¡Y YO EN ZAPATILLAS!

De Luna González

 

 

 

 

 

 

Primera edición: Julio 2016

Título Original: ¡Y yo en zapatillas!

©Luna González, 2016

©Editorial Romantic Ediciones, 2016

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada © Cristina González Duque

Diseño de portada y maquetación: Olalla Pons

ISBN: 978-84-945580-7-8

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 

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ÍNDICE

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO TRES

CAPÍTULO CUATRO

CAPÍTULO CINCO

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SIETE

CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO NUEVE

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO DOCE

CAPÍTULO TRECE

CAPÍTULO CATORCE

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DIECISÉIS

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTIUNO

CAPÍTULO VEINTIDÓS

CAPÍTULO VEINTITRÉS

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICINCO

CAPÍTULO VEINTISÉIS

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

 


A Juanma por darme mi propia historia de amor.

A todas las madres luchadoras empezando por la mía.

 

 

CAPÍTULO UNO

 

“Breathless” The Coors

“Makes me wonder” Maroon 5

“Stronger” Kelly Clarson

 

−¡¡Y que cumplas muchos más!! ¡¡Bieeeeeeen!!

−¡¡Cariño, pide un deseo y sopla las velas!! −dijo Roberto a su hija acercándose a ella.

“¡Buf! Pedir un deseo”.

En los últimos años, Amanda se había pasado la mayoría del tiempo pidiendo cosas. Más horas de descanso, poder ir a la peluquería, aumentar el personal de la gestoría, tener orden en casa, viajar algo, leer todo lo que le apetecía, ir al cine… También había pedido menos estrés, no pasar más noches en vela, derramar menos lágrimas y sentir menos dolor en su pecho… Pero sobre todo, lo que había pedido, eran explicaciones a la vida. Necesitaba saber por qué pasaban algunas cosas, saber la razón de que les hubiera pasado todo aquello a ellos, entender cómo todo había cambiado tanto y hasta cuándo duraría este vacío que tenía en su interior.

Y mientras pensaba qué pedir, ella levantó la mirada y los vio. Allí estaban todos; los pilares que la habían sostenido durante el terremoto. Viéndolos, sabía lo importantes que habían sido y lo incondicional de su compañía.

A su lado Emma, su hermana y alma gemela, sujetando una tarta con 37 velas. ¿Cuántas veces la había sostenido como a aquel pastel? Y suspiró pensando en todas las noches que había llorado en sus brazos mientras ella le decía: “Tata, saldremos de esta, ya lo verás”.

Tras ella, estaban sus padres y allí habían estado toda su vida, cubriéndole las espaldas y protegiéndola.

También estaban sus amigas Marta y Cata, su primo Alfonso y su familia, pero si a alguien se había aferrado, era a los que tenía sentados sobre sus piernas. Aunque aquel camino se había hecho duro y largo, por sus hijos valía la pena seguir adelante.

Los miró a todos y supo qué iba a pedir, lo que ellos le habían dado.

Cerró los ojos y pensó: “AMOR”.

Y sopló.

Todos aplaudieron, mientras Emma casi se ahoga, e intentando salir de aquella humareda, casi acaba con la tarta en el suelo. Cuando dejó la tarta sobre la mesa puso los brazos en jarra.

−Ya veo que os da igual si me ahogo, así que podemos seguir con el espectáculo.

Emma era muy teatrera, en eso se parecía a Roberto. Era una gran maestra de ceremonias, aunque el circo tuviera seis pistas. Los había organizado a todos para la entrega de regalos.

Los niños le regalaron una foto de ellos dos en blanco y negro, que emocionó a todos los presentes, hasta que le dieron el otro paquete que contenía unas zapatillas de estar por casa, de pelo rosa y con unas hadas en la parte delantera, que se aguantaban con alambres y que se movían cuando caminabas.

−La tía Emma nos ha dicho que las habías buscado por todas partes, ¿te gustan? –le preguntó la pequeña Julia mirando a su madre.

−Si las estaba buscando por todos los sitios, es porque me encantan cariño −dijo mirando a su hermana, que reía escondida tras la niña.

Marta y Cata le dieron una bolsita, que en su interior llevaba un collar de cuentas de azabache.

−Hemos dudado hasta el último momento si comprarte esto o decidirnos por el tutú de bailarina que nos sugirió Emma. Pero ya sabes, el negro va con todo −dijo Cata mientras Amanda negaba con la cabeza, pensando en lo que se estaba divirtiendo su hermana.

−No os preocupéis, me encanta. El tutú quizás para el año que viene.

−Espera que aún quedan regalos, a lo mejor hay suerte −gritaba Emma mientras venía con un paquete en las manos.

Cuando se lo entregó, Amanda lo agitó y se acercó a su hermana susurrándole, para que nadie la oyera:

−Dime que no es un tanga con la cara de Violetta.

−No quedaban, están muy solicitados –contestó Emma muy bajito.

Tras una inicial cara de sorpresa, Amanda empezó a gritar tras abrir el regalo.

−¡Un killeeeeeeeeer!

−¿Un qué? –preguntó Marta, mientras todos miraban aquel jersey negro que Amanda sostenía en sus manos.

−Cuando mi hermana y yo vivíamos en Londres, teníamos un jersey idéntico a este y… −Emma hizo una pausa, se levantó y tapó los oídos a su sobrina−. Cuando nos lo poníamos, el éxito estaba asegurado.

−El éxito, ¿en qué? –preguntó Ángel, el hijo de Amanda.

−Ángel, que no tenga más manos para taparte los oídos, no quiere decir que puedas preguntar –le reprendió contundente.

−Era un talismán, nunca fallaba −dijo Amanda acercándose a Marta y Cata, después mirando a Emma continuó−: hasta que un día sorprendentemente desapareció.

−No me puedo creer que sigas con eso. Yo no lo tengo −dijo Emma tras soplar.

Roberto y Sofía se acercaron entregándole su regalo.

−Pues este jersey, del que tengo más información de la que desearía, nos viene al pelo para nuestro regalo. −Dedicando una sonrisa a su hija mayor, su padre le entregó un sobre−. Creo que te gustará.

Amanda lo abrió y miró a sus padres con los ojos muy abiertos, esperando que le confirmaran si lo que había leído era verdad. Cuando ellos sonrieron, ella se tiró sobre Roberto y Sofía, gritando.

−¡¡Aaaah!! −Cuando se separó de ellos, miró a su hermana y a sus hijos−. ¡¡Nos vamos todos a Londres!!

Ella había sido muy feliz en aquella ciudad y la idea de volver después de tantos años, le pareció maravillosa.

Los niños, abrazados a su tía y su madre, saltaban. Para Amanda, volver allí con sus hijos, su hermana y sus padres podría suponer conectar con toda la alegría que vivió en esa ciudad. Y ella necesitaba eso.

Media hora más tarde, seguía sonriendo y estaba muy contenta, tanto, que cuando su hermana se acercó, tomó una decisión que sin saberlo, podía cambiar mucho el rumbo de su vida por completo.

−Tata, esta noche vamos a salir, ¿te apuntas? –dijo Emma casi sin dar importancia a la pregunta, ya que intuía que la respuesta sería negativa, cosa que llevaba pasando los últimos años.

−¿Pues sabes qué te digo?, hoy voy a estrenar el jersey. –Se levantó y se dirigió a su madre−. Mamá, ¿los niños se pueden quedar a dormir esta noche?

−Por supuesto, cariño. –Y sin darle más importancia continuó hacia la cocina con la bandeja que tenía en las manos.

Cuando dejó la bandeja sobre la encimera, se sujetó a ella y mientras cerraba los ojos, suspiró. Hacía ya cuatro años que Andrés, el marido de Amanda, había fallecido y desde entonces su hija no mostraba interés por nada que no fueran sus hijos. Aquella noche había decidido salir y eso significaba mucho para ella.

Las cuatro estaban frente al espejo del baño de sus padres y se retocaban el maquillaje antes de irse. Aquel ritual que habían hecho cientos de veces, reflejaba muy bien qué papel tenía cada una en esa constelación.

Marta se ponía brillo en los labios. Aparte de una ligera sombra rosa y un toque de colorete, casi no llevaba nada. Después de unos larguísimos y duros años de oposiciones, había conseguido una plaza como comadrona. Su dulzura y serenidad eran una bendición para las mujeres que pasaban por su paritorio.

−Cata… Se te está yendo la mano con los polvos solares −le dijo Marta mirando a su amiga.

Cata siempre tenía un color de piel envidiable, debido a que era profesora de educación física y hacía mucho deporte, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo en el exterior. Su fuerza y decisión se reflejaba en la intensidad de su bronceado.

−Esta mañana me ha venido la regla y cuando me he visto en el espejo parecía Nicole Kidman.

−Debías tener la cara muy blanca, pero el chupetón de tu cuello tiene un color estupendo −dijo Amanda sin dejar de ponerse rímel.

Cata se había casado, pero después de tres años decidieron separarse. Fue todo de manera muy amistosa y sus amigas sospechaban que Xisco y ella se veían de vez en cuando y no precisamente para tomar café. Pero ella siempre lo negaba y ponía excusas.

−Soy profesora de educación física, siempre tengo golpes. Ya me gustaría a mí darme una buena alegría. Pero chicas, el patio está fatal.

Emma apretaba los labios que acababa de pintarse en un rojo intenso de la última colección de L’Oreal y se colocaba el pelo. Por aquella boca perfectamente perfilada, siempre salía con total libertad lo que pensaba. Era vital y optimista, cosa que había ayudado mucho a su hermana, pero su incontinencia verbal la había metido en algún que otro problema.

−Ni que lo digas. Con lo buena que estoy y pasando la mayor sequía de la historia. −Mientras se giraba para mirar cómo le quedaban los vaqueros por detrás−. Creo que se acabaron.

−¿El qué? −preguntó Marta.

−Los hombres que valen la pena. O al menos los que me ponen a mí. −Y suspiró−. Al final acabaré vieja y gastándome toda mi pensión en pilas para algún artilugio que me dé un poco de marcha.

−No te preocupes, los que llevan baterías recargables dan muy buen resultado –contestó Cata guiñándole un ojo y provocando las risas.

−Tampoco pasa nada por no tener sexo −murmuró Marta.

El baño se quedó en silencio y las tres amigas al escucharla, dejaron lo que estaban haciendo para mirarla con cara de estupefacción. Incluso Amanda que llevaba más tiempo que ninguna sin estar con un hombre, la miró sorprendida ante aquel comentario.

−Marta, déjame que te diga una cosa –empezó a decirle Cata cogiéndola del brazo–. Creo que lo que te pasa, es que ves demasiadas cosas salir de ahí. −Señalando con la barbilla a su entrepierna−, y se te ha olvidado que también es un lugar de entrada.

Emma y Amanda se apoyaron una en la otra para no caer al suelo del ataque de risa. Cata le dio un azote a Marta y esta, que también reía, le daba con la toalla.

Amanda, acercándose mucho al espejo se repasaba.

−Creo que yo ya estoy.

Ella siempre había acentuado el maquillaje en sus ojos. Hacía mucho tiempo que no salía por la noche y aprovechó para recrearse con el eyeliner, la sombra y el rímel. Los tenía de un marrón oscuro que junto con su pelo negro, los había heredado de Roberto; ninguna de las hermanas tenía los ojos azules de Sofía. Esa intensidad en su mirada no solo era física, sino que también estaba en su manera de actuar. Siempre estaba atenta a cualquier detalle y a que todo estuviera en su sitio. Perfeccionista y metódica, trabajaba como contable en su propia gestoría, la que llevaba junto a su socio.

−Peque, me encanta el killer –comentaba a su hermana mientras paseaba sus manos por el jersey. Era muy ajustado, de manga larga; los hombros y el escote quedaban descubiertos.

−Hace dos meses que lo tengo. Cuando lo vi, ni lo pensé. −Y cogiendo a Amanda por la cintura le dijo muy melosa−: ¿Me lo dejarás?

−Sí, pero antes déjame que le instale un localizador.

Emma le sacó la lengua y se giró para verse por última vez, y con rotundidad afirmó:

−Señoras, estamos de muerte. Vámonos a pasarlo bien.

Y tras la orden, todas salieron de la habitación. Se despidieron de Roberto, Sofía y los niños para luego dirigirse hacia la puerta. Cuando estaban a punto de salir, Amanda recordó algo.

−¡Un momento, ahora vengo!

Se giró y fue hacia su antiguo dormitorio con una sonrisa. Una vez allí empezó a buscar, hasta que encontró lo que quería.

Las chicas estaban ya frente a la “furgomadre”, como llamaban al Volkswagen Touran de Amanda. Cuando entraron, Marta tras sentarse en el asiento de atrás, dio un salto.

−¡Ah! –De debajo de su trasero sacó un soldado de juguete con un bazuca que debía haber dejado Ángel.

− Esto, cariño, es un hombre cargando artillería pesada −dijo Cata con voz muy sensual−. Empiezas muy bien la noche, pillina.

El soldado voló sobre la cabeza de Cata y el coche arrancó.

−Tata, ¿sería posible encontrar algo de música en este coche que no fuera de los Cantajuegos?

−Pásame mi bolso −le dijo Amanda a Emma señalando a los pies de esta.

Amanda metió la mano en su bolso, sacó un cd, y una vez puesto empezó a sonreír esperando la reacción de las tres pasajeras. El chillido fue unánime al escuchar a “The Corrs”.

Cuando a Amanda su padre le regaló el Ford Fiesta para su vigésimo cumpleaños, las cuatro iban a todos lados siempre escuchando a los hermanos Corr. Incluso en alguna ocasión le habían dicho que se parecía mucho a las chicas del grupo. Aun teniendo los ojos marrones y el pelo negro, su piel era muy blanca y tenía cierto aire irlandés, de donde venían las canciones que ahora cantaban.

Sin necesidad de decir nada, y como solían hacer en el pasado, cada una se situó en una ventana y empezaron a bajar los cristales. El volumen subió considerablemente y el viento entraba con fuerza, mientras ellas disfrutaban de esa sensación. Bailaban y cantaban sin importarles que en algún semáforo los ocupantes de los otros coches las miraran. No solo no les molestaba, sino que si los que miraban eran un grupo de chicos, les dedicaban algunos versos hasta que volvían a ponerse en marcha. Cuando circulaban por el paseo marítimo de Palma, ya sentían que estaban en el año 2001, escuchando “Breathless”. Amanda por un momento sintió que nada había pasado. Parecía que hubiera estado durante semanas preparándose para los exámenes de la carrera y ahora se estaba desquitando del encierro.

Cuando aparcaron, bajaron de la furgomadre totalmente exultantes y felices. Emma se acercó a su hermana por detrás y le dio un abrazo rápido. Llevaba mucho tiempo esperando que su tata se animara para tener una noche como la que intuía iban a pasar. Aquella vuelta al pasado les había inyectado energía suficiente y ahora iban a dar rienda suelta a sus ganas de bailar en la pista a la que se dirigían.

Germán estaba en la puerta de la Marina como cada noche.

−¡Que suenen las campanas! No me lo puedo creer, ¡las cuatro aquí!

Se acercaron a él y empezaron a saludarle una a una. Cuando fue el turno de Amanda, Germán la abrazó de manera especial, verla allí le había dado una gran alegría. Hacía muchos años que había pasado de ser portero de los locales de moda en Palma, a su amigo. Cuando se enteró que Andrés había muerto, averiguó su teléfono y junto a la mujer de él y a los niños de ella, quedaban de vez en cuando para verse.

−Hoy es el cumpleaños de Amanda y hemos venido a celebrarlo −comentó con orgullo Emma.

−Me alegro mucho. −Hizo una pausa mirándolas y les señaló el interior−. Pasad y luego os busco.

Cuando entraron en la discoteca se dirigieron a la barra directamente.

−Esta ronda la pago yo –dijo Emma y colocándose sobre la barra miró al camarero y le guiñó un ojo−. ¡Hola guapo! ¿Nos pones cuatro chupitos de tequila añejo con rodaja de naranja y canela?

Las otras tres abrieron los ojos.

−¡¡¡Emmaaaaa!!! –gritaron al unísono.

−Solo uno y ahora, así cuando nos vayamos ya se nos habrá pasado.

Ya era demasiado tarde, los chupitos estaban frente a ellas y colocándose en fila se miraron.

−¡¡Por Amanda!!

Durante medio minuto las cuatro gesticulaban, esperando que se les pasara el golpe que les acababa de dar el tequila, pero una vez recuperadas ya empezaban a moverse al ritmo de Maroon 5.

Amanda al principio se encontraba un poco desubicada, pero viendo la alegría de su hermana, empezó a dejarse llevar como ella siempre había sabido hacer.

Cada una bailaba con su copa en la mano y se animaban más a cada canción. Cuando empezó a sonar la siguiente canción, Amanda se quedó parada. Posiblemente en los últimos tiempos era una de las que más había escuchado. Lo hacía los días que se encontraba bien y los que no tanto. A veces por las noches se ponía los cascos y bailaba sola en el salón. Para ella había sido casi terapéutica. En ese instante, Germán se puso tras ella.

−Esta va por ti. Feliz cumpleaños, cariño. –Y le dio un beso en la mejilla.

−Gracias −dijo ella, contenta de tener a su amigo allí.

Emma les cogió los vasos a las demás a toda velocidad y los dejó en la barra.

−Germán, guárdanos esto, nos vamos a la pista.

Llegaron a la pista volando y empezaron a hacer mucho más que bailar. Kelly Clarkson cantaba y todas sentían no solo el ritmo sino en especial el mensaje. Cuando llegó el estribillo de “Stronger”, Cata les gritó a las tres:

−¡¡Vamooooooos!!

Y todas empezaron a cantar levantando los brazos.

“What doesn’t kill you make you stronger

Stand a little taller

Doesn’t mean I’m lonely when I’m alone.”

(Lo que no te mata te hace más fuerte

Te hace crecer

no significa que esté sola cuando estoy a solas).

Amanda necesitaba sentirse ya más fuerte, tras pensar que la pérdida de Andrés casi la mata. Cerró los ojos y cantó con toda la potencia que su alma le pedía.

Se entregaban al baile con seguridad y disfrutando cada nota, de cada paso y de cada gesto que hacían. Todas ya tenían más de 33 años y muchas cosas ya las habían superado. Entre otras, bailar como sentían y no condicionadas a si alguien las miraba, a pesar de que sin ellas saberlo, unos ojos ya lo estaban haciendo.

 

 

CAPÍTULO DOS

“Candy” Robbie Williams

 

Tras un par de horas, Amanda estaba sentada bebiendo una coca cola solo con la compañía de otro taburete lleno de chaquetas y bolsos, cuando de repente no lo pudo evitar y un bostezo llegó a su boca haciéndola parecer el león de la Metro Goldwyn Mayer.

−¿Sueño o cansancio?

Aquella voz que venía de su derecha la asustó y casi se cae del taburete, por lo que el morenazo que acababa de decir estas palabras tuvo que sujetarla del brazo para que no se estampara contra el suelo.

−¡Qué vergüenza! −dijo llevándose las manos a la boca y pensando que si uno de sus hijos hubiera hecho eso mismo, le reprendería diciendo que eso no lo hacían los niños educados.

−No te preocupes, los bostezos son contagiosos y también me has hecho bostezar a mí.

Gracias al cielo que en la discoteca apenas había luz y no se veía lo colorada que se había puesto.

−Lo siento −dijo con una risa infantil−. Imagino que ha sido un poco de todo. O mejor dicho, mucho de todo.

−Mi madre me decía que no entendía cómo podíamos salir hasta tan tarde y que lo que tenía que hacer era descansar. Si me viera ahora me daría una pequeña colleja y me diría “¿lo ves?”.

Eso la hizo sonreír hasta que él también lo hizo, y eso en aquella bonita boca la paralizó. Afortunadamente la parálisis producida por aquel gesto se desactivó cuando oyó a su hermana gritar: “Robbieeeee”. Acababan de poner “Candy” de Robbie Williams y estaban como locas bailando. Ella se rio al mirarlas y se volvió hacia aquel desconocido, que aguantaba una copa mientras se apoyaba en la barra con los brazos cruzados.

−Pero aunque mi madre apareciera con la tuya dándole la razón, no me queda más remedio que aguantar. –Y mirando a las chicas aclaró−: Hoy me toca llevar a casa al dream team de la pista y soy la única que no le daría una alegría a un alcoholímetro.

−Entonces ya tenemos algo en común; la única diferencia, es que yo le he pedido a la camarera una tónica para que pareciera un gin tonic, para mantener un aspecto más viril.

−Eso siempre es importante, sobre todo a estas horas de la noche. Una coca cola como la mía, podría hundir cualquier reputación trabajada durante años de barra.

“¡Jesús!” Había vuelto a sonreír y ella había vuelto a ponerse roja como un tomate. “¡Bendita y protectora oscuridad!”.

−Me llamo Luis.

−Yo, Amanda.

−Encantado, Amanda −dijo él remarcando cada sílaba de su nombre.

−¿Y dónde está la mercancía que te toca llevar a casa?

−Pues son esos tres aspirantes a gogós que están… diría bailando, pero no sé si sería muy preciso, al lado de tu dream team.

Tras un breve silencio en el que ella bebió un par de sorbos de su coca cola con toda la indiferencia que podía aparentar, él se volvió a acercar.

−Así que tú eres la amiga sensata de la pandilla que no bebe.

−No sé si sensata, pero sí… desde hace unas horas no bebo nada, aparte de las aportaciones de cafeína que le estoy dando a mi sistema nervioso, que amenaza con desconectarse en cualquier momento.

Esto hizo reír a Luis, que enganchó sin poder evitarlo con un nuevo bostezo e inevitablemente provocó la misma reacción en Amanda. Mirándose los dos tras aquel bostezo a dúo, empezaron a reír a carcajadas.

De pronto las luces del local se encendieron y la música paró.

Separándose de la barra, Luis se acercó a Amanda e inclinándose a la altura a la que estaba ella sentada en el taburete le susurró:

−Creo que nos mandan a casa.

−¡A descansar! Nuestras madres estarán contentas −dijo ella.

No se había fijado en lo alto que era hasta que no lo tuvo de pie frente a ella. Bueno, lo alto y guapísimo que era. Intentando disimular lo miró más detenidamente y a pesar de que parecía cansado, se fijó en el atractivo de aquel hombre de pelo castaño oscuro con ojos verdosos con el que había estado hablando.

Él ya la había estado mirando detenidamente incluso antes de ponerse a su lado. Cuando Amanda se dio cuenta de cómo la miraba, no pudo más que rezar para no ponerse colorada, ya que no contaba con la oscuridad como aliada. Estaba tan poco acostumbrada a que la miraran así últimamente. Le parecía que aquella loca que quemaba la noche hace años, fuera la protagonista de una película que había visto algún domingo por la tarde, en el sofá de su casa y no ella misma.

Pero mientras intentaba no dejarse llevar por el calor facial, que amenazaba por aparecer en cualquier momento, Emma ya se había tirado sobre ella para besarla.

−Nos vamos a desayunar.

−¡No, por favor! –suplicó Amanda con cara de pánico.

−Sí, sí, sí ¡Amanda ya está aquí! −Y dándole otro sonoro beso la sujetó por los hombros, la miró todo lo fijamente que podía y le dijo−: Señorita Torres, hoy usted se va a casa con el kit completo. −Y sin dar opción a que pudiera protestar, cogió su chaqueta, se colocó el bolso y empezó a repartir el guardarropía que tenían montado en el taburete.

Luis se estaba divirtiendo de lo lindo, mirando cómo la noche de Amanda aún no había acabado para su desgracia y la cariñosa resignación con la que se había tomado aquel nuevo giro, que la había alejado un poco más del tan ansiado descanso. Ella se dio cuenta de su expresión, levantó los hombros y puso la cara de pena más teatrera que era capaz de hacer. Él, haciendo ver que lo sentía, levantó las palmas de las manos con una sonrisa que al intentar ser inocente, se convirtió en encantadora.

Cuando estaban sonriendo en la distancia, Jorge, el amigo de Luis, le puso un brazo sobre sus hombros y dirigiéndose a él, con el volumen que seguramente había utilizado toda la noche mientras sonaba la música, gritó:

−Luis, te presento a Marta, Emma, Cata y…

−Amanda –dijo levantando las cejas.

−Hola. –Saludó él con gesto simpático.

−Vamos a desayunar con ellas, a un bar en el que dicen que hacen los mejores bocadillos del mundo.

−¡Nooooo! –se lamentó Luis cerrando los ojos.

Y de repente vio cómo ahora quién reía levantando las manos como signo de resignación, era Amanda.

A la salida se cruzaron con Germán. Este se despidió de todas, dando un abrazo especialmente cariñoso a Amanda.

−Me he alegrado mucho verte por aquí –le dijo sin que nadie más lo oyera.

−Yo también. −Y tras un nuevo abrazo, se despidieron.

Luis miraba cómo Amanda estaba abrazada a aquel portero de la discoteca, pero en cuanto ella se giró, cambió la mirada hacia otra dirección.

Ella se dirigió hacia sus amigas que la estaban esperando junto a los chicos que habían conocido, y cuando vio a Luis de espaldas se dio cuenta que tenía un pequeño mechón blanco en el pelo, que muy lejos de ser una tara, se convertía en un detalle exótico, que hacía que fuera más sexy si cabía.

Ya en la calle se separaron, tras darse las señas necesarias para llegar a “Can Toni”, el bar donde solían ir a desayunar las veces que la noche se había portado bien con ellas.

Una vez allí y tras un trayecto en el que siguieron bailando las canciones que estaban poniendo en la radio, se dieron cuenta de que los chicos con los que habían quedado no estaban.

−Se habrán ido a dormir, que es lo que tendríamos que haber hecho nosotras. −Y justo cuando acababa de decir esto, una voz a su espalda le hizo dar un brinco.

−Mi madre me mataría. −Y la sonrisa y los ojos verdes aparecieron otra vez.

Tras saludarse todos de manera muy desenfadada, juntaron dos mesas que estaban vacías cerca de la ventana y se sentaron rápidamente. La verdad es que a esas horas los estómagos del dream team y los gogós, pedían una tregua de alcohol y agradecían la llegada de alimento.

El propietario del local, un señor bajito y con bigote, que siempre reía aunque fueran las cinco de la mañana, les tomó la comanda. Bocadillos de queso mahonés con anchoas, sobrasada, chorizo, jamón serrano, sándwiches mixtos, ensaimadas, además de coca colas y cafés con leche.

Una vez pidieron cada uno lo que querían, Emma, siguiendo en el papel de maestra de ceremonias, como ya había hecho en casa de sus padres, dio unas palmaditas al más puro estilo señorita Rotenmeyer y se levantó.

−¡Señoras y señores! –dijo a voz en grito llamando la atención de todos los clientes del bar, siendo la mayoría de ellos jubilados que desayunaban mirando el periódico−. Hoy es el cumpleaños de la persona que más quiero en el mundo, mi hermana Amanda y me gustaría que todos le cantáramos como se merece.

−La mato, yo la mato −maldecía Amanda escondida tras las manos y con las que le hubiera gustado desaparecer, pero que solo le ocultaban la cara. Eso sí, una cara del color de las frambuesas.

De repente, todos los de la mesa se pusieron en pie y empezaron a cantar.

−Cumpleaaaaños feliiiiiz, cumpleaños feliiiiz…

A los señores que estaban desayunando, les pareció la mar de simpática la estampa y uniéndose al grupo también se levantaron y se incorporaron al coro.

Cuando acabó la sonata, Amanda muy educada, pero aún con las mejillas coloradas, se giró y amablemente dio las gracias a todos los presentes.

−Tú me quieres, pero yo te odio −dijo a su hermana Emma tan seria como la situación lo permitía.

Todos se reían, y de repente la mirada de Amanda se cruzó con la de Luis, que sentado al otro lado de la mesa, disfrutaba como un niño malo de todo aquello. Cuando llegó el camarero con los desayunos, para alegría de Emma y desgracia de Amanda, en el bocadillo de queso mahonés había una velita encendida lo que hizo que nuevamente el grupo se pusiera a cantar.

−Venga cariño, pide un deseo −dijo Emma mientras con cariño la abrazaba por la espalda.

Y cerrando los ojos dijo:

−Poder vengarme de mi hermana algún día. −Y sopló.

El grupo de trasnochadores no paró de reír con los chistes que contaba Jorge, las ocurrencias de Emma, los comentarios sarcásticos sobre el sexo masculino de Cata y las contestaciones un tanto machistas de Julio… lo que hizo que los más perjudicados por las copas de esa noche, no se dieran cuenta de los fugaces encuentros, que en más de una ocasión tenían las miradas de Amanda y Luis.

Cuando acabaron de desayunar, empezaba a amanecer, y la luz empezó a clavarse en las perjudicadas retinas, que solo esperaban poder cerrar la barrera cuanto antes. Mientras se levantaban y se ponían sus abrigos, Amanda notó que Luis estaba a su lado y a pesar de que el cansancio no la dejaba reaccionar con rapidez, su cuerpo se tensó en una milésima de segundo.

−Feliz cumpleaños.

−Gracias –susurró casi sin mirarle a la cara, para no ponerse más nerviosa.

−Me podrías dar tu teléfono y si algún día me apetece beber, te llamaría para que me llevaras a casa. Sigues siendo la amiga responsable y mi madre me diría que son importantes las buenas compañías.

−Imagino que sí −contestó ella−, pero entonces mi madre, cogería a la tuya del brazo y le diría que su niña no le da su teléfono a nadie al que ha visto solo una vez y que ha conocido en una barra.

−Pero si no me das tu teléfono no podría llamarte y así vernos una segunda vez.

−Lo sé. Mi madre es muy lista.

En ese momento Luis empezó a reír y sin dejar de hacerlo la cogió de la cintura por la parte interior del abrigo y le dio un beso en la mejilla, lo que hizo que la cara de Amanda fuera lo más parecido a un camping gas a toda máquina y levantando la mano hacia el resto a modo de despedida, se fue con una sonrisa en la boca digna de cualquier anuncio de dentífrico.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO TRES

“Bailando” Enrique Iglesias

 

Blanca estaba feliz desde la llegada a la isla de su hermano Luis. Su padre falleció en un accidente, cuando ellos eran pequeños, y su madre hacía ocho años que les dejó debido a un cáncer. Ahora que estaban viviendo en la misma ciudad, Blanca aprovechaba cualquier ocasión para organizar una comida, cena o lo que se le pudiera pasar por la cabeza, con tal de tener la sensación de que con él allí, su familia estaba completa. El estar los dos juntos, hacía que de alguna forma sus padres también fueran parte de esta nueva vida sin ellos.

Además, teniendo a Luis cerca, tenía canguro gratis, cosa que había anhelado en los últimos años.

Aquel domingo, Blanca y su marido Miguel se iban a pasar el día a un spa, regalo que les había hecho Luis por su aniversario de bodas y ella le pidió si se podía hacer cargo de los niños. Raquel y Tomás tenían un cumpleaños en un parque infantil que había en el centro comercial de Marratxí. Ella los dejaría a las once antes de irse hacia el spa y él los recogería a la una y media para llevarlos a tomar una hamburguesa y pasar la tarde juntos. Cuando los niños lo supieron, enloquecieron al saber que su tío guay iba a pasar todo el día con ellos.

Era casi la una, cuando Luis aparcó el coche mientras llovía a mares, así que salió del coche y corrió para resguardarse. Le hizo falta preguntar tres veces antes de situarse y encontrar el parque infantil donde se celebraba el cumpleaños. Se alegró de haber venido media hora antes para no llegar tarde. Le hubiera horrorizado que la primera vez que iba a ejercer de tío en solitario, los niños se quedaran esperándole.

Entró en lo que él pensaba que sería un jardín de ninfas y enanos lleno de juegos, con niños inocentes jugando en alfombras de colores, cuando de repente, se quedó parado en la puerta. Luces de colores se encendían y apagaban mientras Enrique Iglesias cantaba “Bailando”. Pero ¿qué había pasado en los cumpleaños infantiles estos últimos 25 años? Tras adaptar sus oídos a la música se quitó la cazadora y cogiéndola bajo el brazo se acercó a la zona lateral, que estaba decorada como una discoteca, en la que había incluso una bola de espejos y donde todos los niños estaban bailando, saltando y cantando.

Mientras se pasaba la mano por el pelo mojado, vio a Raquel y a Tomás entre todas aquellas promesas de la noche mallorquina los cuales bailaban en la pequeña pista. Raquel estaba con otras niñas e improvisaban una especie de coreografía para bailar todas iguales. En cambio Tomás corría sin ningún ritmo con otros niños de su misma edad. Mientras los miraba, se fijó en algunas madres que se habían apuntado al baile y viendo a algunas de ellas pensó que sería un lugar a tener en cuenta a la hora de ligar, lo que le hizo reír solo. De repente, se dio cuenta que alguien le era familiar, pero estaba de espaldas y las luces de colores no dejaban que la viera con claridad. Llevaba una camiseta blanca de tirantes anchos, unos vaqueros azul marino que le sentaban de maravilla y botas de ante. ¡Madre mía con la mamá, cómo baila! Pensó mientras se percataba de que un papá que estaba al otro lado también la miraba. Sonrió y cuando ella se giró, su gesto cambió para dar paso a la cara de sorpresa que tendría durante el siguiente minuto y medio.

Hacía ya dos semanas desde la noche que conoció a Amanda, y en más de una ocasión se sorprendió pensando en ella. Recordaba sus caras de angustia cuando le cantaban, sus comentarios sobre lo que dirían sus madres y sobre todo su olor a algo que no identificaba y que llenaba su nariz cada vez que se acercaba para hablarle.

Allí estaba, rodeada de niños que por cierto en más de una ocasión seguían sus pasos de baile. Se retiró para observarla con detenimiento sin ser visto. Estaba diferente, se la veía en su salsa, en su ambiente. Relajada, se movía alegre y en algún momento hasta infantil, lo que hacía que sus pequeños seguidores se rieran. Llevaba el pelo recogido en una cola alta y eso dejaba su cuello y sus hombros despejados, provocando que Luis se pusiera en guardia como buen perro cazador que era.

Al cabo de diez minutos, se detuvo la música y se dio por finalizada la fiesta. Amanda fue hacia la recepción, se puso su camisa vaquera, un chaleco acolchado, un foulard de flores y una bandolera cruzada, cogió los zapatos de sus hijos y empezó a buscarlos.

Mientras, Tomás y Raquel ya habían visto a su tío y este les estaba diciendo lo bien que bailaban. Todo ello fue sin dejar de mirar con el rabillo del ojo a Amanda.

Cuando ella encontró a su hija Julia, la llevó al banco que había junto a la puerta para ponerle los zapatos y se agachó frente a la pequeña. Estaba en cuclillas y quitándole los calcetines de mariposas a la niña, cuando alguien se dirigió a ella.

−Eres una profesional de los cumpleaños. −Seis palabras, que cuando vio de dónde procedían, hicieron que acabara cayendo al suelo.

Luis, orgulloso de la reacción obtenida, se agachó inmediatamente para ayudarla a levantarse.

−Mamá, ¿te has hecho pupa?

Y en la cabeza de Luis sonó a modo de eco “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!...”

−Mamá, ¿qué te ha pasado? −dijo Ángel, apareciendo por detrás.

Y otra vez aquel recién instalado sistema de eco saltó: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!…”

−Tranquilo Ángel he perdido el equilibrio, pero estoy bien. −Y se levantó con la ayuda de Luis que todavía no había podido articular palabra.

−De verdad, ¿no te has hecho daño? −volvió a preguntar el niño con cara de preocupación.

−No, estoy bien cariño. Gracias. −Y tras unos segundos, en los que ella intentaba hilar una frase que pareciera coherente, se dirigió a él−: Y, ¿cómo tú por aquí?

−He venido a…

−Tío Luis, tienes que pedir nuestros zapatos y nuestros abrigos a aquella señora con la peluca verde −dijo Raquel tirándole de la camisa.

−Sí, cariño ya voy. −Y dirigiéndose a Amanda con cara de desconcierto le dijo−: Creo que tengo que ir a buscar zapatos y abrigos.

Aprovechó la pequeña distancia entre el banco y el mostrador para ordenar toda la información que en menos de un minuto había descubierto. ¡Era Mamá! No, era ¡Mamá, Mamá! ¡Dos veces!

A pesar de lo descolocado que estaba, una vez recogidas todas las pertenencias de sus sobrinos, se dirigió hacia el banco donde había dejado a Amanda.

Ella ya había calzado y vestido a sus hijos y estaba colocándoles la capucha de sus abrigos, cuando él llegó. Raquel y Tomás ya estaban sentados y les dio a cada uno sus zapatos.

−Bueno, pues ha sido un placer volver a verte −dijo Amanda con una mano cogida a Julia y con Ángel escoltándola al otro lado.

−Lo mismo digo −pudo decir Luis, mientras intentaba ponerle un zapato a su sobrina.