cover.jpg

img1.png

img2.png

La nostalgia

de las almendras amargas

© 2014, El Tiempo Casa Editorial

© 2014, Intermedio Editores SAS

Edición

Equipo editorial Intermedio Editores

Fotografía de portada

AFP

Fotografía de contraportada

Getty Images

Diseño de portada

Beiman Pinilla

Diseño y diagramación

Claudia Milena Vargas López

Intermedio Editores SAS

Av Jiménez # 6A-29, piso sexto

www.circulodelectores.com.co

 www.circulodigital.com.co

Bogotá, Colombia

Primera edición, agosto de 2014

ISBN: 978-958-757-406-7

ePub x Hipertexto / www.hipertexto.com.co

LA NOSTALGIA DEL CERCADO AJENO

Por Juan Esteban Constaín

¡Bandido!", cuenta en sus memorias Gabriel García Márquez que le gritó una noche cartagenera, quizás la del 18 de mayo de 1948, Manuel Zapata Olivella. Ambos se abrazaron felices no solo de encontrarse allí en el barrio Getsemaní donde solían alborear al acecho de algún ron y alguna caricia, sino porque la última vez que se habían visto había sido en Bogotá, el 9 de abril de ese mismo año terrible cuando la ciudad ardió por todas sus costuras. Así que ese abrazo era el de dos sobrevivientes que no podían creer que lo fueran de verdad; dos náufragos en tierra firme, dos fugitivos de la muerte. "Manuel, además de médico de caridad era novelista, activista político y promotor de la música caribe, pero su vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo...", escribió García Márquez en Vivir para contarla, y a renglón seguido: "No bien habíamos intercambiado nuestras experiencias del viernes aciago y nuestros planes para el porvenir, cuando me propuso que probara suerte en el periodismo...".

Al otro día los dos trasnochados compinches estaban en la oficina de Clemente Manuel Zabala, quien era el jefe de redacción de El Universal, el periódico liberal recién fundado por Domingo López Escauriaza. Zapata no tuvo que excederse en el encomio de su amigo, pues Zabala ya sabía de él por los cuentos que en Bogotá le había publicado, con un generoso espaldarazo de Eduardo Zalamea Borda, El Espectador. Así que hablaron más de literatura que de otra cosa, y casi sin darse cuenta, con gran escepticismo de su parte, Gabriel García Márquez entró a la primera sala de redacción de su vida. Fue el 20 de mayo del 48 y el periódico lo celebró con una nota en la que daba cuenta del fichaje:

Un día Gabriel García Márquez salió a la orilla del Mojana y se dirigió a Bogotá llevado por su ambición de aprender y de abrir a su inteligencia más amplios y nuevos caminos a su inquietud (sic). Allá ingresó a la Universidad a familiarizarse con las disciplinas de la jurisprudencia y, quedando en su curiosidad intelectual una zona libre, le dio ocupación en el noble ejercicio de las letras. Fue así como, al lado del código, hizo sus incursiones en el mundo de los libros y atenaceado por las urgencias de la creación, publicó sus primeros cuentos en El Espectador. Fueron aquellas primicias de su ingenio una revelación y Eduardo Zalamea, gran catador y gran mecenas de las bellas letras, le hizo llegar su palabra de animación y le abrió irrestrictamente las páginas de su insuperable magazine.

Hoy, Gabriel García Márquez, por un imperativo sentimental, ha retornado a su tierra y se ha incorporado a nuestro ambiente universitario tomando una plaza en la Facultad de Derecho, donde continuará los estudios que comenzara con tan halagadores éxitos en la capital. El estudioso, el escritor, el intelectual, en esta nueva etapa de su carrera, no enmudecerá y expresará en estas columnas todo ese mundo de sugerencias con que cotidianamente impresionan su inquieta imaginación las personas, los hombres y las cosas{*}.

Al otro día, el 21, se publicó su primera columna en El Universal: una nota sobre la derogación del toque de queda en Cartagena, con un comienzo que es también el presagio del estilo y la maestría que luego harían inmortal a su autor: "Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. El reloj de la Boca del Puente, empinado otra vez sobre la ciudad, con su limpia, con su blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de cosa familiar, su irremplazable sitio de animal doméstico.". Fue así como Gabriel García Márquez se inició en el periodismo, un mes después de haber sobrevivido al Bogotazo y a sus cursos de derecho en la Universidad Nacional; fue así como empezó a ejercer ese oficio al que luego llamaría "el mejor oficio del mundo", y del que no pudieron alejarlo nunca ni la fama ni la gloria ni la literatura. Porque estuviera donde estuviera, y con quien estuviera, y como estuviera, García Márquez era sobre todo un periodista: un cronista y un reportero del alma de los otros; de "las personas, los hombres y las cosas". Desde el principio tenía clarísimo que su vocación y su destino estaban en la literatura, sí, pero gracias a esa intervención providencial de Zapata Olivella descubrió que quizás no había mejor lugar para cultivarlos y esperar sus frutos que la sala de redacción de un periódico.

El periodismo fue para García Márquez un laboratorio y un refugio: el cernidor en el que iba decantando muchos de sus temas, y la forja en que fue puliendo y castigando, con paciencia y disciplina, su estilo insuperable y sonoro, esa urdimbre de palabras que eran pescaditos de oro. Se lo dice el maestro a Roberto Pombo en una entrevista que está en este libro:

Lo importante es que hace muchos años que yo vengo con la nostalgia del periodismo, que es un oficio que siempre considero que fue mi oficio original, en primer término; en segundo término, que ha sido muy útil para mí en la literatura porque gracias al periodismo yo puedo divagar, fantasear, hacer todo lo que quiero, pero gracias al periodismo mantengo los pies sobre la tierra, cosa que también corresponde el periodismo cuando hago periodismo, porque gracias a la literatura tengo una manera más fácil y, digamos, más atractiva de escribir. Es decir: yo no separo los dos géneros. Yo creo que el reportaje es un género literario como la novela, como el cuento, como el teatro, como la poesía... Y tenía muchos deseos de hacer, hace mucho, un reportaje. Primero, porque tenía miedo de que ya no lo supiera hacer. Que me fuera a dejar arrastrar hacia la novela, que fuera a confundir los dos géneros....

De El Universal pasó García Márquez a El Heraldo de Barranquilla, y de allí, gracias a la orden perentoria de Álvaro Mutis que le dijo que si se quedaba con esos borrachos de La Cueva nunca escribiría ninguna de las novelas magistrales que tenía que escribir, pasó a El Espectador de Bogotá, donde muy pronto fue el cronista estrella. Y aun cuando las novelas magistrales empezaron a salir por fin de su sombrero de mago —con palabras de oro, pescados que atraviesan la urdimbre—, Gabriel siguió siendo eso, un periodista, aunque cada vez tuviera menos tiempo y cada vez la gloria fuera más posesiva con él y con sus libros. Pero siempre dejaba un pie al otro lado, en el cercado de al lado, para no perder el contacto con la realidad. En Prensa Latina, en Alternativa, en ese sueño fallido después del Nobel que fue el periódico El Otro, o en la Fundación Iberoamericana de Nuevo Periodismo que recoge muchas de sus preocupaciones éticas y filosóficas y narrativas, y prácticas, de cómo formar bien a quienes hoy se dedican al mejor y más difícil y complejo oficio del mundo. "Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente", dijo en un discurso de 1996.

Dos años después, en 1998, García Márquez se dejó tentar por su amigo y casi sobrino Mauricio Vargas, quien había logrado convencer en Bogotá a algunos de los mejores periodistas de Colombia para hacer una revista, un semanario de opinión y de actualidad, de investigación. Allí, en ese proyecto, estaban María Elvira Samper, Pilar Calderón, Roberto Pombo, Ricardo Ávila, Edgar Téllez y el propio Mauricio: una selección de lujo de la historia reciente del periodismo colombiano. Pero el sueño de todos era que Gabo, como le decían sus amigos, estuviera también. Y ante el asombro de todos, Gabo aceptó. Vino entonces una febril y festiva andanada de reuniones, cabildeos, especulaciones, vueltas de tuerca, trámites, debates, discusiones, arreglos, desarreglos, hasta que la nueva sociedad se lanzó al ambicioso proyecto de comprar la revista Cambio, antes Cambio 16, que ya existía con un importante capital histórico y periodístico tanto en España como en América. A finales del año se concretó el negocio, y a principios de 1999 los nuevos dueños se hicieron cargo de la nave, dándole desde el primer número su sello y su puntal. Fue así como nació Cambio: la Cambio de Gabo y sus amigos; la última de sus grandes aventuras en el periodismo.

Cambio era publicada ahora por una empresa que se llamaba como el médico en Del amor y otros demonios: Abrenuncio S.A., y en lo más alto de la bandera se leía: "Presidente del Consejo Editorial, Gabriel García Márquez". Pero su presencia allí no iba a ser solo la de un oráculo o la de una sombra tutelar, o la de un abuelo benefactor, sino también, y sobre todo, la de un maestro del periodismo que estaba pendiente de cada detalle, y cuyo criterio implacable y siempre original, siempre, excedía los problemas del lenguaje y del estilo y lo cubría todo: el contenido, la diagramación, la titulación, los anuncios, todo. La idea era que García Márquez, como gran firma y gancho de la revista, escribiera cada tanto textos largos que harían —y hacían, hicieron— las delicias de los lectores: perfiles de grandes personajes, crónicas, entrevistas, reportajes. Inauguró además una sesión que era un puro divertimento, Gabo contesta, en la que sus lectores del mundo le mandaban cartas como si de un consultorio sentimental se tratara, y acaso sí, y él las respondía en un tono relajado y confidencial, lleno de guiños y picardía; sin embargo allí quedaron esparcidas, como verdaderas perlas, algunas de sus mejores revelaciones sobre el oficio de escribir y sobre su propia obra. Pero cada semana llegaban desde México, en carta o por fax, sus notas sobre cómo veía él la revista: cómo pensaba que podían mejorarse los textos y su presentación, los colores de la armada, el lead de las columnas. Y con sus propias cosas no tenía ningún tipo de piedad, diseccionándolas con un bisturí de tinta roja que no dejaba piedra sobre piedra. Sobre el número en que apareció su perfil de Hugo Chávez, El enigma de los dos Chávez, escribió una glosa feroz y brillante:

El texto del reportaje tiene toda clase de tropiezos: un adverbio de modo terminado en mente que cayó del cielo, una línea completa que desapareció, y otros varios accidentes tipográficos que se explican por la premura. Entre ellos, me falta un espacio respiratorio antes del último párrafo.

Por lo demás, el texto es "lo que pudo haber sido y no fue". Le falta más tensión interna, limpieza de estilo, algunas ráfagas de la vida familiar de Chávez, y algo de Colombia en relación con su vida y su política. Indigno de un premio Rómulo Gallegos.

Este libro recoge los mejores textos de Gabriel García Márquez en Cambio: su última gran época como periodista y una de las más prolíficas que vivió, interrumpida luego por el cáncer y por la publicación de sus memorias. Aquí están sus perfiles, sus crónicas; y están también, completas, sus respuestas a los lectores. Hemos incluido además tres entrevistas al maestro publicadas en el periódico El Tiempo: una muy antigua, en Barcelona, en 1968, con Daniel Samper Pizano, y otra también de ellos dos en 1990, cuando parecía que GGM iba a ser candidato a la constituyente; la otra es una conversación con Roberto Pombo en 1996, cuando la publicación de Noticia de un secuestro.

Este libro es un homenaje al talento del colombiano más grande de todos los tiempos: el que mejor supo desentrañar, con sus libros y sus palabras y sus intuiciones, el misterio de lo que somos. Pero es también un homenaje a sus lectores, para que renueven con él, aunque sea un poco, la nostalgia de las almendras amargas y el olor de la guayaba. El milagro de un estilo que morirá con el mundo, no antes ni después.

Gabo Contesta

¿TODO CUENTO
ES UN CUENTO CHINO?

Publicado en la revista Cambio #370,

24 de julio de 2000.

Señor don Gabriel García Márquez:

¿Qué son para usted los cuentos? Unas veces uno piensa que en su caso son un tiempo de refresco entre una novela y la siguiente. O, como ocurre con algunos escritores, un género de práctica para el género mayor, que es la novela. No escondo más la verdadera pregunta: ¿Sus lectores podemos esperar un nuevo libro de cuentos?

ADALBERTO VALDEZ. SAN JUAN, PUERTO RICO.

Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo mejor termine creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.

El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Ortega y Gasset. Dice así:

"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".

Nada más. Hay otro de Las mil y una noches, cuyo texto no tengo a la mano y que me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una almendra.

Más que el cuento mismo, alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia.

Las Novelas ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.

La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.

Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: La pata de mono, de W.W. Jacobs, y El hombre en la calle, de Georges Simenon. El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo Rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre.

El cuento parecer ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.

No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somerset Maugham, cuyas obras —como las de Hemingway— son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar P & O —siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient— que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano Índico.

Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más cortos —Un canario para regalo y Un gato bajo la lluvia— y el tercero, largo y consagratorio, La breve vida feliz de Francis Macomber.

Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El otoño del patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien años de soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva.

Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La cándida Eréndira: Blacamán el bueno, vendedor de milagros, El último viaje del buque fantasma, que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El Otoño, que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias.

El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien Años se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: "Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.

P.D. Sobre su verdadera pregunta —como usted dice— no sé si los lectores podrán esperar, pero yo sí pienso publicar otro libro de cuentos. Son tres de unas cincuenta páginas cada uno. Me falta todavía una revisión a fondo de dos terminados y acabar de escribir el tercero. Todavía no tengo un título para el libro, ni pienso publicarlo antes del primer tomo de mis memorias. Que por cierto no terminé de escribirlo hoy por el grato compromiso de contestar estas preguntas. Qué vaina, ¿no?

EL AMANTE INCONCLUSO

Publicado en la revista Cambio #293,
enero 25 de 1999.

Lo primero que llama la atención de William Jefferson Clinton es su estatura. Lo segundo es un poder de seducción que infunde desde el primer saludo una confianza de viejo conocido. Lo tercero es el fulgor de su inteligencia, que permite hablarle de cualquier asunto, por espinoso que sea, siempre que se le sepa plantear. Sin embargo, alguien que no lo quiere me previno: "Lo peligroso de esas virtudes es que Clinton las usa para que crean que nada le interesa tanto como lo que uno le dice".

Lo conocí en una cena que el escritor William Styron ofreció en su casa veraniega de Martha's Vineyard en agosto de 1994. Clinton había dicho en la primera campaña presidencial que su libro favorito era Cien años de soledad. Yo dije y se publicó en su momento que aquella frase me parecía una simple carnada para el electorado latino. Él no lo pasó por alto: lo primero que me dijo después de saludarme en Martha's Vineyard fue que su declaración había sido sincera.

Carlos Fuentes y yo tenemos razones para pensar que aquella noche vivimos un buen capítulo de nuestras memorias. Clinton nos desarmó desde el principio con el interés, el respeto y el sentido del humor con que trató cada una de nuestras palabras como si fueran oro en polvo. Su talante correspondía a su aspecto. Tenía el cabello cortado como un cepillo, la piel curtida y la salud casi insolente de un marinero en tierra, y llevaba una sudadera pueril con un crucigrama estampado en el pecho. Era, a sus cuarenta y nueve años, un sobreviviente glorioso de la generación del 68, que había fumado marihuana, cantaba de memoria a los Beatles y protestaba en las calles contra la guerra de Vietnam.

La cena empezó a las ocho y terminó a la medianoche, con unos catorce invitados a la mesa, pero la conversación se redujo poco a poco a una suerte de torneo literario entre el Presidente y los tres escritores. El primer tema fue la inminente reunión de la Cumbre de las Américas. Clinton quería que fuera en Miami, como lo fue en realidad. Carlos Fuentes pensaba que Nueva Orleans o Los Angeles tenían más créditos históricos, y él y yo los defendimos a fondo, hasta que se vio claro que el Presidente no cambiaría de idea porque contaba con Miami para la reelección.

"Olvídese de los votos, señor Presidente", le dijo Carlos Fuentes. "Pierda la Florida y gánese la historia".

La frase marcó el tono. Cuando hablamos del narcotráfico el Presidente oyó mi opinión con oídos benévolos: "Los treinta millones de drogadictos de los Estados Unidos demuestran que las mafias norteamericanas son mucho más poderosas que las de Colombia y mucho más corruptas sus autoridades".

High Noon,