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MARIO CAMPAÑA

UNA SOCIEDAD

DE SEÑORES

DOMINACIÓN MORAL

Y DEMOCRACIA

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Para Isabel Avilés,

mi madre,

un aliento constante.

Para mi hijo Ian,

que ahora empieza.

Y para Iván Carvajal y

Constantino Bértolo,

que suelen decir mucho

con pocas palabras.

PRÓLOGO

¿De dónde venimos?, ¿a dónde vamos?, son dos de esas tradicionales preguntas a partir de las cuales las personas que irresponsablemente osamos autodescribirnos como cultas «sentimos» como «profunda» nuestra identidad, nuestra cualidad de ánimas reflexivas y filosóficas, y nuestra consiguiente diferencia de aquellos y aquellas, tan groseros y vulgares de alma y espíritu, que van por la vida sin preguntarse ni cuestionarse el sentido de la vida. Autodescribirse como persona culta no deja de ser un acto de vanidad y soberbia, pero no creo exagerado afirmar que esas vanidades y soberbias forman parte de la imagen que muchos de nosotros o nosotras vemos día a día reflejada en las aguas narcisistas donde consciente o inconscientemente nos vemos reflejados. Y tampoco creo que sea hacer juicios temerarios afirmar que son muchos los libros, esos espejos donde se miran nuestras palabras, que directa o indirectamente plantean esas mismas preguntas una y otra vez, de un modo u otro, en clave narrativa o poética o ensayista o dramática. Preguntas que de acuerdo con lo que se dice en muchos manuales de retórica son precisamente las preguntas que la buena literatura aborda y trata, inútilmente, de responder, constituyendo paradójicamente ese aparente fracaso uno de los méritos principales que nos permite, dicen, reconocer las bondades de la buena literatura. Que no en vano el considerar nuestra existencia como «misterio» es uno de eso halagos con que el humanismo generoso ha venido revistiendo de relevancia y trascendencia nuestro fugaz paso por la vida.

Este libro también nos plantea el análisis y desciframiento de un misterio, pero de un misterio menos profundo y existencial y mucho más concreto, materialista y ordinario: ¿por qué nos comportamos como nos comportamos? Y es justamente ese afán por lo ordinario lo que lo convierte en un libro extraordinario, lleno de información y reflexión y libre de pedantería. Un libro al que lo ameno y flexible de su argumentación dota de rigor, autoridad y precisión, y en el que la notable capacidad de hacerse entender del autor caracteriza el tono y fuerza de su entendimiento.

Una sociedad de señores parte de una hipótesis sorprendente: que en pleno siglo XXI, a pesar de las apariencias, vivimos inmersos en una inmensa burbuja ética en la que sobresale la presencia de unos valores que se corresponden con aquellos que históricamente hemos venido atribuyendo a las sociedades aristocráticas y señoriales. Dicho en sus propios términos, el propósito del libro «es intentar una relectura de doctrinas, instituciones, comportamientos y testimonios que revelan, en la historia occidental, una sorprendente línea de continuidad que desemboca en el presente de las democracias, una “corriente continua” ética y axiológica que puede ser llamada simplemente “cultura señorial” o aristocrática, la de nobles, señores y notables; un entramado que ha conformado un verdadero poder desde hace más de dos mil quinientos años hasta hoy y ha ejercido, y continúa ejerciendo, una influencia decisiva sobre todo Occidente, desde el fondo de la historia europea hasta nuestra época». Sin duda una hipótesis semejante choca frontalmente con aquellas visiones, hoy hegemónicas, que no dudan en describir nuestras sociedades como paradigmas democráticos de convivencia social, tanto por sus instituciones como por los valores éticos que actúan sobre las relaciones sociales que se producen en su interior. En ese sentido el libro funciona como inesperada y fuerte lección de humildad y sin duda despierta durante su lectura mecanismos de resistencia de los que conviene ser consciente.

A su vez esta hipótesis, que el buen oído estratégico del autor presenta sin ínfulas académicas («Reclamo la legitimidad y pertinencia de esta clase de lecturas, que trata de identificar valores y mentalidades colectivas no solo a través de trabajos de campo y bases estadísticas»—, se apoya sobre una tesis fuerte y arriesgada en su transparencia, en cuanto que desde el principio manifiesta que «por cultura señorial o aristocrática entendemos un complejo de ideas y valores, unos patrones de conducta, un imaginario, que surgieron de la élite gobernante, de los llamados al principio aristoi o “mejores” y después “nobles” en la Grecia arcaica y clásica, y se transmitieron luego a Roma. Esos valores distinguen a las sociedades y a los seres humanos según una estrecha noción de humanidad y una jerarquía moral, y los clasifican así en superiores e inferiores».

Al desarrollo de esta tesis y a la comprobación de aquella hipótesis dedicará Mario Campaña las páginas de este libro que cabe definir como ensayo aun ubicándolo más en los registros cercanos a la investigación de corte kantiano que a los propios del vuela pluma usual en el modelo del maestro Montaigne, sin que esto implique rigidez alguna en el libre avance de sus líneas de argumentación.

Siguiendo los consejos aristotélicos sobre la conveniencia de abordar el comentario de una obra tratando de dar cuenta en primer lugar de la «familia» literaria a la que pertenece, para luego proseguir con la determinación de aquella diferencia específica que la singulariza, parece oportuno a la hora de buscarle parentescos hablar de toda una genealogía literaria que agrupa tratados, ensayos e investigaciones sobre historia de las ideas, mentalidades o costumbres —valga nombrar obras de tono generalista como la Historia del Mediterráneo de Fernand Braudel, El proceso de la civilización de Norbert Elias o El lenguaje clásico de la arquitectura de John Summerson—, mientras que a la hora en que abordemos sus diferencias específicas sin duda habrá que encontrarle acomodo entre títulos difícilmente clasificables como serían La distinción. Criterio y bases sociales del gusto de Pierre Bourdieu o Mímesis de Erich Auerbach.

Evidentemente, la propia sustancia histórica que su hipótesis representa obliga a que sus razonamientos, siempre apoyados en ejemplos de perfiles narrativos o en la cita que transfigura lo teórico en prueba de cargo y la anécdota en categoría, se desarrollen ocupando cronológicamente todos aquellos momentos en que la tesis se hace visible y adquiere credibilidad.

Se inicia su trayectoria en el mundo clásico de Grecia y Roma («En cuanto a la humanidad, los griegos desarrollaron una doctrina que fue después seguida en gran medida por los romanos. Distinguían entre una humanidad verdadera y otra no verdadera, entre el hombre completamente humano y otros seres que, con apariencia humana, tenían una naturaleza en realidad más próxima a la de los animales»), subrayando con acierto cómo la idea germinal de una humanidad superior en contraposición a otra no-humanidad o humanidad inferior, distinción clave en la génesis y configuración de cualquier cultura señorial, está directamente relacionada con las ideas de Imperium, esclavitud y conquista: «Puesto que ellos [los bárbaros] no habían sido criados como hombres libres en sociedades libres, sino que habían vivido como súbditos de un gobernante, eran manifiestamente esclavos por naturaleza, y por tanto era perfectamente legítimo dominarlos y esclavizarlos de hecho».

El texto avanza en su línea argumental y argumentativa abrazado al tempo histórico, observando las distintas manifestaciones concretas de esa cultura en donde categorías como lo alto o lo bajo, lo noble o lo plebeyo, lo bello o lo feo, lo señorial o lo vulgar, adquieren un naturalidad absolutamente invasiva. Aun manteniendo siempre esa mirada diacrónica, el transcurrir de este ensayo sabe, en ocasiones siempre oportunas, y esta característica en su metodología es una de sus peculiaridades más estimables, tomar distancia de lo descriptivo para hacerse reflexión, recopilación o sugerencia: «Grecia y Roma rechazaron la idea de igualdad: fueron sociedades estrictamente jerárquicas, como es bien conocido. Esclavos, extranjeros y mujeres no tenían una existencia civil […]. A todos les faltaba lo que Aristóteles llamaba timai, o estatus político».

Del mundo clásico el texto pasará a detenerse, con especial fortuna para los lectores, en un espacio histórico-cultural, la cristiandad, bastante menos frecuentado por investigaciones semejantes, para poner de relieve el papel de la Iglesia y la expansión del cristianismo como vehículos de transporte y mediación entre los valores de aquellos mundos clásicos que las invasiones de «los bárbaros» arrasaron y la emergente época del feudalismo con sus señores, órdenes de caballería, vasallos, nobles, purezas de sangre y linajes.

Tomando como referencia la famosa carta de Clemente de Roma a los corintios, en donde el padre de la Iglesia expone sus doctrinas sobre el rango y las jerarquías humanas: «Todos no son prefectos ni tribunos ni centuriones ni comandantes al mando de cincuenta hombres y así sucesivamente, sino que cada uno en su propio orden cumple lo ordenado por el rey y los jefes», Campaña nos muestra cómo la Iglesia antigua fue incorporando a su doctrina los principios de la aristocracia grecorromana: «Los no cristianos carecen de humanidad en sentido pleno. Para llegar a serlo plenamente deben activar el potencial que recibieron al nacer, realizar las acciones y asumir las creencias y los deberes que impone la fe. Ser humano es ser cristiano y ser cristiano es ser humano. En sentido contrario, no ser cristiano es no ser humano». Con esta interpretación del cristianismo como fusión y amalgama del humanismo aristocrático con una concepción jerárquica de las relaciones sociales, la Iglesia se presenta como una de las piedras angulares sobre las que descansa el paisaje axiológico que el libro recorre hasta esos momentos. Todo un tiempo de gestación y asentamiento de los elementos intangibles de lo que viene a conformar esa cultura señorial y aristocrática que pronto va a encontrarse en su camino con el nacimiento de la modernidad y del grupo social, la burguesía, que la sustenta.

Es obvio que todas aquellas partes en las que el libro aborda el encuentro entre esa cultura señorial y los nuevos modos de estar en el mundo que la burguesía trae consigo pueden resultar las más polémicas y, en consecuencia, las más atractivas y sugestivas. Y eso es precisamente lo que sucede. Acostumbrados como estamos los lectores a escuchar que la clase dominante, la burguesía en este caso, determina el conjunto de valores presentes en las sociedades que esa clase protagoniza, enfrentarse a toda la suma de pruebas, argumentos y razonamientos que en el libro se nos ofrecen para defender la supervivencia de los valores señoriales (que indudablemente reflejan una cultura que se asienta en la condición guerrera de las sociedades preburguesas) en unas sociedades donde, sin negar el papel de las armas, es la rentabilidad comercial y económica la que marca los límites del ser y estar de la condición humana, no es fácil. Con notable eficiencia se nos cuentan los nuevos valores que la burguesía introduce: el ahorro, la prudencia, el mérito personal y económico, y se analiza el complejo proceso que va a permitir —tanto en los países del mercantilismo europeo como en las naciones americanas surgidas de los procesos de descolonización— que esta nueva llegada de criterios no imponga el desalojo de los antiguos sino su reacomodo. Una cita bien seleccionada de Adam Smith se muestra reveladora al respecto: «Nuestra admiración del triunfo se basa en el mismo principio de nuestro respeto por la riqueza y la grandeza, y es igualmente necesaria para establecer la distinción de jerarquía y orden de la sociedad. A través de esta admiración del triunfo se nos enseña a rendirnos con mayor facilidad a los superiores, a quienes el curso de los asuntos humanos puede asignarnos, y a mirarlos con reverencia y, a veces, incluso con una especie de afecto respetuoso», sin que falten al respecto los comentarios oportunos sobre las aportaciones de un Montesquieu o un Tocqueville, dejando así constancia de cómo el modelo ya no es aristocrático en sentido estricto, aunque se mantiene vía «la aristocracia del mérito».

Es además realmente brillante la forma en que el autor nos hace ver cómo esos valores señoriales acaban infiltrándose en las democracias representativas actuales, donde el yo narcisista y aristocrático convive sin problemas con una visión del yo como mercancía. Una contemporaneidad que, desde ópticas y categorizaciones muy contemporáneas, nos llevaría a hablar del marketing como distinción, del yo como marca, del prestigio digital como prueba de sangre, del currículum como linaje o del Facebook e Instagram como heráldicas.

No es pretensión de este prólogo dar cuenta completa del recorrido histórico a través del cual Mario Campaña construye la verosimilitud de sus tesis. Reconociendo incluso que, desde posicionas marxistas que me son cercanas, puede entenderse que a las condiciones subjetivas habría a veces que sumar datos objetivos que tienen repercusión directa o indirecta sobre la supervivencia o no de determinadas mentalidades —como recuerda Martín López Navia «es la propiedad sobre el caballo lo que hace caballero al caballero y no sus buenos modales»—, el libro reúne en su discurrir un aliento hegeliano y una metodología positivista que da lugar a una especie de materialismo histórico francamente sugerente y escasamente idealista a pesar de moverse a veces al borde de ese abismo que postula que las ideas modelan el mundo.

Hablando, por ejemplo, de modales, el libro nos ofrece algunos de sus mejores y más significativos momentos: esos pasajes reflejan cabalmente la capacidad de observación, interrelación de datos y asociación mental que distinguen a Mario Campaña. Hablando de urbanidad y cortesía como valores de esa cultura señorial hoy sobreviviente, entiendo que merece la pena recoger el siguiente enunciado: «La superioridad debe exponerse socialmente y exhibirse individualmente, en todos los planos y de modo central en la sociabilidad diaria, en los diversos tipos de relaciones, en especial en las que convocan a protagonistas sociales. Eso es indispensable; es prueba de la superioridad misma. La nobleza y sus seguidores pensaron que la vida distinguida en las cortes reales o virreinales y en todos los círculos “respetables” no debía admitir la filtración de rusticidades o vulgaridades de ningún tipo. Así que elaboraron normas para las maneras de caminar, sentarse, entrar en una vivienda o una habitación, gesticular, expresar emociones, hablar (seguridad y modulación de la voz, correcta selección de palabras y temas apropiados, al participar en una conversación) o comer (adecuado conocimiento y uso de cubertería y cristalería), que después se propagaron progresivamente en las clases medias. Era necesario conocer cuáles son las posturas aceptables de la cabeza, los hombros, la espalda, siempre bien erectos, cuando se está sentado a la mesa, por ejemplo».

Creo que esta larga cita resume de manera justa el tono, la envergadura y el calibre de la inteligencia expresiva del autor: su capacidad para encontrar en lo aparentemente menor la esencia de lo que se está debatiendo, su densidad real; su habilidad para situarnos delante de una verosimilitud que al apoyarse en lo vivencial apenas permite disquisiciones teoréticas; la sutileza dialéctica con las que nos hace aceptar las piedras que caen sobre nuestro propio tejado. Porque, ¿cómo aceptar todo lo que en ese párrafo se expone sobre los orígenes y causas de nuestras formas de actuar y seguir considerándonos como dotados de distinción y autonomía? Momento significativo de un libro que nos interpela sin aspavientos academicistas pero con la eficacia y contundencia de una tormenta en la calma de una noche de verano.

Hablamos antes de la genealogía familiar e intelectual de este libro. Que, aun entrando en comparaciones, entendamos que es de justicia encontrarle un lugar entre aquellos libros citados que, cada uno a su modo, aclaran el origen remoto de hechos o valores que hoy están presente en nuestros actos y mentalidades, creo que ya dice mucho sobre el interés que su lectura contiene. Pero no hemos de olvidar que siguiendo la propuesta de Aristóteles entendemos que el verdadero mérito de un libro reside en la diferencia específica que en él se encuentre. Pues bien, ¿ qué es lo que hace a este libro diferente? No su materia ni eso que algunos llamarían su forma. Lo que lo hace diferente es su voluntad, hecha estilo, de aparecer como un ensayo que no busca reconocimiento académico sino entrar en diálogo democrático, entre iguales. Una voluntad así en una sociedad marcada por las desigualdades de clase parece un imposible. Y sin embargo ese imposible se hace realidad, escritura, gracias al despliegue de una cualidad que lo hace diferente: una inteligencia sabia, entrelagente. Como cuando decimos de alguien: da gusto hablar con él. Gracias.

CONSTANTINO BÉRTOLO

UNA SOCIEDAD DE SEÑORES