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Akal / Literaria / 76

Aníbal Malvar

Ala de mosca

Traducción: Susana Veiga

 

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Carlos Ovelar, dueño de una modesta agencia fotográfica en Madrid, recibe la llamada de Alberto Bastida, importante abogado de Compostela, quien le pide ayuda para encontrar a Ania, su hija, desaparecida desde hace unos días. Que Carlos reciba esta llamada tiene una doble explicación: Ania es la hija de su exmujer y él, un antiguo integrante de los primeros servicios de inteligencia de la democracia española bajo el nombre en clave de Jano, lo que aún le permite hacer ciertas llamadas.

Todo ello justifica la doble naturaleza del protagonista, quien, como el dios romano de las dos caras, inicia la investigación dividido entre la nostalgia y la traición –que se remonta a los entresijos de las causas últimas del 23-F–, hasta que un primer cadáver –el hijo menor de un capo gallego de la coca– aparece al amanecer en una playa de Vilagarcía.

Una espléndida muestra del mejor género negro, servida con el personal (y deslumbrante) estilo de Aníbal Malvar, que narra la historia de degradación de un grupo de agentes del servicio secreto español desde el nebuloso 23-F hasta una guerra entre narcotraficantes que se desata quince años más tarde.

Aníbal Malvar nació una noche de martes 13 y nordés en A Coruña. Con 26 años publicó su primer libro y empezó a trabajar en los periódicos, especializándose en asuntos de narcotráfico, ETA y otras mafias.

Aquí yace un hombre (Ronsel, 1994) fue su primera novela, una ficción negra sobre la búsqueda de un escritor desaparecido durante la dictadura y cuyo fantasma enturbia el presente de los protagonistas. En 2008, Inéditor publica, traducida del gallego, su novela Una noche con Carla, radiografía de la corrupción política en la Galicia de los 90, por la que recibió el premio Xerais 1995. Y en 2012 ve la luz en Akal La balada de los miserables, cuya traducción al francés recibió el premio Violeta Negra 2015.

Toda su obra literaria posee un parecido casi impúdico con las realidades política, social y criminal que conoció como periodista.

Ha trabajado en El Correo Gallego, Antena3 Radio, Radiovoz y El Mundo. En la actualidad es columnista en Público y colaborador de Cuarto Poder.

Diseño de portada

RAG

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

A’ de mosca

© Aníbal Malvar, 1998

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

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ISBN: 978-84-460-4493-2

A Susana Riveira, que bailaba a Chaikovski bajo la luna. Recuérdame que no te olvide.

Rodri, Alfonso, Josito y Avelino: La Reserva.

Y me queda Elisa Lois, periodista y amiga. Sin su ayuda, esta novela sería un papel en blanco.

 

ALA DE MOSCA Cocaína en estado muy puro, segunda en calidad tras la pasta de coca; llamada así porque suele cristalizar, y las lascas son muy parecidas a los élitros de los insectos.

JANO Figura mitológica que se representa con dos caras. En los primitivos servicios españoles de información (detestan que se les llame «de inteligencia»), los archivos Jano contenían documentación sobre la «cara oculta» de políticos, militares, banqueros, periodistas y otras personalidades de la pomada. Hoy en día, estos archivos esconden muchos más datos y de mucha más gente, están microfilmados y son conocidos por un nombre mucho menos poético.

NOTA DEL AUTOR

Los ambientes, personajes y situaciones que aparecen en esta novela obligan, por cuestiones de verosimilitud, a usar un lenguaje quizás no demasiado habitual en los círculos en que se leen libros. Son palabras de la calle, de la faena, de la cunda. La policía siempre acaba heredando los hábitos lingüísticos de los delincuentes, quizás por simpatía. Por eso, no se extrañe el lector de que aquí hablen tan parecido. Fuera también ocurre. A pesar de que el autor ha procurado no abusar del argot (los polis y los malos tampoco abusan, contra lo que sostiene el clamor popular), sí ha creído necesario facilitar la comprensión del texto añadiendo un glosario al final del libro, un breve vocabulario que, además, le servirá de ayuda al amable lector si algún día lo meten en el trullo. Que el destino (que, como se dice en estas páginas, es un desatino, y además un maricón) no lo quiera.

 

 

CAPÍTULO I

Entonces yo ya sabía que soy un hijo de puta por parte de padre. Lo que no imaginaba es que algún día tendría que matar al Viejo, cargármelo como él había hecho con tanta gente, darle matarile y devolver a la tierra a quien nunca debió ver el cielo. Entonces sólo me preocupaba de poner las piernas en alto para descansar. Era un atardecer de invierno y no tenía nada que hacer: es un atardecer de invierno y no tengo nada que hacer. Quizás balance, pero eso es fácil. Tengo cuarenta y cinco años, una botella de whisky, todo el tiempo del mundo y nada. El zumbido del tráfico tardío acompaña mis tragos lentos de pereza y lluvia. La gente vuelve a casa después del trabajo. O de buscar un trabajo. No sé qué les pondrán en la televisión. Ni qué guardarán en el frigorífico para la cena. Ni si sus hijos traerán del colegio alguna historia estúpida que contar. Es Madrid y 1996. Y ya he dicho que invierno. El aire de Madrid en invierno es filamentoso y difícil de masticar. Hay mendigos que mueren de frío todo el tiempo y accidentes automovilísticos causados por la helada, que forma una película de cristal en el asfalto que no se derretirá hasta el primer día de la primavera, cuando el pájaro más valiente de marzo se aventure a rasgar el himen del smog. Está lloviendo fuera, así que de momento es difícil que nieve. Sería agradable ver nevar desde aquí con un whisky tibio de toqueteo y trago corto. Nevará dentro de unos días y el whisky seguirá aquí, y yo también, así que no importa. Nevará lento y blanco, como una película escandinava, como una raya de cocaína o como una anciana venerable, blanca y lenta. Nevará sobre todo si ese puto teléfono deja de sonar de una puta vez.

—¿Diga? –descuelgo.

—¿Don Carlos Ovelar?

Carlos Ovelar soy yo, y en aquel momento no tenía ni remota idea de con quién estaba hablando, y eso me preocupaba. Casi nadie tiene mi número, y no viene en la guía. En el silencio, incluso llegué a pensar que aquella voz iba a invocar a Jano para dejarme el cadáver de los viejos tiempos en la puerta de casa, sobre el felpudo. El cadáver de los viejos tiempos aún apesta.

—Soy Alberto Bastida, no sé si me recuerda –dijo.

A un tío con los cuarenta superados y la vida bien puteada y pateada es jodido sorprenderlo. Jodidísimo. Pero no es normal que el marido de tu ex, honorable caballero a quien no conoces ni tienes intención, te llame a tu casa a la hora del primer whisky para nada.

—Nunca nos hemos visto –dije.

—No –refrendó.

—¿Qué quería?

—¿No me va a preguntar cómo está Susana? –Susana es mi ex, casada desde hace más de veinte años con mi interlocutor.

—No –respondí.

—Está mal –me informó.

—Me parece bien –soy un tierno.

Alberto Bastida no colgó. Respiraba pesadamente al otro lado de la línea. En las pocas palabras que habíamos cruzado, había dado la impresión de un hombre acostumbrado a mandar, duro y seguro. La pasta de Susana, de su familia, podía contagiar esa divisa de fortaleza viril a cualquier hombre. Cuando nos divorciamos, yo entregué armas, bagajes y pasta, y también a nuestro hijo, eso que llamábamos hijo, bautizado por nosotros en la certeza de que nunca aprendería su nombre. Hasta un perro aprende su nombre.

—Aún no me ha dicho lo que quiere de mí –insistí.

—No es fácil. Necesito que me ayude.

—¿Le ocurre algo a Susana? –empezaba a inquietarme.

—No se trata de Susana. Es mi hija, Ania. Ha desaparecido.

—Como Albertina. Escriba una novela. Ania es mayor de edad.

Yo tampoco colgué, aunque estuve a punto. Esperé a que Alberto Bastida encajara el golpe bajo. Ni siquiera sabía si conocía de algo a la señora Proust.

—No me trate como a un imbécil –dijo por fin–. Cualquiera que se humilla para pedir ayuda es que por lo menos no es imbécil.

Alberto Bastida sabía hacer frases. Sí señor.

—Está bien. Lo siento. O no –rectifiqué enseguida–. No lo siento. No me caen bien los maridos de mis exmujeres, y no sé qué tengo que ver yo con que su hija aparezca o desaparezca.

—Espere. No cuelgue.

Por segunda vez, no colgué. Pero estaba irritado y tenía sed, y la botella de whisky había quedado sobre la mesa de mármol del salón, a varios metros de mi cabreo.

—Usted conoce a Ania –dijo–. Ania me lo ha contado.

Ésa fue su baza. Ania me había visitado un año antes, aquí, en el piso de Madrid. Aprovechó una excursión de su colegio al Prado, un colegio carísimo, para escaquearse y venir a ver al primer marido de su madre, un fantasma tanto del pasado como en persona, según dijo ella mientras reía su borrachera núbil de cerveza en mi apartamento:

—¿Quieres beber algo?

—Tráeme una litrona.

—¿Generación X?

—No, sed. Y ganas de hablar.

La risa de Ania rompía en la arrogancia de sus dientes blanquísimos y hacía eco en ellos. Para el oyente era una risa táctil que acariciaba la pared interior del estómago. La risa de Ania curaba mejor el ardor de estómago que un almax.

—¿Dónde aprendiste a reírte así?

—De la gente. Si no aprendes a reírte de la gente, acabas siendo uno de ellos. Y puede ser irreversible.

Ania durmió castamente conmigo aquella noche, seis de la madrugada, después de hablar creo que absolutamente de todo.

—No me mires así –me dijo mientras se desnudaba, yo ya acostado en la cama.

—Podría ser tu padre –bromeé.

—Deberías ser mi padre –contestó muy seria.

Se metió entre las sábanas, se abrazó a mí y se quedó dormida. Yo permanecí despierto y borracho y con una paternal erección entre mis piernas, que es donde deben estar las erecciones. Todo mi pasado cayó sobre mí y se revolvió a placer en mis neuronas blandas de whisky y de adolescencia rubia, la adolescencia rubia de Ania, tan parecida a la de Susana, su madre, la única mujer a la que violé en mi vida.

—Ania siempre me lo ha contado todo –continuó Alberto Bastida–. Hasta ahora.

—En este momento no está conmigo. No la he visto desde entonces.

—Ya lo sé –su voz sonó vencida–. Creo que está metida en algo grave.

—¿Cuántos días hace que desapareció?

—Tres.

—¿Y no se ha preocupado hasta hoy?

—Usted conoció a Ania. Hace su vida. Yo tengo que ocuparme de Susana, y Susana nunca estuvo en condiciones de ocuparse de nadie.

Yo ya sabía que Susana estaba mal, que no se había recuperado desde lo del hijo, nuestro monstruo, cuando un circuito íntimo se quebró en su cerebro o en su alma.

—Ania es mayor de edad –fue lo único que pude decir. No entendía nada, y mi whisky seguía evaporándose demasiados metros más allá.

—Hoy eché en falta una de las tarjetas de crédito. Si la tiene Ania, ha necesitado medio millón de pesetas en los últimos dos días. Por eso lo he llamado. No es normal. Nunca había hecho algo así.

—¿Quiere decir que Ania le robó medio kilo?

—Yo no utilizaría la palabra robar.

—Yo sí –acabé con la discusión semántica–. Anule esa tarjeta.

—No puedo hacer eso. Quizás Ania tenga un problema serio. Yo nunca le he negado nada.

De eso podía dar fe. Ania era el prototipo de niña envuelta en gasas, cambridges y papiros lilas de diez mil, la típica chai incapacitada para dar una limosna porque nunca tenía cambio, no por falta de corazón.

—No tienes esto demasiado limpio –había dicho Ania revoloteando por mi apartamento.

—Le debía tres años a la criada. Ahora debo limpiar yo su casa como pago, y no tengo tiempo para la mía.

Alberto Bastida ejercía la abogacía en Santiago de Compostela, un bufete próspero avalado por la prosapia tintineante de su esposa, más conocida aquí como mi ex.

—¿Está seguro de que la tarjeta la tiene Ania? –pregunté, al abogado.

—Estaba bajo llave en mi escritorio. No la saco casi nunca. El caso es que Ania no conocía el número, que yo sepa.

—No es tan difícil de saber.

—Ania nunca tuvo necesidad de cultivar ese tipo de habilidades –afirmó enfadado.

—Eso significa que está con alguien. Es más que probable que con alguien poco recomendable. ¿Por qué no llama a la policía?

—Susana está muy mal. Para ella sería un golpe. Cree que Ania está con unas amigas en la costa. No soportaría otra temporada en la clínica.

—¿Por qué me llama a mí?

La pregunta era estúpida. Alberto Bastida no me estaba llamando a mí, sino al soldado de Jano, el monstruo de las dos caras. Tenía la certeza, desde muchos años antes, de que alguien llamaría de nuevo a Jano, alguien de dentro o de fuera, porque Jano vive ya conmigo para siempre, es mi enemigo íntimo, el ser con quien comparto cada copa, cada bocanada de aire viciado, el tictac de mi reloj, los tumultos de mi alma nada inmortal.

—Usted sabe por qué lo llamo –respondió–. Tiene contactos aquí, viejos amigos. Y la agencia.

Contactos, viejos amigos y la agencia. Nada significaba nada. Agencia de Informadores Gráficos Infoflash, fotoperiodismo en color para revistas. Detesto el color, pero ya estoy demasiado viejo como para patear las calles con la Leica en busca de un cadáver mutilado, de un accidente de tren, de un obrero que perdió el equilibrio, de una suicida exhibicionista de cornisa y burro en vena. Tengo contratados a tres mulas que hacen el trabajo duro y yo me limito a las cuentas. Hace no sé cuánto tiempo que no tiro un cromo. Alberto Bastida confunde una agencia de prensa con una ratonera de detectives borrachos. Mis mulas no serían capaces ni de encontrarse la picha en el coño de sus esposas.

—Creo que se equivoca –dije–. No tengo gente ni medios para ayudarlo.

—Pagaré lo que sea.

—De eso estoy seguro, pero no será a mí –había vuelto a molestarme con su prepotencia de hombre de cartera caliente.

—Es usted la única persona. Le daré lo que me pida. Santiago es una ciudad pequeña. Un escándalo sería fatal para Susana.

Alberto Bastida estaba casi sollozando, siempre dentro de lo que puede sollozar un hombre que no solloza. Intuí tras toda esa farsa que su preocupación era exclusivamente su hija Ania, no su reputación, ni siquiera la salud de su esposa, aquella mujer a quien yo tuve el honor de destruir veinte años atrás, cuando apenas éramos dos niños de tontería espesa y corazón blando. Sólo se destruye lo que se ama, dice el tópico.

—¿Sigue ahí? –me preguntó Alberto Bastida.

Ahora Jano estaba pensando en aquel reverso de Ania, sonrisa procaz y desnudo casto, que se había llevado quinientos talegos de la cuenta de su padre cuando podía haberle pedido el doble de pasta para tampones de seda con pedrería noble, que los otros me dan alergia, papá, ya sabes.

—Sí, sigo aquí –dije.

—Tiene que ayudarme –suplicó.

Jano diría que no, que no tengo por qué ayudarlo, que dilate el esfínter y se meta a su hija y mi pasado por el culo. Ciertas disciplinas sexuales no agradan hasta que las probamos.

—Hace mucho tiempo que dejé el servicio –abandoné el disimulo; yo sabía por qué me llamaba a mí y él sabía que yo lo sabía.

—Pero conoce gente. Y esa gente puede ayudarlo.

Sólo el Gualtrapa seguía dirigiéndome la palabra. En el Centro no gustan los reservas vitalicios que dan el portazo porque sí.

—Sí –admití–, quizás pueda hablar con alguna gente.

—Hay una reserva a su nombre para el vuelo de las diez y media –faltaban apenas un par de horas–. Un chófer lo recogerá en el aeropuerto de Santiago cuando llegue.

Adoptaba ahora un tono ejecutivo de hombre de negocios que acaba de contratar chacha. Así que Jano tendría que venir conmigo en el vuelo de las diez y media porque él lo ordenaba para encontrar a una niña, un desnudo fugaz que alimentó diez horas de mi vida con su tontería adolescente. Ania.

—¿Va a coger ese vuelo? –preguntó Alberto Bastida.

—Sí.

—Gracias.

Así de sencillo, y colgó. Yo estaba acostumbrado a este tipo de cosas en otros tiempos. Te acostumbras a la sencillez de estar disponible para cualquiera que llame sin decir siquiera quién es, sólo avalado por un protocolo absurdo de claves infantiles. Es una manera de vivir. Una manera de no vivir. Un parchís braguicorto en el que los jugadores se dan importancia. Una ficción incompleta para la que se acepta no saber toda la verdad, esa puta con v, y se conocen apenas las liturgias de un sacrificio arbitrario que para colmo es el tuyo.

Aquí estaban los viejos tiempos, manchados y mustios como una flor del barro. Colgué el teléfono y volví a descolgar para marcar el 000. Quería comprobar si las sombras seguían ahí, aunque a lo mejor habían sofisticado el sistema de detección. Ni eso. Pude escuchar aquel rebobinado de cinta tan familiar a las rutinas de entonces. Siempre había que marcar el 000, incluso desde tu bar preferido, desde la casa de tu amante, desde el chalé de tu tía. Marqué y supe que ellos estaban ahí, seguían ahí después de tanto tiempo, en ese ruido sin furia que arrastraba su cinta magnética por mi intimidad. Ellos iban a estar siempre ahí, unos Ellos que se escriben con mayúscula porque así lo quieren la historia y la historia del terror. Con Jano y conmigo, con el Viejo, con Gualtrapa, con Ofelia, con el Portugués, con Alias Menguele, con Guti, que estaba muerto, y con tantos otros a los que ni conozco. Jano sonrió dentro de mí como un tonto alegre, alegre por nada. La estupidez es una fresca fuente de felicidad, un manantial claro.