta:

—El computador está a tu servicio. La internet es lentísima por no sé qué putas, pero funciona. Vení —salió de la habitación y acostó el morral debajo de la biblioteca—. El baño —señaló a su izquierda—. Y por acá, el área social, donde nos vamos a sentar a hablar mierda.

El resto del apartamento era un amplio salón en el que convivían una cocina muy ordenada, una pequeña barra con tres butacas y unas sillas amplias, forradas con tela cruda, una mesa cuadrada con cubierta de vidrio y, cerca de los ventanales sin cortinas, otra biblioteca, un escritorio pequeño y una estantería baja en la que descansaban un equipo de sonido, una colección de discos compactos y un arbolito de navidad cargado de luces rojas. Entre la cocina y dos de las sillas estaba dispuesto un colchón con almohadas, cobijas y sábanas.

—Ahí duermo yo hoy —se adelantó Julián a cualquier protesta de Andrés.

—No es necesario, yo puedo...

—Vos no podés nada; venís con el cuerpo reblandecido por los lujos y los excesos del primer mundo. La próxima vez...

—amenazó levantando el índice izquierdo—. En esta casa el ron se acompaña con maní, pero dadas las circunstancias te ofrezco dos productos autóctonos: arepa con queso y mantequilla o buñuelos hechos en casa —levantó las cejas varias veces.

—Un buñuelo estaría bien.

—Perfecto. Ahí perdonará el señor que se lo caliente en el microondas.

Andrés recorrió el espacio alfombrado disfrutando del ron. Mientras una de las paredes laterales estaba prácticamente desnuda, un afiche en retablo de Z, la película de Costa-Gavras, cubría la otra.

—¿Dónde lo conseguiste?

—En un viaje a Cali. ¿Tú conociste al cura Eugenio?

—No, creo que no.

—Un cura de Manizales que se volvió cineclubista, abandonó el sacerdocio y maneja la cinemateca del Museo de La Tertulia, en Cali. Un tipo divertidísimo. Tiene una colección de afiches impresionante, y después de unos rones los vende a precios muy decentes. Mantiene ofendido porque cuando finalmente El Vaticano aceptó que ya no fuera cura, el papel que le mandaron decía que lo reducían a laico. Imaginate. Según parece somos unos reducidos.

El olor de los buñuelos se adelantó al timbre del microondas. Andrés sintió una urgencia en el estómago que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo.

—Siéntese, sumercé —Julián imitó a los campesinos del altiplano cundiboyacense—. Estos los hizo Victoria a mediodía, más para probarme a mí que sabe hacer buñuelos que para ofrecértelos a vos, estoy seguro, pero bueno —dejó el plato sobre el cristal y se sentó—. Hagámosle, pues.

—Gracias —Andrés tomó una servilleta y levantó el bollo de harina de maíz y queso costeño. Aunque la cubierta frita había perdido su tensión, el mordisco le supo a gloria—. Delicioso — pronunció con la boca llena. Un vaho lento ascendía desde la masa porosa.

—Es que en esta casa se come bien, modestia apártate.

—Un buen apartamento este. Y la vista es espectacular.

Julián asintió mientras tragaba.

—Es lo mejor. Mucha gente prefiere mirar a Bogotá desde Chapinero Alto, cemento y más cemento; y el alumbrado público les parece divino. A mí me gusta al troncario, contemplar los cerros, aunque los urbanizadores no paren de mutilar los bosques.

Se quedaron callados un momento, contemplando las luces sembradas en las masas oscuras, imponentes, que limitan la ciudad hacia el oriente. En una de las cimas, el santuario de Monserrate brillaba más que de costumbre gracias a la iluminación navideña.

—¿Están construyendo mucho?

—Muchísimo. Y hacen unas cosas. Este edificio, por ejemplo, lo construyeron para oficinas, por eso los ventanales son tan grandes, pero resulta que el plan de ordenamiento territorial dice que esta es una zona exclusivamente residencial —Julián sirvió más ron—. Planeación lo notificó cuando ya estaba casi listo y lo tuvieron que modificar como pudieron. Por eso yo conseguí este apartamento a un precio decente.

—Está muy bien; la adecuación es buena.

—Ahí está a la orden, compañero —levantó su vaso. Andrés lo imitó y los chocaron—. Me alegra mucho que estés aquí.

—Yo también estoy muy contento —bebieron.

—Indiscreción aparte, ¿cómo es eso de que don Jaime está loco? A mí tu viejo siempre me pareció una belleza.

—... Todavía no sé muy bien cuál es la situación. Eso es lo que dice mi mamá, que es una fuente de información más o menos confiable. Lo objetivo es que anda diciendo que quiere vender la casa, sin un motivo que parezca claro. María Fernanda me aseguró que la situación no es tan grave, pero tú ya sabes que a ella nada le parece raro.

—Ni yo le parecía raro. ¿Recordás que fuimos cuñados como por dos meses?

—Sin mencionar vergüenzas, por favor —Andrés adoptó una expresión severa.

—Ay, hombre, a los trece años todo lo que uno hace es vergonzoso; por fortuna son vergüenzas veniales. Además, nunca llegamos a nada. ¡Cómo era de linda! Y yo que ni siquiera me atreví a sofaldarla.

—¿A qué?

—Sofaldar: alzar las faldas. Verbo regular. Está en el Quijote.

—¿Todavía te la pasas leyendo el Quijote?

—No, ya no, pero a veces leo partes con mis alumnos. Es un verbo lindo.

—Lindo —se burló Andrés—. Me alegro de que nunca lo hayas conjugado con mi hermana. ¿Cómo están tus padres?

—Bien, en Cartago, felices con el calorcito; están envejeciendo con más gracia que yo, y mi hermano trabaja en Pereira, en el acueducto, y les da vueltica de vez en cuando.

—¿Y sigues en Los Andes?

—Sí señor. Hasta que la muerte o la globalización nos separe. Es una buena universidad y me tratan bien. ¿Cansado?

—No tanto, dormí en el avión. A propósito: unos edificios que hay viniendo por la avenida El Dorado, con una especie de pirámide azul o verde en la mitad, ¿qué son?

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