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La memoria del alcatraz

© 2015, Juan Gossaín

© 2015, Intermedio Editores S.A.S.

Edición, diseño y diagramación

Equipo editorial Intermedio Editores

Diseño de portada

Lisandro Moreno Rojas

Foto de portada

Manuel Pedraza

Archivo revista Don Juan

Intermedio Editores S.A.S.

Av Jiménez No. 6A-29, piso sexto

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www.circulodigital.com.co

Bogotá, Colombia

Primera edición, Febrero de 2015

Este libro no podrá ser reproducido

sin permiso escrito del editor.

ePub por Hipertexto / www.hipertexto.com.co

ISBN: 978-958-757-468-5

Bogotá, Colombia

ABCDEFGHIJ

Gente e historias de la Colombia pintoresca

El mango bajito

Cuando yo era niño, por la época en que el tacón de los zapatos se usaba adelante, los colegios tenían la buena costumbre de enseñarles a sus alumnos una asignatura que se llamaba “instrucción cívica”, desaparecida, por desgracia, hace ya muchos años.

Nos introducían en la historia patria, el valor de los símbolos nacionales, la biografía de los libertadores y la vida de nuestras heroínas. Nunca he podido olvidar que cuando cursaba quinto de primaria, para mal de mis pecados, un lunes se me olvidó llevar la tarea sobre aquella legendaria arenga que Policarpa Salavarrieta dirigió al gentío curioso que presenciaba el espectáculo macabro de su ejecución: “Pueblo indolente”.

En castigo, el profesor Santander Rodríguez, todo de blanco hasta los pies vestido, me obligó a memorizar las once estrofas completas del Himno Nacional, con sus horrores y oprobios poéticos, desde una virgen histérica que se arrancaba el pelo, hasta el extraño genio de la gloria, que andaba por los campos de Boyacá coronando con espigas a los héroes. Fue la peor tortura de mi vida. Un día de estos, y aunque sea con doscientos años de retraso, haré que el profesor Rodríguez concurra ante la comisión internacional de los derechos humanos. Por menos que eso iban a meter preso a Pinochet.

Acabo de recordar a mi profesor, flaco y enrojecido por el calor, de mandíbulas cuadradas y pómulos prominentes, abanicándose con un cartón que lo hacía sudar más, porque fue él quien nos enseñó que en la democracia colombiana cualquiera puede llegar a la Presidencia de la República.

Estoy empezando a creer que el profesor tenía razón. Con la calidad de candidatos que aquí se están lanzando a diario, convencidos de que van a ganar en las elecciones del año entrante, parece una verdad irrefutable: cualquiera puede ser presidente.

El magistrado Villalba Bustillo, que es un auténtico erudito en el arte de desentrañar las pequeñeces de la historia patria, me contó en cierta ocasión una anécdota magistral e ilustrativa sobre la materia.

Resulta que en el centro colonial de Cartagena, en la esquina de la calle de las Carretas, donde Arturo el “Loco” bajaba los avisos luminosos con su pedrada certera, existió un hotel casi mitológico, el Virrey, regentado por don Salim Bechara, su propietario. Al famoso comedor del hotel concurría una distinguida clientela de políticos locales o nacionales. (Aunque ustedes no lo crean, aclaro, aquí entre paréntesis, que hubo una época en que los políticos fueron distinguidos. Y selectos).

Al promediar el año de 1944, en el segundo gobierno de López Pumarejo, en medio de los escándalos que lo harían renunciar, un distinguido ciudadano de la parroquia, que convocaba el respeto general por cuanto había tenido notoria actividad en el Congreso de Colombia, resolvió presentarse –“prestar su nombre”, como se decía entonces– para la siguiente candidatura presidencial del liberalismo. La verdad sea dicha completa, lo suyo, más que una justa aspiración, era una actitud pretenciosa y exigente.

Con un contoneo de pavo real, un día, a la hora del almuerzo, nuestro personaje hizo su entrada al vestíbulo del hotel, rumbo al comedor, acompañado por un séquito de áulicos y de delegados que se preparaban para asistir a la convención del partido. Todos ellos daban por descontado que su compadre acabaría con las candidaturas de Gabriel Turbay, de Gaitán y de cualquier gallo que le atravesaran.

La ruidosa comitiva despertó a don Salim, que cabeceaba una siesta atrasada en el pequeño patio de su establecimiento, en una vieja mecedora de bejuco, buscando una hilacha de fresco. Dormía bajo un palo de mangos, casi enano, que había adquirido una gran popularidad no solo por su minúsculo tamaño, sino por la delicia de sus frutos, que maduraban a metro y medio de altura, y por las largas ramas que barrían el suelo.

Al verlos entrar, el soñoliento posadero, sabio como aquellos colegas suyos que Don Quijote tropezaba en sus aventuras, llamó al candidato con una señal de la mano.

–Viene acá, Alfonso –le dijo, en su español pedregoso de emigrante árabe.

Mientras el hombre se acercaba, don Salim se levantó de la mecedora, agarró un mango pintón, como quien no quiere la cosa, pero la cosa queriendo, y lo arrancó sin prisa. Sin volverse a su amigo, le dijo:

–Alfonso, mijito: ¿tú crees que la presidencia es mango bajito, como este, que se alcanza así de fácil?

El candidato guardó silencio, dio la espalda, salió del hotel, se olvidó de su comitiva y jamás volvió a hablar del tema. Dónde andará el señor Bechara, ahora que tanto lo necesitamos.

–Sobre todo ahora –insiste el magistrado Villalba–. Estos candidatos de ahora creen que la Presidencia de la República ya no es mango bajito, sino patilla. Planta rastrera…

REVISTA CARAS 718, SEPTIEMBRE DE 2009

Del burro de acero al pan de Pedrito

El domingo 7 de noviembre, apareció en el diario El Tiempo una noticia según la cual en Bogotá hay en este momento cinco mil bicicletas convertidas en taxis. Operan en cualquier rincón de la ciudad, llevando pasajeros que no tienen prisa, y el asunto ha tomado tales proporciones que existen ya treinta agremiaciones sindicales que los representan.

Este curioso fenómeno comenzó hace algunos años, como ya se sabe, cuando las motocicletas de Colombia se convirtieron en taxis y aportaron, de inmediato, una nueva palabra a la lengua castellana, que es palpitante y se remoza a diario: mototaxi. Después de inundar las calles de las ciudades colombianas, aquellos extraños grillos de transporte aparecieron en Buenos Aires y luego en Caracas.

Las primeras víctimas de la mototaxi, si hemos de ser sinceros, no fueron los taxistas, que vieron reducido su trabajo cotidiano ante una competencia más barata y rápida, sino los burros, que han comenzado a desaparecer del panorama.

Los fines de semana suelo extraviarme por ahí, sin rumbo fijo, como un velero, dando vueltas en viejos caminos polvorientos y en ramales de carreteras sin pavimentar, hablando con campesinos y coleccionando hermosas palabras que ya no se usan. Pues resulta que, a simple golpe de vista, noté que algo hacía falta en el paisaje, pero al principio no supe qué era. Pensé que eran los árboles o las vacas, pero ambos seguían ahí, en su lugar, aunque cada vez menos, arrasados por la deforestación y el invierno.

Era el burro. Se había esfumado. Aquella estampa tan corriente en los páramos de Boyacá, en las colinas de Antioquia o en las sabanas calurosas del Caribe, de un labriego con sombrero roto y un garabato entre las manos, que cabalgaba en su burro con las piernas en traviesa, no se ha vuelto a ver.

El animal, a paso lento, llevaba al dueño desde el rancho hasta la parcela, de compras al pueblo, de regreso de una borrachera a la casa; traía agua del pozo, paseaba a los muchachos traviesos, tenía siempre los ojos cansados y un enjambre de moscas que le daban vueltas en las orejas. Trabajaba como un burro y nunca se quejaba.

Pero el burro de los caminos de herradura ha desaparecido, arrollado por una bicicleta japonesa que trae motor y ruido propio. Las trochas se llenaron de motos.

Levantan polvareda, son más atractivas que un burro piojoso a la hora de seducir a las muchachas, no les salen mataduras en el lomo y, de vez en cuando, ayudan a ganarse una plata adicional llevando compadres de un pueblo a otro.

Ya no sobrevive ni el burro aquel que daba la hora dos veces al día, a las doce y a las seis de la tarde, en Nabusímake, el pueblo sagrado de los indios arhuacos, subiendo hacia lo más alto de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Aunque me duela, no me quejo, porque comprendo que tenemos que amoldarnos a la transformación de los nuevos tiempos. También se murieron en su día la máquina de escribir y el aceite de alcanfor para el catarro y ya nadie se acuerda de ellos.

Hay que ver lo que está pasando en estos tiempos. A las cinco de la tarde, a la hora que los campesinos llamamos del encierro, ve uno pasar a los vaqueros que recogen el ganado, para que vaya a dormir, pero ya no cabalgan en un caballo piquetero, sino en una moto reluciente.

Por muy moderna que parezca esa revolución, no deja de tener su lado pintoresco y hasta cómico. El otro día, mientras viajábamos entre Lorica y San Pelayo, nos detuvimos a la orilla de una alambrada. Iba un encerrador en su motocicleta, gritando a diez vacas, pero ya no llevaba puesto el sombrero de concha que usaban sus abuelos, con un barboquejo para amarrárselo en la garganta, sino un casco metálico de reluciente color rojo. Lo que más me llamó la atención, sin embargo, no fue el casco, sino que llevaba calzadas las espuelas.

Me quedé esperando como una hora porque quería ver el momento sublime en que le hincaran una espuela afilada a la llanta de una moto de doscientos centímetros cúbicos. Quién quita que se pusiera a corcovear, como un caballo de verdad, o que relinchara con un caracoleo. No ocurrió. Las espuelas no eran más que una parte del atuendo, una especie de homenaje inservible a los viejos vaqueros que antiguamente entonaban sus cantares mientras iban conduciendo la manada.

A propósito: en Lorica, una hermosa ciudad de Córdoba, a orillas del río Sinú, hay más motocicletas que gente. Pero, como ya se sabe que el que a hierro mata, a hierro muere, aunque sea hierro japonés de la mejor calidad, la nueva moda de la bicitaxi está acabando con la mototaxi. Es más barato comprarse una bicicleta, contamina menos y no implica tantos peligros. Además, y por fortuna, no he visto hasta ahora al primer panadero que salga a vender mogollas en una moto.

En cambio, debo aprovechar la oportunidad que me brindan mis patrocinadores, como dicen los ciclistas, para hacerle el homenaje que se merece a Pedrito, el panadero ambulante de la bahía de Cartagena, que arrastra su inventario completo en la parte trasera de una vieja bicicleta. A las cinco de la tarde, cada día, desde lo más alto de los edificios, las señoras oyen un golpe, uno solo, de una varita contra una caja de madera.

–Llegó el pan –gritan, y salen corriendo en busca del ascensor.

Esa es la manera como Pedrito anuncia su presencia y su mercancía. No necesita darle dos golpes a la caja, ni canturrear pregones, ni hacer más señales. Le basta con un solo golpe. Hace reconocer su producto con un leve sonido en el aire. No tiene que contratar agentes creativos, ni costosas campañas de propaganda, ni avisos de colores en la televisión. Cuando falta un cuarto para las seis de la tarde, ya no le queda un pan francés, ni medio bolillo de sal, ni la más humilde piñita bañada de azúcar. Si Pedrito no es el mejor publicista del mundo, ¿qué diablos es, entonces?

REVISTA CARAS824, DICIEMBRE 19 DE 2010

Ni mejores ni peores

A raíz de la muerte reciente del escritor David Sánchez Juliao, que fue Caribe hasta la hora del último suspiro, me escribe un entrañable amigo, el periodista bogotano Hernando Jiménez.

Con la serenidad de alma que produce el dolor cuando nos adormece, Hernando se sumerge en unas reflexiones atinadas para expresar su asombro porque los colombianos vivimos empeñados en destrozar lo mejor que tenemos: la diversidad humana del país con sus variedades culturales. Desde los tiempos remotos de aquellos colonizadores alemanes, en cualquier fonda de camioneros de Santander le sirven a uno cabrito al horno guarnecido con una ensalada de chucrut.

De ese condumio de gentes y costumbres surge nuestra mayor riqueza. Pero, como no existe el sentido de la convivencia, cada región se considera de mejor familia que las otras.

Los antioqueños, por ejemplo, se la pasan creyendo que ellos son los únicos que trabajan todo el año para mantener a una parranda de vagos que andan gozándose los carnavales en el resto del país. De los caribes ni hablemos. Como dicen que la justicia entra por casa, hagamos la autocrítica por el lado de los caribes, a propósito de Sánchez Juliao. Nos creemos superiores al resto de los colombianos y de la humanidad entera. Según la mitología popular que se extiende por estas tierras encantadas a la orilla del mar, somos los mejores escritores, los mejores bailadores, los mejores compositores, los mejores cantantes, los mejores deportistas, los mejores cocineros, los mejores periodistas, los mejores cuenteros y, naturalmente, los mejores amantes que hay sobre el planeta.

Como yo soy de aquí, y a mí no me puede descalificar nadie con el agravio simplista de llamarme “cachaco entrometido”, cada vez que puedo les canto la tabla en su cara a mis paisanos, dondequiera que me coja la noche, en el primer pueblo al norte de La Guajira o en la última aldea al sur de Córdoba.

Nací a la orilla de este mar de prodigios, a mucha honra, y vivo orgulloso de mis orígenes, de venir de donde vengo y de provenir de quienes provengo. Como en el bolero legendario, caribe soy, de la tierra donde nace el sol. Desciendo de emigrantes cartagineses que venían navegando desde el Líbano. Muchas veces he dicho que me considero el encuentro afortunado entre dos mundos. Soy el hijo legítimo de un kibbe con una arepa de huevo. Nada de eso, sin embargo, me impide mirarme por dentro, con el corazón desarmado, y reconocer los méritos ajenos y mis propias limitaciones.

La vida me ha enseñado a desconfiar de proverbios y refranes porque en su mayoría son arbitrarios. Con siete palabras pretenden resolver todos los misterios de la existencia. Algunos son peores, pero ninguno es más insensato que este, tan viejo como repetido: “Con los míos, con razón o sin ella”. ¿A quién se le habrá ocurrido tamaña barbaridad?

Ese equívoco orgullo regional solo le ha servido al Caribe para que los malos gobernantes regionales exploten a la gente a nombre del paisaje y del paisanaje. Recuerdo que, cuando yo era un jovencito reportero de El Heraldo, escribí una serie de crónicas sobre la aterradora corrupción que ahogaba a Barranquilla en un lodazal de inmundicias. El gobernador del Atlántico en ese entonces se defendió con unas declaraciones rayanas en la estupidez: se limitó a decir que yo era un forastero advenedizo y que, por eso mismo, no tenía derecho de hacer críticas a los genios que dirigían la ciudad. “¿Por qué –preguntaba aquel sabio insigne, sin refutar ninguna de las publicaciones– no se regresa a Bogotá, a denunciar la corrupción de los cachacos?”. Estaba valiéndose de las complicidades del Caribe para defender a los mismos sinvergüenzas que han empobrecido al Caribe.

Ante semejantes argumentos, me limité a responderle con un titular de primera página que no tenía contenido alguno, ni una frase más, salvo mi firma. El titular era este: “Mi ladrón es mejor que el tuyo”.

Los caribes, contra esas ideas que nos han metido en la cabeza, no somos ni mejores ni peores que nadie. Somos diferentes. Y ser diferentes es mucho más importante que considerarse mejores, porque eso significa que algo podemos aportar al gran mapa de las pluralidades colombianas, junto con los habitantes de llanuras y montañas, selvas y ríos, valles y cañadas.

Somos distintos porque en estos parajes se cocinó una sopa espesa de razas y pueblos enteros: los indios nativos, los primeros españoles, los negros esclavizados, los piratas ingleses, los comerciantes franceses que vinieron a robar perlas y se quedaron en las Antillas, los holandeses que buscaban petróleo, los fabricantes de cerveza de Dinamarca, los chinos que montaron las primeras lavanderías mientras cocinaban arroz con pollo, los faquires de la India que encantaban culebras en las calles de Paramaribo.

Como si algo faltara, por último llegaron los árabes con sus telas de colorines. El otro día me presentaron en Sincelejo a un muchacho mulato, pariente mío, llamado Farid Mohamed Mosquera Manzur, con el pelo lacio de un cacique zenú y los ojos horizontales de un monje de la Mongolia, pero esos ojos rasgados tienen el mismo color verdoso de las muchachas de Amsterdam. Ya lo dije: un sancocho de gente.

Esa es nuestra herencia magnífica y ese es el Caribe. Lo malo es que no hemos podido entender, ni nadie nos lo ha explicado, que la patria la formamos entre todos, como un revoltillo de huevos. Me refiero, que conste, a la única patria verdadera, la que anda en alpargatas por la calle y se acuesta sin haber comido, no a esa patria de opereta con que los políticos trapean el piso, la patria de pacotilla de los gobernantes mañosos. Don Rufino José Cuervo, que por estos días anda de celebración, el más grande filólogo que ha producido la lengua castellana, el hombre que escribió su propio diccionario en ocho tomos, y que no nació en las playas de Cartagena sino en el frío de Bogotá, lo dijo muchísimo mejor que yo: “La patria es la lengua”.

REVISTA CARAS Nº 904, FEBRERO DE 2011

Martín: el pescador de lectores y la carreta que no es carreta

Los libros son muy orgullosos: si uno los presta, no vuelven nunca más. Los únicos que siempre regresan son los que Martín Murillo reparte con su carreta por las calles históricas de Cartagena, en caseríos y veredas, entre charcos de invierno o bajo el sol impiadoso del Caribe.

El otro día, mientras atravesaba el parque de Bolívar, en cuyo costado todavía se puede oír a medianoche la quejumbre de los torturados que arrastran sus cadenas por el Palacio de la Inquisición, me salió al paso un vendedor ambulante que cargaba un termo caliente y dos papayas bajo el brazo.

–Perdóneme que lo interrumpa –me dijo–, pero quiero hacerle una pregunta: ¿la vida de Dostoievski es más terrible que sus novelas, o es al revés?

Lo miré con cara de petrificado. Aquel muchacho se gana la vida vendiendo frutas en pedazos y café en vasitos plásticos.

–Lo que pasa –fue su explicación– es que Martín, el de la carreta, me prestó una biografía. Y Los hermanos Karamazov.

Martín no se quita nunca el gorro blanco, que es igual al que lucen los príncipes africanos en las grandes ceremonias. Hay algo de tristeza ancestral en su mirada. La carreta de madera, por su parte, es exacta a las que corretean por el mercado público, salvo que en vez de mercancías está repleta de libros que les presta a los niños de una escuela, a los emboladores, al jubilado que cabecea en una banca, a los taxistas que echan cuentos, al chofer de un bus. Martín no cobra un centavo ni exige documentos. “Si no se puede confiar en un hombre que lee -me pregunta-, ¿entonces en quién?”.

“Robaron a Martín”

Sus lectores jamás se han quedado con un libro. Ni uno solo. Si no lo encuentran, se los dejan en los escaños del parque o al pie de un árbol. En cierta ocasión, a una muchacha barranquillera, que andaba de vacaciones, le entregó una historia de la Revolución Francesa. Desapareció año y medio. Martín perdió las esperanzas. Hace veinte días, sin darse por vencida, ella misma lo buscó por toda Cartagena hasta encontrarlo al anochecer. Le devolvió su libro. Le contó que está preparando maletas para irse a estudiar un doctorado en Chile. Le dio a Martín un beso en la mejilla y le dijo: “Gracias”. Luego se fue.

Pero hace poco hubo una mañana en que Cartagena amaneció estremecida: le habían robado doscientos libros a Martín. Los había dejado a guardar en una caja, y, a lo mejor, el ladrón pensó que era dinero o comida y cargó con ella. En realidad, sí eran joyas y alimentos: una colección completa de literatura infantil.

–Fue el mejor día de mi vida -recuerda Martín, con una sonrisa-: la gente me mandó seiscientos libros.

La Carreta Literaria, que acaba de cumplir cinco años, tiene en la actualidad 6 mil obras. Los niños son los que más leen. La generación que va de los 45 a los sesenta años prefiere los clásicos. Me alegra saber que, según las estadísticas que Martín conserva en la cabeza, debajo del gorro, las mujeres jóvenes son las que más le piden filosofía y poesía. Los hombres, en cambio, son más inclinados a los libros técnicos.

El primer día llovió

Martín Murillo nació en Quibdó y estudió en Medellín. Volvió a su tierra, a ganarse la vida vendiendo unas arepas rellenas que preparaba su mamá, pero un día ella le aconsejó que buscara trabajo estable. Martín se fue para Cartagena.

Lo contrataron para que cuidara un barco que estaba varado en Aruba. Le dijeron que iban a conseguirle el permiso para que se estableciera legalmente. Volvió a Cartagena y se sentó a esperar una visa que nunca llegó. Acosado por la pobreza, consiguió que le prestaran 15 mil pesos y se fue a vender por la calle refrescos en bolsa y agua helada.

–El primer día llovió -me dice- y no vendí ni una bolsa.

Martín estaba en quiebra, aunque insistió tanto que llegó a vender más de mil bolsas por día. Pero como los griegos ya dijeron que ningún hombre escapa a su destino, una tarde, sentado en el parque de Bolívar, vio venir a un hombre inconfundible, todo vestido de blanco, incluido el sombrero: Raimundo Angulo Pizarro, presidente del Concurso Nacional de Belleza, que tiene las oficinas al frente. Martín le contó una idea que le estaba dando vueltas en la mollera: que le ayudara a financiar una carretilla para prestarles libros a tantas gentes que mariposean por ahí.

–¿Cuánto vale la carreta? -le preguntó Raimundo.

–Un amigo mío me la hace por un millón de pesos -contestó.

–¿Y los libros? -volvió a preguntarle.

–Esos los consigo yo -se atrevió a contestar Martín.

–Y yo pago la carreta -dijo el señor Angulo Pizarro.

Ay, el Estado...

Dicho y hecho. Mientras un artesano pulía las tablas para la carretilla, Martín se paraba en la puerta de tantos congresos y seminarios que se celebran diariamente en Cartagena. Pedía libros. Era lo único que pedía. De modo que cuando el carpintero terminó de clavar la última tabla, ya Martín tenía sus primeras cien obras.

Después se fueron sumando cadenas radiales, fábricas de gaseosas, la Gobernación de Bolívar, el Instituto de Cultura de Cartagena, escuelas de periodismo, revistas. Aquel mismo distribuidor de Postobón, que un día le vendió las primeras bolsas de agua, ahora le ayuda a financiar la compra de libros. Los escritores también le llevan sus obras para que las reparta.

La historia de Martín y su carreta se fue difundiendo por todas partes. Un día, salió en busca de colaboración porque una señora residente en Nueva York, barranquillera ella, le había escrito al parque para anunciarle el regalo de quinientos libros. El problema era la manera de enviarlos a Colombia. La empresa portuaria de Cartagena se ofreció a traerlos gratuitamente.

Martín inició los trámites legales y entonces fue cuando le vio la cara al infierno: el consulado colombiano en Nueva York remitió los documentos a la embajada en Washington, la embajada los envió a Bogotá, “en Bogotá me dijeron que los tenía la secretaria de la secretaria de la secretaria”, recuerda Martín. Los libros no aparecieron jamás. Esa triste experiencia le enseñó que es mejor no meterse en tratos con el Estado. “El Estado es papelero y la lectura es acción”.

En cambio, muchas personas que compran casas coloniales en el centro amurallado de Cartagena suelen encontrar libros antiguos escondidos en sótanos o desvanes. Llaman a Martín para que se los lleve. Al principio, y a sabiendas de lo que se trataba, él ponía cara de estarles haciendo un favor.

Pero esa actitud cambió hace un mes. “Leí en el periódico lo que hizo el señor Yepes, presidente del Banco de Colombia”, me cuenta Martín. “Regañó a unos empleados del banco que se valieron de un precio equivocado en almacenes Éxito para comprar neveras prácticamente regaladas. Les dijo que no es ético aprovecharse de un error ajeno”.

Martín aprendió la lección. Desde ese día, les advierte a sus benefactores que le están regalando obras antiguas, muy valiosas, y que lo piensen bien. Ahora le dan las gracias por avisarles, pero, igual, le obsequian los libros. Y Martín quedó en paz con su conciencia.

Epílogo

Hoy tiene 44 años. ¿De qué vive el hombre de la carreta? ¿Con qué paga su almuerzo y el techo que lo cobija? Con un subsidio mensual que le dan sus propios patrocinadores. Y ya que la famosa carreta es desarmable, ha podido llevarla como invitada especial a las ferias literarias de Valledupar, Guadalajara, Caracas, Buenos Aires, Bogotá y por los caminos que conducen a las casitas de Altos del Rosario.

Calcula que ha tenido, hasta hoy, 100 mil lectores. La semana pasada, le rindieron un homenaje en Medellín, por los lados de la comuna 13, en el mismo colegio donde perdió tres veces el primero de bachillerato. A mí, por el contrario, me parece que poco ha cambiado la vida de Martín desde que era vendedor ambulante. Al fin y al cabo, un libro es como una botella de agua fresca...

PERIÓDICO EL TIEMPO, 13 DE SEPTIEMBRE DE 2012

Pequeños negocios colombianos en el mundo

En el año 2014, si es que los mayas no acaban antes con nuestras ilusiones, y si usted tiene la dicha de asistir al Mundial de Fútbol en Brasil, es probable que termine sentado en una silla de estadio fabricada en Colombia.

Y la próxima vez que se siente en un restaurante de Miami, o que almuerce una hamburguesa en alguna cafetería de Nueva York, es posible que la lechuga que se esté comiendo haya sido cultivada en la espléndida sabana que rodea a Bogotá o en los campos fértiles de Boyacá.

En cuatro meses, entre mayo y septiembre de este año, nuevas empresas colombianas, que nunca antes habían incursionado en los mercados internacionales, mandaron a los Estados Unidos cargamentos de hortalizas, legumbres y frutas (descontando el banano, que es cuento aparte), por más de 128 mil dólares, casi 240 millones de pesos al cambio de hoy.

No se trata solo de la lechuga o el tomate. A lo mejor la pimienta y la salsa de su hamburguesa también son colombianas: en esos mismos cuatro meses, productores pequeños, pero emprendedores, vendieron en Estados Unidos especias y condimentos por 235 mil dólares, que equivalen a 430 millones de pesos.

Gracias a ellos, se están volviendo realidad aquellas viejas historias que los abuelos le contaban a uno cuando era niño, para que le cogiera amor al trabajo. El protagonista invariable era un antioqueño imaginativo y andariego que no se varaba en ninguna parte: montaba un negocio de alquilar camellos en Arabia, destilaba champaña en París, cantaba tangos en Argentina, enseñaba chino en China y fundaba una academia de música clásica en Alemania.

Perros calientes y perros vestidos

Pero supongamos que a usted le gustan más las salchichas que las hamburguesas. Estamos de acuerdo: el mejor amigo del hombre es el perro caliente. No hay problema, pues allí mismo, en las calles céntricas de Nueva York, puede acercarse a un carrito ambulante en el que ofrecen salchichas con pan y mostaza, espolvoreadas con papa molida. Les recomiendo los que venden los emigrantes palestinos porque son más apetitosos. No se sorprenda si en el costado del carrito hay una pequeña placa que dice “made in Colombia”. Los fabrican en Yumbo, entre las planicies del Valle del Cauca. Son los mismos que exportan el mobiliario para las cocinas metálicas de los grandes cruceros marítimos que van por el mundo.

Ya que estamos hablando de perros, un poco más allá de Yumbo, en las tierras de las célebres bordadoras de Cartago, hay una empresa que exporta ropa para perros a Venezuela. Están abriéndose paso, además, en los mercados de Costa Rica, Guatemala y Ecuador. Son los encargados de vestir con elegancia a las mascotas. Antes se dedicaban a elaborar collares y camas. Diversificaron la producción y ya van por chalecos, chaquetas, zapatos y hasta una ruana muy bonita de tela fresca.

Camarones a Rusia, aguardiente a China

–¿Se imagina usted las peripecias de un cartagenero tratando de vender aguardiente en China? -me pregunta María Claudia Lacouture, presidenta del Fondo de Promoción de Exportaciones (Proexport), que es el alma de toda esta revolución de los pequeños negocios.

La propia señora Lacouture es un buen ejemplo de lo que está pasando: hace quince años llegó a las oficinas de Proexport, en Bogotá, a pedir el favor de que la dejaran hacer sus prácticas universitarias para graduarse en el Externado de Colombia. Se quedó desde entonces. Se fue por el mundo a aprender más, a especializarse, a hacer posgrados. Regresó. Hoy es la presidenta. 

Resulta que un día se celebraba una rueda de negocios en Cartagena. Había gente de todas partes. De pronto aparecen unos muchachos cartageneros con el cuento de venderles a los chinos un aguardiente nuevo. Les explicaron claramente que conseguir un permiso comercial en Pekín requiere como un millón de trámites. Nada los detuvo. Pasaron cinco años en el papeleo, pero, en junio del año pasado, mandaron su primera botella. La bebida se llama Puro Colombia. Ahora se preparan para cumplir los pedidos por miles de cajas que les están llegando.

Más audaces fueron otros cartageneros que no esperaron a que vinieran a buscarlos: se aparecieron por su cuenta en Moscú y, después de tres años de trabajo con las autoridades sanitarias de Rusia, lograron que los autorizaran a exportar camarones cocidos a ese gigantesco país. El primer embarque lo mandaron hace un año y ya han vendido 550 mil kilos. Y acaban de empezar sus exportaciones a Francia, Estados Unidos, Turquía y Canadá.

Desde terneros hasta ají picante y vestidos de baño

En vista del éxito que tuvieron sus amigos con el aguardiente y los camarones, otros jóvenes cartageneros le pidieron ayuda a Proexport para mostrar en el exterior su nuevo invento: salsas de ají picante con varios sabores, inclusive de mango. Los invitaron a las ferias de alimentos de Alemania y Dubái. Ya están exportando a Singapur, Noruega, República Checa y Australia. 

Manténgase atento, usted, por si llega a ver a una hermosa señorita luciendo sus encantos en alguna playa de Catar. Porque mientras los cartageneros revolvían ají con mango, en Medellín un grupo de soñadores diseñaba un vestido de baño de alta calidad. 

Lo están exportando ya a los lejanos Emiratos Árabes Unidos.

Pero no todo es pintoresco, ni pura imaginación, ni lo que produce la tierrita. También hay alta tecnología. Una empresa bogotana acaba de enviar a China unos programas especiales en tercera dimensión desarrollados por ellos mismos. Confieso que no entendí mucho de lo que me explicaron, pero debe ser algo importantísimo. 

Hay dos compañías más, también bogotanas, que están exportando aplicaciones para teléfonos celulares a Finlandia, Kenia, República Dominicana y varios países centroamericanos.

Hace cinco años, Proexport se asoció con los ganaderos y con el Instituto Agropecuario. Sus investigaciones dieron por resultado que Brasil -principal vendedor de carne del mundo y segundo exportador de leche- comprara por primera vez embriones de la raza Brahman. Hace dos meses, en el último octubre, se enviaron los 118 embriones iniciales.

De esa manera, preguntando aquí y soñando allá, entre mayo y septiembre de este año, 365 empresas colombianas, entre las cuales no se incluye el sector de la minería, se lanzaron por primera vez a competir con el mundo. En esos cuatro meses vendieron casi 8 millones de dólares, que son 14.500 millones de pesos. 

Pero nada me ha conmovido más que la historia de una modesta compañía editorial llamada Comunidad Cristiana Manantial de Vida, que tiene su sede en Bogotá. En los cuatro meses mencionados exportaron 1.598 dólares. Apenas 3 millones de pesos, pero lograron su propósito: vendieron 334 kilos de biblias en Estados Unidos.  

Epílogo con esperanza 

Yo sé que la corrupción nos está agobiando, que la violencia nos asedia y que el país se nos llenó de ladrones, especialmente los de cuello blanco, parapetados tras la trinchera de un escritorio. Pero también es verdad que hay colombianos luchadores y esforzados que se disputan los mercados con las fieras del comercio internacional. Bendiga Dios a los que trabajan de sol a sol.

Se me olvidaba: las sillas para estadios de fútbol que compró Brasil son fabricadas en Chía, una hermosa población que huele a hierba fresca, en las afueras de Bogotá. Lo maravilloso sería que en el campeonato mundial los espectadores colombianos pudieran sentarse en sillas colombianas a ver cómo juega la selección colombiana. Las sillas ya clasificaron. Ahora solo falta que también clasifique la selección.

PERIÓDICO EL TIEMPO, 12 DE DICIEMBRE DE 2012

Poetas de pie descalzo

Ahora que estamos conmemorando los noventa años de la muerte de Julio Flórez, es hora de brindar un modesto, pero merecido homenaje a sus colegas. Los poetas callejeros eran personajes legendarios en los pueblos del Caribe, especialmente en los que se amontonan a lo largo de una vasta región que antiguamente se llamaba Sabana de Bolívar, y que hoy cubre tres departamentos: el propio Bolívar, Sucre y Córdoba.

Formaban parte del paisaje y de las mejores tradiciones de la cultura popular. Pero desaparecieron hace años, devorados por el remolino de los nuevos tiempos, el internet y la televisión. Nadie ha vuelto a verlos, montados en un banquillo de madera, recitando sus estrofas a grito pelado, mientras un auditorio de campesinos y vendedores los aplaudía con admiración.

Venían siendo herederos directos de los rapsodas de la antigua Grecia y de los juglares de la Edad Media, que recorrían los caminos cantando y echando décimas. Recuerdo a uno de ellos, Humberto Negrette Babilonia, que se presentaba a sí mismo como el poeta de San Bernardo del Viento.

Humberto era un hombre muy blanco, alto, fornido, cargado de hombros, un poco encorvado y nadie lo vio jamás sin su sombrero de concha anudado bajo la barbilla con un barboquejo de colores. En una casita que tenía a las afueras de San Bernardo del Viento instaló entre los árboles un alambique clandestino, de manera que de lunes a viernes destilaba un ron blanco que olía a cobre puro. Los sábados se bebía la producción completa de toda la semana y el domingo, calzado con sus abarcas de cuero cimarrón, se echaba al hombro una mochila de fique en la que llevaba las hojas volantes con sus poemas. Se los imprimían en la tipografía de Mercado, cerca de la orilla del río, en Lorica.

Los poetas amanecían en las plazas de mercado, entre pueblo y pueblo, empolvados con el tierrero de tantos caminos que habían atravesado. Mientras vendedores y compradores regateaban el precio de una carga de yuca o de una gallina saraviada, ellos empezaban a declamar con sus vozarrones de terremoto y a vender por dos centavos las hojas volantes.

El más famoso de todos, sin duda, fue el señor Escorcia Gravini, el poeta de Soledad, en las goteras de Barranquilla, cuyo poema “La gran miseria humana” se quedó para siempre en la memoria del pueblo, de los borrachos trasnochados y de los trashumantes:

Una noche de misterio, estando el mundo dormido, buscando un amor perdido pasé por el cementerio...

Al promediar el mediodía, como los poetas ya estaban achispados con tanto trago, se quedaban dormidos en las esquinas. Aparecían entonces los nuevos dueños de la plaza, los culebreros antioqueños, andariegos incansables, que hacían su espectáculo de hechicería con unas culebras inofensivas y sin veneno, unas boas viejas, a las que, además, les habían hecho la operación preventiva de sacarles los colmillos, por si acaso. Vendían pomadas y ungüentos, echaban cuentos, bebían frascos de su propia medicina.

Luego, ya de sobretarde, cuando iba anocheciendo y el sol de los venados se desangraba sobre ríos y ciénagas, al tiempo que los labriegos regresaban a sus campos, se oía de repente en la plaza una ráfaga aguda, un pito que rompía el aire, el inconfundible sonido de la madre tierra: habían llegado los gaiteros. El rataplam de un tambor estremecía los cuerpos.

El gaitero de mi infancia es Ignacio de la Rosa, pobre como las ardillas y las hojas, montado a horcajadas en su burro viejo, negro como él, y, como él, moteado de canas. Cuando cerraba los ojos se llevaba a los labios aquella flauta rústica, hecha con una caña llena de huecos y una boquilla que realmente era el cañón de la pluma gruesa de un pavo. La boquilla iba unida a la caña con una cera endurecida que a veces se derretía con el calor.

Ignacio, ya viejo como un árbol, sacaba la punta de la lengua, como hacen las serpientes cuando van a atacar, y empezaba el concierto. Madre de mi alma. Mientras el burro iba al pasitrote por su propia cuenta, rumbo al rancho donde vivían ambos, los pájaros del monte salían a oírlo tocar. Se quedaban quietos en sus ramas. Las cigarras lo acompañaban sin desafinar. Los cocuyos hacían las veces de reflectores y candilejas. Aquello era un acontecimiento. Una noche de Domingo de Resurrección, cuando yo tendría unos diez años, la gaita de Ignacio de la Rosa fue más estremecedora que nunca. Había muchas estrellas de verano. La brisa tibia soplaba entre las ramas. Entonces Ignacio se sacó la gaita de la boca, abrió los ojos y empezó a cantar la inolvidable canción dedicada a la ingrata de Candelaria, que vivía por los lados de San Jacinto:

Mi Cande me dejó a mí para ver si me moría. Y ahora que volvió a vení, Yo estoy vivo todavía.

Juro que, mientras el gaitero meneaba la cabeza para acompasar el ritmo, y mientras su burro azotaba la cola en señal de alegría, yo vi en medio del cielo, junto a los luceros de la constelación de Orión, unos cinco o seis ángeles que le hacían coro a Ignacio de la Rosa. Hoy debe ser él quien está haciéndoles coro a los ángeles. Y cantando entre lágrimas el despecho de Candelaria.

REVISTA CARAS 1102, ENERO DE 2013