el año de los saicos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

PATRICK ROSAS

 

 

el año de los saicos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: Patrick Rosas

 

 

 

Madrid, octubre 2017

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 978-84-17118-03-7

 

Diseño portada: Enrique García Puche para Tresbien Comunicación

 

 

 

«Echemos abajo la estación del tren/ demoler demoler demoler
la estación del tren»

 

LOS SAICOS

 

 

«Dios sabrá lo que ocurrió realmente. El lector aficionado
puede imaginarse lo que quiera»

 

Almas muertas. NIKOLÁI GÓGOL

 

 

 

Esta historia (no) está basada en hechos reales. Cualquier semejanza
entre sus protagonistas y personajes existentes o que hayan
existido (no) es simple coincidencia

 

 

 

A mi mejor Consuelo

A Laura Rivera, que abrasó mi adolescencia

 

 

Capítulo primero

Si me propusiera suprimir en el lector toda expectativa de suspenso, esta historia la podría empezar yo por su final: la desaparición de Ana Huamán en Despeñaperros tal como me fue relatada por Xavi Noboa, su otro protagonista, quien me ha pedido que le dé forma literaria. La trama ha sido abonada por mi propia imaginación, y es puramente imaginaria cuando aborda situaciones de las que Xavi no fue testigo ocular ni indirecto. Tras acuñar la idea de que una novela ni comienza ni termina —pues deja en el teclado un antes y un después de los hechos relatados— y puede, por ende, empezar en cualquier punto, me he propuesto desmadejar su hilo a partir, no de la fecha de su desenlace o de su improbable inicio, sino a partir del viernes 3 de enero de 1964, días antes de la llegada de Ana a casa de los Noboa, una vivienda del céntrico Pasaje Inclán construida sobre dos niveles a comienzos del pasado siglo por algún arquitecto hoy sin nombre ni posteridad.

Digamos que ese día Michi de Noboa, en su precipitación, ha dejado sin cerrar el cuarto de la criada, en la azotea polvorienta a la cual sólo subía en caso de extrema necesidad y refunfuñando. De Casilda ya no quedaba ni un pelo. La señora de Noboa había hecho vaciar y limpiar el cuartucho con lejía y asperjarlo con DDT tras haber sido liberado el dos de noviembre en circunstancias todavía hoy oscuras para mí —acerca de las cuales Xavi, habitualmente diserto, no ha querido explayarse— y recién esta tarde, mordida por un remordimiento, ha subido a examinar la miserable habitación, que despedía aún un olor a insecticida porfiado e invasivo. No ha terminado su inspección, cuando de la planta baja la llaman los gritos del teléfono, un aparato pesado de color marfil con dial blanco y cifras negras colocado sobre el enorme escritorio del despacho ubicado a dos metros de la puerta de entrada. La señora de Noboa llega a él demasiado tarde; quien hizo la llamada ya había colgado. Alguien baja ahora por las escaleras dejadas un poco al abandono desde que ese hogar se ha quedado sin criada.

La señora de Noboa se seca una lágrima con el puño de la manga y, abriendo una de las gavetas del imponente escritorio, finge estar buscando en ella unos papeles. Xavier, su marido, al partir a su gabinete de la Plaza Francia temprano por la mañana, ha olvidado retirar la llave de su cerradura.

—Vaya horas de levantarse—, le dice Michi de Noboa a su hijo.

Ella aprieta en una mano una libreta de tapas negras. Xavier Noboa rara vez la dejaba al alcance de su mujer, quien tenía la mala costumbre de meter la nariz en sus asuntos personales a la busca ni ella misma parecía saber bien de qué. Michi de Noboa no ha abierto la libreta para no despertar la curiosidad de Xavi, su hijo menor y único sobreviviente de una fratría de tres; tiene diecisiete años y es apenas más alto que su madre, mucho más pequeño que su padre. Desentona, con sus vaqueros y su camisa remangada, con la solemnidad magisterial del despacho donde su abuelo, don Nicanor Noboa, otrora presidente de la Corte Suprema, dictaba eterna sentencia desde la pared en la cual su retrato había sido colgado. Su nieto ha heredado su nariz borbónica.

En diciembre ha acabado la secundaria en el Colegio de la Recoleta, como todos los de la collera, con más pena que gloria. Cuatro años atrás el plantel se trasladó al moderno local que los curas franceses hicieron construir en Monterrico, no lejos del nuevo hipódromo, y el local de Uruguay con Wilson (hoy Garcilaso de la Vega), un edificio de ladrillos rojos que ocupaba toda una manzana, y donde Xavi y nosotros cursamos la primaria y el primer año de media, fue vendido. El nuevo local tenía una piscina de veinticinco metros y una cancha de fútbol reglamentaria. Su nieto cursa actualmente quinto de primaria en sus aulas siguiendo una tradición familiar.

La madre de Xavi hace un brusco gesto de reprobación con la cabeza y se limpia el polvo de las manos golpeándose las yemas de los dedos: el escritorio, el despacho, toda la casa, por Dios, necesitaban una buena limpieza. ¿Xavier no se daba cuenta o no le importaba? Se ha empecinado en sacar a Ana Huamán de Despeñaperros a fin de que reemplace a Casilda. Paulina, la madre de Ana, por motivos nada claros, o demasiado claros para no mantenerlos en una prudente oscuridad, se resistía a dejarla partir. «¿Por qué te empecinas en traer a esa muchacha? Si algo abunda ahora en esta ciudad son las cholas», había recriminado Michi de Noboa a su marido en repetidas ocasiones, exasperada por su obstinación.

—No estás preparándote para el examen de ingreso, hijo. A tu papá le van a salir ronchas si te jalan. Después no me vengas a lloriquear—, le dice a su hijo en el despacho, las tapas de la libreta negra quemándole las manos.

Al dejar su silla, Michi de Noboa provoca un ligero vaivén en los platillos de una balanza de bronce sostenida por una Justicia de ojos vendados cuyo pie egipcio aplastaba a una serpiente montada en un código penal. Xavi está siguiendo a su madre por las escaleras tratando de sonsacarle algo de dinero. Al darle alcance en su habitación, Michi, ablandándose, saca de la cartera recostada en el velador de la mesa de noche un billete de una libra y, de yapa, otro de cinco soles, ambos sucios y muy ajados, como corresponde al papel moneda de un país en el cual los billetes de banco todavía hoy, en 2014, son mantenidos en circulación hasta que su propia vetustez los dé de baja.

—Te estoy malacostumbrando. Toma. Y esto para tu lonche. No vuelvas tarde—, le dice a Xavi, llevándose una mano al pecho.

Su hijo bajó las gradas de cuatro en cuatro.

De la mesa de noche donde la ha escondido al regresar a su habitación, su madre extrae la libreta, se oprime un labio con el canto del cuadernillo y, dejando caer los brazos, se observa en el espejo del tocador. A sus cuarenta años, ya no suscitaba el deseo de su marido. Su figura ha pagado la factura de sus tres partos; aquí y allá —en el vientre, en las nalgas— ha perdido rigor y fe en el porvenir; la ley de la gravedad comienza a empujar su busto hacia el suelo, una incipiente papada carga de ripio las líneas antes ligeras de su mentón. Se ha sentado en la cama, la libreta de tapas duras colocada sobre su generoso regazo. Sólo una mitad de las hojas había sido utilizada hasta entonces. Michi de Noboa reconoce la escritura rimbombante de su esposo, las mayúsculas adornadas con rabos y pestañas, las cifras sobrecargadas, seguras de su valía. Disimulado entre dos anotaciones acerca del proyecto de Carretera Marginal de la Selva, repara en un número de teléfono y, sin cerrar la libreta, sostenida en una mano, baja al despacho y marca el número sospechoso: 21430. Al no obtener respuesta, apunta el número en un pedazo de papel, devuelve la libreta a su lugar en el cajón del escritorio y empuña de nuevo el auricular del teléfono.

De la calle se elevaba el sonido, algo disuelto por la humedad y la distancia, de un coro furioso de bocinas, un clamor maniático, inagotable, que ha empeorado estos últimos años con el crecimiento exponencial del parque de automóviles. El centro de Lima se ha vuelto un pandemonio, una confusión de ruidos y hedores en los cuales se movía a sus anchas una creciente población andina, atraída diariamente a la capital por la promesa de una vida mejor. ¡Vaya vida mejor! Lo ensuciaban todo, no respetaban nada; a las cholas harapientas no les molestaba dar de mamar en público a sus críos piojosos ni a los cholos orinar en las esquinas sin siquiera taparse las verijas. ¡Dios Santo! Cómo soportarlos si estaba harta del ruido, del hedor, del caos y la mudanza no tendría lugar antes de finales de año, cuando estuviese terminada la casa de la urbanización Aurora, en donde Xavier, por una vez de acuerdo con ella, ha decidido instalar a la familia. En la nueva casa los atormentarían menos los recuerdos, se repite, acomodando por acomodar la estatuilla de la Justicia sobre el escritorio. Simultáneamente, aprieta el auricular del teléfono con una oreja y el hombro; está hablando con Silvia Pinel. «Aún nos da tiempo si nos apuramos, hija», replica Michi de Noboa para tratar de convencer a su amiga. «La acaban de estrenar, Michi. Va a haber un montón de gente, te digo. Mejor vayamos a ver Cleopatra. Es buenaza, parece. La están dando en El Pacífico. Y así sales un poco de tu sucursal del Tawantinsuyo». «Ay Silvia, ni me hables. Felizmente Xavier ha tomado al toro por las astas. Ya era hora».

Antes de salir a buscar el Morris Minor en el aparcamiento de la avenida Wilson, Michi de Noboa se asperjó el lóbulo de las orejas con el remanente de un frasco de Chanel N° 5, le da un toque de carmín a esos labios que en el pasado su marido obligaba a consentir ciertas prácticas que ahora ella echaba de menos sin dejar de reprobarlas y luego de empolvarse la punta de la nariz ante el espejo de su tocador extrae sus llaves de la gaveta de la mesa de noche.

En el aparcamiento —un canchón con piso de tierra apisonada y, al fondo, una casucha sin terminar— le da los buenos días a la mujer de Varini, una mujer blanca, bien plantada, casada con Innocenzo Varini, un hombre blanco, alto, de complexión atlética, que le había hecho dos gemelos parecidos a ella, más que a él, y Michi, con cierto recelo, por no saber a qué atenerse con una mujer tan visiblemente fuera de lugar en ese canchón repleto de autos y en esa casa digna del cerro San Cosme, cruza unas palabras con ella.

—Lima está atroz, ¿no cree? Y con este tráfico.

Si vivían así, en esa casa a medio terminar por cuyas paredes de ladrillo sin revocar aparecían rebabas de cemento y, en la línea de ladrillos superior, asomaban las extremidades de las barras de hierro destinadas a la construcción de un segundo piso muerto en el huevo, no debían de ser tan decentes. ¿Y por qué se dedicaban a este negocio indigno de gente bien? Los pobres chicos iban a un colegio nacional, Michi no habría sabido decir cuál. Todos los alumnos de las escuelas públicas vestían el mismo uniforme —caqui, de dril, con cristina de la misma tela—, reservado en los colegios privados sólo a la instrucción pre-militar.

La mujer de Varini posa en el suelo un cubo lleno de un agua marrón y se seca las manos en el mandil que alguna vez fue azul, acaso preparándose para estrechar la diestra de la señora de Noboa. Ésta se apresura en dar un paso atrás.

—Atroz —repite, echando una mirada de malestar al agua del balde—. El otro día hubo un choque en la esquina. Hubo heridos, creo.

La señora de Noboa se tapa los oídos con las puntas de los dedos.

—Felizmente no vamos a soportar esto mucho tiempo más.

—¿Se mudan?

Se ha ido de boca. La mujer del aparcamiento era una semi desconocida, no tenía por qué ser receptora de este tipo de confidencias, y mejor era no adelantarse al destino. Por azar, la señora de Noboa repara en la mano mutilada de la mujer: a uno de sus dedos, el índice de la diestra, le faltaba la mitad de la uña. La visión del dedo mutilado le produce asco.

La mujer de Varini, quien no parecía esperar respuesta a su pregunta, repliega los dedos de la mano sin uña y los esconde en el gran bolsillo delantero de su mandil. Me es difícil calcular su edad. El pelo pajizo y su aspecto descuidado sin duda la avejentaban. Era, o había sido, una mujer guapa. Debía de saberlo y el recuerdo de sus antiguos encantos quizás no fuera ajeno a la expresión amarga de su rostro fino, de labios abundantes.

Michi de Noboa extrae de su bolso las llaves del Morris y, para ocupar las manos mientras busca algo que decir, aunque bien hubiera podido no decir nada —no era amiga ni obligada de la mujer de Varini—, mira hacia su auto y hace tintinear su llavero en forma de M.

La mujer de Varini echa una mirada al pequeño coche británico, apabullado por el Oldsmobile verde botella y el Nash negro aparcados a cada lado, recoge el balde y con la mano mutilada enjuaga la esponja, que luego devuelve al agua marrón.

Uno de los chicos asomó la cabeza por la ventana de la casa, atraído por las voces, y al descubrir a la señora de Noboa, de costado, el busto y las nalgas perfilándose en la tarde soleada, la vuelve a meter enseguida y atrae a su hermano hacia la ventana. Debían de tener doce o trece años, recuerdo que siempre iban trajeados con la misma ropa arrugada y un poco estrecha y que daban la impresión de que un moco podía chorrear en todo momento de sus narices cortas y salpicadas de pecas cobrizas. Al verlos, la señora de Noboa les hace un ademán amistoso e inmediatamente se arrepiente.

—Por media libra mis hijos se lo dejan como nuevo.

La señora de Noboa se abanica el rostro con las manos: ¡Ay estaba haciendo un calor! Su situación era incómoda. No era usual ver a una limeña blanca ofrecer servicios domésticos y le apenaba que la mujer de Varini lo hiciera. La señora de Noboa, apretando su bolso contra el vientre para acallar el murmullo de sus entrañas, no sabe si aceptar la propuesta de la mujer o ignorarla sin más: no aceptarla podría parecer agraviante y lo mismo aceptarla. Era horrible ver a una mujer de buen tipo —bien vestida la mujer de Varini no hubiera desentonado en su cogollo— en una situación tan desfavorecida. Y pobres chicos, debían de vivir un infierno exhibiéndose, tan gringuitos, en sus uniformes caquis de colegio de cholos.

—Al mal tiempo buena cara —dice la señora de Noboa, echando una mirada al tráfico.

Se apresuró en poner en marcha el auto y, arrastrando por el aparcamiento una estela de polvo, enfila hacia la avenida Arequipa dando en la esquina con La Colmena —o avenida Nicolás de Piérola, su nombre oficial— una infortunada vuelta en U reprobada por los otros automovilistas. Un coro de claxons se lo hace saber.

Silvia Pinel, los dedos tamboreando la servilleta posada en su regazo, la mirada perdida en el resplandor amarillento de la tarde ruidosa, la esperaba desde hacía pocos minutos en la Tiendecita Blanca. Se conocían del colegio Sophianum. Sentadas codo a codo en el mismo pupitre, año tras año habían compartido risas, chismes y esas gomas de mascar Adams con sabor a menta que sacaban, haciéndolas cascabelear, de unas cajitas amarillas. Eran amigas íntimas, casi hermanas. Hermanas. Xavi, su ahijado, llamaba tía a Silvia y poco a poco esta palabra se le había convertido a Silvia Pinel, perdidas ya sus esperanzas de procrear, aunque nada probase que alguna vez hubiera proyectado ser madre, en un cuasi sinónimo de mamá. Nunca había subido al altar, aunque pretendientes no le hubiesen faltado. Había vivido con su madre viuda en una casita cerca de El Olivar y ahora pasaba largas temporadas sola cuando su madre viajaba a Washington a casarse, a enterrar a algún marido achacoso o a divorciarse de uno cargoso.

—No lo puedo creer, ¿ya estás aquí? Y pensando en las musarañas, como siempre, hija, quítate esa mala costumbre —le dice Michi con la aspereza habitual en su trato con Silvia.

Viste un traje suelto, de mangas cortas, de algodón celeste y gris, que le cubre las rodillas. Al entrar, había buscado otras caras conocidas en el horizonte forzadamente suizo de la Tiendecita Blanca, decorada en un estilo sin padre ni madre ni tampoco herederos; una especie de estilo Biedermeier criollo que conjuga hasta el día de hoy la pesadez suiza con la huachafería peruana. No distinguir ninguna cara conocida en este local frecuentado por su cogollo a la vez la reconforta y la defrauda.

—Ojalá se tratara de musarañas. ¿Tomas algo, Michi?

—Nada. No tenemos tiempo. ¿O ya se te quitaron las ganas de ir al cine?

El Pacífico quedaba al otro lado del Parque Kennedy, a menos de cien metros. Era uno de los cines con más valor agregado de Lima. Cuando se asistía a la vermouth uno se podía tomar primero un refresco en el Haití, al costado, y después de la función ir a cenar al chifa El Pacífico, situado en la segunda planta del mismo edificio; se podía así pasar una tarde entera sin necesidad de alejarse de él. Es el cine preferido de Silvia.

—Me llamó —dice Silvia, bajando los ojos.

Da la impresión de estar buscando en el suelo algún objeto perdido. Era bastante más pequeña que Michi y, desde hacía al menos una década, más esbelta. De lejos, parecía diez años menor; de cerca, la ilusión se desvanecía al cabo de unos segundos: unas arruguitas en el cuello moreno, de piel muy suave, unas patitas de gallo recalcitrantes traicionaban, para consuelo de su amiga, sus cuarenta años bien cumplidos. Hablaba con una voz de tiple, algo nasal y quebradiza. Está vestida esta tarde con un traje entallado, sin cuello ni mangas, de color crema y estampado de una labor amarilla y rectangular, copiado de Jackie Kennedy, a quien ha plagiado también el peinado, característico por esa abundante franja de pelo que le cubría la mitad de la frente y se doblaba hacia arriba, dejando al descubierto las orejas, un poco despegadas de la cabeza. Calzaba tacones aguja para compensar su pequeña estatura y el bordillo de la falda no le cubría completamente las rodillas.

—Le diste largas, espero —murmura Michi, comiéndosela con la mirada. Silvia Pinel, la mano izquierda posada sobre el gollete del vaso de chilcano de guinda ya casi vacío, ha callado. Tiene ganas de pedir otro chilcano para entonarse de verdad, pero no se atreve a hacerlo en ese salón de té donde todo el mundo se espiaba y el menor movimiento (para ir a los aseos, hablar por teléfono, sacar la polvera del bolso o cambiar de posición en el asiento) atraía las miradas y desataba un largo cuchicheo de lenguas viperinas.

—Quien calla otorga —añade Michi, muy seria—. ¿Cuándo te llamó?

—Cinco minutos después de que colgaras. Hemos quedado en encontrarnos donde tú sabes. Por favor, acompáñame. Por favor, Michi. No quisiera encontrarme sola en un momento así.

Michi de Noboa extrajo una polvera de su cartera de cuero de cocodrilo y, acercando el espejito a su cara, espía las reacciones en las otras mesas. Nadie parecía estar escuchándolas. Por precaución, baja la voz:

—¿Has perdido el control?, ¿no has pensado en tu reputación?

—Y en la mía, añade su mirada.

—Pero nadie se va a enterar. Me acompañarás, ¿no es cierto?

—Adiós Cleopatra —dice Michi, poniéndose en pie para abrir la marcha.

Aún me estoy preguntando (no habiendo sido testigo de esta escena, Xavi no me ha podido ayudar) si ambas partieron cada una en su coche o si se embarcaron en el Morris de Michi o en el Taunus de Silvia Pinel, donde hubieran cabido con más comodidad la alta estatura y las piernas muy largas de la persona, animal o cosa con quien Silvia tenía cita en algún lugar de Miraflores. Como sólo sé que no hicieron el trayecto a pie —ninguna limeña decente caminaba más de una cuadra—, dejo el detalle, sin gran relevancia para el desarrollo de esta historia, en suspenso y voy tras los pasos de Xavi y de su collera, reunidos en la plazuela Federico Elguera, situada en el vértice del jirón Arica (hoy Rufino Torrico) con la avenida Wilson. La peana de la estatua erigida en honor del burgomaestre que modernizó Lima les sirve de asiento. En diciembre habían terminado con algunos tropiezos la secundaria y ya querían sentirse hombres de pelo en pecho. Ramiro Miranda ha llegado esa tarde a la plazuela luciendo sobre el labio superior un bigotito astutamente oscurecido empleando el delineador de ojos de su mamá, Santiago Abadía cultiva unos vellos cobrizos entre las tetillas, Lucien de Silva se está dejando crecer los pelos de la nariz y Yoyo Marengo —quien, a diferencia de nosotros, no era egresado de la Recoleta— saca barriga en lugar de sumirla. Xavi era el único que nada hacía para aumentarse la edad. Cuando el último acabó por llegar (Luciano vivía cerca de la plaza San Martín, a varias cuadras de distancia), Santiago Abadía, el mayor y más pequeño de todos, propone ir a jugar unas partidas de pinball a Recreos Belén, una casa de juegos bautizada con el nombre de la calle donde está localizada. Recreos Belén era un antro de perdición —catalogado en tercer lugar, sólo después de México y los bares del Centro, entre los caminos más cortos al infierno—, en opinión de los curas de la Recoleta, quienes seguían teniendo una agencia de espionaje en el local de la Plaza Francia, el más antiguo de los locales del colegio, el cual ahora servía de alojamiento a los curas espías. A la collera no le toma diez minutos llegar al lugar donde, desafiando el anatema, condenaban sus vidas al juego eterno (la ocurrencia es de Xavi). Bajaron, me cuenta él, el nivel entusiasta de las voces al traspasar la nube de humo, que envolvía las entrañas del local, abarrotado por una clientela compuesta por vagos y achorados. Además de jugar al pinball (tilt, se le decía en Lima) en Recreos Belén se jugaba al fulbito, y algunos de los partidos, salpimentados con apuestas, congregaban a mucho público. A menudo la collera se paraba largo rato a mirar los encuentros. Mediocres en este juego, tampoco eran muy buenos al pinball, salvo Xavi. Xavi era un genio con estas máquinas. Esa tarde de la que escribo ha empezado a jugar hace una media hora y no ha perdido aún su primera billa. Era lo usual. Los demás, si no quedaba ninguna máquina libre, debían esperar a que Xavi se cansara y cediese su lugar —y las decenas de juegos gratis que había ganado—, o suscitar un incidente —como trabar el mecanismo electrónico de la máquina empujándola brevemente con todo el peso del cuerpo— para hacerlo desistir.

Santiago, Luciano, Ramiro y Yoyo empiezan a mostrar su impaciencia. El codo de Ramiro Miranda golpea levemente el brazo derecho de Xavi, haciéndole malograr una jugada. Ramiro importuna de nuevo a Xavi cuando la billa baja otra vez a toda velocidad; quiere forzarlo a abandonar la partida.

Ramiro Miranda no dura mucho en el pinball. Entre él, Luciano y Santiago dilapidan en un santiamén la fortuna de juegos gratis legada por Xavi. Xavi quiere volver a jugar y saca del bolsillo una moneda de un sol. Un muchacho trigueño, de busto largo, piernas cortas y cuello sudoroso, metía y sacaba el pubis en la máquina de al lado, le acariciaba los flancos para corregir imperceptiblemente la dirección de la billa y no paraba de murmurar: «Suave, suave. Métete en ese huequito. Ya, despacito. Ahí. Así, así. Dale rico. Bacán, bacán. No pares».

—El pata debe estar aguantado —comenta Yoyo Marengo en voz alta—. ¿No prefieren ir a mojar? Son las seis. A esta hora las agarraríamos pititas.

Era de mediana estatura, nariz redundante y labios más finos que el filo de una hoja de afeitar. Su padre, un italiano de Cagliari primero instalado en Ecuador, lo había matriculado en el Raimondi al llegar a Lima con toda su familia. Cuando Ecuador se enfrentaba al Perú en el Estadio Nacional, Yoyo Marengo, natural de Guayaquil, dando muestras de prudencia no se aparecía por el barrio.

—Ya pues, Xavi —dice Santiago—. Con los callos que tienes en las manos te la vas a acabar raspando.

Todos ríen, menos el aludido.

—A lo mejor no se te para —dice Ramiro, un muñequito engreído y siempre muy bien puesto, atusándose el bigote ficticio, cuando Xavi, imitando a los otros, se niega a prestarle dinero para que se pudiese costear un polvo (tenía fama de nunca pagar sus deudas).

Unos hombrecillos sucios y mal trajeados, de mirada esquiva bajo el ceño arrugado, les propusieron yoimbina, yoimbina en voz baja al pasar junto a ellos por la vereda del cine Metro. Otros sujetos de la misma calaña vendían jebes, jebes. A veces los mismos proponían, formando con las dos una sola palabra, la protección y el afrodisíaco. Los choferes de los colectivos gritaban desde la calzada del Zela: ¡México, México, México! y filas de hombres con un paquetito en la mano o mordiendo la cola de un sánguche grasiento comprado a una de las vivanderas instaladas en torno a la plaza San Martín se abalanzaban sobre las puertas de las carcochas. Los colectiveros, para aumentar su capacidad, solían adosar un largo banco de madera al respaldar del asiento delantero; así podían transportar hasta a ocho o nueve pasajeros, todos varones. Partían cuando las carcochas se llenaban.

Xavi no conoce la yoimbina y no quiere preguntar a los otros lo que es para no confirmar su reputación de aniñado. Le horrorizaba la idea de pisar el barrio rojo. Los demás han descubierto México hace un mes o dos —Luciano y Yoyo de la mano de un primo de Santiago, putero experto— y lo frecuentan ahora al menos una vez por semana. Temían y a la vez anhelaban contagiarse una blenorragia o hasta una gonorrea en esos laberintos donde la penumbra olía a vapores íntimos y a ruda, y si han bebido, y el alcohol les ha redoblado el coraje, desafían a la suerte tirando sin condón. Xavi sabía —todos pasamos por este trance entre los quince y los dieciséis años— que tarde o temprano acabaría acompañándolos, y cuando pensaba en ello recordaba una verdad universal enunciada por su tío Ricardo, el capitán de la Armada, a espaldas de su padre: «Cuando la metas, te olvidarás de la paja». Esto ocurriría en un futuro muy próximo. Por ahora, Xavi conserva entera su colección de Dinky Toys y juega con sus autitos en secreto, imaginando carreras y aventuras; lee novelas de capa y espada e historietas impresas de Walt Disney o de la colección Billiken. Y cuando la tentación es muy fuerte hace lo que el capitán de fragata le garantizaba que dejaría de hacer cuando se decidiera a hacer lo que todo machito acababa por hacer algún día.

Una noche aguada, pegajosa, mezclando su piel con el fulgor amarillento y sucio de los faroles sobaba la fachada del Hotel Bolívar cuando Xavi y Ramiro tomaron en esa dirección para marchar cada uno a su casa. Ramiro, irritado, vuelve la cabeza hacia los colectivos y enseguida hacia Xavi.

—Hay un tono donde Camelia mañana.

Xavi encuentra a su madre reprochándole algo a su padre. Michi de Noboa ha estado machacando el nombre de una mujer asociado a un número telefónico aparentemente comprometedor y no parece haber reparado en la llegada de su hijo hasta que Xavi la emprende para las escaleras. El primer crujido de una grada le hace olvidar sus reproches unos instantes, pero la flema exhibida por su marido al escuchar las acusaciones puede más, y al segundo crujido Michi ya está de nuevo haciéndole reproches con ese desaliento con el cual se amenaza a un sordo, al peor de los sordos, el que no quiere oír.

Xavi ha trasladado a su cuarto sus propios dilemas, dejados una vez más en suspenso con su milésima negativa a incursionar al fin por México. Tumbado en su cama, deja que su experimentada mano lo guíe por esos laberintos misteriosos donde, en sus recodos reales, acechaba un terrible Minotauro. Una mujer, sacerdotisa de un culto prohibido a la cual él prestaba el rostro de Camelia Sánchez, le ofrecía en cada cubículo abrirle las puertas del paraíso. Xavi cierra la de su habitación con pestillo para garantizarse el secreto de estas ensoñaciones.

He tratado de reconstruir la disputa, sugerida más arriba, entre la madre de Xavi y su marido: Michi, al volver de su cita con Silvia horrorizada por la corrupción de su amiga y —a pesar de sus reparos morales— conmovida por su zozobra, pasó por la tintorería del jirón Chancay a recoger el esmoquin de su media naranja. Xavier Noboa se lo había puesto el 31 de diciembre para celebrar el año nuevo en el Club de la Unión, un club de medio pelo de cuya dirección formaba parte pese a despreciar esta institución fundada en 1868 obedeciendo al modelo del Club Nacional. La dependienta de la tintorería le transmitió a Michi de Noboa, con el vuelto, una tarjeta de visita. «La encontramos en los bolsillos, señora». A Michi, el nombre, Lyda Atanor, que figuraba en el pequeño rectángulo de cartulina blanca, le era desconocido, no así el número de teléfono inscrito debajo: 21430.

—Michi, por Dios —le repite su marido—. Esta señora, Lyda Atanor, es la esposa del director de la Beneficiencia Pública, una dama muy respetable. Cruzamos unas palabras mientras tú bailabas por tu lado, vete a saber con quién, sin preocuparte por mí, ¿debo recordártelo? Intercambiamos nuestras tarjetas, es verdad. Ella está montando una asociación de ayuda a la infancia desfavorecida y quiere pedirle apoyo al club.

—¿Qué me dices entonces de este cabello, Xavier? Míralo bien. ¿Acaso yo soy rubia? —estalla de nuevo su esposa.

El doctor Noboa agacha su metro ochenta de estatura para contentarla examinando el pelo de cerca. Era un largo cabello castaño o teñido de castaño y por su longitud sólo podía ser de mujer.

—No sé de quién pueda ser. Todo esto es grotesco, ¿que no te das cuenta? A lo mejor es de la dueña de la tintorería, ¿esa chola no se tiñe el pelo?—. El argumento era de peso. Michi de Noboa, buscando con la vista la puerta de su hijo, hace esfuerzos para calmarse.

—Bueno, olvídalo —dice—. No vamos a arruinarnos la noche peleándonos.

—Al fin unas palabras sensatas —exclama Xavier Noboa aliviado, buscando su cigarrera en un bolsillo interior de la chaqueta color topo con dos botones frontales. La había comprado en Washington durante un viaje con el anterior Gobierno civil, antes del accidente. No se la ha vuelto a poner desde entonces—. Ahora me queda un poco estrecha, ¿no? —pregunta, tirando de las solapas al descubrir la mirada indagadora de su mujer—. ¿Quieres uno?

Michi frunce el ceño.

—No, gracias. Y no se te ocurra preguntarle por el examen de ingreso. Está un poco nervioso. Toma este cenicero. No vayas a regar las cenizas por toda la sala, no hay quien las recoja.

Su marido exhala por la nariz el humo del Capstan-Navy Cut, un cigarrillo inglés sin filtro que había descubierto en una corta visita oficial a Londres.

—A propósito, por fin convencí a Rufino. Tuve que amenazar a Paulina para conseguirlo. Ana llega el lunes.

—El lunes es el día de Reyes.

—Bueno, nos estarán haciendo un regalo.

—Con tal de que no sea un regalito para ti.

—Ya no empieces de nuevo, Michi. Vas a colmar mi paciencia. Caramba —exclama Xavier Noboa al escuchar las campanadas del reloj de péndulo, un antiguo Ansonia de pared—. Se está haciendo tarde. ¿No vamos a salir a cenar? ¡Tocayo! —llama, acercándose a la escalera—. Baja ya. Vamos a cenar al Múnich.

La voz de su padre arrancó a Xavi de la humedad de sus ensoñaciones y difuminó la imagen de Camelia por las sombras de los muebles en la floja penumbra de la habitación donde ahora dormía solo. Xavi se abrocha rápidamente los pantalones luego de levantarse de un salto.

—¿Qué edad tiene Ana?

—No sé. Diecisiete, dieciocho. No te preocupes, querida, debe de ser un patito feo

—Lo mismo dijiste de Casilda —le espeta su mujer.