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El Cosmos es de hecho un ser viviente dotado de alma e
inteligencia… una entidad viva y única que contiene a todas las otras
entidades, las cuales, por su naturaleza, están relacionadas.

PLATÓN

 

 

Mi Madre es el principio de la consciencia. Ella es Akahnda
Satchitananda; Realidad indivisible, Conocimiento y Dicha.
El cielo nocturno entre las estrellas es perfectamente negro.
Las aguas de las profundidades del océano también; el Infinito
es siempre misteriosamente oscuro. Esta oscuridad
embriagadora es mi amada Kali.

RAMAKRISHNA

 

 

Hoy por ejemplo hablamos de «materia». Describimos sus propiedades
físicas. Realizamos experimentos de laboratorio para demostrar
algunos de sus aspectos. Pero la palabra «materia» sigue siendo
un concepto seco, inhumano y puramente intelectual, sin ningún
significado psíquico para nosotros. Qué distinta era la primitiva
imagen de la materia –la Gran Madre– que podía abarcar y expresar
el profundo significado emotivo de la Madre Tierra.

CARL JUNG

 

 

Cuando establecía los fundamentos de la tierra
Con Él estaba yo ordenándolo todo;
Y fui su consorte y su delicia todos los días

PROVERBIOS, VIII, 29-30

 

Prefacio

El Morro de Cristal,
la estrella de la mañana, el abrazo

Era un día especialmente caluroso para agosto en Brasil. Varios autobuses y algunas decenas de automóviles aparcaron al pie del Morro de Cristal hacia el mediodía, en una carretera destapada y seca del estado de Minas Gerais. Éramos quizás unas seiscientas personas. Estábamos en la zona rural de Minas, una tierra apacible en donde se cultiva café y banano y se extraen piedras semipreciosas. Ese mediodía de agosto de 2011, y los días siguientes, la Virgen se apareció ante nosotros en lo alto del Morro, una colina árida poblada de arbustos silvestres.

Las apariciones siguieron el modelo común: la Virgen se presentó y «habló» a un vidente, quien transmitió luego el mensaje al grupo. Todo se desarrolló en un ambiente tranquilo, en el que se repetían una y otra vez oraciones a la Madre. La gente iba vestida de blanco, y todo estaba bañado en una euforia callada. Sé que no puedo ser «objetivo» en relación a mi experiencia de la aparición, pero sé también –y lo sé por una certeza interna– que el fenómeno, al menos el que yo experimenté, era verdadero.

Aunque el fenómeno de las apariciones marianas no sea, ni pueda ser, un «hecho» objetivo, literal o científicamente demostrable, es real porque es psíquicamente real. Es un acontecimiento arquetípico, numinoso o mitológico, que trasciende con mucho la limitada perspectiva materialista dominante en nuestra cultura, y que nos impulsa hacia una nueva perspectiva de nosotros mismos y del Cosmos. Pues a lo que asistimos es al re-encuentro de la humanidad con la Diosa Madre de los mil nombres.

Nunca estuve en Lourdes o en Fátima. Nunca en mi vida me acerqué a la Virgen. Sin embargo, cuando llegué al Morro de Cristal comprendí con la primera inhalación el aroma la devoción mariana. Allí estaba Ella, sin duda alguna, en algún pliegue sutil de este universo misterioso, allí, en algún lugar de la conciencia, afuera o adentro, pero allí. Hasta ese día mi relación con la Madre había sido distante y abstracta. La veía como un personaje más bien acartonado y en mi mente su figura se asociaba demasiado con la palabra pecado y con una actitud puritana y moralista. Desde luego, no tenía la menor idea de las dimensiones del fenómeno mariofánico, ni de sus implicaciones tan amplias como profundas para la humanidad contemporánea, que trascienden con mucho el ámbito católico cristiano y las interpretaciones puritanas. Ese mediodía de agosto, en el Morro de Cristal, con el picante sol invernal de Minas encima, poco a poco emergía una extraña y olvidada sensación interna, las ropas blancas, el rezo colectivo, el corazón tocado de un sereno dolor dulce, como llenándose de alguna sustancia eléctrica, que a su vez era un impulso y una fe.

El grupo rezó durante un largo rato, pero yo no. Entonces fray Elías, el vidente, descendió de la cima seguido por algunos monjes. Se paró frente a un arbusto perfectamente ordinario. La luz intensa se multiplicaba sobre la ropa blanca. Silencio. «Nuestra señora está con nosotros, sobre este arbusto. Nos mira y nos bendice», dijo el Fray. El Ave María, la misma que apareció en el siglo I al apóstol Santiago, en la Edad Media a indígenas, monjes y pastores de todas las procedencias, en el siglo XVI en México como Guadalupe, en el XVII en Chiquinquirá (Colombia), en el XIX a Santa Bernadette en Lourdes y prácticamente en toda Francia, en el XX en Fátima (Portugal), Bélgica, Alemania e Italia, en Akita (Japón) y Kibeho (Ruanda), en Coromoto y Maracaibo (Venezuela), en Nicaragua, Chile, Ecuador, Irlanda, España y Brasil, y desde hace más de treinta años en Medjugorje (Bosnia)... el Ave María, la Madre de Dios y del mundo, estaba allí, ante nosotros. Desde luego yo no la veía, como tampoco podía hacerlo nadie excepto el Fray. La escena, corta e intensa, me perturbó. No logro recordar qué más pasó ese día.

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Hacia las seis de la tarde del día siguiente regresamos al Morro. Éramos quizás unas mil personas, y cada una llevaba una vela. La vista era sobrecogedora: una hilera de humanos en absoluto silencio, peregrinando muy lentamente hacia la cima de una colina, vestidos de blanco, cada uno con una vela en la mano. Al fondo, en medio el crepúsculo, el horizonte se abría en todas las direcciones. De nuevo rezamos, todos de pie, durante un largo rato. El cansancio pesaba en las rodillas. Una vez más la atmósfera se cargó de una intensa devoción colectiva, y la sutil electricidad abría caminos, lentamente, en el centro del pecho. Esperamos un poco más, y entonces fray Elías anunció, frente al mismo arbusto: «Ha llegado Nuestra Señora». Describió una imagen altamente simbólica: ángeles, estrellas, nubes que se abrían, rayos de colores... La Señora pidió a los niños que se acercaran y habló del perdón y la oración y del amor infinito hacia sus hijos. Más adelante comprendería que ese es siempre, en esencia, su mensaje: un llamado simple y claro de apertura espiritual. Nada más, nada menos.

De repente, el cansancio había desaparecido, seguramente por la sugestión colectiva. Mi concentración era intensa y había una fuerza que me empujaba hacia algún centro inmaterial y desconocido. Hasta ese momento, pocas veces había experimentado ese extraño y contra intuitivo estado interior al que la mente racional tanto teme: la fe. Me invadió una fe que provenía de una fuente muy profunda en mi psique. Casi podría decir que no era mi propia fe. Quizás había estado ahí, al fondo, durante mucho tiempo y no había tenido tiempo de manifestarse. Quizá nació ese mismo día. La Señora dijo entonces las únicas palabras que logro recordar: «Todos ustedes han sido tocados por mi Gracia. Cada uno lo sabe, en el fondo del corazón». Sentí de nuevo el dolor dulce y agudo en el centro del pecho, y no pude contener un llanto en espasmos silenciosos.

Aunque mi centro de comando suela ser la cabeza, no soy una persona excesivamente mental o racional. Tampoco soy católico o budista o ateo; me considero cristiano en un sentido bastante amplio, y un poco pagano. La verdad es que siempre me ha atraído lo que se encuentra más allá de los cinco sentidos, pero nunca he tenido grandes experiencias psíquicas o clarividentes. Creo haber afinado, hasta cierto punto, una moderada intuición, que despierta en circunstancias similares a la narrada. Me gusta mantener, no obstante, una vigilancia ante mis propias elaboraciones y proyecciones, un sano escepticismo ante lo extravagante y lo claramente ilusorio, herencia quizá de años de academia. Como dicen: la superstición trae mala suerte. Con todo, considero limitada y poco imaginativa la perspectiva del sentido común –o del cientificismo puro y duro– de que nada hay más allá de lo que nuestros sentidos informan. Creo que el universo y la conciencia –acaso sean lo mismo– son campos infinitamente vastos y complejos, en donde con certeza habitan seres cuyas propiedades y dimensiones no alcanzamos a vislumbrar.

No sé cuál sea el aspecto real de la Diosa Madre, pero estoy seguro de que está «allí», o «aquí». Los budistas llaman Avalokiteshvara a una presencia asombrosamente similar a la Virgen católica. Los chinos se dirigen a Ella como Guan Yin, «la que escucha el llanto del mundo». Los hinduístas la conocen con mil y ocho nombres: Kali, Durga, Shakti, Devi... Los gnósticos la veían como Sophia, el aspecto infinitamente creativo de la Mente Divina, que mantiene el contacto entre Dios y los seres humanos. Dudo que exista una «persona» que encarne a la Virgen María, pero una certeza interna y una investigación serena y abierta me indican que Ella existe, como alguna fuerza cósmica, como alguna entidad que acompaña, desde el principio, a la especie humana. Y que hoy retorna con nuevos ropajes.

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El taita Floro cantó su canto de pájaro de la selva. Supe, después de algunas horas bajo los efectos del yagé, que había empezado el amanecer. A pesar de que no se percibían aún los rayos del sol, el viento venía cargado de un aroma diferente. Entonces sentí que debía salir de la maloka. Era la luna nueva de marzo de 2014. La madrugada estaba totalmente estrellada. La Vía Láctea atravesaba el cielo como una mancha luminosa. Caminé por los alrededores, disfrutando de la levedad que trae la ayahuasca luego de pasar por el purgatorio de las primeras horas. Me alejé aún más de la maloka y miré al Oriente. Entonces la vi: una estrella muy luminosa se alargaba y expandía de un modo que nunca había visto. Pensé, claro, que debía tener la pupila dilatada por efecto de la planta, pero sabía que una alucinación de estas características era imposible, incluso bajo los efectos del Yagé –que, valga decir, no es un «alucinógeno» sino una planta de poder.

Observé de nuevo el cielo, con cuidado, para cerciorarme de que las demás estrellas guardaran aún sus proporciones. Entonces volví a mirar al Oriente. La «estrella» seguía allí, quizás un poco más grande. Decidí entonces dejarme llevar por el encuentro, y «conectarme» a un nivel más profundo con el astro. Entonces Ella desplegó unos brazos finos y algo parecido a una túnica se extendió a sus pies. Su cuerpo estaba formado de círculos, semicírculos y medialunas, y de su cabeza brotaba una especie de corona o sombrero apuntando al cenit. Más que una Virgen, la estrella parecía un hada.

La visión duró al menos un cuarto de hora. Desde luego, en todo momento sabía que estaba mirando a Venus, la estrella de la mañana, que en algunas épocas del año anuncia el amanecer por el Oriente con un brillo ambarino y un tamaño superior al de las demás estrellas y planetas. Desde luego, la había visto ya muchas veces, pero jamás de esta manera. Estoy seguro de que mi «visión» se puede explicar según las leyes de la óptica. Sin embargo, una explicación racional no puede ni podrá restarle a la experiencia su entrañable dimensión emocional e intuitiva. Sea como sea, que me sentí «llamado» fuera de la maloka, y sin razón alguna miré hacia el Oriente. Sea como sea, estoy completamente seguro de que vi frente a mí a una presencia femenina que emanaba rayos de luz. Como un hombre primitivo, sin buscar explicaciones, vi a la Diosa, justo frente a mí, y comprendí en un solo instante por qué desde los tiempos más remotos se considera a Venus una presencia sobrenatural, y por qué la Diosa de la mañana, delicada y femenina, es la anunciadora del amanecer.

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Es octubre de 2007. Me encuentro en una toma de yagé al aire libre y a pleno día. Luego de beber la insufrible pócima entro en un estado profundo de introversión. Como es usual con el yagé, en mi inconsciente se abren cajones olvidados y una náusea me revuelve las entrañas. Aparecen figuras sinuosas y colores brillantes. El cuerpo adquiere un peso rotundo y siento la necesidad de acostarme. No sé cuánto tiempo transcurre, pero en algún momento, en lo profundo de mi pozo interior, tumbado en el suelo al lado de un riachuelo, escucho un susurro lejano. Imposible moverme, pero presto atención. Son voces aparentemente humanas, que se acercan. Sí, es un coro que canta –o vibra– al unísono una palabra mántrica. La palabra se hace progresivamente más clara. Siento el impulso de unirme al canto sagrado. Desde el fondo de mi pozo sale un hilo de voz tenue y quebradizo. Debo esforzarme pero puedo mantenerme en el mantra. Lentamente me incorporo, como si subiera una montaña, a medida que repito con más firmeza la letanía. Me pongo en pie y siento que el mantra mismo me llena de impulso. Camino por los alrededores, lentamente, a veces recitando mentalmente, a veces en voz alta. Camino al ritmo del mantra. Con cada repetición siento un impulso nuevo. Con cada repetición penetro un poco más en su campo, en su sentido y en su ritmo. Comprendo desde las entrañas, de un sólo fogonazo, por qué todas las tradiciones espirituales cantan mantras y letanías. En algún momento me detengo y observo las montañas verdes en el horizonte. Detengo el mantra en mi mente –o quizás es él el que se detiene–. Me siento lleno de energía, con la cabeza en alto y los pies firmemente establecidos en la tierra. Un pájaro atraviesa el cielo a lo lejos. Puedo ver cómo mueve las alas y se impulsa sereno en el viento invisible. Siento un impulso de unirme a él. Entonces veo –aunque ver no es la palabra– unos brazos enormes que lo sostienen y lo abrazan. No los veo literalmente, pero están allí. Y no sólo abrazan al pájaro, sino a todo: a las montañas, a los árboles, al cielo y a las nubes. Tengo una certeza simple y extática: unos brazos inconmensurables abrazan a todo, todo el tiempo. Y entonces siento que me abrazan a mí también, y lloro de alegría y me pierdo en ese abrazo infinitamente íntimo y vasto.

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Con el tiempo he aprendido a discernir que los encuentros con la Madre no necesitan estar rodeados de un ambiente devoto, y menos aún de plantas de poder. He podido sentir su presencia en la luna creciente apareciendo detrás de los cerros orientales de Bogotá, tarde en la noche, en momentos de angustia intensa y de tristeza, como un signo de esperanza. La he «visto» en las flores de Guatavita, en el aura de las mujeres embarazadas, en el nacimiento de mi hija. Ahora sé que nuestra relación con Ella es simple y ancestral, y que sólo hace falta un mínimo de apertura interna y de imaginación inocente para darnos cuenta de que se trata de una presencia cercana e íntima. Quizás, al fin y al cabo, sólo se trate de un aspecto profundo de nuestra propia psique, de nuestra alma, que no está separada del Alma del Cosmos –o Psyché Tou Kosmou, como la llamó Platón.

La Iglesia católica considera las apariciones de la Virgen como revelaciones privadas. No tengo duda de que mis experiencias con el arquetipo de la Madre son de esta naturaleza. Sin embargo, puedo afirmar que el retorno de la Diosa es uno de los acontecimientos más relevantes de la historia reciente, y que no es un asunto privado. Creo que es un fenómeno que se puede rastrear en muchos lugares y niveles: desde las mismas apariciones marianas hasta el surgimiento de la teoría de sistemas, pasando por la emergencia del neo-paganismo o el concepto de Gaia. Sin embargo, se trata de un «suceso» que trasciende todos estos campos. A lo que asistimos hoy es a un encuentro de dimensiones bíblicas o, mejor, míticas. Pues nuestra relación con la Gran Madre va más allá de la perspectiva científica o del dogma católico: se remonta a la noche de los tiempos, cuando los primeros humanos, en su rica interacción con la naturaleza y lo sobrenatural, veneraban a multitud de diosas femeninas.

La tesis de este libro es simple y no tiene nada de pretencioso. No soy el primero que la sostiene y seguramente no seré el último: la Diosa Madre ha retornado y nos encontramos ya «dentro» de ella, bajo su influjo. Qué significa y qué implica este renovado contacto de la especie con un arquetipo de semejantes dimensiones son asuntos cuyo alcance aún no logramos abarcar. Pero tenemos algunas pistas, que intentaremos rastrear a lo largo del libro. Este rastreo será más una exploración que un intento de explicación, más una conversación con la Diosa que una voluntad de apresarla en conceptos y teorías, más una aventura intuitiva que un ensayo intelectual. Este libro operará más con un pensamiento metafórico y analógico que con un rigor lógico. Pues no se trata de «demostrar» un hecho o un descubrimiento, sino más bien de constatar una intuición que, a estas alturas, muchos ya habrán tenido, y de abrir dicha intuición hacia nuevos significados y posibilidades.

En el primer capítulo nos adentraremos en el mito contemporáneo de las apariciones marianas. Veremos el caso de Medjugorje, un pequeño pueblo de Bosnia en donde la Virgen se aparece desde hace más de treinta y tres años; de allí nos internaremos en el fascinante símbolo de la Virgen y de sus apariciones a lo largo de la historia reciente. Constataremos que la misma Virgen ha establecido una estrecha relación con antiguos símbolos paganos de la Diosa, como el agua, el sol o el árbol. Y veremos cómo el mito contemporáneo de las mariofanías guarda un paralelismo sorprendente con el antiguo mito de la hierogamia divina –el matrimonio celestial de la Diosa con su Hijo–, que anuncia el nacimiento de un nuevo estado de conciencia.

En el segundo capítulo exploraremos los aspectos más importantes de la teoría de los arquetipos del inconsciente colectivo, formulada por Jung a mediados del siglo pasado. Buscaremos, así mismo, entender la perspectiva jungiana del desarrollo psicológico como un camino iniciático, que implica pruebas y nuevos modos de conciencia. Comprenderemos que para alcanzar un estado psicológico más completo e integrado, el mito del héroe –o el ego heroico– debe morir en nosotros –o al menos ser trascendido hasta un cierto punto–, con el fin de dar cabida a una comprensión mayor de la Vida.

En el tercer capítulo haremos un viaje por algunos de los más importantes símbolos sobre la Diosa a lo largo de la historia humana. Veremos los mitos del Océano primordial, la idea del Cosmos como un organismo viviente, la figura de la Madre Oscura de los hindúes, el símbolo de la serpiente y las diversas imágenes de la Señora compasiva, «la que conduce felizmente al otro lado». Buscaremos entender cómo esta trama de símbolos e intuiciones nos hablan del arquetipo de la transformación espiritual.

En el cuarto capítulo examinaremos el concepto de Gaia como un gran sistema u organismo que se autoregula y que busca mantener las condiciones para la vida en la Tierra. Exploraremos la idea de los atractores –un concepto reciente de las matemáticas contemporáneas– y observaremos cómo desde la ciencia se abre campo, poco a poco, una visión holística de la realidad, que se relaciona íntimamente con la idea budista del inter-ser y con el concepto neoplatónico del Alma del mundo.

Al final, buscaremos relacionar estos cuatro temas míticos –la hierogamia, la muerte del héroe, la transformación espiritual y el Alma del mundo– a fin de comprender el mensaje, a la vez simple y profundo, que la Diosa nos está transmitiendo en estos tiempos.

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Estoy consciente de que asuntos como éste no hacen parte de la cultura intelectual oficial, la de académicos y científicos universitarios. La exploración que se presenta aquí tampoco saciará la visión dogmática de un católico cerrado, y mucho menos la perspectiva pagana o New Age, que tiende con demasiada frecuencia al facilismo intelectual y a la superstición. Y con certeza algunas ideas aquí expuestas incomodarán a humanistas liberales e intelectuales de oficio. Pero este no es un libro que busque complacer a ningún dogma o ideología, sea científica, religiosa o cultural. Su intención tampoco es la de moralizar o convencer. Es más bien la de tejer una red, comprender poco a poco –desde una mente abierta y una disposición espiritual genuina– una matriz de relaciones simbólicas y analogías. Se trata de entrar en contacto con la energía del arquetipo de la Madre, que ya nos permea con una nueva visión de nosotros mismos y de los sistemas en los que estamos inmersos. Se trata de unir puntos, ver conexiones, intuir enlaces. Los arquetipos, al fin y al cabo, son redes de experiencias y sentimientos, tejidos de pensamientos, intuiciones y fenómenos.

Si algo podemos comprender desde ya es que el retorno de la Diosa representa, ante todo, un cambio de perspectiva. Nos invita a pasar de un modo literal de relación con el mundo, a un modo imaginativo o metafórico. De un paradigma cientificista o religioso cerrado y dogmático, nos encamina hacia un paradigma interconectado, abierto y creativo. De un conocimiento materialista, lucrativo y analítico, nos llama hacia un modo de ver más espiritual y sintético, en el que la conciencia juega un papel fundamental y en el cual, antes que agredir o explotar al Otro, se trata ante todo de cooperar pacíficamente con él, de tejer nuevas relaciones con todo Otro que viene a nuestro encuentro. Se trata de devolverle el Alma al mundo y a nosotros mismos. Se trata, en el fondo, de estar dispuestos a cambiar nuestro punto de vista y dar un giro en nuestra conciencia.

Capítulo I

Una mujer
vestida de sol

Luego apareció en el cielo una gran señal: era una mujer
vestida de sol, con la luna bajo sus pies y sobre la cabeza
una corona de doce estrellas.

APOCALIPSIS, 12:1