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ORLANDO ORTIZ

LOS CASOS
DE CHELO GÓMEZ

ILUSTRACIONES DE RAQUEL CANÉ

 

 

 

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A mi perrita Godzilla

PARA EMPEZAR

 

 

¿Te acuerdas de Chelo? Bueno, tal vez no la recuerdes porque en la escuela nunca tuviste una amiga o una compañera con ese nombre. O tal vez sí, pero no creo que fuera la misma de la que te hablo, por eso voy a presentártela en este librito, y también a su hermano Guayo, un año menor que ella, pero como diez veces mayor en fuerza, y que en realidad se llama Eduardo.

Ambos están en primaria, aunque en grupos diferentes porque Chelo (nunca se te ocurra llamarla Chelito, ya verás por qué) va en cuarto y Guayo en tercero. Sin embargo, a la hora del recreo van juntos a comprar golosinas en la cooperativa y a jugar con sus amigos.

De vez en vez discuten por minucias —como todos los hermanos— pero antes de que suene el timbre para regresar al salón hacen las paces:

—¿Las chocas, manita?

—Elemental, mi querido Guayo.

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Y se abrazan emocionados.

Guayo siempre sigue con la mirada a su hermana porque (esto es un secreto, no se lo digas a nadie) a él le gustaría estar en el grupo de Chelo. No porque el salón tenga más luz, sea más bonito o esté mejor pintado, sino porque la profesora Silvia es muy linda, y tan tierna y tan joven y tan buena y tan dulce... Ella es la profesora de 4.° B, donde está su hermana, y él está en 3.° A con el profesor Onofre, que sin duda es buena gente, pero... pero... ¡no es la maestra Silvia!

Regresemos a Chelo, que entró al salón como una sonámbula y fue a ocupar su lugar junto a su amiga Paty, que rara vez sale al recreo: prefiere quedarse leyendo en el salón y, cuando la obligan a salir al patio, busca un lugarcito tranquilo con sombra y ahí se pone a leer.

—¡Despierta! —le dijo Paty a Chelo moviéndola de un hombro.

La pequeña se volvió a ver a su amiga, pero nada respondió. Parecía estar dormida con los ojos abiertos. «Demasiado concentrada —pensó Paty—, seguramente está tramando algo o resolviendo algún misterio muy difícil.»

—¿Te preocupan los parciales de la semana próxima? —insistió Paty.

—No —fue la respuesta casi automática.

La amiga confirmó así sus sospechas y, sin dejar de sonreír, siguió preguntando.

—Tú eres muy bonita, ¿verdad?

—No.

—Y sabes muchas cosas.

—No.

—¿Conoces a los tuaregs?

—No.

—Y siempre estás enterada de lo que pasa en la escuela.

—Sí. —La respuesta desconcertó a la chiquilla, y todavía más lo que añadió Chelo—: Por eso puedo asegurarte que algo misterioso ocurrió. El director estaba con los profes.

—¿Y eso qué tiene de raro? Es el director, ¿no?

—Pero sólo en ocasiones muy especiales junta a todos los profesores y visitan los salones.

—Pues aquí no han venido.

—Pero ahí vienen.

Paty miró hacia donde señalaba su amiga y sí: vio que el profesor Américo, director del plantel, se dirigía hacia el 4.° B seguido por todos los maestros de primaria, que avanzaban con paso solemne, casi marcial. Entraron al salón y, sin siquiera verificar si todos se habían puesto de pie, les hizo señas para que tomaran asiento.

Se aclaró la garganta, respondió al saludo de bienvenida de todo el grupo y, con gesto muy serio, les dijo:

—Niños, si alguno de ustedes sabe quién es el que desparrama la basura de las bolsas que están en el traspatio, es recomendable que lo diga ahora o serán sancionados tanto el autor de ese desmán como el que sepa quién fue y se lo calle.

Todos intercambiaron miradas preguntándose de qué hablaba el director.

—¿Nadie puede decirme algo al respecto?

Bonifacio levantó la mano de inmediato.

—¡Ajá! Ya me lo suponía. ¿Qué es lo que sabes?

—No —respondió Bonifacio—, yo nomás quería preguntarle qué es «respecto», si es una cosa como la basura o algo diferente.

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Los niños sonrieron por la pregunta de su amiguito y por la cara que puso el profesor Américo; sin embargo, algunos hubieran querido conocer la respuesta porque tampoco sabían qué significaba eso de «respecto», aunque no se habían atrevido a preguntar.

—Comprendo que no tengan deseos de decirlo enfrente de todo el mundo, pero si alguien sabe algo puede pasar a la dirección y lo escucharé. Tengan la seguridad de que seré discreto. —Los niños volvieron a mirarse: ¿qué era «discreto»? El profesor Américo hablaba siempre muy raro, usando palabras extrañas y como si tuviera algo en la boca que lo hacía pegar la barbilla al pecho—. Agradezco infinitamente su amable atención, pequeños. Sigan estudiando.

Y salió del salón seguido de los maestros, a excepción de la profesora Silvia, que les hizo a sus alumnos un ademán con la mano indicándoles que tomaran asiento y luego les pidió que sacaran su libro de español.

Chelo obedeció, pero siguió pensando en el misterio de la basura. Sabía que en un callejón del traspatio depositaban las bolsotas negras con los desperdicios a la espera de que pasara el camión recolector, que a veces tardaba hasta tres días. Eso permitía que alguien los desparramara por las noches —y algunas veces también de día—. Pero ¿quién cometía tamaño atropello? ¿Qué ganaba con eso de desparramar la basura?

—Sigue con la lectura, Chelo —dijo la maestra Silvia.

La pequeña apenas pudo reaccionar: no había oído en qué página estaban. Por fortuna, Marlene se puso de pie y siguió leyendo.

—Dije que continuara Chelo, no tú.