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Ciudades ocultas: Lima en el cuento peruano moderno

José Güich R. • Alejandro Susti G.

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Colección Investigaciones

Ciudades ocultas. Lima en el cuento peruano moderno

Primera edición digital, noviembre de 2016

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Javier Prado Este N.° 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Fotografía de carátula: José Guzmán Martínez

Versión ebook 2016

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Peru S.A.C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-378-6

Índice

Introducción

1. El cuento peruano: la Generación del 50

2. Marco teórico

Julio Ramón Ribeyro

1. “Al pie del acantilado”: el espacio del límite

2. “Por las azoteas”: un reino fugaz

3. “Espumante en el sótano”: un mundo vertical

4. “El próximo mes me nivelo”: los mapas de la violencia

5. “Tristes querellas en la vieja quinta”: espacios en ruinas

6. “Mayo 1940”: temblores del tiempo

Sebastián Salazar Bondy

1. “Volver al pasado”: el espacio y la memoria

2. “Pájaros”: sujetos nómadas

3. “El último pasajero”: el viaje postrero

Luis Loayza

1. “Enredadera”: hilos y laberintos

Enrique Congrains

1. “El niño de junto al cielo”: la ciudad desde el margen

Mario Vargas Llosa

1. “Los jefes”: el espacio de la rebelión

2. “Día domingo”: espacio y códigos de conducta

Oswaldo Reynoso

1. “Cara de Ángel”: temática y lenguaje

2. Espacio urbano y cuerpos en expansión

Alfredo Bryce Echenique

1. “Una mano en las cuerdas”: el espacio social

Conclusiones

Bibliografía

Introducción

Durante el siglo XIX, gracias al ascenso de la burguesía como nueva clase hegemónica —asociada al progreso técnico, hijo del racionalismo y la Ilustración—, surgió en Europa una nueva visión de las ciudades. Una de las consecuencias inmediatas de la llamada Revolución Industrial fue la asombrosa metamorfosis de urbes que no habían presentado cambios de límites morfológicos durante siglos. Al promediar la citada centuria, poblaciones como París aún conservaban elementos del viejo casco medieval. La remodelación emprendida entre 1853 y 1870 por el barón Haussmann alteró dramáticamente el perfil de la capital de Francia. De esos trabajos urbanísticos nació otra París, un símbolo idealizado de la modernidad que fue reproducido, con distintos resultados, en otros lugares del planeta, sobre todo en las periferias que habían sido colonias de las potencias imperiales.

En Latinoamérica, con la emergencia de las burguesías locales —que desplazaron a las oligarquías terratenientes—, muchas ciudades fueron sometidas a planes de expansión urbanística sin precedentes en la historia. Ocurría algo similar a lo experimentado por sus pares europeas (obviamente, más antiguas en el tiempo): no habían crecido de manera significativa, es decir, ocupaban el mismo emplazamiento desde hacía trescientos años.

Los primeros intentos planificados para modificar la configuración física no fueron posibles sino hasta muy avanzado el siglo XIX, cuando el proceso de Independencia superó la caótica etapa de los caudillos y de la anarquía que siguió a los tiempos de fundación. Aunque los nuevos estados nacionales no marcharon al mismo ritmo —y muchos de ellos fueron incapaces de consolidar sociedades basadas en la plena racionalidad—, pueden establecerse patrones comunes: las ciudades sufrieron mutaciones físicas cuando se consolidó una forma de vida política asociada a la democracia republicana. Desde la esfera del poder se propagaron nuevos vientos en torno de la apropiación del espacio habitable. En 1870, el presidente peruano José Balta ordenó derribar las viejas murallas de Lima, la antigua Ciudad de los Reyes. Durante más de doscientos años la edificación sirvió de protección a la pequeña ciudad contra los ataques de corsarios y bandoleros. Al caer los bloques de piedra se inició un nuevo período. Del asentamiento delimitado con rigor en 1535 bajo los rigurosos principios del “damero”, Lima conquistó los extramuros, que se convirtieron en parte de la ciudad y ya no se ubicaron fuera de ella, como tierra incógnita sometida al capricho de los marginales, esto es, de aquellos que no habían aceptado la convivencia organizada.

La tierra incógnita es incorporada al proyecto modernizador encarado por el Gobierno de Balta. Este episodio fue solo el preámbulo de lo que sobrevendría en la tercera década del siglo XX, es decir, medio siglo después de la destrucción de las murallas. Leguía, otro representante de la burguesía, estableció un régimen autoritario encubierto por formas democráticas, y su ambiguo discurso anunció también que era un tenaz defensor del progreso. Como su antecesor, “conquistó” territorios para la causa de la modernidad. Con este autócrata de origen provinciano se desencadenó una oleada urbanizadora que se prolongó a lo largo del siglo XX y que incluso puede rastrearse en la actualidad.

Pero las olas de expansión dirigidas desde las esferas de las decisiones políticas fueron acompañadas de otros fenómenos. Desde la década de 1940 Lima recibió contingentes humanos que procedían del interior del país. Eran migrantes de origen andino que huían de un mundo devastado por la pobreza, el centralismo y los latifundios. Junto a los desplazados por las reformas urbanas, estos ciudadanos generaron su particular apropiación del espacio. Locaciones donde antes era inimaginable la residencia fueron ocupadas progresivamente: tierras eriazas, colinas, cerros y arenales. Se articuló así un país no oficial, al margen de las estadísticas y de los sueños arcádicos de los grupos dominantes y de la mesocracia criolla. Al cabo de unos años, la capital fue conquistada por los hijos de esos pioneros, quienes crearon una cultura sincrética que reflejaba su interacción con el medio.

Como parte de esta corriente de transformaciones que se inició en el siglo XIX y se extiende hasta nuestro tiempo, es apreciable otro hecho. En el proceso de cambio las fisonomías urbanas, dependientes tanto de las decisiones verticales como de las catástrofes naturales, engendran un imaginario, es decir, una construcción o relato de dominio colectivo. A medida que las ciudades se hacen más complejas, también estas redes de significaciones incrementan su densidad simbólica. De acuerdo con estas premisas, el habitante de la urbe no solo vive en un espacio geográfico real: lo hace, además, en un territorio imaginado y forma parte de una comunidad imaginada, que se erigen a partir de la posición concreta del individuo y de sus vinculaciones con el resto de la totalidad.1 La ciudad deviene entonces una práctica, es decir, una serie de “actuaciones” mediante las cuales el sujeto se afianza en el mundo apropiándose del espacio por medio de un conjunto de tácticas,2 de manera que le otorga sentido al universo que lo rodea y dentro del cual su propia existencia se organiza.

Sin embargo, esas interpretaciones o apropiaciones del espacio nunca son las mismas para el conjunto de los ciudadanos, lo que implica un límite a la naturaleza social del fenómeno. Así, las prácticas en torno de la ciudad son diferentes y están supeditadas a las experiencias o intereses de los habitantes. Quizá ese aspecto es visible sobre todo en el ámbito de la creación artística, ya que este revela tanto un saber como un hacer respecto del espacio. En el caso de la literatura, esa sensibilidad ya es manifiesta en poetas como Baudelaire o Rimbaud. Las nacientes metrópolis, como París, Londres o Nueva York, contribuyeron a la formación de un nuevo tipo de residente, anónimo e impersonal, que se pierde en el tráfago de la multitud y en las subsecuentes crisis de identidad.3

1. El cuento peruano: la Generación del 50

La narrativa peruana de mediados del siglo XX se enfrentó a su debido tiempo a los mismos dilemas de la modernidad europea y norteamericana. Un grupo de escritores pertenecientes a la denominada Generación del 504 hizo de la ciudad el centro privilegiado de las reelaboraciones ficcionales y pretendió afirmar los cimientos de un neorrealismo en el que una metrópoli emergente como Lima fungía de marco espacial y de elemento catalizador.5 Se cultivaron, simultáneamente, otras vetas, como la fantástica o la experimental, pero estas no determinaron el nacimiento de una tradición, como sí ocurrió con un neorrealismo urbano.6 Escritores como Julio Ramón Ribeyro, Sebastián Salazar Bondy, Enrique Congrains y Carlos Eduardo Zavaleta, a quienes más tarde se sumaron Luis Loayza, Oswaldo Reynoso y Mario Vargas Llosa7 e incluso Alfredo Bryce Echenique, aprovecharon las posibilidades de un entorno que ya había perdido el halo romántico o de prosapia colonial que echaba raíces en la mitificación de un pasado, fruto de la visión de escritores como Ricardo Palma.8 Cada uno de ellos desarrolló un proyecto narrativo conectado con la urbe histórica, afectada por los cambios y sede de nuevas prácticas sociales y culturales. Dicho de otro modo, los cuentistas urbanos de mediados del siglo pasado, usuarios y habitantes de la ciudad, sometidos a las nuevas condiciones de la modernidad, construyeron un espacio imaginario que se erigió como correlato del otro, es decir, del real, determinado por la irrupción de nuevos usos o costumbres en la vida diaria. Sin duda, el tratamiento del espacio es el más relevante entre otras marcas ficcionales, por cuanto implica no solo la existencia de un entorno físico o geográfico en el que se encuadran ciertas acciones y se desplazan los sujetos, sino además la posición particular que ocupan estos últimos frente a un universo exterior o macrocósmico (la ciudad y su violento proceso de expansión), y otro de carácter microcósmico (el barrio tradicional, la calle, el parque, la casa, etcétera), y cómo se perciben o imaginan a sí mismos en esos universos.

La construcción de este espacio imaginario, por otra parte, se articula sobre la base de ciertos elementos recurrentes, entre los cuales habría que subrayar el modo en que la urbe es percibida por los narradores y personajes de estos textos, principalmente pertenecientes a la clase media limeña. Esta coincidencia no se limita al modo de representación de la ciudad, sino que incluye también la relación de los sujetos ficcionales con el espacio por ella configurado, es decir, tiene que ver con cómo construyen sus identidades individuales y grupales por medio de la apropiación o cesión de ese espacio. Tal coincidencia, como es lógico suponer, responde a los profundos cambios surgidos en el período histórico referido —sean estos sociales, económicos, geográficos e incluso demográficos—, que tienden a disolver las fronteras sociales del mundo de la urbe.9 Este fenómeno, por ejemplo, encuentra su correlato en ciertos patrones de conducta de los personajes: poco a poco estos adoptan una serie de tácticas de apropiación o cesión de espacios públicos como parques, plazas, calles, playas e inclusive bares, con los cuales reafirman sus vínculos de clase, género, edad u ocupación creando itinerarios, escalas y mapas simbólicos que reflejan la búsqueda por hacer habitable de un nuevo modo la ciudad.

Puede constatarse, entonces, que el cambio físico de la urbe moderna origina una resemantización del espacio tanto público como privado. En los textos que nos interesan este proceso es ficcionalizado por medio de un conjunto de situaciones narrativas en las que determinados sujetos se ven en la necesidad de redefinir sus identidades ante el modelo hegemónico que la sociedad les impone: frente al riesgo inminente de la exclusión o desadaptación que produce el desplazamiento de las fronteras sociales y físicas de la ciudad, el sujeto es impelido a hacerse parte del cambio, esto es, a incorporar en su vida diaria prácticas, hábitos y usos espaciales que le permitan establecer un nuevo vínculo social con el mundo que lo rodea. Se trata, por lo tanto, de narrativas que describen bajo la forma de la metáfora espacial la transformación subjetiva que sufren sus personajes, lo que, a su vez, involucra una serie de etapas sucesivas que denotan no únicamente la pérdida progresiva de los espacios de la memoria, sino también el desencuentro con los nuevos modos de apropiación del espacio, de habitar la ciudad.

2. Marco teórico

Como una rápida revisión de la crítica especializada lo puede comprobar, los aspectos señalados líneas atrás han merecido hasta el momento poca atención en nuestro medio. Salvo el caso aislado de Julio Ramón Ribeyro, cuya obra ha recibido un reconocimiento progresivamente significativo en el panorama de la literatura latinoamericana, la bibliografía crítica es aún exigua en particular en lo que atañe a un análisis que no solamente preste atención a la periodización histórica sino también a la inclusión de categorías y conceptos teóricos de disciplinas ajenas a la literatura. Por ello, nuestro método de análisis proviene de un conjunto quizá heterogéneo de fuentes pero que en última instancia coincide en el carácter interdisciplinario de sus aplicaciones: en primer lugar, utilizaremos términos empleados por autores como Néstor García Canclini, para quien la ciudad debe ser pensada como lugar para habitar y para ser imaginado. Sus observaciones nos suministrarán instrumentos de juicio a propósito de la ubicación o desplazamientos de los personajes en la urbe y cómo estos adquieren una identidad desde el momento en que “se piensan” a sí mismos como parte de ella o bien experimentan un desarraigo o una desubicación respecto de lo “socialmente correcto”. Sin embargo, no se obviará el hecho de que confrontaremos estas propuestas con relatos literarios, es decir, con textos con una especificidad definida e intransferible. De ahí que se prestará especial atención a las instancias narrativas que brinden luces sobre la proyección de los imaginarios urbanos en la organización de la materia ficcional (especialmente en la posición de la voz narrativa —protagonista o no— en relación con el espacio).

Nos servirán también los aportes de Mijail Bajtin, en particular la definición que plantea en relación con el cronotopo: una “conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura (...) expresa el carácter indisoluble del espacio y del tiempo (el tiempo como la cuarta dimensión del espacio)” (Bajtin, 1991: 237). Según este autor, en el cronotopo artístico literario se fusionan elementos espaciales y temporales en una totalidad comprensible y concreta. El tiempo se hace visible desde el punto de vista artístico, y el espacio, a su vez, se introduce en el fluir del primero, así como en el del argumento. Lo temporal se revela en lo espacial, y esta categoría se comprende y mide de acuerdo con el tiempo. El concepto de cronotopo, como bien señala Bajtin, es un término empleado en la matemática y fue introducido como parte de la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein. Su relevancia se justifica en la medida en que permite conceptuar la relación espacio-tiempo y, más específicamente, aquella que se establece entre el sujeto y el espacio urbano. Tal como se podrá ver más adelante, la concepción del espacio que subyace en las narrativas estudiadas se sostiene en que este último se encuentra en continua expansión y transformación. No se trata, ciertamente, de un espacio cuya posición permanezca ajena o estática en relación con los desplazamientos que realiza el sujeto ficcional (sea este narrador o personaje); esto quiere decir que toda observación sobre el espacio, en última instancia, ha de remitirnos a la posición y al momento desde los cuales el sujeto ficcional lo describe y practica.10 La implicancia más clara de esta constatación se traduce en la imposibilidad de este sujeto de ofrecerle a su lector una visión abarcadora y objetiva de la realidad representada —no solamente de la urbe, sino del modo en que sus sujetos la habitan, se apropian de ella, etcétera—. De esta manera, las propuestas examinadas indirectamente dirigen una crítica al modelo realista de representación (rasgo hasta el momento desatendido por la crítica)11 y revelan con ello la imposibilidad de producir un “gran relato” capaz de dar cuenta del mundo representado, rasgo que precisamente distingue al relato moderno. Aun cuando existen diferencias entre los autores de acuerdo con el modo como articulan la influencia de los métodos y procedimientos del realismo, la visión de conjunto de sus cuentos revela al analista una suerte de mentalidad posmoderna signada por un marcado escepticismo ante la posibilidad de construir una visión unitaria de la realidad fundada en un solo modelo ideológico.

Puede comprobarse, por lo tanto, que la concepción relativista del espacio encuentra un asidero en las narrativas examinadas en la medida en que el espacio imaginario tiende a perder su autonomía física y a hacerse dependiente del tiempo. Se trata entonces de un espacio que puede “estirarse” o “encogerse” y que, además de sus tres dimensiones tradicionales, incorpora en sí mismo la dimensión temporal y, con ella, interpretaciones inéditas del pretérito, presente y futuro. En consecuencia, esta dimensión temporal reviste un carácter fundamental, por cuanto en muchos casos el espacio es percibido por los sujetos ficcionales en función de diversos tipos de tiempo: el estacional, el climático, el psicológico e incluso el “social” o político”.12 Así, la relación espacio-temporal contribuye a trascender el plano de lo físico o fáctico y a convertir y diversificar aquello que se conoce como “espacio vacío” o “tiempo lineal” en variables funcionales de la ficción cuya medición o intensidad se regula de acuerdo con las situaciones narrativas y la subjetividad de los personajes.

En paralelo a la construcción de esta doble dimensión, es necesario subrayar la importancia que comporta la creación de un lenguaje que en alguna medida refleje la relación que establecen los sujetos ficcionales con el espacio y el tiempo. Como podrá constatarse en el curso del análisis, existen significativas diferencias entre los términos lingüísticos utilizados por los autores estudiados, por cuanto en cada caso tanto el espacio como el tiempo influyen decisivamente en la adopción de determinados modos de hablar, describir y narrar e, inversamente, el lenguaje también se convierte en un instrumento de construcción del espacio y del tiempo de la ficción. En esta compleja red de interrelaciones podremos, por ejemplo, distinguir no únicamente variedades que atañen a los diferentes sociolectos empleados a lo largo de los cuentos según la condición social y cultural de sus narradores y protagonistas, sino también a sus diferencias de edad e, incluso, a códigos de conducta. Sin duda, esta suerte de polifonía y pluralidad lingüísticas funcionan a la manera de una metáfora que contribuye a reafirmar el carácter caótico del espacio urbano que, signado por la intersección de un conjunto innumerable de voces, surge como una suerte de Babel en la que pugnan en contradicción el discurso del orden y la racionalidad frente al del caos y la irracionalidad.

Nuestro último referente teórico es Michel de Certeau, quien en un trabajo sobre las prácticas o “las maneras de hacer” cotidianas,13 al referirse en particular a las prácticas del espacio, propone establecer una analogía entre espacio y texto:

En la Atenas de hoy día, los transportes colectivos se llaman metaphorai. Para ir al trabajo o regresar a la casa se toma una ‘metáfora’, un autobús o un tren. Los relatos podrían llevar también este bello nombre: cada día, atraviesan y organizan lugares; los seleccionan y los reúnen al mismo tiempo; hacen con ellos frases e itinerarios. Son recorridos de espacios.14

Según De Certeau, todo relato situado en el espacio de la ciudad moderna propone un modo de apropiación de este por medio de la textualización de un conjunto de prácticas o rituales espaciales (“itinerarios”, “recorridos”, entre otros), y estos, a su vez, pueden ser analizados de manera análoga a una estructura sintáctica o discursiva. Recorrer el espacio o “practicarlo” implica entonces la construcción de un conjunto de red(es) de sentido en las que se organiza textualmente el conocimiento espacial del sujeto: todo “ir desde” o “hacia” un lugar determinado implica una selección precisa de elementos dentro del vasto conjunto de posibilidades de desplazamiento que se insinúan en la ciudad. El itinerario señala la elección de un núcleo a partir del cual se jerarquiza o subordina el resto del espacio y que además lo temporaliza, pues todo orden establecido en el recorrido implica también una sucesión de eventos excluyentes.

En esta jerarquía impuesta por el sujeto se expresa su propia experiencia como usuario del espacio, es decir, como habitante o visitante de lugares que aparentemente se presentan como fragmentarios pero que se reordenan por medio del recuerdo y la memoria. Es por intermedio de este reordenamiento como construye su subjetividad: “Practicar el espacio es pues repetir la experiencia jubilosa y silenciosa de la infancia; es, en el lugar, ser otro y pasar al otro”.15 Aplicada al texto narrativo, esta experiencia se organiza como una red significativa en la que se contraponen el pasado y el presente, en una tensión que hace posible la narración pues se narra a partir de la ausencia o la partida del lugar habitado para marcar una nueva presencia en el espacio. El texto narrativo se convierte entonces en un instrumento de identificación simultánea de lo ausente y lo nuevo, opera a la manera de una brújula temporal que orienta al lector, le hace saber que “hubo un entonces” y “hay un ahora”.

De esta manera, los textos narrativos analizados expresan de diversas formas una sintaxis espacial y temporal en la que se ve reflejada una mirada particular de la ciudad que trasluce a su vez una cierta ansiedad ante “lo nuevo” (o, para ser más exactos, “lo moderno”, como se verá más adelante) y, por extensión, ante el efecto devastador del cambio del paisaje urbano. Ello puede comprobarse en la transmutación de la función original de los espacios habitados o en su aparente desaparición o reemplazo por nuevos usos y apropiaciones. Significativamente, este fenómeno aparece descrito no solo en relatos de ficción sino también en ensayos producidos por uno de los cuentistas estudiados, Sebastián Salazar Bondy:

[Lima] se ha vuelto una urbe donde dos millones de personas se dan de manotazos, en medio de bocinas, radios salvajes, congestiones humanas y otras demencias contemporáneas, para pervivir (...) El embotellamiento de vehículos en el centro y las avenidas, la ruda competencia de buhoneros y mendigos, las fatigadas colas ante los incapaces medios de transporte, la crisis del alojamiento, los aniegos debidos a las tuberías que estallan, el imperfecto tejido telefónico que ejerce la neurosis, todo es obra de la imperfección y la malicia (Salazar Bondy, 2002: 39-40).

Como se percibe en el pasaje recién citado, los nuevos usos, prácticas y fenómenos de la urbe moderna se presentan como transgresiones de un orden anterior en vías de cambio o extinción; el paisaje de barbarie y caos descrito por el autor pero, sobre todo, imaginado, resulta sumamente amenazante, pues en apariencia pone en riesgo su propia subjetividad y, de paso, algunas de las categorías a partir de las cuales se enuncia su discurso, recinto último desde el que se juzga y valora la “obra de la imperfección y la malicia” que reinan en el espacio urbano.16 Desde esta perspectiva, puede decirse que el fragmento propone metafóricamente un itinerario simbólico que busca diferenciarse del desorden imperante en la urbe; constituye un intento por establecer, por medio del discurso, una coherencia textual en el espacio imaginado de la ciudad.

Una última acotación respecto de la selección de autores realizada y del orden y extensión prestados a cada uno de ellos. Como ya se ha dicho, el punto de partida de nuestro análisis se sitúa en la cuentística de un grupo de escritores de la Generación del 50. Esta decisión, como es obvio, no implica afirmar que no existen testimonios de ficcionalización de la urbe anteriores a este grupo.17 Nuestro interés, sin embargo —insistimos—, reside en examinar estas narrativas a la luz de un conjunto de prácticas y saberes aplicados al espacio habitable de la ciudad que surgen apenas a partir del proceso de expansión urbana desarrollado desde mediados del siglo XX, y que muestran de qué manera la transformación física de la urbe conduce a su vez a una nueva percepción espacial y temporal por los sujetos de la ficción. Esta relativización o nueva dimensión tanto del espacio como del tiempo es quizá uno de los efectos más importantes que el proceso de modernización produce en los habitantes de la urbe; y, como se verá más adelante, la obra de los cuentistas estudiados brinda numerosos ejemplos y variantes de cómo ella cobra forma.

Para terminar con esta introducción, basta solo añadir que la selección de los textos y la extensión del análisis dedicado a cada uno de los autores se derivan en parte de la representatividad de estos. Como ocurre con toda selección, la nuestra es arbitraria, y se justifica en la medida en que los cuentos estudiados ofrecen un amplio rango de opciones interpretativas de acuerdo con el propósito establecido aquí. Dado que en todos los casos la obra narrativa de estos escritores no se ha limitado al cuento, hemos enfatizado, por medio del análisis intertextual, el vínculo entre estos textos y el resto de su producción literaria, y establecido las relaciones manifiestas entre sí.

Julio Ramón Ribeyro

La obra de Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) ocupa un lugar preponderante en el desarrollo de la cuentística peruana del siglo XX. Siete colecciones de relatos, aparecidas entre 1952 y 1992, forman un complejo y variado conjunto narrativo en el que sobresalen, sin duda, textos escritos en una tradición realista que se remonta al siglo XIX. En efecto, la producción de Ribeyro se consolida bajo modelos perfectamente identificables, en particular el de los grandes narradores en lengua francesa de aquel período: Stendhal, Flaubert y Maupassant. El autor limeño nunca negó tales fuentes de inspiración o vocacionales, a las que incorporó otras de la misma importancia o jerarquía, como las de los rusos Turguenev y Chejov.

Pese a su inserción en la órbita de un realismo de nuevo cuño, propio de su tiempo y lugar de origen, Ribeyro practicó otras estrategias creativas, como la literatura fantástica, junto a otros autores peruanos que también incursionaron en esos predios, como Valdelomar y Vallejo.1 El prestigioso premio Juan Rulfo, que se le otorgó poco antes de su deceso en 1994, reivindicó la figura de un creador esencial pero de perfil bajo, al que le fuera vedado —durante casi tres décadas de carrera— participar de los beneficios de la exposición mediática de los que sí gozaron escritores como Mario Vargas Llosa y, posteriormente, Alfredo Bryce Echenique. Un crítico como José Miguel Oviedo ha sugerido que esta postergación obedece a que Ribeyro eligió el cuento como medio fundamental de expresión artística.2

Es evidente que Ribeyro nunca trascendió —excepto en los últimos años de su vida— los linderos propios de un “escritor de culto” (término algo equívoco o eufemístico), tanto en su tierra de origen como en el resto del continente e incluso en Europa, donde su obra también fue objeto de una difusión lenta entre los círculos extraacadémicos; sin embargo, ya desde la década de 1960 sus textos más representativos fueron incluidos recurrentemente en antologías o compilaciones de variada naturaleza. Además, se los tradujo a lenguas como el alemán y el francés. ¿Podría haber influido en esta circunstancia su filiación poética? ¿Su opción “realista” era poco estimulante para un lector impresionado por las deslumbrantes técnicas de Carlos Fuentes, Julio Cortázar o el mismo Vargas Llosa? ¿Hasta qué punto su estética coincidía con los modelos canónicos del realismo o del naturalismo europeo? Estas preguntas son inevitables, ya que una lectura atenta de los relatos más próximos a esa escuela revela que no estamos ante un escritor preocupado exclusivamente por una visión sociológica. Como sugiere Martínez Gómez (1991: 145), incluso los textos que mejor se amoldan a una representación objetiva presentan marcas particulares. Estas introducen un aspecto insólito o inesperado que no permite asociarlos del todo a un tipo de narración centrada en las construcciones discursivas a las que el sistema literario asigna el rótulo de realistas para contraponerlas a aquellas que no lo son.

En este capítulo no abordaremos sino tangencialmente el deslinde sugerido líneas atrás, cosa que haremos solo cuando resulte necesario. Hemos elegido seis cuentos de diversos libros y épocas que, a nuestro juicio, incluyen elementos suficientemente distintivos y constantes en otros relatos. Después del análisis de los textos podrá comprenderse mejor el tratamiento que nuestro autor, como parte de la generación a la que se adscribió, dio al espacio y qué lo diferencia de las elaboraciones de otros escritores.

1. “Al pie del acantilado”: el espacio del límite

Este cuento forma parte del tríptico Tres historias sublevantes (1964), libro incluido en el tomo II de La palabra del mudo (1994). Según los datos que el propio Ribeyro consignaba al final de sus trabajos, fue escrito en 1959, durante su estancia huamanguina, e integra un conjunto detrás del cual se trasluce la intención deliberada de que cada texto narre una historia que acontece en una de las tres regiones del Perú. “Al pie del acantilado” se centra en la costa, mientras que “El chaco” y “Fénix” transcurren en la sierra y la selva respectivamente. El libro, sin embargo, no solo manifiesta una voluntad de organización estructural, sino también una de correspondencia temática: los tres relatos giran en torno de seres marginales compelidos a tomar una decisión de enorme trascendencia para sus vidas y que, finalmente, alterará un estado de cosas.

En el texto que analizaremos primero, es Leandro quien cumple esa función de marginalidad: junto a sus dos hijos, es arrojado al inicio del relato del espacio urbano y habitable de la ciudad de Lima. La carga alegórica no tardará en revelarse: los protagonistas son víctimas de una expulsión y la zona costera invadida es su “tierra prometida”, que al principio deviene inhóspita y hostil. La historia es narrada por Leandro, y su punto de vista rige la percepción de los acontecimientos. Se trata de outsiders, de seres excluidos de un proceso de urbanización que los arroja a un territorio desconocido. ¿Cuál es el origen social de estos personajes? Parecen proceder de la clase baja limeña, degradada por un modelo social en el que ya no tienen cabida. Son los típicos habitantes de distritos populares como La Victoria, o de barrios mixtos (donde confluyen varios estratos) como Santa Cruz, en Miraflores; forman parte de un mundo en extinción que en otros tiempos bien pudo jactarse de sus raíces limeñas. El propio Leandro anuncia quiénes son los responsables de su actual situación: “Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón” (Ribeyro, 1994 [II]: 17).

Leandro confiesa esa realidad después de una reflexión sobre la higuerilla, planta silvestre capaz de echar raíces en el suelo más difícil o árido; él y su familia se parecen a esa planta reacia a la extinción: donde ella prospere también podrá hacerlo un ser de los de su clase: “Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir” (Ribeyro, 1994 [II]: 17). Resulta significativo que ya desde el inicio, por medio del uso metafórico de la planta, el narrador incida en la capacidad de adaptación y reinserción propia de los de su clase. Como es obvio, este “nosotros” no comprende únicamente a los miembros de su familia, sino, y sobre todo, a un grupo humano cuya existencia y organización social se pierden en los umbrales del tiempo. De esta manera, la semantización de la planta realizada por el narrador introduce no solo una percepción espacial propia de los de su clase, sino que, además, sugiere su entroncamiento con un tiempo mítico que excede los límites del tiempo histórico, un “estar allí” que se extiende más allá de las condiciones sociales del presente en las que se ven envueltos él y su familia.

El narrador-personaje, por lo tanto, revela un “saber” sobre el entorno que sustenta a su vez un “hacer” o práctica que le permite transformar un espacio en ruinas situado en el fondo del barranco, lugar donde alguna vez medraran los viejos baños de Magdalena. Allí, entre los restos de este mundo desaparecido para siempre, descubre la tenaz especie vegetal que ha dado pie a las digresiones con que se inicia el relato. Estas observaciones de Leandro conducen a otras en las cuales se revela la memoria de la ciudad, que también se convierte en una compleja praxis:

La gente decía que esos baños fueron famosos en otra época, cuando los hombres usaban escarpines y las mujeres se metían al agua en camisón. En ese tiempo no existían las playas de Agua Dulce y La Herradura. Dicen también que los últimos concesionarios del establecimiento no pudieron soportar la competencia de las otras playas ni la soledad ni los derrumbes (...) (Ribeyro, 1994 [II]: 18).

Leandro evoca un pasado del cual también él es una especie de usuario, aunque no como alguien que vivió esa época lejana. Los baños de Magdalena, en otro tiempo espléndidos (según los datos proporcionados por el autor, se trataría de las décadas iniciales del siglo XX), desaparecieron ante el feroz embate de las playas “nuevas” (lugares de concentración de la burguesía) que desplazaron al olvido a las más antiguas. Como se puede ver, el relato incorpora desde sus inicios una dimensión temporal a la manera como configura el espacio, rasgo anotado por De Certeau, para quien “(...) los lugares son historias fragmentarias y replegadas, pasados robados a la legibilidad por el prójimo, tiempos amontonados que pueden desplegarse pero que están allí más bien como relatos a la espera y que permanecen en estado de jeroglífico (...)” (De Certeau, 1996: 121). El espacio, por lo tanto, es concebido también como historia, y en tal sentido asume una dinámica propia que puede a su vez transformarse en la medida en que sus habitantes, al ocuparlo, produzcan nuevos sentidos o significados.

El contraste entre el pasado que despliega Leandro, depositario de una memoria que es de todos y de nadie en particular, y el presente, que es para él aquel territorio poco hospitalario, es el mismo conflicto existente entre la ciudad antigua y la moderna. Los representantes de la ley (escribanos y policías) que arrojan de sus hogares a Leandro y a sus pares constituyen las fuerzas represoras de quienes alteran la configuración de la costa limeña: los grupos hegemónicos y dominantes que, al desplazarse a otros puntos geográficos, forman emplazamientos o puntos de encuentro.3

En relación con el narrador-protagonista —a quien le ha sido negada la urbe que empieza a perfilarse sobre su cabeza, en las alturas del acantilado—, su ubicación se modifica en tanto los ocupantes de esa playa abandonada propician la habitabilidad: “Pero al año ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal” (Ribeyro, 1994 [II]: 18). Así, Leandro y sus hijos construyen un mundo apartado de aquel otro que continúa modificándose “arriba” en la superficie, habitado por seres y objetos hostiles como los “policías” (la fuerza represiva del Estado) y los “palacios” (los edificios y viviendas que se erigen sobre los corralones demolidos). Su descenso en la estratificación social, producido por las fuerzas del orden que ejecutan los desalojos judiciales, exterioriza un correlato físico. Al instalarse en la parte más baja de ese barranco, la segregación de la que han sido víctimas ya no es solo psicológica o cultural: se materializa en la vivienda edificada sobre un emplazamiento abandonado hace ya muchas décadas.

Pero esa perspectiva “inferior” no alimenta la búsqueda de una revancha por los excluidos, sino que deviene motivo de fortalecimiento, de afirmación de la singularidad en la que ahora están inmersos: Leandro y los suyos construyen su nueva identidad en relación con la posesión de este “otro” espacio. Aunque la ciudad “de arriba” es un referente para los nuevos ocupantes de la playa —y, como veremos después, las actitudes de estos personajes serán distintas al respecto—, ella existe ahora como una presencia imaginada, fantasmal, que contrasta con aquella tierra presente que hacen suya y que se ubica precisamente en el límite u orilla lindante con el mar.

La ciudad se erige pues como un símbolo de la agresión contra aquellos que ya no son considerados aptos para vivir en su perímetro; sin embargo, ella aún sobrevive en la memoria de los desplazados: la postergación no la elimina del horizonte de la subjetividad, sino que la reinstala en otra dimensión, determinada por el ángulo de visión de los protagonistas.4 En efecto, en su enunciación de la historia el narrador-protagonista deja traslucir un deseo de posesión o dominio que contrasta significativamente con aquella apariencia brumosa y vaga que emana de la ciudad imaginada, y son las acciones relatadas por él las que refrendan esa experiencia. Un ejemplo de ello puede constatarse en el cambio de actitud que muestra cuando los primeros bañistas de modestos recursos comienzan a usufructuar el espacio donde se ha instalado:

A mí no me gustan los reproches, pero en cambio me gustó que me dijeran su playa. Por eso me empeñé en poner un poco de limpieza. Con Toribio pasé algunas mañanas recogiendo todos los papeles, las cáscaras y los patillos que, enfermos, venían a enterrar el pico entre las piedras (Ribeyro, 1994 [II]: 22).

Este pasaje muestra cómo el protagonista parece entender con claridad, por primera vez, el hecho de que sus acciones sobre la playa le confieren ciertos derechos de propiedad: el lector asiste a una diversificación de las tareas derivadas de la ocupación del espacio limítrofe del acantilado. A partir de ese momento sus habitantes ya no se preocupan solo por levantar una vivienda y apuntalar las laderas del barranco ante el peligro de derrumbes; más bien extienden su “hacer” a los alrededores y deciden incluso levantar un cobertizo bajo el cual los bañistas encuentren un refugio en los días más calurosos del verano y cobrar un derecho de paso por ello.5