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Akal / Clásicos de la Literatura / 10

Theodore Dreiser

EL TITÁN

Traducción: María José Martín Pinto

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El titán narra el resurgir del financiero Frank A. Cowperwood en la ciudad de Chicago, la cual vive a finales del siglo XIX un crecimiento inexorable gracias a los grandes descubrimientos en el campo de la industria y de la tecnología. En ella Cowper­wood desea borrar un pasado donde la palabra fracaso no tiene cabida, sino tan sólo la superación y el deseo más vivo si cabe de triunfar en el mundo de los negocios. En pugna con las convenciones de una sociedad cerrada, elitista y conservadora, se traslada allí con su nueva mujer, Aileen, a la espera de encontrar el reconocimiento que inmerecidamente se le ha negado. Pero el Oeste americano no es muy diferente del Este de donde él procede, y aunque es tierra de pioneros, le esperan los mismos obstáculos: la alta sociedad aferrada a sus conquistas, el juego sucio de los políticos que gobiernan la ciudad, la todopoderosa prensa y la hipocresía que rige las relaciones humanas. Pero Cowperwood tiene algo muy claro y no lo va a dejar escapar: que el negocio de los transportes es el futuro, y que ese futuro es sólo para los que arriesgan. El titán es la segunda novela que compone la «Trilogía del deseo», junto con El financiero y El estoico.

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RAG

Imagen de cubierta

Keppler & Schwarzmann, «Wall Street bubbles-Always the same», Puck, 1901.

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Título original

The Titan

© Ediciones Akal, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4473-4

INTRODUCCIÓN

El periodista que quería escribir novelas

En 1892 Theodore Dreiser (1871-1945) alcanzó su gran sueño: convertirse en reportero del Chicago Daily Globe. Su infancia, repleta de penalidades económicas, se alejaba al tiempo que triunfaba el ánimo de un joven que ya siendo muchacho sólo soñaba con escribir. Los inexistentes recursos económicos de sus padres, Johann Paul y Sarah Schänä Dreiser, un católico alemán emigrado y una protestante menonita, no fueron un obstáculo para que Theodore siguiera empeñado en formarse, ganándose el apoyo de una de sus profesoras de escuela, Mildred Fielding, quien vio en el chico grandes dotes para la escritura. Fue ella quien financió la matrícula de Dreiser en la Universidad de Indiana, pero su ansia de aprender y salir del mundo de miseria en el que había vivido desde su niñez no podía saciarse entre clases teóricas y libros, y tan sólo un año después la abandonó con la idea de que el ejercicio del periodismo sería su maestro.

El primer intento de trabajar como periodista lo haría en el Chicago Herald, pero tan sólo pudo ocupar un puesto temporal en el departamento comercial para repartir obsequios a niños necesitados y sus esperanzas de formar parte de su plantilla de reporteros pronto se vieron frustradas. Mas no por ello cejó en su empeño y empezó a frecuentar otros periódicos en busca de empleo. Fue John Maxwell, del Chicago Daily Globe, quien le diera su primera oportunidad con motivo de la celebración de la Convención Nacional del Partido Demócrata en 1882. Los artículos de Dreiser gustaron tanto que entró a formar parte del equipo de re­dactores. Diez años después marcharía a St. Louis, para trabajar en el St. Louis Globe Democrat, donde escribió columnas con un toque de ficción, y pronto sus facultades como novelista comenzaron a llamar la atención de sus colegas de profesión. Tras su estancia en St. Louis marchó a trabajar a periódicos de Toledo, Cleveland, Pittsburgh y Nueva York, y fue en el frío y desalmado corazón financiero del país donde Dreiser comenzara ya seriamente a compaginar el periodismo –escribiendo para la publicación mensual Ev’ry Month– con la literatura. Animado por su amigo y editor Arthur Henry, a quien había conocido en Toledo, emprendió la tarea de publicar su primera novela, Sister Carrie (Nuestra hermana Carrie) (1900), en la que recoge sus experiencias y recuerdos con la gente más necesitada con la que convivió como reportero de calle. El periodismo fue no sólo un punto de partida para curtirse como escritor y tener un sueldo medio digno con el que mantenerse, sino un auténtico pozo de ideas, de personajes, de vivencias, de historias en definitiva, que plasmar en una novela. Como él mismo diría en una entrevista:

El trabajo en el periódico me dio una idea de las brutalidades de la vida: los tribunales de policía, las cárceles, las casas de mala reputación, los fracasos comerciales y los engaños. Curiosamente, todo me pareció maravilloso, no triste. Era como un magnífico espectáculo. De repente empecé a leer a Spencer, a Darwin, a Huxley y a Tyndall y la vida comenzó a tomar un nuevo aspecto[1].

Su mundo literario comenzó entonces a abrirse y a enriquecer sus historias, pero su experiencia como periodista siempre estaría presente, como un poso que determinaba qué cosas contar y el modo de contarlas. Sister Carrie causó un gran revuelo debido al tratamiento que el autor hizo de la sexualidad de la mujer y de las relaciones extramatrimoniales y los ejemplares fueron retirados por el editor, lo que sumió a Dreiser en una depresión que le llevó a abandonar la literatura durante unos años. No sería hasta 1911 cuando publicase su segunda novela, Jennie Gerhardt, que de nuevo fue censurada, si bien su carrera como escritor ya no fue cuestionada y pudo dedicarse a ella por completo. En 1912, vio la luz la primera obra de la «Trilogía del deseo» con The Financier (El financiero), a la que seguiría The Titan (El titán) en 1914. La tercera obra y última de esta trilogía se publicaría póstumamente, en 1947, con el título The Stoic (El estoico). En 1915 publicó el semiautobiográfico The Genius (El genio), que también fue censurado, esta vez por la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York, entre otros motivos por sus críticas a la burguesía americana.

Durante estos años también cultivó otros géneros como el teatro, el relato corto, la autobiografía y el ensayo filosófico. No obstante, su gran éxito vendría con An American Tragedy (Una tragedia americana, 1925), que fue llevada al teatro y al cine dos veces, la segunda vez con el título de A Place in the Sun (Un lugar en el sol) y merecedora de dos premios Oscar: a la mejor dirección y al mejor guion. Theodore Dreiser se convirtió en un autor de éxito y a partir de entonces se dedicó con más empeño que antes a denunciar en sus obras la desigualdad, la discriminación y la pobreza. Ideológicamente afín al socialismo, Dreiser escribió una visión favorable sobre la Unión Soviética, que había visitado en 1927, en Dreiser Looks at Russia (Dreiser mira a Rusia, 1928), y denunció el capitalismo feroz, la censura y la falta de libertad en obras como Tragic America (América trágica, 1932) y America Is Worth Saving (América merece salvarse, 1941). En 1930 fue nominado para el Premio Nobel de Literatura, pero este fue concedido al también escritor americano Sinclair Lewis. Sus últimas novelas, The Bulwark (El baluarte, 1946) y The Stoic (El estoico, 1947), fueron publicadas póstumamente, pues murió el 28 de diciembre de 1945 en Hollywood (California) a la edad de setenta y cuatro años.

El titán. Corrupción, política y periodismo en un mundo cambiante

A finales del siglo XIX e inicios del XX la sociedad, la economía, la cultura, la política… sufrían a un ritmo de vértigo transformaciones impulsadas por los grandes descubrimientos tecnológicos y científicos. Pensemos que el hombre de hoy está preparado para casi cualquier cosa, su mente está abierta al progreso y la innovación, pero hace siglo y medio, que alguien pudiera ir de una punta a otra del país en un vehículo, pudiera volar o comunicarse en la distancia era algo casi increíble para el ciudadano medio, y no digamos para aquellos que vivían aislados en el mundo rural. Pero tales cosas y otras muchas –hasta el momento ciencia ficción– estaban pasando en el cambio de centuria anunciando que el mundo sufría una profunda transformación y no había freno. La economía vivía una globalización sin precedentes con la colonización previa de nuevos territorios y las nuevas comunicaciones, la riqueza se repartía entre los que más tenían, pero también a estos asolaban los hasta ahora desconocidos pánicos financieros, que se propagaban como la pólvora cuando se desataban sorprendiendo a los más incautos. Hombres audaces y emprendedores pero también sin escrúpulos comenzaban a manejar los hilos de esta nueva economía, a crear grandes empresas que monopolizaban servicios y recursos y con las que alimentaban una manera de entender la vida endogámica y conservadora. Al tiempo, la política seguía siendo un instrumento de la aristocracia –nada nuevo–, pero ahora esta se servía de los periódicos como medios para influir en las más importantes decisiones que afectaban a ciudades o naciones enteras. La diferencia era, pues, que la corrupción, connatural a muchos hombres, tenía un enemigo o un aliado, según el caso, capaz de difundir los argumentos a favor o en contra a todas las capas de la sociedad, a grandes distancias y en tiempo récord. Ya no había secretos si un periodis­ta andaba cerca. Es en este contexto en el que nació la prensa amarilla, nombre que surgió como resultado de la rivalidad mantenida por el New York World y el New York Journal para denominar a la prensa sensacionalista. En El titán Dreiser comenta sobre aquellos que se dedican a la que, por otra parte, era su profesión:

Nunca ha habido gente más rapaz que los periodistas. Estos granujas (empleados por periódicos de la oposición que se dedicaban a lloriquear y a revolver el fango con el hocico) no sólo entraban en consejo con los políticos, sino que estaban a sueldo de sociedades rivales, gozaban de la confianza del gobernador, estaban al tanto de los secretos de los senadores y de los representantes locales, sino que además, entre ellos, confiaban unos en otros.

Fue en este mundo abrumado por el discurrir trepidante de los acontecimientos en el que surgió la brillante narrativa de Theodore Dreiser, quien habituado por su formación periodística a ser testigo y portavoz de los acontecimientos más variopintos de la vida humana supo plasmar en sus obras de una forma sincera y desinhibida el tiempo que le había tocado vivir y ficcionar de forma sorprendente los personajes que habían dado y estaban dando forma a la América de entonces. Estos hombres, los titanes, se enfrentaban sin embargo a algo nuevo, fuerte y poderoso: los movimientos obreros. La capacidad de los periódicos de movilizar al pueblo con sus noticias, de difundir los rumores reales o inventados, daba alas a una conciencia de clase pujante y reivindicativa, que amenazaba con poner patas arriba el sistema capitalista naciente así como el modo de vida y los valores de la clase acomodada.

¿Qué era el anarquismo? ¿Y qué el socialismo? ¿Y además, qué derechos tenía el pueblo llano en el desarrollo económico y gubernamental? Se trataba de cuestiones interesantes, y tras la bomba –cuyo efecto fue como el de una piedra lanzada al agua−, las ondas de pensamiento siguieron ensanchándose y ampliándose hasta impregnar lugares tan supuestamente remotos e inexpugnables como las redacciones de los periódicos, los bancos e instituciones financieras en general, y las guaridas y trabajos de los dignatarios políticos.

Efectivamente, el miedo al inmigrante, a lo desconocido, a lo desestabilizador rezuma en los comentarios que en El titán se hace desde la perspectiva de políticos, financieros, empresarios y editores de los principales periódicos de la ciudad de Chicago:

Últimamente, debido a la fuerte afluencia de población tanto nativa como extranjera […] y debido a la difusión de ideas desestabilizadoras por parte de individuos radicales pertenecientes a grupos extranjeros, referentes al anarquismo, al socialismo, al comunismo y otras similares, la conciencia cívica de Chicago se había vuelto muy acentuada.

Los obreros se organizan y los titanes se escandalizan al verse amenazados por gente tan despreciable:

A partir de entonces se vieron en las calles, en los distritos y en las zonas de las afueras, e incluso, ocasionalmente, en el corazón comercial, los clubes de marcha […] grupos numerosos compuestos de gentes grises, estúpidas y nada distinguidas –empleados, obreros, pequeños comerciantes y los vástagos menos ilustres de la religión o la moral; y todos ellos se pasaban la tarde entera deambulando de un lado para otro tras salir del trabajo, reuniéndose en salones baratos y en las sedes de los clubes de los partidos, y haciendo instrucción…

Frente a estas nuevas ideas es el dinero quien presta el escudo protector a los titanes. Con dinero se soborna y se compran hombres (el germen de las organizaciones mafiosas se retrata en la obra a la perfección), con dinero se crean nuevas empresas y negocios, con dinero se puede postular a entrar en los clubes más selectos y en la alta sociedad, con dinero se paga el ocio, con dinero se hace más dinero. El dinero compra todo; todo menos la felicidad, sobre todo si esta sólo puede satisfacerse ganando el reconocimiento de la rancia aristocracia pero sin cumplir sus estrictas, si bien las más de las veces hipócritas, normas morales. Y Cowperwood, el gran financiero, el aspirante a titán, no tiene intención de hacerlo.

El amor, la mujer, el paso del tiempo… y el efecto Cowperwood

De que Cowperwood, el alter ego ficticio del magnate Charles Yerkes y protagonista de la «Trilogía del deseo», es un hombre inusual, por su carisma y su inteligencia, no hay lugar a dudas. No hay momento en el relato que al lector no se le recuerde que está ante un personaje de una talla superior a todos sus contemporáneos. Máximo defensor del individualismo, el problema para él es lidiar con la idiosincrasia de la alta sociedad americana: puritana, hipócrita, endogámica, desconfiada… («“Yo me satisfago a mí mismo” era su norma particular, pero para poder hacerlo, debía aplacar y controlar los prejuicios de otros hombres».) Porque Cowperwood es un hombre liberal, atento y abierto a los cambios de la época, audaz pero sensato, que no entiende por qué la sociedad de su época pone tantos límites a aquellos que pueden ofrecer progreso y prosperidad. No obstante, no nos engañemos, su fin no es el bien público sino el beneficio personal; Cowperwood ansía la riqueza, pero por encima de esta lo que más desea es el reconocimiento, entrar a pertenecer a la alta sociedad de Filadelfia, Chicago, Nueva York… de aquellas ciudades a las que se va mudando en busca de la gloria definitiva, siempre tan cerca pero siempre inalcanzable.

Sin embargo, la barrera más difícil de superar es para Cowperwood la conquista del amor. Es la búsqueda del amor perfecto la que puede llevarle a la perdición una y otra vez, y no los hombres que dominan la política y la sociedad norteamericana, algo que el protagonista también reconoce: «En este mundo sólo hay una cosa ideal para mí, y esa es la mujer que me gustaría tener». Su marcha de Filadelfia a Chicago, el abandono de su primera esposa, su divorcio y el nuevo matrimonio con la joven Aileen Butler suponen un desafío para la moral de su época, pero Cowperwood siempre quiere más y teme ver mermadas sus posibilidades de conquistar Chicago si la juventud de su nueva esposa se evapora sin que se vea compensado por una inquietud intelectual comparable a la suya, por un refinamiento que supla el paso de los años. Su sensibilidad artística, también rompedora con la visión tradicional de la cultura de la alta sociedad norteamericana, no cautiva a Aileen, caprichosa y frívola, más preocupada por los compromisos con la alta sociedad que nunca llegan. Y mientras Cowperwood sigue ganando en las finanzas, busca a la mujer ideal rompiendo todas las reglas sociales y provocando la ira de los titanes; mas pierde todas las manos, porque no encuentra quien esté a su altura, pues es en última instancia la virtud de la mujer la que procuraba el éxito del esposo: «Era algo que sólo las mu­jeres podrían arreglar, se decía con frecuencia, y que nunca estaría en su sitio hasta que contara con la mujer adecuada».

Efectivamente, el problema radica en que la sociedad no juzga por igual a las mujeres que a los hombres, y pese a que Cowperwood se muestra abierto y comprensivo, no puede dejar de pensar a menudo como todo hombre de su época: «Se diga lo que se diga, la fidelidad de la mujer, tanto si se debe a un condicionamiento de su naturaleza, como si es algo accidental fruto de la evolución de la sociedad, continúa siendo una idea dominante en al menos una parte de la raza humana». Ante la nueva mujer que surge en los inicios del siglo XX, y que Dreiser sabe retratar magistralmente en sus novelas, Cowperwood siente fascinación, pero también miedo, miedo a que ellas hagan lo que él, como el resto de los hombres, no tiene el menor reparo en hacer: vivir su vida sexual plenamente y en libertad. No lo censura, pero, ay, no quiere sufrirlo. Es precisamente lo que siente con una mujer como Antoinette, quien «pertenecía al nuevo orden que comenzaba a cuestionar de manera privada la ética y la moral. Tenía derecho a vivir su vida, la llevara donde la llevara. Y a lo que pudiera depararle», o con Stephanie Platow, quien «a Cowperwood le parecía, por expresarlo suavemente, que […] llevaba una vida demasiado trivial y que gozaba de demasiada libertad, aunque también pensaba que era un reflejo exacto de ella; del color de su alma. Pero él empezó a tener dudas».

Dreiser refleja así la evolución de un personaje cuya historia, desde su infancia, se inicia en un libro anterior, El financiero; muestra al lector su maduración y cómo algunas cosas se mantienen inmutables en su carácter (el individualismo, la tenacidad, la inteligencia, su debilidad por las mujeres), pero otras cambian a la fuerza. Cowperwood se está haciendo mayor y la primera constancia de este hecho, de que ya no goza del poder y la fuerza que otorga la juventud, se la da también una mujer, Berenice Fleming. Mas Berenice Fleming se postula como la próxima víctima del «efecto Cowperwood», del que las mujeres no pueden escapar, como Rita Sohlberg, «inoculada con el virus de Cowper­wood, que estaba teniendo un efecto mortífero», o la desgraciada Aileen Butler, quien «a pesar de su determinación y de su furia, que unas veces mantenía en secreto y otras mostraba abiertamente, no lograba curarse de la infección de Cowperwood». Pero Berenice es juventud y futuro, es vitalidad, energía y esperanza de algo nuevo; aunque también es duda e incertidumbre… «¡Ay, la vida! ¡Ay, la juventud! ¡Ay, la esperanza! ¡Ay, los años! ¡Ay, el capricho, cuyas alas tejidas de dolor hace batir el miedo!»

[1] F. E. Rusch y D. Pizer, Theodore Dreiser: Interviews, Urbana, University of Illinois Press, 2004.

CRONOLOGÍA

1871

Nace Theodore Herman Albert Dreiser en Terre Haute, Indiana, el duodécimo hijo de un inmigrante germano, John Dreiser.

1889

Tras su graduación en un colegio de Warsaw, Indiana, asiste a la Universidad de Indiana durante un año.

1892

Comienza a trabajar como reportero del Chicago Daily Globe y como enviado especial en Saint Louis para el St. Louis Globe Democrat.

1893

Trabaja durante un año para el St. Louis Republic.

1898

Se casa con Sara Osborne.

1900

Publica su primera novela Nuestra hermana Carrie [Sister Carrie].

1901

En respuesta a un linchamiento del que fue testigo, publica en Ainslee’s Magazine el relato «Niger Jeff».

1906

Trabaja durante un año como redactor jefe de la revista femenina Broadway Magazine.

1907

Trabaja durante un año como editor de la revista Butterick Publications.

1909

Se separa de su esposa Sarah debido a su relación con Thelma Cudlipp, hija de un compañero de trabajo.

1911

Publica su segunda novela, Jenny Gerhardt.

1912

Publica la primera novela de su Trilogía del deseo: El financiero [The Financial].

1913

Publica su ensayo A Traveler Forty. Inicia una relación con la pintora y actriz Kyra Markham.

1914

Publica la segunda novela de su Trilogía del deseo: The Titan [El titán].

1915

Publica El genio.

1916

Publica su primera obra teatral, Plays of the Natural and Supernatural, y su ensayo A Hoosier Holiday.

1918

Publica The Hand of the Potter [La mano del alfarero], y otros relatos cortos con el título de Free and Other Stories.

1919

Publica su ensayo Twelve Men. Inicia una relación con su prima Helen Patges Richardson.

1920

Publica el ensayo Hey Rub-a-Dub-Dub: A Book of the Mystery and Wonder and Terror of Life.

1922

Publica el ensayo A Book About Myself; reeditado posteriormente en Newspaper Days.

1923

Publica el ensayo The Color of a Great City.

1925

Publica la novela considerada como su gran obra maestra: Una tragedia americana.

1926

Publica el ensayo MOODS Cadenced and Declaimed, con una tirada única y numerada de 550 ejemplares autografiados.

1927

Publica una colección de relatos cortos con el título de Chains: Lesser Novels and Stories.

1928

Publica su ensayo Dreiser Looks at Russia, resultado de su viaje a la Unión Soviética.

1929

Publica una colección de relatos cortos con el título de Una galería de mujeres y el ensayo My City. Su poema «The Aspirant» es publicado en The Poetry Quartos, una colección de poemas reunidos por Paul Johnston.

1930

Dreiser es nominado al Premio Nobel de Literatura.

1931

Se estrena en el cine Una tragedia americana. Asume la dirección del Comité Nacional para la Defensa de los Presos Políticos (NCDPP). Publica Tragic America, una crítica al capitalismo americano, y Dawn.

1941

Publica America Is Worth Saving, en la misma línea de crítica al capitalismo.

1944

Se casa con Helen Patges Richardson.

1945

Se une al Partido Comunista en el mes de agosto. Muere en Hollywood, Los Ángeles, el 28 de diciembre.

1946

Se publica póstumamente The Bulwark.

1947

Se publica postumamente la tercera y última novela de su Trilogía del deseo: The Stoic [El estoico].

EL TITÁN

 

CAPÍTULO I

La nueva ciudad

Cuando Frank Algernon Cowperwood salió de la Penitenciaría del Estado para el Distrito Este de Filadelfia, se dio cuenta de que la vida que había llevado en aquella ciudad desde su infancia había terminado. Se le había pasado la juventud, y con ella, se habían perdido las grandes perspectivas comerciales de los primeros años de su vida adulta. Debía empezar de nuevo.

Quizá sea innecesario repetir que se produjo un segundo pánico que siguió a una quiebra tremenda –la de Jay Cooke & Co.− y que había vuelto a poner en sus manos una fortuna. Haber recuperado la riqueza lo había suavizado en cierta medida. Parecía que el destino ya se encargaba de mantener su bienestar personal. En cualquier caso, estaba harto de la bolsa como medio de vida y ahora decidió que la dejaría de una vez por todas. Pensaba dedicarse a otra cosa –a los tranvías, a la especulación del suelo o a alguna de las ilimitadas oportunidades que ofrecía el lejano Oeste–. Filadelfia ya no le resultaba un lugar agradable. Aunque era libre y rico, seguía siendo motivo de escándalo para los impostores, y el mundillo social y financiero no estaba dispuesto a aceptarlo. Debía seguir su camino solo, sin ayuda, o si la recibía debía ser en secreto, mientras sus antiguos amigos observaban su carrera desde lejos. Y así, con estos pensamientos, cogió el tren un día, y su encantadora amante, que tenía entonces sólo veintisiete años, fue a la estación a despedirlo. La miró con ternura, porque ella representaba la quintaesencia de cierto tipo de belleza femenina.

—Adiós, querida –le dijo sonriendo, mientras la campana del tren anunciaba la inminente salida−. Tú y yo saldremos de esta muy pronto. No sufras. Volveré dentro de dos o tres semanas, o mandaré a buscarte. Te llevaría conmigo ahora, pero no sé a qué clase de sitio voy. Elegiremos algún lugar y entonces verás cómo soluciono el asunto de la fortuna. No vamos a vivir siempre en el descrédito. Conseguiré el divorcio y nos casaremos, y todo se solucionará de maravilla. Eso se consigue con dinero.

La miró con aquellos ojos grandes, serenos y penetrantes, y ella le apretó las mejillas entre sus manos.

—¡Oh, Frank! –exclamó− ¡Te voy a echar mucho de menos! Eres lo único que tengo.

—Dentro de dos semanas –le dijo él sonriendo, cuando el tren comenzó a moverse−. Te mandaré un telegrama o volveré. Sé buena, querida.

Lo siguió con los ojos llenos de adoración –loca de amor, una niña mimada, la preferida de su familia, amorosa, ilusionada, afectuosa, de ese tipo de mujeres que suelen gustar a los hombres fuertes−, sacudió su preciosa cabeza de pelo dorado rojizo y le lanzó un beso con la mano. Después se marchó con ese paso ligero, insinuante y vigoroso que hace que los hombres se giren para mirar.

—Ahí va; es la joven Butler –le comentó un empleado del ferrocarril a otro−. ¡Muchacho! No creo que ningún hombre pudiera desear nada mejor, ¿no te parece?

Era el tributo espontáneo que invariablemente rinden la pasión y la envidia a la salud y la belleza. Y ese es el eje sobre el que gira el mundo.

Jamás en su vida antes de este viaje había estado Cowper­wood más allá de Pittsburgh. Sus impresionantes aventuras comerciales, a pesar de lo brillantes que habían sido, se habían limitado casi exclusivamente al mundo aburrido y convencional de Filadelfia, con su dulce refinamiento en algunos sectores, sus pretensiones de supremacía social en los Estados Unidos, su serena arrogación de considerarse los líderes tradicionales de la vida comercial, su historia, su riqueza conservadora, su afectada respetabilidad, y todos los gustos y distracciones que estos llevan aparejados. Como ahora recordaba, había llegado casi a dominar aquel bello mundo y a hacer suyos sus sagrados recintos cuando se produjo el crac. Prácticamente ya lo habían admitido. Y ahora era un Ismael[1], un exconvicto, aunque fuese millonario. ¡Pero, espera! La carrera es de los veloces, no paraba de repetirse. Sí, y la batalla de los fuertes. Ya se vería si el mundo lo pisoteaba o no.

Cuando al fin cayó en la cuenta, Chicago se le echó encima de repente a la segunda mañana. Había pasado dos noches en un llamativo vagón de primera clase de los que existían entonces –un coche que pretendía contrarrestar parte de los inconvenientes de su disposición con un exceso de lujo y de cristal recargado– cuando comenzaron a aparecer los primeros asentamientos solitarios de la metrópolis de la pradera. Los apartaderos paralelos a la capa de balastro sobre la que él viajaba a toda velocidad se fueron haciendo cada vez más numerosos, los postes del telégrafo tenían cada vez más brazos y soportaban tantos cables que parecían velados por humo. A lo lejos, en dirección a la ciudad, se veía aquí y allí la cabaña solitaria de algún trabajador, el hogar de algún alma aventurera que la había plantado a aquella distancia para beneficiarse de la pequeña aunque segura ventaja que el crecimiento de la ciudad le proporcionaría.

El terreno era llano –plano como una mesa− y conservaba los menguados restos de hierba parda del año anterior, que se mecía levemente con la brisa de la mañana. Por debajo asomaba de nuevo el verde; abanderado del despliegue de un nuevo año. Por alguna razón una atmósfera cristalina envolvía el contorno borroso de la ciudad, rodeándola como si se tratara de una mosca atrapada en ámbar y confiriéndole una sutileza artística que lo conmovió. Era ya un entusiasta del arte que ansiaba convertirse en entendido, y que había disfrutado del placer y del entrenamiento que le había supuesto la colección que había logrado reunir en Filadelfia, y por la que también había sufrido el dolor de la pérdida, y apreciaba prácticamente cualquier imagen deliciosa que la naturaleza pudiera ofrecerle.

Las vías, unas al lado de otras, eran cada vez más numerosas. Aquí se reunían por millares vagones de mercancías procedentes de todas las partes del país –amarillos, rojos, azules, verdes, blancos–. (Chicago, recordó, contaba ya con treinta líneas de ferrocarril que terminaban allí, como si se tratara del fin del mundo.) Las pequeñas casas de madera de una o dos plantas, bastante nuevas, estaban con frecuencia sin pintar y ya aparecían manchadas por el humo –en algunos lugares se veían incluso sucias–. En los pasos a nivel, donde esperaban los lentos tranvías, las carretas y las calesas con las ruedas llenas de barro, pudo apreciar lo llanas que eran las calles sin pavimentar y que las aceras subían y bajaban a intervalos rítmicos –aquí un tramo de escaleras, una auténtica plataforma ante una casa, allí un largo trecho cubierto de tablones dejados caer sobre el barro de la pradera–. ¡Menuda ciudad! Al instante, se dejó ver un brazo del inmundo, arrogante y autosuficiente pequeño río Chicago con sus masas de renqueantes remolcadores, el agua negra y grasienta, los altos silos rojos, marrones y verdes, los inmensos depósitos de carbón y los almacenes de madera de color marrón amarillento.

Aquí había vida; se dio cuenta al instante. Aquí se estaba construyendo una ciudad en ebullición. Hasta en el aire percibió algo dinámico que le resultó de lo más atrayente. ¡Y qué diferente a Filadelfia! Aquella también era una ciudad estimulante. En algún momento le había parecido maravillosa, todo un mundo; pero esta de aquí, aunque obviamente era infinitamente peor, era mejor. Era más joven y estaba más llena de esperanza. En el resplandor del sol matutino que se colaba entre dos depósitos de carbón, y como el tren se había parado para permitir que el puente basculara para dejar paso a media docena de grandes barcazas que transportaban grano y madera –media docena de ellas en cada dirección−, vio a un grupo de estibadores irlandeses deso­cupados en la orilla junto a un almacén de madera cuyo muro bordeaba el agua. Eran hombres saludables que iban en mangas de camisa, rojas o azules, ceñidos alrededor de la cintura con fuertes correas, con una pipa corta en la boca, excelentes y robustos especímenes humanos de piel tostada. Por qué resultaban tan atrayentes, se preguntó. Esta ciudad sucia y en bruto parecía componerse de manera natural para dar lugar a estimulantes imágenes artísticas. ¡Casi se la oía cantar! Aquí el mundo era joven. La vida estaba creando algo nuevo. Quizá no debiera continuar hasta el noroeste; más tarde lo decidiría.

Mientras tanto, tenía cartas de presentación para distinguidos chicagüenses que tenía intención de entregar. Quería hablar con algunos banqueros y comisionistas de grano. Le interesaba la bolsa de Chicago, ya que conocía las complejidades de aquel negocio del derecho y del revés, porque allí se habían hecho grandes transacciones de grano.

El tren finalmente pasó junto a la parte trasera de unas míseras viviendas para adentrarse en toda una serie de andenes cubiertos con tejados desvencijados –unos cobertizos que constaban únicamente de un tejado− y entre el estrépito de los vagones de mercancías que transportaban los baúles, de los motores que vomitaban vapor y de los pasajeros que se movían apresuradamente de un lado para otro, se dirigió hacia Canal Street y le hizo señas a uno de los taxis que allí esperaban –uno de la larga hilera de vehículos, indicativa del espíritu de una metrópolis–. Se había decidido por el hotel Grand Pacific[2] porque era el más importante –el de mayor relevancia social− y allí pidió que lo llevaran. Por el camino, estudió las calles como si se tratara de una obra de arte, como habría estudiado un cuadro. Vio los pequeños tranvías amarillos, azules, verdes, blancos y marrones que rodaban de acá para allá, y lo emocionaron los cansados y huesudos caballos que tiraban de ellos haciendo sonar las campanillas que les colgaban del cuello. Aquellos tranvías eran de una estructura endeble, puesto que no eran más que tablillas finas pintadas de colores brillantes adornadas con latón dorado y cristal, pero se dio cuenta de las fortunas que presagiaban si la ciudad crecía. Sabía que los tranvías eran su vocación natural. Aún más que la gestión de las acciones, aún más que la banca y más que la organización de los bonos, le entusiasmaba la idea de los tranvías y de la inmensa vida manipulativa que sugerían.

[1] Ismael y su madre Agar fueron expulsadas por Abraham, padre del primero, a vagar por el desierto acusados de maltratar a Sara, su esposa (Génesis 16, 21).

[2] El Grand Pacific (1873-1895) fue uno de los dos primeros hoteles distinguidos de la ciudad de Chicago tras el gran incendio. Junto con los otros hoteles de lujo de la ciudad contemporáneos suyos, como la Palmer House, la Tremont House y la Sherman House, fue construido al estilo de un palazzo.