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CAZAR MARIPOSAS

Manuel aguilera verduzco

A Enrique Contreras

A los que acudirán, el día y la hora pactados, a la cita en el puente sobre el río Pescados

En mi corazón, donde el hastío cuelga sus banderas fúnebres,

existe un sarcófago también, el recuerdo.

Allí, entre sus ungüentos que penetran las tinieblas,

duerme aquella a quien Satanás leerá mi porvenir.

Stéphane Mallarmé

I. Una cita sobre el río pescados

Uno

Ten cuidado con lo que deseas porque podría hacerse realidad”.

Con la cadencia con la que resbala una profecía goteaban en mi mente aquellas palabras que hallé en el interior de la galleta que la señora Zhu me había entregado la noche anterior como epílogo a mi merienda en el Loon Chiy, el restaurante chino ubicado en los bajos del edificio en la calle de Diego Leño que albergaba mi departamento en Xalapa. Ese mediodía, con la espalda encorvada en el barandal de concreto del puente que se suspende sobre la corriente del río Pescados, repasaba aquellas gotas de sabiduría tratando de imaginar algún afán que, en el inconcluso mapa de mi vida, pudiera conjuntar esa contradictoria amenaza: algo que se desea y que, al mismo tiempo, uno debiera temer se convierta en realidad.

Eché un vistazo al reloj. La carátula digital me devolvió un guiño: las 12:52. Hacía casi una hora que Jimena y Mariano debían haber llegado. Me volví una vez más hacia el costado oriente del puente sólo para confirmar que la carretera que serpenteaba proveniente de Xalapa seguía desierta. Salvo por el gruñido del río y el graznido de uno que otro tordo, la calma era absoluta. Fue en ese instante cuando tuve dos revelaciones. La primera, que Jimena y Mariano no iban a aparecer y que yo terminaría como novia de pueblo: vestida y alborotada. Y la segunda, que era yo un estúpido; pero no uno común y corriente, sino un consumado pelmazo. Porque no se puede ser otra cosa cuando de forma tan irresponsable se abandona a los alumnos en la última clase del semestre en pos de una cita tonta como aquélla.

Apoyé las manos sobre el barandal, intentando que la frescura que desprendía el torrente del río atemperara el calor de la sangre que me encendía el rostro por la vergüenza de constatar que pasaban los años y yo seguía siendo el mismo ingenuo de siempre.

Todo había comenzado un par de meses antes, cuando recordé la inminencia de la cita. Al principio consideré olvidarme del asunto, pero mi sentido del honor desechó esa posibilidad de inmediato. “No se promete algo así para no cumplirlo”, me dije. Así que honraría el compromiso. Como lo pactamos, me presentaría al mediodía del tres de agosto en el puente que cruza la corriente del río Pescados, a la mitad del camino entre Xalapa y Huatusco, justo veinte años después de que Jimena Owen, Mariano Avelar y yo hiciéramos el pacto de reencontrarnos allí. Lo que no calculé fue que hacía ya mucho que habíamos dejado de ser el trío de jóvenes que veía la vida como una aventura interminable, y que el tiempo se había encargado de colocarnos a cada uno en nuestra nueva y definitiva condición. Que aquella promesa, que lució bien dos décadas atrás, tal vez se había convertido en el tipo de juramentos que se hacen los adolescentes trepados en una casa de madera. O peor aún, que quizá desde un principio todo aquello había sido una broma que sólo yo me había tomado en serio.

Me llevé la mano al bolsillo. Al no hallar la cajetilla, maldije la hora en que decidí abandonar el mejor de mis vicios, porque aquél habría sido el momento perfecto para aspirar un poco de humo de tabaco. A falta del cigarrillo que a esas alturas habría debido colgar de mis labios, extraje la pastilla de menta que se encontraba estratégicamente colocada en el bolsillo para enfrentar la ansiedad. Puse el caramelo en la boca, anticipando que en poco iba a contrarrestar el sabor amargo de mi insatisfacción y lancé el pequeño envoltorio de papel hacia el caudal del río. El rectángulo blanco vagó titubeante por el aire. Apenas parecía que iba a ser devorado por las aguas, una fuerza invisible lo levantaba para llevarlo unos centímetros por encima del torrente a recomenzar su indecisa caída. Al final, al ir aumentando las partículas de agua que se le adherían, el papel descendió hasta posarse sobre una roca que sobresalía al costado del lecho. “Me carga”, pensé reviviendo mi predisposición a creer que nada ocurre de manera fortuita. Y es que la roca sobre la que terminó cayendo el trozo de papel era el sitio justo en el que Jimena, Mariano y yo sellamos el pacto que me había llevado aquel mediodía al puente sobre el río Pescados.

Desde los días finales en la universidad no había vuelto a verlos. Lo último que había sabido de Jimena era que estaba a cargo de una cátedra de Historia de México en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Según me contó algún colega que se topó con ella en cierto congreso internacional, Jimena vivía en un departamento en Carroll Gardens absorbida por la cátedra y la disciplina que le imponía la preparación de sus investigaciones. A diferencia mía, ella se había convertido en la persona que siempre ambicionó ser. Apenas acabó los cursos en la universidad, se fue de Xalapa para inscribirse en la maestría en Historia en la Universidad Nacional, y no bien hubo presentado la tesis y obtenido el grado, se marchó a Columbia para cursar el doctorado que cualquier historiador requiere para perseverar en su labor. Y lo consiguió. Jimena se transformó en una figura en el campo de la historiografía. Hacía mucho que era colaboradora frecuente en los journals de las más prestigiosas universidades, y su nombre en letras de imprenta daba vuelta por el mundo de la academia. Pero en su ascensión no hubo forma de que volviéramos a cruzar palabra. Las cartas que prometimos enviarnos se fueron espaciando cada vez más y, sin darme cuenta, se convirtieron en un silencio de casi veinte años.

El caso de Mariano Avelar era distinto. De él sí que había tenido noticias frecuentes. No sólo yo; todo México. Como a Jimena, lo conocí en el año propedéutico que se nos exigía antes de poder llamarnos universitarios. Mariano fue, desde muy joven, un esclavo de la suficiencia. Debió ser precisamente ese espíritu que lo colocaba adelante y por encima de los demás, el combustible que le permitió obtener los máximos honores académicos en la Facultad de Economía. Como Jimena, él también supo que el futuro le demandaba alejarse de México apenas terminara la licenciatura. Pero a diferencia de ella, para quien la distancia con el país era una condición necesaria para lograr la objetividad que los claustros académicos locales hacían imposible, para Mariano la estancia en el extranjero era un requisito que debía lucir su currículum vítae antes de retornar a su tierra y transformarse en uno más de los gesticuladores de la clase política. Así que apenas recibió el summa cum laude de manos del rector, salió rumbo a Inglaterra para matricularse en la London School of Economics and Political Science en donde cursó la maestría y el doctorado, para de inmediato regresar al país y arrancar el maratón que lo llevaría a prosperar en la política nacional. Tras de ser designado Subsecretario de Educación Superior y Cultura, al doctor Mariano Avelar podía vérsele con frecuencia en las primeras planas de los periódicos, siempre en medio de ceremonias oficiales o saliendo airoso de complejas negociaciones con los combativos sindicatos universitarios. Pero no sólo eso. También era asiduo protagonista de la portada de las revistas del corazón en las que aparecía al lado de su esposa, una actriz de cine a quien él se las ingenió para retirar de la pantalla grande. En suma, Mariano se había convertido en eso que son los políticos en estos días: una ambigua combinación entre modestos servidores públicos y exuberantes figuras mediáticas.

Partí en dos el caramelo que se había ido amargando en mi boca y volví a preguntarme en qué momento me había cruzado por la cabeza la peregrina idea de que Jimena tomaría un avión en Nueva York o Mariano cancelaría sus audiencias en la Ciudad de México, sólo para venir a pararse en medio de la nada y encontrarse conmigo, Emilio Doucet, su camarada de correrías quien, a diferencia suya, no había logrado sino sostener una mísera cátedra de teoría política en nuestra alma máter. Saqué de mi billetera la vieja fotografía que me había acompañado todos esos años. La descolorida instantánea nos mostraba el día que habíamos hecho nuestro pacto. Allí estábamos los tres, sonriendo abrazados frente a esa misma balaustrada, dueños de un presente envejecido. Guardé la fotografía y miré el reloj una vez más: las 13:12. Había sido suficiente. “Al diablo con todo”, maldije escupiendo los restos del caramelo al caudal del río. Caminé a lo largo del puente de regreso a la fonda con techo de palma que dormitaba en la ribera poniente, en donde había supuesto que nos sentaríamos los tres, igual que aquel mediodía veinte años atrás, a comer una buena dotación de langostinos en chipotle acompañados de una cerveza helada. Debajo de un frondoso naranjo esperaba mi Fiat 600 modelo 1966, al que la falta del debido mantenimiento había alejado de lo que podría haberse catalogado como un clásico para convertirlo en una simple chatarra. Me deshice de la chaqueta azul marino adquirida para combatir la inseguridad que me provocaba la expectativa del encuentro, entré al automóvil e intenté darle marcha, pero el encendido falló. No era la primera vez. Llevaba meses intentando obtener sin éxito la refacción necesaria para evitar aquellos sobresaltos. Pero el maestro Fito, mi mecánico de cabecera, me había advertido que no iba a ser fácil; no se trataba de que la pieza cruzara el Atlántico desde los talleres en Turín, porque el Fiat 600 no se fabricaba en Italia desde finales de los sesenta, sino que iba a ser necesario esperar a que alguno de los distribuidores en Argentina –en donde una versión del vehículo se había fabricado algunos años más–, localizara la refacción de entre los despojos de las poquísimas unidades que aún se conservaban. Coloqué la frente sobre el volante, cerré los ojos y aspiré el aire húmedo que había quedado atrapado en el interior del coche, mientras un oscuro pensamiento cruzaba por mi mente: empujar el maldito auto hasta la orilla del puente y arrojarlo al río. Pero aquello me habría permitido sólo un brevísimo desahogo que de inmediato se habría visto colmado por el enojo de no tener en qué diablos moverme.

Fue en ese momento, mientras lamentaba mi proverbial mala suerte, cuando un ruido me sobresaltó. Era el sonido de unos dedos golpeando el cristal de la ventanilla. Levanté la vista y, como en un sueño, la vi. Era ella.

La breve historia de juventud que compartimos Jimena Owen, Mariano Avelar y yo, había representado lo que me gustaba considerar un momento fundacional en mi vida; el hecho que determinó todo lo que sucedió después.

Mariano y yo nos conocimos en las aulas del propedéutico para ciencias sociales. Apenas me crucé con él, supe que debía estar cerca de aquel joven audaz a riesgo de desarrollar una envidia enfermiza. Supongo que a Mariano la cercanía conmigo debió parecerle, más que imprescindible, útil. Yo era, digámoslo así, una buena compañía para alguien como él. Juntos destacábamos de entre nuestros condiscípulos, la mayor parte proveniente de escuelas preparatorias de poblados rurales a lo largo del estado de Veracruz. Él, porque era poseedor de uno de los apellidos que determinaban si se era alguien en Xalapa, y yo porque, oriundo de San Rafael, era pálido como la leche, de cabello claro y ojos verdes; “güero de rancho”, como me bautizó el muy cabrón desde el primer día, dejando en segundo plano que mi familia hubiera sido parte de la primera colonización francesa que llegó a Jicaltepec en el siglo xix para aprender de los aborígenes el cultivo de la vainilla. “¿Pero cómo es que cultivando vainilla saliste tan desabrido, pinche Emilio?”, decía desternillándose cada vez que yo intentaba poner en claro mi origen.

Aunque terminamos siendo un trío, a Jimena la descubrí yo. La Sociedad –como bautizó Mariano aquel triángulo– no existió sino hasta que yo la introduje en nuestras vidas. Nos cruzamos por primera vez en uno de los conciertos de la Orquesta Sinfónica de Xalapa a los que yo asistía los viernes por la noche en la Sala Grande del Teatro del Estado y en los que, invariablemente, Mariano me dejaba plantado con los boletos en la mano. La excusa que me prodigaba el lunes siguiente no variaba un ápice: su padre, uno de los potentados xalapeños de la exportación de café, lo había obligado a acompañarle en alguna gestión social o de negocios. Aquella noche no fue la excepción. Dio la hora y Mariano no apareció. Entré en la sala y conseguí ubicar un par de butacas, aún con la esperanza de que llegara en el último momento. Las luces se apagaron y cuando el maestro Savín bajaba la batuta para dar inicio al andante con el que los alientos de la orquesta darían vida a la Obertura Fantasía Romeo y Julieta de Tchaikovsky, una joven ocupó el sitio que yo había estado reservando para Mariano y que, ante el lleno que registraba la sala, resultaba inútil conservar. Jimena Owen poseía una belleza singular. El ondulado cabello castaño claro que le caía sobre los hombros era el marco para una tez blanca que lucía como únicas joyas un par de ojos azules y una sonrisa que, apenas aparecía, le encendía el semblante. Desde que la vi pensé que su belleza limpia me recordaba a Martha Roth, la Maru Cataño de Una familia de tantas. Mientras la música avanzaba, yo la miraba de reojo deleitándome con las líneas de su perfil. Era una sensación adictiva; apenas transcurrían unos segundos, sentía la necesidad de volverme hacia ella para tocar otra vez su rostro con la mirada. La insistencia con la que mis ojos la persiguieron fue el preludio para que me armara de valor y la abordara en el intermedio intentando la mejor de mis sonrisas. Me dijo que estudiaba también el propedéutico, pero lo hacía en el campus mayor de la universidad que albergaba a las áreas de humanidades. Mientras yo balbucía mi inseguridad respecto a si tomar Economía o Ciencias Políticas, ella sabía que sería historiadora. Aquellos minutos que compartimos en el vestíbulo del teatro me revelaron a una chica no sólo hermosa, sino transparente; sin ninguna de las cortinas mentales con las que otros intentamos ocultar nuestra inseguridad. Esa noche, cuando regresé a la pensión para estudiantes en el callejón de Jesús Te Ampare, no pude cerrar los ojos. Salí a la callejuela empedrada, saqué un cigarrillo y dejé que el humo que ascendía confundiéndose con la neblina se encargara de aliviar el peso enorme de las emociones que me abrumaban.

Desde un principio supe que Jimena era un tesoro que deseaba para mí, lo que significaba que debía mantenerla alejada del principal peligro a la vista: el cabrón de Mariano. A pesar de que hice todo lo posible, él pronto sospechó que algo ocurría. Ahora era yo quien siempre tenía un pretexto para no verlo el fin de semana. Y es que la salida de clases el viernes por la tarde significaba para mí la entrada al paraíso, arrancando con algún concierto de Haydn o Mozart, al que seguía, el sábado por la tarde, un paseo en Coatepec o en Xico, para cerrar el domingo con largas caminatas en el parque de Los Berros. Pero, como en una maldición bíblica, aquel paraíso se mantuvo en pie apenas unas cuantas semanas, que fue lo que Mariano requirió para descubrirlo todo.

Me sorprendió un viernes por la noche en la entrada del teatro justo cuando yo recibía, con un beso en la mejilla, el saludo de Jimena. “¿Qué pasó, mi güerito?”, dijo tomándome desprevenido. “Soy Mariano Avelar, el mejor amigo de este mustio desabrido”, completó sonriéndole. Dio inicio en ese momento la primera y última competencia en la que he aceptado verme envuelto; la única, también, que terminé perdiendo estrepitosamente. La estrategia de Mariano fue impecable. Al principio disimuló muy bien sus intenciones. “Mira qué pollita te conseguiste, campeón”, decía para bajarme la guardia. Comenzó entonces a rondarme buscando detalles de mis encuentros con ella, para luego insistir en que convenía que me acompañara de vez en vez para beneficiarme de su experiencia en asuntos de faldas. Así, poco a poco, las citas entre Jimena y yo se fueron convirtiendo en salidas en grupo de los tres. Hasta que de plano un día Mariano se apareció con la idea de que formáramos un grupo inseparable e inmune al tiempo, la Sociedad: el trío que se reunía a estudiar en la biblioteca de la mansión de Mariano a la orilla del lago en Las Ánimas; el grupo compacto que viajaba los fines de semana a las afueras de Xalapa en la vagoneta importada de su padre; los amigos que se mojaban los pies en la corriente del río Pescados después de una suculenta comida de langostinos; los tres que no se separarían nunca y que lo demostrarían reuniéndose dos décadas después para confirmar, como en el tango de Gardel y Le Pera, que veinte años no es nada.

Pero aquélla fue sólo la ficción que Mariano confeccionó con paciencia, porque cuando lo tuvo todo preparado dio el zarpazo decidiendo que, aunque la Sociedad subsistiera, Jimena Owen iba a ser sólo para él. Y a partir de que ella sucumbió a la estratagema, el grupo de amigos se redujo a la pareja que ellos dos formaban, mientras que yo me convertí en el cada vez más incómodo paje de compañía. Ella y yo dejamos de ser Martha Roth y David Silva –Maru Cataño y Roberto del Hierro–, para protagonizar la nueva versión de un trío en el que yo desempeñaba el papel del arrimado. Señoras y señores, con ustedes: Silvia Pinal, Fernando Casanova y Cantinflas; Leonor Llausás, Wolf Ruvinskis y Tin Tán; Irma Dorantes, Marco de Carlo y Clavillazo. Así fue como Jimena dejó de ser la mujer de mi vida, para convertirse en lo que sería desde entonces: la mujer de mis sueños.

Cuatro años más tarde, cuando cada quien llegó a la orilla de sus aspiraciones dentro de las fronteras de la universidad, la Sociedad se dispersó sin remedio. Pero también la frágil pareja que ellos formaban terminó disolviéndose cuando el plan de cada uno mostró divergencias irreconciliables. A unas semanas de la graduación, Mariano estaba ya en Londres colocando la siguiente pieza en su ruta de vida, mientras que Jimena, incluso antes, había huido a la Ciudad de México. El único que no supo qué hacer –y seguía así veinte años después– fui yo.

—¿No piensas saludarme, Emilio?

Jimena lucía radiante. A pesar de los años la sonrisa seguía iluminándole el rostro como a una niña. Al verla allí, mordiéndose el filo del labio, volvió a recordarme la belleza inocente de la joven Maru Cataño. Abrí la portezuela del Fiat 600 y salí con torpeza. Detrás estaba el moderno descapotable en el que ella había llegado. Me recibió con un abrazo mucho más efusivo del que yo podría haberle ofrecido, y con un beso en la mejilla que quise imaginar había colocado más cerca de mis labios de lo que un saludo puramente cordial habría requerido.

—Te ves estupendo. Claro, te habrás casado y tendrás tremenda prole en casa.

—Claro que no –respondí sintiendo que daba curso a una inexistente promesa de fidelidad–. ¿Y qué hay de ti?

—Un desastre. La academia y la vida personal no se llevan nada bien. El trabajo deja poco tiempo, así que sólo queda liarte con alguno de los que gravitan a tu alrededor. Mala idea. Porque ninguno de ellos deja nunca de verte como su más acérrima competidora. Primero el éxito antes que cualquier otra cosa; esa es la divisa en la pequeña selva en la que vivo. Así que sigo sola y mi alma. Pero tú sí que tendrás mucho que contar, Emilio. Vamos, dime. ¿Qué ha sido de ti todos estos años?

Al recibir el golpe húmedo de su mirada supe que no podía decirle la verdad. Pero tampoco tenía una respuesta que me dejara a salvo. Así que antes que relatarle que desde que ellos se fueron me había encerrado en los muros vegetales de Xalapa para consagrarme a una mediocre carrera de profesor para la que cada vez sentía una vocación más débil, decidí recurrir al sobado lugar común:

—Pues ya ves, aquí sigo, disfrutando de los placeres de la provincia.

—No creas que voy a dejar que te salgas por la tangente. Ya me encargaré de que me lo cuentes todo. ¿Y Mariano? –disparó mirando alrededor–. ¿No ha llegado?

De poco habían servido dos décadas para evitar que su pregunta me hiriera como el tajo de un estilete.

—Él es ahora un alto funcionario del gobierno y no sé si habrá podido hacerse un espacio para venir. Es más –decidí atacar–, no creo que haya recordado la cita, ni que le importe tampoco.

—En eso te equivocas, Emilio. Tan le importa que si estoy aquí es porque él me envió un correo asegurándome que vendría. Te reenvié una copia pero el sistema de la universidad lo devolvió diciendo que tu cuenta estaba fuera de servicio.

“No doy una”, pensé. Hacía meses que, al reducirse mi carga académica al mínimo, la facultad me había retirado el cubículo y, con éste, la computadora y la cuenta de correo.

—El servidor de la universidad es una mugre –mentí–; nada que ver con los que tendrán ustedes en los Estados Unidos. El nuestro un día no sirve y el que sigue tampoco. Pero de cualquier forma es estupendo saber que él vendrá –volví a mentir.

Dejamos la sombra de los naranjos. La brisa acariciaba el vestido estampado de Jimena revelando por momentos las líneas de su figura. Caminamos hasta la mitad del puente. Ella quería mantener el simbolismo al límite ubicándose justo en el punto que habíamos acordado, a pesar de que insistí en que desde las palapas podríamos darnos cuenta de la llegada de Mariano.

—¿Recuerdas a menudo todo esto? ¿Los viejos tiempos? –volví a la carga acudiendo a la filosofía de quien piensa que tiempos pasados fueron mejores.

—El ajetreo del día a día no deja mucha oportunidad para eso. Además, también hay cosas nuevas para las que debemos dejar espacio en la imaginación. ¿No crees?

“Tómala”, pensé. Mi falta de agudeza le había dispensado una nueva herida a mi maltrecho ego. Allí estaba el provinciano mirando hacia el pasado como el único asidero de su vida, mientras que ella veía hacia el futuro convencida de que lo mejor está siempre por venir.

Un ruido que se coló entre el fragor de la corriente del río hizo que ambos nos volviéramos hacia la carretera que descendía por los campos sembrados de caña. En el serpenteante camino apareció un vehículo conducido a gran velocidad. Era negro y brillaba como un trozo de obsidiana deslizándose sobre el asfalto.

—Es él –sonrió Jimena.

La silueta del automóvil se perfilaba con mayor claridad a medida que reaparecía en cada recodo. La saeta llevaba las luces de halógeno encendidas creando la impresión de una máquina con vida propia. El vehículo enfiló a lo largo de la última recta hasta detenerse con un frenazo en la entrada del puente. El motor se apagó con un rugido. Era un Mercedes cls 500; un auto impresionante con el que Mariano protagonizaba una escena digna de un comercial de televisión. Jimena se adelantó un par de pasos mientras yo seguía acodado sobre el barandal enfadado al sentirme capaz de predecir lo que ocurriría a continuación: era el anticlímax en el que, cuando Cantinflas, Tin Tán o Clavillazo estaban a punto de confesar el amor a su dama, llegaba el galán insulso y ella caía rendida a sus pies.

La portezuela del automóvil se abrió y Mariano, como el buen actor que era, descendió lentamente. Llevaba gafas oscuras y lucía esa calculada informalidad que tantas veces le había visto en las imágenes de los noticiarios en la televisión, lo mismo cuando lo entrevistaban en las giras acompañando al Presidente de la República, que cuando aparecía al lado de la Barbie con quien se había casado. Vestía un pantalón caqui y una camisa blanca con las mangas dobladas hasta los codos, dejando lucir un gran reloj de filos metálicos que lanzaba destellos cada vez que la luz del sol alcanzaba el ángulo preciso. Sonrió de pie detrás de la portezuela abierta haciéndonos saber que al reunirnos en aquel paraje había conseguido triunfar en su vieja conjura. La escena, que parecía haberse congelado, se reanudó de pronto. Mariano cerró la portezuela y comenzó a avanzar hacia nosotros por el asfalto del puente.

—Te lo dije –murmuró Jimena–. No podía fallar.

La cólera me recorrió los huesos al ver cómo los ojos de Jimena se iluminaban al verlo. Supe entonces que haber acudido a aquella cita había sido un error. No me molestaba tanto la envidia que me entumecía el pecho confirmándome que aquel hombre era todo lo que yo no sería nunca, como el tener que reeditar la frustración de constatar que para Jimena el único sol que brillaba ese mediodía era la sonrisa de Mariano Avelar. No pude evitarlo. Aborrecí a aquel pedante insufrible; lo odié con todas mis fuerzas y deseé que un rayo cayera del cielo para freírle los sesos.

En ese instante un ruido inundó el valle. Fue un delgado trueno que rompió el aire y cuya presencia resultaba imposible en aquel firmamento limpio. El eco aún resonaba cuando me volví para ser testigo de cómo Mariano se desplomaba sobre la superficie rugosa del asfalto. Pasaron algunos segundos más en los que ni Jimena ni yo comprendimos lo que sucedía. Cuando al fin reaccionamos, ella corrió hacia el lugar en el que Mariano había quedado tendido y yo la seguí tratando de racionalizar lo que ocurría.

—¡Le dispararon! –gritó Jimena de rodillas junto a él.

Todo transcurría a una velocidad en la que me era imposible capturar los detalles; era un vértigo que sólo permitía contemplar la realidad a trazos gruesos. Mariano se hallaba inmóvil sobre el piso, boca abajo y con las piernas giradas en una posición imposible para un hombre vivo, mientras un charco rojo se expandía debajo de él con la velocidad del magma. Levanté el rostro buscando el origen del disparo. No había nada. Eran sólo el río rugiendo y la vegetación extendiéndose como involuntario cómplice. Jimena alzó la mirada permitiendo que una lágrima resbalara hasta detenerse en la comisura de sus labios, para luego bajar las manos y asirse al cadáver como una posesa. Me di cuenta de que quizás el peligro aún no había pasado y que debíamos regresar al otro lado del puente para resguardarnos. Había que actuar con rapidez pero ella se resistía. Entre sollozos me gritaba que tomara el auto y fuera a buscar ayuda. Pero no podía irme, debía protegerla. Así que la levanté y la forcé a alejarnos abrazándola para que mi cuerpo la escudara. En ese momento escuché el chirrido de unos neumáticos. Al volverme hacia la orilla del puente en donde había quedado abandonado el auto de Mariano, vi una camioneta todo terreno negra con cristales polarizados saliendo del entramado de la maleza. Un frío me recorrió la espalda al presentir que enfilaría hacia nosotros. Pero no lo hizo. Giró rápidamente hacia el otro lado y aceleró perdiéndose en las curvas que ascendían los campos de caña. Al verla alejarse, la descarga de adrenalina cesó y mi cuerpo se llenó de un infinito cansancio.

Me detuve entonces y volví la mirada hacia el cadáver de Mariano. No pude dejar de pensar en la sentencia encerrada en la galleta que me había entregado la señora Zhu. Acababa de descubrir, de una forma cruel, el sentido contradictorio que podían encerrar aquellas palabras.

Dos

Uno nunca está preparado para algo así. Lo primero que se me ocurrió fue marcar el número de emergencia de la policía municipal de Xalapa; el único que, ante la posibilidad de enfrentar menesteres menos graves que un asesinato, mantenía grabado en la memoria del teléfono celular. Mientras transmitía a los policías la alerta de que un alto funcionario del gobierno federal había sido abatido, intentaba separar a Jimena del cuerpo sin vida de Mariano y arrastrarla contra su voluntad al otro lado del puente, temiendo que alguno de los malhechores hubiera permanecido en los alrededores, o bien que los que habían huido en la todo terreno decidieran regresar para silenciarnos.

Después de una espera que me pareció eterna hizo su aparición una caravana de vehículos de la Procuraduría Estatal y, minutos más tarde, otra de la General de la República. Apenas llegaron, Jimena y yo dimos a los agentes una entrecortada narración de lo ocurrido, a lo que siguió la inspección de los alrededores en busca de alguna pista de los asesinos. Los policías, apiñados como moscas en torno al auto de Mariano, trataron con total desaseo la escena del crimen. En lugar de las bolsas herméticas en las que uno ve que los detectives de las series de televisión gringas depositan la evidencia, los nuestros se contentaban con manosearlo todo para luego guardar algunas cosas en bolsas vacías del supermercado que sacaban de la cajuela de las patrullas, o simplemente las depositaban en el bolsillo de las chamarras sin que pudiera afirmarse si era ese el resguardo temporal de tales objetos o la discreta forma de hacerlos pasar a la órbita de su patrimonio personal.

Las siguientes horas fueron un caos. Primero, ante la mirada indescifrable de individuos indistinguibles, Jimena y yo debimos repetir, una y otra vez, los hechos que habíamos presenciado. Después nos condujeron a Xalapa para rendir la declaración de ley ante el agente del Ministerio Público. La reiterativa explicación de lo ocurrido que dimos al representante social resultó un ejercicio agotador. Decenas de veces el burócrata nos hizo pasar por los mismos detalles: “¿Notaron si algún vehículo seguía al señor subsecretario cuando llegó al puente?” “¿Cuando el doctor Avelar descendió del automóvil miró hacia algún sitio en particular?” “¿Hubo algún ruido previo a la detonación que le quitó la vida?” “¿La todo terreno que abandonó el lugar tenía algún detalle que permita identificarla?” Y la pregunta que, entremezclada con las otras, reaparecía recurrentemente: “¿Qué estaban haciendo ustedes dos allí?” Llegué a pensar que, al forzarnos a repetir nuestra versión de los hechos, el agente del Ministerio Público intentaba que el cansancio de horas nos venciera para así hacernos caer en alguna contradicción. Pero creo que, en el fondo, el burócrata desestimaba la posibilidad de que estuviéramos implicados y solamente hacía un uso moderado de las técnicas que en muchas oportunidades le habrán permitido, si no llegar a la verdad, al menos construir la siempre útil figura de un chivo expiatorio. Finalmente, pasadas las tres de la madrugada nos informaron que aún tendríamos que emprender un viaje más. Iríamos a la delegación de la Procuraduría General de la República en el puerto de Veracruz, en donde el delegado en persona nos entrevistaría. Nos subieron a una camioneta con cristales polarizados e interiores inmundos, que era comandada por un dúo de mal encarados agentes federales. Apenas dejamos atrás las orillas de Xalapa, Jimena ya había cerrado los ojos; un momento después, su cabeza descansaba en mi hombro y su mano se había desmayado en mi regazo. La culpa me atacó al darme cuenta que, de no haber muerto Mariano, aquella escena habría permanecido en la dimensión de lo imposible. Miré a través de la ventanilla del vehículo. No podía sospecharlo entonces, pero afuera la oscuridad era un espejo del futuro.

Eran casi las cinco de la mañana cuando llegamos. Las deterioradas instalaciones de la Procuraduría General de la República en Veracruz constituían el mayor macizo constructivo de lo que alguna vez debió conformar un asentamiento irregular en los límites de la mancha urbana del puerto. En las oficinas reinaba la confusión. Por el portón de metal oxidado entraban y salían automóviles a gran velocidad repletos de agentes enmascarados con gafas oscuras. Todos parecían haber abandonado cualquier ocupación para concentrarse en la más alta prioridad en ese momento: el esclarecimiento del homicidio del Subsecretario de Educación Superior y Cultura. Una vez dentro fuimos conducidos a través de los laberínticos pasillos cubiertos por una alfombra que hacía mucho había perdido su azulada firmeza para convertirse en una jerga incolora, hasta llegar a las oficinas del delegado.

El licenciado Marco Tulio Flores era un veterano abogado para quien la muerte de Mariano se había convertido en la luz del que, quizá, sería el último reflector que alumbraría su carrera burocrática. El cuerpo del abogado Flores era un ovoide inmenso. Comenzaba con una cabeza pequeña –cuyos trazos toscos me recordaron la pieza olmeca que engalanaba la galería principal del Museo de Antropología en Xalapa–, a partir de la cual el tronco se iba ensanchando hasta la cintura en donde una barriga monumental daba dimensiones grotescas a la amarillenta guayabera, para luego reducirse nuevamente y concluir en unos piececitos que eran como los de una geisha. Pero lo que hacía en realidad singular a Marco Tulio Flores era su voz, un chisguete aflautado que no correspondía a la imagen de aquel negroide de casi dos metros.

No sé si infringiendo alguna norma de confidencialidad, pero Flores nos puso rápidamente al corriente de los avances en la investigación.

—La bala que fue extraída del cuerpo del doctor Avelar resultó un enigma para nuestros especialistas –nos explicó el abogado–. Los peritos de la Procuraduría nunca se habían topado con un proyectil como ése; el calibre era un rarísimo 408. Por fortuna, el gobierno tiene convenios con agencias en el extranjero para estos casos. Así que enviamos la dichosa bala derechito a unas oficinas del fbi en San Antonio y ellos que, con perdón de la señorita, son unos chingones en esas cosas, dieron rapidito con la respuesta –completó colocándose unas gafas diminutas para leer un documento que descansaba en el centro del escritorio–. Se trata de un rifle CheyTac M310, un arma con lente telescópico que se usa para tiros de precisión y largo alcance. Como el homicidio se perpetró con un arma de tan inusuales especificaciones –añadió retirándose las gafas–, la Procuraduría decidió atraer la investigación al ámbito federal. Por eso los hemos traído aquí, para que se entrevisten con el agente de la Policía Federal que ha sido puesto al frente del caso –canturreó Marco Tulio Flores mientras yo sentía que un escalofrío me recorría la espalda al reconocer en aquella agencia a la versión renovada de la terrorífica policía judicial federal–. El comandante Leónidas Fragoso venía en un vuelo especial que a esta hora ya habrá aterrizado, así que no tardará en estar aquí. Espero que no les moleste que los retengamos un momentito más.

—Al contrario –se apresuró a responder Jimena–. Vamos a colaborar en todo lo que esté a nuestro alcance.

Temí que los años en el extranjero hubieran afectado la percepción de Jimena sobre la forma en que operan los cuerpos policiacos en México. Quizá ya no recordaba que los agentes federales en este lado de la frontera distaban mucho de la imagen profesional que expelen los bien uniformados policías a los que parecía haberse habituado. Me incomodaba pensarlo de esa forma, pero el hecho era que Mariano estaba muerto y ya le habíamos contado a las autoridades lo poco que pudimos ver. Y no una, sino cien veces. ¿Qué sentido tenía entonces volver a lo mismo y ahora con ese agente federal con nombre de príncipe espartano?

—El comandante es un hombre especialmente competente en casos complejos como éste –dejó caer Flores, como si su diminuta cabeza olmeca hubiera leído mis pensamientos–. Con todo y que Leónidas Fragoso es lo que dentro de la Policía Federal se llama un “reciclado”.

Procedió entonces a explicarnos que el tal Fragoso se había iniciado como policía judicial más o menos en la época en la que Flores había ingresado a la Procuraduría. Fragoso había ascendido escalón por escalón ganándose fama de hombre que jamás abandonaba un caso sin resolverlo, así le tomara años o incluso si la superioridad se fastidiaba y decidía mandarlo al archivo. Un verdadero perro de presa.

—Fragoso –rememoró el abogado con su voz de tiple– fue uno de los poquititos que decidieron quedarse cuando llegaron al gobierno los jóvenes modernizadores queriendo cambiarlo todo. Decían que era necesario evolucionar de una policía reactiva hacia una corporación investigadora basada en métodos profesionales. En otras palabras, que llegaba el fin de los viejos agentes judiciales y se abría la época de la policía que utilizaría la tecnología para resolver los crímenes. Pero a diferencia de la mayoría de los veteranos comandantes que se arrugaron con la noticia y decidieron poner pies en polvorosa para dedicarse a actividades “privadas” –y aquí Flores nos guiñó uno de sus ojitos olmecas–, Leónidas decidió quedarse. Los mandos se lo permitieron suponiendo que, a falta de una formación profesional, Fragoso se iba a dar de topes cuando llegara la hora del entrenamiento y los exámenes. Porque los que se quedaban debían sumar a los conocimientos en materia de sometimiento, revisión e interrogatorio de reos, las nuevas técnicas sobre investigación y medios informáticos, así como cuestiones sobre análisis táctico y ética policial. Con todo, Leónidas aguantó vara y pasó el entrenamiento –recordó el abogado sin dejar de hacer evidente su incredulidad–. Los mandos no tuvieron más remedio que respetarle su plaza de comandante. Además, a la larga, el asunto les vino como anillo al dedo. Ya saben. A veces se requiere de ciertas personas para solventar asuntitos complicados en los que el aprovechamiento en las clases de ética podría quedar en entredicho –completó volviendo a guiñar el ojo con aire de complicidad para dejar así, en un simple sobreentendido, aquello del agua con gas en la nariz o los toques eléctricos en los testículos–. Así que tienen mucha suerte, porque van a conocer a una verdadera leyenda de la policía mexicana –concluyó Flores hipando una risa infantil.

Leónidas Fragoso resultó ser un tipo singular. No era, al menos, lo que yo esperaba de un exagente de la policía judicial. Cuando entró a la oficina de Marco Tulio Flores tuve la impresión de que se trataba de un profesor de filosofía que había extraviado el camino. Fragoso vestía un pantalón ocre, camisa blanca y una chaqueta de pana azul oscuro. Pero el rasgo de su atuendo que más llamó mi atención fueron sus zapatos de ante color marrón, dignos quizá de un escaparate en el Palacio de Hierro y muy lejos de mi estereotipo del agente federal, quien habría debido llevar unas botas puntiagudas de piel de lagarto. Fragoso debía rondar el medio siglo. Era alto y de cuerpo atlético, al menos mucho más fornido de lo que aquella falsa apariencia de docente universitario le confería. Llevaba el cabello negro apenas sobre las orejas y una barba de dos o tres días, lo que no me pareció un detalle de descuido sino, por el contrario, un signo más de una cuidada apariencia. La piel de su rostro, amarillenta y curtida como la de los hombres del campo, le daba un aspecto mediterráneo. Las gruesas cejas enmarcaban un par de ojos negros, y en la mejilla derecha, justo debajo de la ojera, un lunar lucía con la intensidad de un bindi.

El abogado Flores hizo las presentaciones de rigor para luego retirarse y dejarnos a solas con el policía. Leónidas Fragoso no se anduvo con rodeos, seguramente informado ya de los pormenores de nuestras declaraciones ministeriales.

—Conque el doctor Avelar era amigo de ambos y planeaban reunirse con él después de varios años –otra sorpresa, la voz de Fragoso estaba dotada de la sonoridad que adquiere el eco en el interior de una gruta–. Entiendo que ese reencuentro era una cuestión de la que sólo ustedes tres estaban al tanto y supongo que ninguno lo comentó con alguien más.

Jimena negó con la cabeza. Yo hice lo mismo y quise intervenir para confirmarlo pero el agente me lo impidió levantando la mano; era evidente que formulaba un ejercicio retórico que aún tomaría algunos minutos más en colocarlo frente al cuestionamiento que deseaba hacernos.

—Lo primero que me pregunté fue: ¿cómo pudieron saber los asesinos que el subsecretario estaría en un sitio apartado como ése justo a esa hora? Descartando en principio que alguno de ustedes fuera la fuente de esa información, la única respuesta lógica es que tuvieron acceso a la agenda privada del doctor Avelar y así conocieron el lugar en donde podrían emboscarlo. Ya estamos investigando al personal de su oficina para determinar si hubo allí alguna fuga de información. Además, están las declaraciones de los dueños de la fonda en la orilla del puente en las que afirman no haber notado algún movimiento extraño temprano por la mañana. Así que me inclino a creer que los homicidas estaban allí antes de que ustedes dos aparecieran, quizá desde la madrugada, lo que sugiere la ejecución de un plan bien organizado.

Fragoso se detuvo. Su ceño estaba fruncido y su mirada era un aleteo oscuro. Era como si hubiera olvidado el parlamento con el que debía proseguir y buscara en las sombras de la madrugada, que se dibujaban detrás de la ventana, la señal para reorganizar su memoria.

—Entonces se trató de un complot para asesinarlo –intervine cerrando el incómodo impasse–. Es inconcebible. Lo primero será averiguar quién estuvo detrás de todo esto.

—Se equivoca, Doucet –reaccionó Fragoso con agilidad–. De hecho, se equivoca dos veces. Primero, porque de ninguna forma se trata de algo inconcebible; no hay nada de excepcional en que un ser humano desee matar a otro. Basta con dar un breve repaso a la historia del mundo; allí encontrará la evidencia empírica que prueba esa afirmación. Y segundo, porque lo que necesitamos investigar primero no es quién estuvo detrás de la muerte del doctor Avelar, eso llegará por sí sólo después, sino por qué; ese es el hilo que deshace la madeja. ¿Y sabe? No hay muchas respuestas para esa pregunta, porque cualquier asesinato se reduce siempre a una de dos causas: la pasión o la codicia. Sólo debemos elegir el camino correcto y daremos con la respuesta.

—¿Y tiene alguna pista, comandante? –fue la voz de Jimena llenando la oficina.

—Muchas, doctora Owen. La cuestión es elegir la correcta, la que nos llevará a la verdad y no la que, aún siendo un hecho comprobable, sólo nos desviaría de ese propósito. Y para eso la receta de oro es no precipitarse. Como ustedes saben –prosiguió Fragoso descansando el cuerpo en la orilla del escritorio–, el doctor Avelar era un hombre que logró ascender con sorprendente rapidez en la política. No desvelo ningún secreto si les digo que para escalar una montaña tan empinada como ésa hay que golpear a otros para evitar que se interpongan entre el escalador y la cumbre. Por eso, en muy pocos años, el doctor se hizo de un buen número de enemigos a los que ya estamos investigando. Aunque muchas veces –deslizó con cautela–, la liebre salta por donde menos se espera.

—¿Qué intenta decir? –intervine abreviando el juego del policía.

—Permítanme revelarles un secreto profesional. Mientras la vida transcurre normalmente es imposible conocer las repercusiones que un hecho de hoy tendrá mañana; pueden inferirse, pero no hay forma de saberlas con precisión. En cambio, cuando uno se pone a repasar la vida de las personas en el sentido opuesto al que avanza el tiempo, regresando la imagen como en un reproductor de video, los acontecimientos se ven de una forma muy distinta. Al revisarla así, cada hecho importante encuentra siempre su causa generadora, no como una hipótesis sino como una certeza.

Leónidas Fragoso se alejó del escritorio hasta colocarse cerca de la ventana. Desde allí dejó que sus ojos negros deambularan como una pareja de cuervos dentro del despacho.

—Esta tarde –reanudó el policía–, al comenzar a hacer esa revisión en la vida de su amigo, me topé con algo inusual que sucedió hace unos días. De inmediato me pregunté si ese hecho podría ser una de las causas de lo que ocurrió después.

—¿De qué se trata? –interrogó Jimena.

—Por su rango en el gobierno, el doctor Avelar era el receptor de una enorme cantidad de información. La mayor parte habrá sido de trámite. Alguna más debió de requerir de cierta confidencialidad en su manejo. Y otra, una porción muy pequeña, era información inusual, a veces extraordinaria.

A medida que Fragoso avanzaba en el ejercicio mayéutico, yo sentía que un sudor frío se me acumulaba en la frente. Poco a poco, como lo habría hecho el mismo Sócrates, el policía iba logrando que me diera cuenta de que aquella perorata en la que compartía con nosotros su enfoque de la investigación no era una distinción hacia los amigos del difunto, sino la forma de decirnos que había algo en el esclarecimiento del homicidio de Mariano en que suponía podríamos ayudarlo o, peor aún, que nos involucraba. Ambas perspectivas me parecieron igualmente aterradoras.

—El inah –continuó el comandante haciendo uso del acrónimo por el que se conocía al Instituto Nacional de Antropología e Historia, el mayor centro de investigación histórica del país– recibió un encargo singular. Debía analizar un extraño documento que fue hallado en una excavación en el Zócalo. Tras revisarlo nadie en el instituto pudo determinar de qué se trataba, así que el tema le fue planteado al subsecretario. Según los funcionarios que conocieron los hechos, el doctor Avelar se mostró muy interesado por el hallazgo y solicitó que se le enviara el documento para que él personalmente consultara el asunto con otros expertos.

—No entiendo a dónde quiere llegar –me atreví a interrumpir.

—A que eso ocurrió hace apenas unas semanas –explicó Fragoso disculpando mi impaciencia–. Y que, de acuerdo con su agenda privada, en lugar de concentrarse en esas indagaciones, el doctor Avelar se dedicó a organizar su tiempo para acudir a la reunión en la que se encontraría con ustedes dos. Trato de ponerme en el lugar del doctor y pienso: me presentan un hallazgo histórico que ninguno de los expertos del gobierno es capaz de comprender; un documento que, adecuadamente manejado, podría atraerme una enorme notoriedad política. ¿Y qué hago? ¿Consulto con historiadores de nuestras universidades para solicitar su ayuda? ¿Establezco contacto con los centros de estudios sobre México en otras universidades en el extranjero? Nada de eso. A lo único que dedico mi tiempo es a cancelar compromisos y posponer juntas para poder reunirme con mis amigos de la escuela. Sé que nuestros políticos tienen una bien ganada fama de frívolos –sonrió ajustando la mira para el disparo final–, pero, aun así, no tiene sentido. Por eso fue que me pregunté si el interés del doctor Avelar por reunirse con ustedes tuvo algo que ver con ese documento.

—Usted no conoció a Mariano –me apresuré a atajarlo–. Dudo que habría querido compartir ese tipo de cosas con nosotros.

—Quizá no con usted, Doucet –interrumpió Fragoso con una mueca condescendiente que hizo blanco en la línea de flotación de mi autoestima–. Pero su amiga, sí que lo sabía –completó dejando que los dos cuervos que anidaban en sus ojos se posaran en Jimena–. ¿O me equivoco, doctora Owen?