Agradezco a Javier Arístegui, Eva Calvo, Isabel Ferrera, Ignacio Fita, Jordi Font, Josep Maria Gili, Carles Pelejero, Francesc Piferrer, Ana Sanz y Rafel Simó la lectura y las sugerencias sobre varios de los capítulos. Mikhail Emilianov, Laura Recasens, Magda Vila y Linda Amaral-Zettler me ayudaron a resolver algunas dudas. De Plataforma Editorial, agradezco a Miguel Salazar y Miriam Malagrida su interés y apoyo a este libro.

Bibliografía

1. Algunas páginas en la red

Página en la red de divulgación del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona, CSIC

Turismo ártico

La era espacial y el océano

Marcado y seguimiento de grandes animales marinos

La aventura de James Cameron

Ballenas

Plásticos

2. Algunas referencias en castellano

1. Un plato de sopa (69º N, 20 de agosto del 2002. Tromsø, Noruega)

Estoy frente a un bol de sopa. La sopa es espesa. El color rojo se debe al tomate. Los piquitos negros tienen aspecto de ser pimienta. Pero nunca habría podido adivinar qué eran esos objetos flotantes no identificados. Wenche, nuestra colega noruega, me está mirando expectante, a ver qué impresión me causa comer por primera vez carne de ballena. Con mucha calma me acerco una cucharada a la boca. Lleva un trocito de carne. La saboreo, la mastico, me la trago. Debo estar poniendo cara de póquer porque Wenche parece algo alarmada. Pero no, la carne de ballena está muy buena. Tiene una textura como de bonito y un sabor que recuerda algo la ternera. Hay muy pocos lugares en el mundo donde se puede comer carne de ballena sin infringir la ley, y el restaurante Skarven, en Tromsø, es uno de ellos. Afuera, sigue brillando el sol, a pesar de que ya son las diez de la noche. Wenche Eikrem, Ramon Massana, Fabrice Not y yo formamos el equipo de microbiología que va a tomar parte en una campaña noruega en el Ártico. Las campañas a bordo de un buque oceanográfico son una de las mejores maneras de conocer el mar. Podemos desplazarnos a distintos lugares, tomar muestras a varias profundidades y analizar todo lo que se nos ocurra y nuestras técnicas nos permitan. Esta campaña es una de las que anualmente organiza el Gobierno noruego para analizar el estado de las pesquerías y del mar bajo su influencia. Nosotros participamos gracias a una invitación que gestionó Wenche con las autoridades noruegas. Wenche es investigadora en la Universidad de Oslo, Fabrice es estudiante de doctorado en la estación marina de Roscoff, en Francia, y Ramon y yo somos investigadores en el Instituto de Ciencias del Mar (ICM), del CSIC, en Barcelona. Formamos un equipo porque tenemos un proyecto de investigación de la Unión Europea para analizar los microorganismos marinos. Esta campaña es una de las muchas cosas que estamos haciendo juntos. Porque la investigación marina es una tarea internacional. Colaborar con distintos países es la única forma de optimizar recursos y obtener los mejores resultados.

Acabada la cena, salimos a tomar unas cervezas a la terraza del Skarven. Son de la marca Haakon, producida en Tromsø por la fábrica Maak, que, como casi todo en esta ciudad, es la más septentrional del mundo. Es difícil creer que estemos al norte del círculo polar ártico y no haga casi nada de frío. Todo gracias a la corriente del Golfo, que manda sus aguas cálidas hasta esta latitud. Pero, por si acaso, los camareros han repartido unas mantitas. Hum, qué gusto dejar que el sol entibiezca y dore el ambiente hasta que finalmente desaparece. Y entonces me entra un arrepentimiento por haber comido carne de ballena. ¿No es esto un crimen contra la naturaleza?

La ballena que cazan los noruegos es la minke (Balaenoptera acutorostrata), un rorcual de apenas diez metros de longitud. Es la ballena más pequeña y también la menos escasa. Se estima que puede haber unos doscientos mil individuos distribuidos por todo el hemisferio norte. Una de las tareas que Noruega tiene que hacer para justificar la caza de ballenas es evaluar su abundancia. Y una de las misiones de nuestra campaña es precisamente la de realizar recuentos de ballenas. Halvar y Arne son los expertos que pasarán horas y horas en el puente escudriñando el mar para detectarlas. Los dos tienen aspecto de balleneros. Bueno, la verdad es que no sé qué aspecto tiene un ballenero, pero si me dijeran que son como Halvar y Arne, me lo creería: altos y delgados, con la piel de la cara oscurecida y endurecida y el cuello marcado por esa red de arruguitas tan característica de los hombres que trabajan a la intemperie.

Las cervezas se han acabado y el sol se ha puesto. Regresamos a nuestro buque, el F/F Johan Hjort, un buque oceanográfico del Instituto Noruego de Investigaciones Marinas.1 La salida se ha retrasado un par de días por unas reparaciones en el motor, pero ya dormimos a bordo. Mientras subimos por la escala siento un deseo intenso de que Halvar y Arne vean muchas minkes, porque será lo único que me ayude a superar la culpabilidad por haber comido carne de ballena.

2. La importancia de tocar fondo (70º N, 22 de agosto del 2002. Mar de Barents)

Uno de los entretenimientos más atractivos a bordo de un buque es subir al puente y curiosear los distintos instrumentos. La complejidad tecnológica que usan los barcos modernos es abrumadora. Para empezar, hay que tener GPS para saber dónde estamos. Antiguamente esto se hacía determinando la latitud y la longitud manualmente. Para la latitud se medía la altura del sol sobre el horizonte con un sextante a una hora determinada (siempre que no hubiera nubes). Para la longitud se necesitaba disponer de cronómetros precisos que no estuvieron disponibles hasta el siglo XIX. Es sorprendente saber que, durante siglos, los viajes entre Europa y América se hicieron sin tener una forma precisa de determinar la longitud. Pero hoy en día este problema nos lo solucionan los satélites y, además, con una gran precisión. También tenemos el radar, para detectar posibles buques o, en estas latitudes, icebergs, como el que hundió al Titanic. Además, disponemos de sensores para determinar de forma continua la temperatura y la salinidad del agua, una estación meteorológica y unas cartas de navegación muy detalladas. Más la predicción del tiempo. Toda esta información hace que navegar hoy en día sea una actividad muy segura y previsible. Pero esto solamente ha sido así en las últimas décadas.

Una de las cosas más importantes que un capitán de barco debe saber es la profundidad del mar sobre el que navega. La gran mayoría de los naufragios en la historia se han producido cuando un buque ha encallado en alguna roca o banco de arena. Hay un sinfín de hechos históricos que ilustran la importancia de saber cuánta agua tenemos por debajo. Entre 1879 y 1883 se desarrolló la guerra del Pacífico entre Chile y los aliados Bolivia y Perú. La primera parte fue fundamentalmente naval. Hoy en día nos hace reír el tamaño de las armadas participantes. Chile tenía las fragatas blindadas gemelas Cochrane y Blanco Encalada. El resto de la armada estaba formada por las siguientes naves de madera: las corbetas Chacabuco, O’Higgins y Esmeralda, la cañonera Magallanes y la goleta Covadonga. Los buques de la armada peruana eran la fragata blindada Independencia y el monitor blindado Huáscar. Completaban la armada los monitores fluviales Atahualpa y Manco Cápac, la corbeta de madera Unión y la cañonera de madera Pilcomayo. Seis o siete barquitos para defender unas costas de miles de kilómetros. Patético. Trescientos años antes, en la batalla de Lepanto, se enfrentaron dos armadas de verdad: la Liga Santa tenía 112 galeras, 6 galeazas, 38 naves y 76 fragatas frente a la coalición otomana, que disponía de 210 galeras, 87 galeotas y 120.000 combatientes, incluyendo marineros, soldados, galeotes y chusma. Una batalla naval seria.

El caso es que el 21 de mayo de 1879, la blindada peruana Independencia, de 3.300 toneladas, perseguía a la goleta chilena Covadonga, de madera y sin blindaje, de solamente 630 toneladas, hacia el sur de Iquique. En combate directo, la Covadonga no tenía ninguna oportunidad. La Independencia intentó atacar a la Covadonga con su cañón de proa varias veces, pero los fusileros de la Covadonga se las arreglaban para hostigar a los servidores del cañón lo suficiente como para que no hicieran blanco. La Independencia entonces intentó abordar a la Covadonga con su espolón de proa. Su mayor velocidad le permitía acercarse lo suficiente como para acosarla. Pero la Covadonga conseguía escabullirse una y otra vez. La Covadonga se arrimó lo más que pudo a la costa, sabiendo que su calado, de solamente tres metros, era mucho menor que los más de seis metros de la Independencia. En un momento dado tocó fondo y viró a estribor para alcanzar aguas más profundas. La Independencia, sin darse cuenta de este hecho, intentó avanzarla por babor para hacer fuego de costado y encalló. La fragata se inclinó sobre el costado y empezó a hacer aguas. La Covadonga se hartó de disparar sobre ella y decidió alejarse para evitar al acorazado peruano Huáscar, que estaba cerca. Este hecho aparentemente anecdótico fue una de las causas de que Chile ganara esta guerra y Perú la perdiera. Si el comandante de la Independencia hubiera tenido un mapa preciso del fondo y un ecosondador como los actuales, no habría intentado esa maniobra que lo condenó definitivamente. En esa época la única manera de saber la profundidad era usar el escandallo: un peso amarrado a un cabo. Obviamente, determinar la profundidad era una tarea lenta y poco precisa; vamos, que no se podía llevar a cabo cuando uno estaba persiguiendo a una goleta enemiga.

Hoy en día disponemos del sonar, que nos da la profundidad de forma casi instantánea y de manera continua. Dado que las ondas electromagnéticas no se transmiten bien en el agua, hemos recurrido a las ondas sonoras, que lo hacen mucho mejor. Por eso, en lugar del radar, que utiliza ondas de radio en el aire, en el mar se utiliza el sonar, que emplea ondas sonoras. El sonar emite un «ping», los famosos sonidos de todas las películas de submarinos, y un sensor recoge el eco. Como sabemos la velocidad a la que viaja el sonido en el agua (1.500 metros por segundo), midiendo el tiempo que tarda en volver el eco de nuestro «ping», podemos calcular la distancia a la que está el fondo. El caso es que el aparato se puede sofisticar considerablemente. Por ejemplo, se puede determinar la calidad de los sedimentos del fondo, si son más arenosos o más limosos, si hay varias capas y cómo de gruesas son. También pueden reconstruirse imágenes de lo que hay ahí abajo, por ejemplo, las de un pecio, o las de un cañón submarino o las de cualquier otra cosa. Con el sonar de barrido lateral o el sonar de apertura sintética se puede cubrir una gran superficie del fondo y hacer mapas detallados. Con las variantes modernas del sonar podemos reconstruir una imagen del fondo submarino aunque no podamos verlo porque está a miles de metros de profundidad y en una oscuridad absoluta.

La disponibilidad de sonares potentes a mediados del siglo XX facilitó una de las revoluciones más importantes en nuestra comprensión de la geología del planeta. Lo más curioso es que esta revolución requirió un mapa detallado del fondo marino. La geología que se podía ver en los continentes era demasiado confusa para poder extraer una visión global de la evolución del planeta. En cambio, la topografía del fondo marino, la batimetría, es como un libro abierto. Basta mirar un mapa del fondo para darse cuenta de cómo funcionan las cosas (figura 1).

La corteza terrestre está dividida en placas. Esas placas son como las piezas de un puzle gigantesco. Pero con el agravante de que no están quietas, sino que se mueven, restregándose unas contra otras o chocando frontalmente. Cuando dos placas chocan, la única solución es que una de ellas se sumerja por debajo de la otra formando una trinchera submarina y que esta otra se eleve formando una cordillera. Un ejemplo claro lo tenemos por debajo de la zona donde la Independencia y la Covadonga se persiguieron angustiosamente. La placa de Nazca se hunde por debajo de la placa Sudamericana, que se arruga formando la cordillera de los Andes, mientras que la subducción de la placa de Nazca causa la trinchera de Atacama. En la superficie, unas decenas de seres humanos intentaban matarse mutuamente. A varios miles de metros de profundidad, las placas terrestres desarrollaban fuerzas descomunales, causando terremotos y volcanes, pero a la velocidad pausada a la que crecen nuestras uñas.

El centro de la Tierra está formado principalmente por metales fundidos, hierro y níquel. Envolviendo este núcleo está el manto, una capa de silicatos fundidos. El calor genera corrientes de convección. Como cuando hervimos agua en un cazo, los materiales más calientes suben hacia la superficie, donde se enfrían y luego descienden hacia el fondo. Esta convección es la que mueve las placas de la corteza de un lado a otro.

Las placas nacen y mueren constantemente. En el centro de los océanos existen las dorsales oceánicas (figura 1). En estas zonas el magma asciende hasta la superficie (en realidad, el fondo del mar) y se solidifica, formando dos cordilleras, una a cada lado. A medida que se agrega más material, el resto se va desplazando hacia fuera. Es evidente que en algún momento ese material tendrá que colisionar con otra placa y ahí volverá a producirse el fenómeno de una trinchera y una cordillera. El centro del Atlántico está recorrido por una de esas dorsales oceánicas, desde Islandia hasta el océano Glacial Antártico. La formación de esa dorsal es la responsable de que los continentes de África y Sudamérica, que estaban unidos hace unos ciento cincuenta millones de años, se hayan separado formando el Atlántico Sur.

El resultado de estos fenómenos es que el océano puede dividirse en varias partes según su profundidad. Las partes más profundas son las trincheras, donde una placa se hunde bajo otra con la que está colisionando. Un ejemplo es la trinchera de Atacama y otro es la de las Marianas, la más profunda del planeta. La mayor parte del fondo marino lo constituye la llanura abisal, a unos cuatro mil metros, formada por el basalto generado en las dorsales oceánicas. Los continentes flotan sobre este fondo marino basáltico, al ser más ligeros, y son arrastrados con sus respectivas placas de un lado a otro. Los continentes tienen una zona emergida, la tierra firme, y unas zonas sumergidas, las plataformas continentales, normalmente a unos doscientos metros de profundidad. Estas plataformas están constituidas por los mismos materiales que los continentes y según fluctúe el nivel del mar, pueden estar sumergidas o emergidas. Por ejemplo, el canal de la Mancha es muy poco profundo (solamente tiene unos cincuenta metros de profundidad media), porque Gran Bretaña e Irlanda están sobre la misma plataforma continental que Europa. En el pasado, esa zona ha estado sumergida y emergida varias veces. Tal vez eso haya generado la relación de amor-odio entre las islas y el continente.

Una vez conocida la batimetría del océano, se comprendieron instantáneamente varios fenómenos hasta entonces misteriosos. Por ejemplo: ¿por qué existe el cinturón de fuego del Pacífico? Desde hacía tiempo se había observado que a lo largo de todas las costas de este océano se producían una gran cantidad de terremotos y había muchos volcanes activos. Ahora que sabemos que esas costas son los lugares donde chocan unas placas contra otras, es fácil entender que esas presiones enormes liberen la tensión en forma de terremotos y que la corteza oceánica que se va sumergiendo debajo de otra placa se caliente, se funda y acabe formando cadenas de volcanes.

El ecosondador del Johan Hjort muestra el fondo del mar de Barents a solamente doscientos cincuenta metros. Esto es porque la plataforma continental del norte de Europa alcanza hasta las islas Svalbard. En cambio, hacia el este, la profundidad aumenta hasta los dos mil metros en el mar de Noruega. La verdad, me tranquiliza enormemente navegar en este siglo y no hace algunos centenares de años.

3. Lo pequeño es numeroso (71º N. 24 de agosto del 2002. Atlántico Norte, mar de Noruega)

Subo corriendo la escalera hacia el puente, sujetándome con las dos manos para no caerme en uno de los bandazos que da el Johan Hjort.

–¡Demasiado tarde! –dice Arne cuando llego al puente–. La minke ya ha desaparecido.

Arne está preocupado porque entre el viento y la niebla no puede avistar las ballenas más que si están muy cerca. Y así no hay manera de contar. Como era de esperar, después de tres días de navegación, nuestros colegas balleneros han visto muy pocas cosas: dos minkes y algunos delfines. En cambio, nosotros llevamos ya recogidos varios millones de microorganismos. Claro que esto no tiene ningún mérito, porque en el agua que cabe en una cucharilla de café hay miles de algas y protozoos, por lo menos cien mil bacterias y más de un millón de virus. Cuanto más pequeño es un ser vivo, más abundante resulta (figura 2).

Nuestro trabajo a bordo es una rutina en la que se van sucediendo estaciones. El barco llega a la posición elegida y se empiezan a largar instrumentos para medir la temperatura, la salinidad y otras propiedades del agua. Y después cada uno de nosotros se las arregla para recoger del agua de mar aquellos seres vivos que le interesan. Arne y Halvar solamente pueden hacerlo mirando una superficie de océano lo más grande posible, porque las ballenas son muy poco abundantes. Para eso se instalan en el lugar que mejor visibilidad tiene en un barco: el puente. Desde allí hacen turnos oteando el horizonte a la búsqueda de cetáceos. Para expertos como ellos es relativamente fácil identificar la especie de cetáceo que aparece, incluso si están distantes. Por ejemplo, cuando llegan a la superficie después de una inmersión, las ballenas exhalan con fuerza el aire rico en CO2 de sus pulmones a través de las narinas, convenientemente situadas en la parte superior del cráneo. Al contacto con la atmósfera, el vapor de agua se condensa igual que cuando exhalamos una bocanada de aire en invierno. Cada especie de ballena tiene un chorro distinto. Por ejemplo, la yubarta (Megaptera novaeangliae) expele dos chorros formando una uve, mientras que la ballena azul (Balaenoptera musculus) expele un surtidor vertical de casi nueve metros. Para Arne y Halvar, identificar cetáceos es un juego de niños. El problema es que hay tan pocos que tienen que estar todas las horas de luz observando el mar y, en esta época del año, las horas de luz son 24, de modo que no paran.

Los colegas que estudian peces no necesitan tanto tiempo de observación. Les basta con arrastrar redes de pesca durante algún tiempo. Estas redes filtran muchísimos metros cúbicos de agua para recoger suficientes peces. El tamaño de la malla, los agujeros de la red, tiene que ser el adecuado para dejar escapar a los alevines y retener a los adultos. A menos que el objeto de estudio sean las larvas y los alevines de peces. Entonces hay que usar una red con un tamaño de malla más pequeño, pero no hace falta filtrar tantos litros. En esta campaña tenemos varios expertos en pesquerías. Lo que hacen es tomar una muestra representativa de peces, medirlos, pesarlos, determinar el sexo y recoger sus otolitos. Los otolitos son unos huesecillos del oído de los peces. Tienen forma de lenteja, pero lo interesante es que, en general, el pez deposita un anillo nuevo de hueso cada año. Esto es muy parecido a lo que hacen los árboles, depositando un anillo de madera nuevo cada verano. Los científicos pueden contar el número de anillos y así saber la edad del pez. Con todos estos datos, los expertos utilizan modelos que les permiten calcular cuántos peces hay de cada especie, lo que se denomina «el stock» de la especie. Y con esta información se pueden determinar las cuotas de pesca sostenible.

Cuanto más pequeño es un ser vivo, mayor es su abundancia. De modo que para el siguiente grupo de organismos en tamaño, el zooplancton, las redes tienen una malla con unos agujeros todavía más pequeños (por ejemplo, de 0,2 mm). El zooplancton está formado por un conjunto heterogéneo de animales que miden entre unos milímetros y uno o dos centímetros de longitud. Incluye larvas de peces, crustáceos como el kril o los copépodos, pero también muchos otros grupos menos conocidos como pterópodos o salpas. El diámetro de la boca de la red también es más pequeño y los litros que hay que filtrar, muchos menos que para los peces. Las redes de zooplancton pueden ser muy sencillas, parecidas a un cazamariposas gigante, o muy complejas, como la Bioness. Esta red puede recoger muestras de zooplancton a varias profundidades. Además, lleva una serie de sensores para medir temperatura, salinidad, presión y otras variables mientras pesca. Con este tipo de redes se tiene un control mucho más fino del volumen de agua que se ha filtrado durante el arrastre y, por lo tanto, la estimación de la abundancia de los organismos puede ser mucho más precisa.

Y a nosotros nos basta con llenar botellas de diez litros que se cierran automáticamente a la profundidad deseada. Con eso tenemos suficientes microorganismos para casi todas nuestras medidas. Una vez que tenemos el agua, los cuatro microbiólogos de esta campaña (Wenche, Fabrice, Ramon y yo) nos dedicamos a filtrarla por distintos filtros para retener a los microorganismos y poder estudiarlos cuando volvamos al laboratorio. Para las bacterias, por ejemplo, nos basta con filtrar unos 5 mililitros por un filtro con un tamaño de agujero de 0,2 micrómetros (milésimas de milímetro). Con eso tenemos suficiente.

Con todas estas técnicas, los biólogos marinos hemos podido llegar a tener una estimación de la abundancia de los seres que viven en el mar. Para unos las estimaciones son más fiables que para otros, pero, en general, todas son razonablemente aproximadas. De modo que ahora estamos en condiciones de comparar ballenas y bacterias. Los datos están en la tabla 1. Para el tamaño de las ballenas he escogido el de la más grande, la ballena azul (Balaenoptera musculus), y para el número de individuos, el de las más abundantes y más pequeñas, juntando la minke del norte (Balaenoptera acutorostrata) y la del sur (Balaenoptera bonaerensis). Así me estoy asegurando de que la masa total de ballenas real será en todo caso menor que la que calculo, pero nunca mayor. Para las dimensiones y la masa de las bacterias he escogido la de una bacteria habitual en el mar, esas que quedan retenidas en un filtro con un diámetro de poro de 0,2 micrómetros. Las cantidades de ceros son mareantes, así que en la segunda parte de la tabla he puesto los mismos números en notación científica, en la que el exponente del 10 indica el número de ceros que hay que añadir, y el signo si son ceros a la izquierda o a la derecha de la coma decimal. En resumen, la biomasa bacteriana es unas 536 veces mayor que la de las ballenas. Dicho de otra manera, si pusiéramos en uno de los platillos de una balanza gigante todas las bacterias del océano, para equilibrar el fiel de la balanza tendríamos que colocar 214 millones de ballenas azules en el otro platillo.

Como el metabolismo de los seres vivos es más acelerado cuanto más pequeños, esto quiere decir que la respiración de las ballenas será una parte ínfima comparada con la de las bacterias, seguramente mucho menos del 1 % de la respiración total en el mar. La mayor parte de la respiración se debe a los microorganismos y, en particular, a las bacterias. Es decir, el impacto global de las actividades de las ballenas va a ser casi despreciable.

Tabla 1. La longitud y el peso corresponden a la ballena azul (la más grande) y la abundancia, a la minke (la más abundante).

Propiedad

Ballenas

Bacterias

Longitud (m)

30

0,000.000.3

Peso (kg)

180.000

0,000.000.000.000.000.3

Individuos

400.000

100.000.000.000.000.000.000.000.000.000

Biomasa (Tm)

56.000.000.000

30.000.000.000.000

Biomasa de bacterias = biomasa de 214 millones de ballenas azules

Biomasa de bacterias = 536 veces la de las ballenas

Longitud (m)

3,0 × 101

3,0 × 10-7

Peso (kg)

1,8 × 105

3,0 × 10-16

Individuos

4,0 × 105

1,0 × 1029

Biomasa (Tm)

5,6 × 1010

3,0 × 1013

Biomasa de bacterias = biomasa de 2,14 × 108 ballenas azules

Biomasa de bacterias = 5,36 × 102 veces la de ballenas

Aunque globalmente las ballenas tal vez no tengan mucha influencia, tienen un impacto considerable en la zona concreta en la que se encuentran debido a su gran tamaño. Por ejemplo, una ballena azul consume tanto alimento como mil quinientos pingüinos. Se cree que la disminución del número de ballenas en la Antártida debido a la caza ha favorecido a las poblaciones de pingüinos, leones marinos y focas cangrejeras que también se alimentan de kril. De modo que las ballenas influyen sobre la abundancia de muchas otras especies. Es más, se cree que la presencia de especies de vida larga, como las ballenas en el mar o las grandes secuoyas en tierra, aportan estabilidad a los ecosistemas.

Otra de las formas en que las ballenas afectan a los ecosistemas es transportando nutrientes de un lugar a otro. Por ejemplo, las ballenas francas australes (Eubalaena australis) se alimentan durante el verano austral en aguas antárticas, pero migran en invierno a la península Valdés (Patagonia argentina), donde no se alimentan. Se dedican exclusivamente a parir y a aparearse. Sin embargo, no dejan de excretar grandes cantidades de heces y orina, que enriquecen las aguas favoreciendo el crecimiento de fitoplancton con los nutrientes que adquirieron en el sur. Lo mismo ocurre cuando se sumergen a cien o doscientos metros de profundidad para alimentarse y excretan cuando regresan a la superficie para respirar. El equivalente de esta función en tierra sería abonar los campos con estiércol.

Las ballenas también alteran físicamente algunos ecosistemas. Así, las ballenas grises (Eschrichtius robustus) rascan los fondos marinos en busca de anfípodos y otros crustáceos. En esos movimientos remueven los sedimentos, que pasan a mezclarse con el agua, con lo que, de nuevo, esta última se enriquece en nutrientes. Además, los surcos que producen pueden persistir durante décadas, cambiando la textura y la topografía de los fondos marinos.

Tal vez el efecto más sorprendente que tienen las ballenas en los ecosistemas marinos sea el que causan una vez muertas. Evidentemente, si hay orcas o tiburones cerca, le darán unos cuantos bocados al cadáver mientras se hunde. Pero una ballena es muy grande y pesada y se hunde rápidamente más allá del alcance de estos depredadores. Los cadáveres medio comidos y algo descompuestos llegan con facilidad al fondo del océano, tal vez a tres mil o cuatro mil metros de profundidad, donde reina la oscuridad permanente y los recursos son más escasos que en un desierto. La mayor parte del fondo de los océanos depende exclusivamente de la comida que «llueva» desde la superficie. Una ballena gris de cuarenta toneladas, por ejemplo, contiene unos dos millones de gramos de carbono. Para que esta cantidad de carbono se acumulara unos metros más allá, donde no ha caído ninguna ballena, ¡tendrían que transcurrir más de dos mil años de esa lluvia! Parece claro que la llegada de un cadáver de ballena tiene que ser el acontecimiento del milenio.

Algunas ballenas y otros cetáceos quedan varados en las orillas en lugar de hundirse. Este tipo de alimento ha sido fundamental para los carroñeros, como los cóndores de California, y para distintos grupos de seres humanos, como los yámana de la Tierra del Fuego. Hay que tener en cuenta que las poblaciones actuales de ballenas son solamente una fracción de las que había antes de que los seres humanos empezáramos a cazarlas. De hecho, se estima que la abundancia actual de ballenas es solamente entre un 10 y un 34 % de las que había en el año 1000, cuando los vascos empezaron la caza comercial de ballenas. De manera que anteriormente el impacto de las ballenas tuvo que ser mucho mayor.

Después de cenar he pasado varias horas filtrando muestras en el laboratorio. Estoy cansado. Decido parar por hoy e irme a dormir. Pero antes sigo mi costumbre de asomarme siempre a cubierta antes de acostarme. El mar se ha calmado. El Johan Hjort se desliza suavemente hacia el norte. El sol sigue estando por encima del horizonte a pesar de que ya son las 11. Por fin me retiro y me duermo pensando en la intrigante frase del Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos». ¿Se refería Saint-Exupéry a las bacterias?