SOLO LAS BESTIAS


V.2: junio, 2018

Título original: Seules les bêtes


© Editions du Rouergue, 2017

© de la traducción, Isabel Fuentes García, 2018

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Mario Arturo

Imagen de cubierta: Abel Halasz / Sergey Furtaev

Corrección: Anna María Iglesia / Saúl Chaza


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-10-2

IBIC: FH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

SOLO LAS BESTIAS

Colin Niel



Traducción de Isabel Fuentes García

para Principal Noir

4





Para Charlotte,

Go miniatura al pie del mundo.

En mí, hasta lo más profundo.



Sobre el autor

3


Colin Niel nació en 1976 en Clamart. Cursó Ingeniería Agraria y se convirtió en ingeniero especializado en la preservación de la biodiversidad. Dejó la metrópolis para instalarse en la Guayana Francesa durante seis años. Estuvo a cargo de la creación del Parque Nacional del Amazonas, una misión que lo marcó profundamente. Más tarde se convirtió en director adjunto del Parque Nacional de Guadalupe. A su regreso de la Guayana, se lanza a escribir novelas negras, influido por Indridason, Lehane o Hillerman, y escribe sus novelas policíacas con un fuerte trasfondo social y muy documentadas, inspiradas en una realidad cotidiana de fronteras permeables en la que se mezclan inmigrantes, apátridas y demás forasteros en situación irregular.

SOLO LAS BESTIAS


Un inquietante noir rural donde todos mienten y la muerte acecha


Évelyne Ducat, una mujer rica y caprichosa, ha desaparecido. Encuentran su coche en la carretera a un pueblo rural, donde malvive una comunidad de campesinos, tan solos y olvidados como las montañas nevadas que los rodean. Alice y Michel sobreviven a la rutina. Cuando ella entabla una relación amorosa con Joseph, otro de los ganaderos de la región, nadie sospecha que la muerte de Évelyne esté relacionada. Pero los hilos que unen a los habitantes del Causse son como los fríos vientos de las cumbres: implacables y destructores.



Premio Polar del Quais du Polar 2017

Premio Polar Landerneau 2017

Premio Cabri d'Or 2017

Premio Goutte de Sang d'Encre 2017




«Una estructura narrativa hábil, una atmósfera inesperada y convincente y una escritura sutil. Colin Niel ha escrito una gran novela.»

ActuaLitté


«Una novela negra que habla de la tierra, el silencio de los hombres, la frustración, el dolor y los placeres efímeros.»

La cause littéraire

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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Alice

Joseph

Maribé

Armand

Michel


Agradecimientos

Sobre el autor

Agradecimientos

A mis exploradores, aquí o lejos; a Céline Bonnel, por supuesto, guía entre los guías y a Grégoire Gauthier; Christian Rousset por el saber humano; a Claire Leblois a pesar del secreto profesional; a Corentin y Awa Banzet por la estafa a domicilio; a Sarah Dejean, Thierry Roumejon, Aime Mazoyer e Yves Servières por su acogida y paciencia; a Amélie Gerbal e Isabelle Carrière, con todo mi respeto; Claude Lhuillier para la perspectiva; a Louis Fages; al comandante Pagat; a Manon, por la vida comunitaria; a Frédéric Grimopont, por la segunda autopsia literaria; a Laurent Villieras, amigo antes que policía; a Lucie Boudaud; a Jérémie Niel por la escena Houellebecq, finalmente censurada; a Baptistine Banzet por la máquina Singer; a Clement Souchier por el equipo de sonido; a Séverine Krouch por el amor XX; a Michel Hamousin por la relectura de la escafandra; a Joub por el ojo gráfico; a Laura Debeir por las maldiciones; a Guillaume Caulet treinta años después.

A todos ellos, mil gracias y mil perdones por los errores y las traiciones.

Soy el único culpable de las palabras que yacen entre estas páginas.

En Rouergue, gracias a Nathalie Demoulin sin la cual jamás habría salvado el cuello, cuando soplaba la tormenta.

A Hélène, mi heroína de todos los días, a Alexis, pirata de mis mañanas, y a Charlotte, cálida en su cajón.

Alice


La gente siempre quiere un principio. Imagina que si una historia empieza en un momento dado debe tener un final. Que la tormenta se ha detenido, que pueden regresar a su rutina, que se han salvado.

Tiene sentido, no digo que no. Y además tranquiliza un poco. Y es necesario que así sea, porque lo que pasó ese año preocupó a más de uno. Los habitantes del valle siguen todavía hoy contando la historia en los mercados y en las ferias. En realidad, se inventan la mitad, cada uno añade sus pequeños detalles, que modifican a medida que pasan los meses. Yo haría lo mismo en su lugar: son temas de conversación y, al fin y al cabo, todo el mundo busca algo que contar, de lo contrario no existiríamos. Es humano. En resumen: cuando la gente habla de lo que sucedió, siempre empiezan por lo que se contó por la televisión.

El 19 de enero.

El día en que Évelyne Ducat desapareció.

Yo me enteré al día siguiente. El invierno se había instalado definitivamente, la nieve cubría mi montaña como un paño excesivamente blanco y los vientos no cesaban de barrer las laderas. Por la noche se los oía ulular alrededor de la granja. Esa mañana, con la calefacción al máximo para desempañar el parabrisas, conducía lentamente, porque, si bien utilizaba las cadenas, sabía que las carreteras eran peligrosas. Me deslizaba serpenteando al ralentí entre los bloques de granito apilados en las laderas y que, como una niña, imaginaba caídos del cielo durante una gran tormenta.

Había estado pensando en mi jornada desde el día anterior, y por eso no presté atención a los vehículos azules estacionados a lo largo de la carretera, ni tampoco a los atareados gendarmes de alrededor con sus mapas y sus móviles sin apenas cobertura. En otra ocasión, habría intentado averiguar qué había sucedido, repitiéndome a mí misma: «No es asunto tuyo». Sin embargo, ese día conduje casi sin detenerme para entrar al pueblo y aparcar cerca del mercado.

No había mucha gente, tres o cuatro puestos de productores en pie calentándose en la parte de arriba de la calle peatonal. Me crucé con algunos viejos conocidos, hombres a quienes conocía desde niños y a quienes había visto crecer a lo largo de los años, hombres con los que solo intercambiaba unos breves buenos días, lo suficiente para demostrar que aún recordábamos de dónde veníamos, aunque ahora ya no tuviéramos mucho en común. Fue allí, en el frío del mercado, cuando me di cuenta de que no era un día como los demás. Los comerciantes se frotaban las manos frente a sus piezas de cordero o sus mermeladas de castañas, los clientes envueltos en sus parkas, todos contaban lo mismo. Las conversaciones resonaban en las pequeñas nubes de vaho congelado y, por supuesto, Éliane estaba allí, con su cesta de verduras bajo el brazo. Me saludó, diciéndome: «No pinta bien, en mi opinión, nunca la encontrarán». Al darse cuenta de que yo no sabía lo que había ocurrido, me miró fijamente como si acabara de salir de una hibernación. Finalmente, mientras tomábamos un café en el único bistro de la ciudad abierto durante el invierno, me soltó a bocajarro lo que había pasado. Éramos las únicas clientes.

—Una mujer ha desaparecido. La policía la está buscando. ¿No viste las noticias anoche?

No, no había visto la televisión. Michel sí, estaba pegado a la pantalla para seguir el telediario local y el programa meteorológico. Lógicamente, como todos los criadores locales, estaba preocupado preguntándose qué suerte le depararían los días siguientes a ellos y a sus animales. Sin embargo, yo, ensimismada como estaba, no había prestado atención a lo que decía la televisión.

—Évelyne Ducat, ¿te suena?

—Ducat… Es un apellido de aquí, ¿verdad?

—Sí. Y créeme, no es una don nadie.


***


La mujer desaparecida estaba casada con alguien importante, un chico de la zona que al cumplir la mayoría de edad se fue a la capital y más tarde volvió a vivir en el valle, después de hacer fortuna en el extranjero. Un hombre rico, vamos, pensé en ese momento, por eso la gente hablaba tanto del asunto. Si se hubiera tratado de uno de mis campesinos al borde de la bancarrota, seguro que habría hecho menos ruido. No valía la pena ocuparse de ese asunto, nos llevaría mucho tiempo. En breve.

La última vez que el empresario había visto a su esposa con vida fue cuando ella se alejó del chalet para dar un paseo en solitario. Una pequeña caminata, como de costumbre, por la meseta o por la montaña, desafiando el invierno, no se lo había especificado. Y desde entonces, nada. Habían encontrado su coche abandonado a la entrada de la ciudad, mal estacionado al borde de la carretera.

Lo sucedido se convirtió en un gran tema de discusión para ese glacial mes de enero , mientras todos esperaban el regreso de los días más cálidos. Todo el mundo daba su opinión. Se imponía el peor de los escenarios, que además descubría el recuerdo de nuestros antepasados.

La tormenta.

Sí, algunos decían que Évelyne Ducat había sido arrastrada por la tormenta, como había sucedido en otras ocasiones. La tormenta es el nombre del viento de invierno que a veces estalla en las cumbres de estos parajes. Es un viento que drena con violentos chubascos de nieve, que esculpe la nieve detrás de cada bloque de roca y que, según se decía entonces, mata con mayor seguridad que una mala gangrena. Así murieron dos maestras en los años cuarenta, historia que yo conocía desde que era niña. Desde su pueblo, se encaminaron para ir a la escuela, a solo dos kilómetros de distancia, y se perdieron en medio de la tormenta. Las habían encontrado congeladas, aferradas la una a la otra al pie de un árbol escarchado. En las aldeas, nuestros antepasados ​​habían construido campanarios, que hacían sonar para guiar a los que se perdían cuando llegaba la aspereza del invierno. Ahora era parte del folklore local, restos de una época en que todo era más difícil. Si bien actualmente, la tormenta ya no mata a nadie, cada año Éliane sigue asustándose con esos cuentos del pasado.

Era obvio, por tanto, que también esta vez ella creyera en la hipótesis de la tormenta.

—Vamos, ¿qué piensas tú? —me dijo.

La observé, envuelta en su chaqueta y con sus mejillas rosadas que la hacían parecer más joven. Quería mi opinión, como de costumbre. Pero no dije nada.

—No estás muy habladora. ¿Algo va mal?

—No, para nada.

Mentía, por supuesto. En verdad solo había escuchado a medias lo que acababa de contarme en esa cafetería demasiado calurosa. Estaba cautivada por el insólito hecho que daría grandes titulares durante varios días y se preguntaba si también hablarían de ello en los informativos nacionales. Daba igual, a mí la historia no me importaba en absoluto. Tal vez si hubiera sabido lo mucho que la noticia me afectaría podría haber evitado lo que iba a suceder, pero yo estaba lejos de todo aquello; a mi manera, también me había perdido en la tormenta. Así que dejé que Éliane terminara la historia, la animé a que me lo contara y así quedar bien, y luego volví a congelarme las mejillas en el frío de la ciudad.

Era un día sin visitas, así que fui de compras e hice dos o tres gestiones en la ciudad, tareas para las que no necesitaba pensar demasiado. Por la noche, volví a emprender el camino hacia las alturas nevadas de mi montaña, hasta la aldea que, con sus edificios macizos de paredes de granito y su fuente tallada en la roca, me había visto crecer y que, imaginé, solamente abandonaría al morir. Aparqué en la ladera, de cara al río envuelto de una niebla gris que serpenteaba por todo el valle, atrapando hasta el último rincón del pueblo. En casa, dejé aliviada mis bultos y, no mucho después, cociné dos salchichas y algunas patatas hervidas en el silencio de la cocina.

Michel llegó un poco más tarde, cuando la cena ya estaba lista. Yo estaba de espaldas, lo escuché quitarse la chaqueta en la puerta y caminar hacia el baño para ducharse. Lo hizo sin decir ni una palabra. Cuando vino a sentarse a la gran mesa de madera que ocupa la sala, de una ventana a otra, tenía el pelo mojado y debajo del jersey llevaba su camiseta de Jóvenes Granjeros, que solía ponerse en los días difíciles. Cortó un pedazo de salchicha, lo masticó en un momento. Solo después, preguntó:

—¿Todo bien?

—Sí —respondí como si fuera un día cualquiera.

Hablé porque es lo que mejor hago, le dije dónde había estado, lo que había visto, lo que había comprado. Michel levantó las cejas para decir: «Ya veo». Por un momento observé fijamente su cara apagada, sus cejas recogidas en una línea que iba de una sien a otra, y esos ojos de los que nunca supe distinguir el color.

—¿Y tú? ¿Qué tal tu día?

Apretó el puño alrededor de su cuchillo, se encogió de hombros.

—Con los partos.

Los partos, eso es todo, no dijo más. No era necesario, él sabía que yo lo entendía, porque conozco su trabajo como si lo hiciera yo, pues ha marcado mi vida desde la infancia. Los partos implicaban dormir poco, pasar la mayor parte del tiempo en el establo cuidando de las vacas, limpiando las cunas y esparciendo el heno. De vez en cuando, bajaba al valle para ver a sus clientes y resolver problemas técnicos. Era un momento difícil para él. Así que no, no necesitaba decir más para que lo entendiera, aunque para mantener la conversación viva, para mí, pero también para nosotros, no habría ido mal que hablara un poco más. Se limpió la boca cuando terminó de comer, dejó la servilleta y se levantó para llevar su plato al fregadero.

—Me voy otra vez —dijo suavemente—. Tengo que hacer un poco de papeleo.

Luego salió de la habitación para ir a la oficina que había establecido en el sótano de la casa, y a la que se podía acceder desde el exterior. Allí se pasaba horas rellenando formularios y compilando los balances de la granja en el ordenador. Me quedé allí, mirando la pared de la sala de estar y las fotos de mis sobrinos en la playa, completamente sola en este silencio que se había vuelto demasiado familiar.

Michel y yo solo hablábamos para garantizar el buen funcionamiento del hogar. Y tenía que confesar que últimamente eso me iba bien; especialmente esa noche. Porque estaba concentrada en mis cosas, incluso, podría decir obsesionada. No por la desaparición de Évelyne Ducat como Éliane y todos los del valle. No, desde el día anterior, solo pensaba en una cosa: en Joseph, allá abajo, en su casa en el Causse.

En Joseph, de quien terminé enamorándome.

En Joseph, que ya no me quería.

Y estaba a kilómetros de distancia de imaginar que mi amante podría estar involucrado en el caso del que hablaban en la televisión.


***


Joseph podría haber sido un miembro como otro de la mutualidad, uno de los que visito a diario en el área de la que soy responsable. Este es nuestro trabajo, el mío, el de Éliane y el de tres personas más. Cinco trabajadores sociales para cuatro mil campesinos, recorriendo las granjas del territorio para conocer a aquellos que nadie más va a ver, para explicarles que no, que no están solos, que tienen derechos, que existen ayudas para contratar a una señora de la limpieza o para dejar su rebaño con alguien durante al menos una semana en agosto. Nadie se imagina lo que sucede dentro de estas granjas donde solo unos pocos profesionales siguen trabajando. Nosotros, implicados hasta el cuello. Los éxitos agrícolas, los jóvenes que se instalan en el campo, que innovan, que crean empleos y se desarrollan en internet, aquellos que honran la profesión, sabemos que existen, a veces pensamos en ellos para darles ánimos, pero no los vemos.

Lo que vemos son las familias destrozadas, las parejas que se separan porque la señora quiere tener un hijo mientras que el señor quiere un nuevo establo, los hombres que caen en depresión bajo el peso del trabajo, los jubilados que se dejan morir cuando pierden a sus esposas, y los hijos que huyen de la región. Por eso, hace dos años, cuando el alcalde de un pequeño ayuntamiento me llamó por teléfono para describir la situación de Joseph Bonnefille, un criador de ovejas de la meseta, no me sorprendió en absoluto.

—No es un mal tipo —dijo—. Pero desde la muerte de su madre, no está bien, ¿entiende? Este año, no se ha preocupado de sus tierras, y tiene animales sueltos por ahí.

No le importaban sus tierras, y sus animales vagaban por ahí. Eran señales claras, y lo sabía tan bien como el alcalde. En este tipo de situación, a menudo son los otros los que dan la alarma, los niños, los representantes municipales, los vecinos. Joseph nunca hubiera dicho nada por sí solo.

Así que una mañana seca y calurosa de verano, tomé el camino de la meseta sin imaginar que me dirigía hacia algo que trastocaría mi vida por completo.

Recuerdo que atravesé la población, fui a la parte superior de la ciudad y puse la segunda marcha por las curvas que se forman hasta llegar a la cresta de la montaña. Al sentir que mi blusa se me pegaba a la espalda, bajé la ventanilla para que entrara un poco de aire. Vi los valles que se extendían gradualmente a mi derecha, atrapados entre las boscosas laderas sobre las cuales se extendía la sombra de las cimas. Mientras subía, hacia el sur divisaba las aldeas sobre las laderas más lejanas. Y frente a mí, ahí estaban las formas suaves de mi montaña y algunas nubes deshilachadas que parecían buscar su cumbre como una oveja su cordero.

Tomé las curvas reduciendo la velocidad en los giros y acelerando en cada recta. Llegué a los grises acantilados en los bordes de la meseta, golpeados por los rayos oblicuos del sol naciente. La pendiente de la carretera se suavizó de repente, indicando la llegada a la meseta del Causse, una inmensa isla plana elevada hacia un cielo de verano, como si este no fuera completamente suyo. Tres buitres surcaban el cielo azul sobre mí, con sus alas gigantes congeladas por los fuertes vientos. Seguí los caminos que cruzaban las estepas, rodeada de un césped amarillento, de las vallas y de las blancas paredes que separaban la tierra en propiedades. Me crucé con un granjero que llevaba su rebaño a los senderos diurnos; un perro inquieto y un burro marrón cerraban la procesión.

La entrada al pueblo estaba marcada por una enorme cruz tallada en la roca blanca de la meseta para recordar que estábamos en tierras católicas. Dejé atrás cuatro barracones con los postigos cerrados y, escondida detrás de algunos bloques de roca, vi aparecer el edificio. Era una casa típica de la zona, hecha de piedra caliza, adosada sobre una pequeña loma de tierra que la protegía de los fríos vientos. El lugar estaba en silencio, era incluso siniestro; de no ser por el vehículo pegado a la pared podría pensarse que estaba abandonado.

Estacioné en el patio, tomé mi carpeta y subí los escalones que conducían a la terraza. Golpeé la puerta. No hubo respuesta. Llamé de nuevo. Y finalmente escuché unos pasos que se deslizaban por detrás de la puerta de madera y, luego, el sonido del pestillo que salía de su eje. El batiente se abrió con un sonido chirriante y, a través de un resquicio, vi por primera vez al hombre herido que un día se convertiría en mi amante, con sus vaqueros sin forma, su camisa gris y manchada, y su cabello desordenado. Sin embargo, lo primero que vi fue la escopeta que sostenía con ambas manos, como si quisiera impedirme el paso. Menuda bienvenida, pensé.

Sin embargo, no tenía miedo. No, es cierto, en ningún momento sentí que fuera peligroso y, ahora que lo pienso, tal vez ese fue mi error. Estaba acostumbrada a este tipo de hombres, la verdad, pero si me sentía segura era, sobre todo, porque detrás del arma vi de pronto en su mirada más angustia que agresividad. En lo profundo de sus ojos negros, bajo sus cejas fruncidas, había tanto vacío como en esta casa desierta. En la habitación, escuché su perro brincar, intentando ver qué pasaba fuera.

Me observó de los pies a la cabeza sin abrir la boca. Me presenté, se lo dije todo claramente, quién era, por qué estaba allí. Pronuncié unas palabras porque sabía que le tranquilizarían: «Quería asegurarme de que todo estaba bien y, tal vez, podría ayudarlo, siempre si usted está de acuerdo, Hein, ¿cómo lo ve?». Dudó un momento, se mostraba desconfiado, aún no se fiaba, con los dedos agarraba su rifle, pero supe que lo había convencido cuando vi que sus arrugas se relajaban y sus rasgos se suavizaban lentamente, descubriendo bajo su barba blanca y negra un rostro casi infantil. Finalmente, echó un vistazo al interior, bajó su arma y, con una voz que parecía no haber utilizado durante siglos, dijo:

—Entre.

Ese fue mi comienzo. En ese instante entré en su mundo. Él vivía solo en su casa en el Causse, sin mujer y sin padres, de sus amigos de la infancia cada vez quedaban menos en la región; solo tenía a su perro dando vueltas a su alrededor, y 240 ovejas que atendía con cuidado. De aquel pequeño grupo de casas en medio de la estepa, él era el único habitante durante todo el año, pues los otros edificios eran principalmente segundas residencias. Entré en la cocina que, con el suelo de piedra fría y bóvedas en el techo, también hacía las veces de comedor. Sobre los sumideros había unos azulejos de un amarillo sucio. En la pared trasera, había una chimenea-estufa, pero no de las modernas, que sí encontramos en las casas de los habitantes de la ciudad que todavía vienen a instalarse en la zona. No, era una reliquia de ese pasado todavía muy presente, cuando la matriarca Bonnefille estaba a cargo de la casa y llenaba el plato de su hijo todas las noches. A la derecha había una enorme cómoda en los bordes de cuyos armarios de la parte de arriba estaban sujetas varias postales de Lourdes. Las peregrinaciones de la madre, supuse. En cuanto a la limpieza, tengo que confesar que esperaba algo peor, el perro hacía lo que le daba la gana, eso estaba claro, pero todo estaba bastante ordenado.

Nos sentamos cara a cara en los bancos de su mesa de madera. Para hacer sitio, apartó los papeles, las revistas y los sobres que nunca había abierto, y limpió la capa de polvo con la mano. Yo retiré las gomas elásticas de mi portafolios, que contenía mi kit de inicio: carpetas de plástico, clips, marcadores y, vigilando cada una de las palabras que empleaba para no molestarlo, empecé:

—Comprobaremos el estado de los derechos de su mutua, ¿de acuerdo?

Dijo que vale, y en su voz adiviné una expectativa inmensa, como si esperara que fuera a salvarlo de un naufragio en el que se estuviera hundiendo junto a su granja. Nos pusimos a trabajar. Sacó del armario el correo acumulado durante varios meses, lo ordenamos. Hablamos del complemento de salud, de concertar una visita de un técnico agrícola para que hiciera un balance de la conducta de su crianza e, incluso, de una pensión de solidaridad, en caso de que sus ingresos cayeran demasiado. Rellenamos los formularios. Era sobre todo yo quien dirigía la conversación, él asentía con la cabeza y seguía el movimiento meneando la barbilla, rascándose la barba de algunos días e intercalando algunos «Sí, es verdad» o algunos «No, esto no lo he hecho».

Lentamente, en medio de la jerga administrativa, vislumbré poco a poco cómo era su vida.


***


Tengo experiencia en mi trabajo, creo que lo hago bien. Intento escuchar y encontrar soluciones, aunque a veces hablo demasiado. Y sé que hace falta tiempo para recuperar una explotación agrícola fuera de control; por lo general, unos dos años. El caso de Joseph respondía a este promedio.

Durante los primeros meses fui a verlo con frecuencia y lo ayudaba con los papeles y los trámites, haciéndolos en su casa. A veces, según la temporada, le hacía preguntas técnicas para ayudarlo un poco. ¿Has pensado en comprar paja para el invierno? ¿Has declarado el nacimiento de los corderos? No era muy hablador, y algunos días se quedaba en silencio frente a mí, con la expresión de quien trataba de pensar qué novedades podía contarme desde mi última visita. Así que yo redoblaba mis esfuerzos, sacaba temas de conversación, monologaba en el vacío y él me escuchaba dibujando sobre su boca algo que imaginé como una sonrisa. Una vez me confesó, encogiéndose de hombros:

—Es que solo puedo hablar con las bestias, y con mi perro, ¿sabes?

Creo que lo dijo para disculparse, pero yo ya me había dado cuenta de ello. Porque a su manera, tímido y vacilante, a través de pequeños detalles, a veces conseguía de sí mismo. Me dije que, ahora que su madre había muerto, yo debía ser la única persona a la que le estaba contando cosas un poco más personales. Con los demás, el veterinario, los proveedores, tenía un solo tema de conversación: sus animales, su peso, sus enfermedades, su precio y sus gustos.

Cuando llegaba a su casa me daba cuenta de que hacía un esfuerzo, se vestía más formalmente para darme la bienvenida y trataba de contener a su perro para que no hiciera sus necesidades por todas partes. De vez en cuando era amable conmigo, incluso trataba de bromear con un gesto vacilante pero conmovedor por la voluntad que ponía. No puedo decir que en ese momento me sintiera atraída por él, no le faltaba atractivo, hay que reconocerlo. Sin embargo, no me gustaba. Me encantaban las atenciones que me demostraba, como si recibir a una mujer en su remota casa fuera todo un acontecimiento.

Me hacía sentir importante, pero, en realidad, lo que sentía por él era, sobre todo, compasión. Era una pena, ese campesino que vivía solo porque no encontraba a quien aceptara compartir su vida de criador de ovejas. Si bien mi trabajo finalmente daba sus frutos, y, poco a poco, estaba consiguiendo que saliera de la rutina en que se había hundido, y volviera a llevar las riendas de su rebaño, en ningún momento vi que el dolor desapareciera, porque el dolor seguía ardiendo en sus ojos.

Joseph era un hombre que se había quebrado por el aislamiento. Sufría de una enfermedad bien conocida: la depresión. Una vez, me atreví a sugerirle una reunión con el psicólogo. Se cerró en banda y respondió:

—No estoy loco.

Así que era yo quien hacía el trabajo del psicólogo, aunque no tuviera el diploma. Y tal vez fue así, representando ese papel, que él empezó a gustarme.

Después de un año de visitas a su casa, reuniendo todos estos fragmentos de frases gota a gota, sentí que lo conocía, incluso, que quizás era yo quien mejor lo conocía de entre los vivos. Poco importa que piense una y otra vez en ello, en ningún momento pude detectar las causas de aquello que iba a hacer. Es decir, de aquello que yo creo que terminó haciendo. Y, por supuesto, jamás oí de sus labios el nombre de Évelyne Ducat.


***


A veces, todavía pienso en mi matrimonio, y en quien era mi pareja antes de todo esto. Y lo siento. Sí, a pesar de todo, lo lamento y, con distancia de todo aquello, admito que soy la responsable de lo que pasó. Si hoy Michel ya no está aquí, es por culpa mía.

Recuerdo cuando nos conocimos, cuando en esa primera vez no tan lejana él me pareció muy guapo, con su aire de coloso perdido. Fue el día en que, por primera vez, puso un pie en nuestra granja, porque papá lo había contratado para ayudar durante la temporada de los partos, el año en que su ciática comenzó a convertirse en algo más grave. Michel era un trabajador agrícola, acababa de llegar a la región, pero sabía cómo cuidar las vacas porque había crecido en una zona ganadera. Desembarcó una mañana en nuestra casa, envuelto en su traje verde demasiado pequeño para su constitución, y el pelo desordenado como si acabara de levantarse de la cama. Me gustó de inmediato.

Porque yo quise mucho a mi esposo, y eso nadie podrá negarlo. Cuando nos fuimos a vivir juntos y se hizo cargo de la granja mientras yo me encargaba de remodelar la casa, éramos felices. Estábamos seguros de nosotros, teníamos muchos proyectos. Quería convertir ese lugar en nuestro país, reclamar para mí la pequeña aldea que siempre había pensado abandonar después de mis estudios y de tener hijos. Michel estaba haciendo un inventario de las máquinas para modernizarlas, hablaba de mejorar el rebaño de mi padre a base de afinar la selección de los animales, y hasta de mecanizar el establo para ganar tiempo libre. Esperábamos tener vacaciones, tenerlas al menos durante agosto hubiera sido toda una hazaña. Inventábamos viajes lejanos, soñamos con África. Sí, algún día iríamos allí, nos convencimos de ello. Superaríamos nuestros miedos de campesinos para abrirnos al mundo, ya encontraríamos tiempo y dinero, era solo una cuestión de voluntad.

Creo que precisamente nos faltó eso, voluntad. Michel era así, y tardé mucho tiempo en darme cuenta. Tenía muchas ideas y era un soñador, pero la implementación era otra cuestión. Nunca cambió la granja, se conformaba con vivir de lo que papá había construido. Hubo gente que me dijo que yo no lo ayudaba en nada, que lo aplastaba con mi carácter. Soy la excusa perfecta, cuando la verdad es que Michel carecía de ambición.

Durante todos los meses que visité a Joseph, nuestro amor se estaba muriendo. Se deshilachaba como una vieja bola de lana. Ya no hablábamos de nuestros sueños de recién casados, de niños, de viajes, diría que ni siquiera lo pensábamos ya. En la mesa, yo le hablaba al vacío y Michel hablaba cada vez menos. Apenas reconocía en él al hombre celoso que había sido. Sin embargo, no parecía descontento, algunos días incluso estaba bastante alegre, pero en otra parte, perdido en sus pensamientos de criador de vacas, en su mundo al que yo ya no pertenecía.

Llegué a pensar en la posibilidad de la separación. En una pareja normal, seguramente habría terminado por suceder: un día nos habríamos dado cuenta de que todo estaba mal, cada uno se iría por su lado y ahí acabaría el problema, pero sabía que era imposible, que me había involucrado en algo que no podía deshacer. Y todos los domingos el mismo ritual me lo recordaba, por si lo había olvidado.

Después del almuerzo, cogía el coche y cruzaba la montaña para ir hasta la residencia de ancianos en ese pueblo aislado entre las gargantas de la región, donde, por 2.000 euros al mes, papá había decidido poner fin a sus días. Subía las escaleras del moderno edificio, entraba en la habitación y cada vez lo encontraba en el mismo lugar: sentado en su silla con inclinación eléctrica, frente a la ventana, con la gorra apoyándose sobre las arrugas de la frente. Al verme, ponía cara de querer decir: «Por fin, estoy feliz de verte, hija mía». Entonces yo le daba un beso en la mejilla, me sentaba y escuchaba sus novedades. Sabía que vivir allí era un sufrimiento para un antiguo campesino, por eso le dejaba desahogarse a sus anchas y criticar la calidad de las comidas. Sí, papá, te entiendo. Le contaba mi semana, ese trabajo que él jamás había entendido, en su época no hacía falta nada de eso…

Y una vez agotados todos los temas ligeros, se aclaraba la garganta para dar más gravedad a sus palabras, clavando sus ojos grises en los míos, y con su voz de exfumador, decía:

—Bueno, ¿y la granja? ¿Qué tal lo está haciendo Michel?

Entonces, cada vez que hacía esa pregunta un silencio inundaba su pequeña habitación. La granja Brugier, como la gente continuaba llamándola, era su única preocupación. Su obsesión. Había dedicado toda su vida a consolidar lo que su padre le había dejado: aumentar el rebaño con esas cincuenta madres cuya salud era más importante que la suya. Expandir sus tierras, agrandar la propiedad, rellenar los huecos entre las parcelas, reunir toda la explotación en unos pocos edificios para simplificar el movimiento de los animales, y, por supuesto, cobrar así esas primas por superficie que habían acabado con los pequeños agricultores.

Papá habría dado su vida por la tierra: por un pedazo de terreno bien situado. Todavía veo su mirada seria bajo la gorra cuando, al borde de la carretera, observaba las parcelas de los vecinos que, según los rumores, estaban cercanos a la muerte; su sonrisa satisfecha cuando regresaba de una negociación exitosa, y también su semblante contrito mientras masticaba tabaco, lamentándose por una ocasión perdida. Maldita sea, tendría que haber ido a por ese.

Pero, sobre todo, recuerdo sus palabras unos meses antes de jubilarse. Encaramado en lo alto de la ladera que conducía a la granja, había asumido los aires de un gran propietario para declarar:

—Mira, Alice, todo lo que ves a tu alrededor es nuestro ahora. Así que puedo irme a esa residencia en paz, ¿entiendes?

Había logrado su sueño, eso era lo que quería decirme, pero había algo más, se sobreentendía algo que ese mismo día comprendí. Me recordó la importancia que le atribuía a la explotación. Y, por lo tanto, se lo recordaba a mi pareja. Con un hijo que se había dedicado a la mecánica y una hija más interesada ​​en las personas que en los animales, papá había temido durante mucho tiempo que llegara el doloroso momento de entregar el patrimonio familiar a un comprador desconocido o, peor aún, vender su tierra en pequeños pedazos, dilapidada como tantos confetis llevados por el viento por la montaña. Así que, para él, la llegada de Michel fue mucho más que la satisfacción de ver a su hija enamorada, fue la salvación.

El inesperado yerno vino a salvar la granja Brugier de la dispersión. Y yo, en todo eso, estaba comprometida hasta el cuello. Atrapada. Una separación habría significado el desastre familiar y la profanación del recuerdo de mamá que también había entendido mi matrimonio como una bendición.


***


Creo que lo que hizo que me descarrilara, el detonante, fue el suicidio de Popeye. Nos conmovió a todos, hay que admitirlo. Popeye era uno de los miembros de la mutualidad de los que se hacía cargo Éliane. Era un granjero de una lechería al norte de la región. Le habíamos asignado ese mote porque fumaba su pipa de lado y, por entonces, a todos nos parecía gracioso. Hay que reírse de algo a veces. No teníamos ni idea de lo que iba a pasar.

Tenía cuarenta y tres años, se había divorciado hacía cuatro, todos adivinábamos la razón. Desde entonces vivía solo, pasaba poco tiempo con sus padres, que ocupaban la casa vecina, y mucho con sus vacas. Su rebaño era de vacas lecheras, y le costaba gestionarlo. El padre había invertido mucho en el pasado, la explotación se había vuelto demasiado grande. La pequeña granja familiar se había convertido en un negocio con una facturación de la que había que estar pendiente, con proveedores a los que pagar y máquinas que amortizar. Era demasiado para un solo hombre, y, de hecho, la administración terminaría por darle el golpe final. Durante un control de la PAC, los agentes concluyeron que había declarado demasiadas superficies de hierba. Quizá fuera voluntario, aunque mientras los pastores dependan de Europa, hasta el punto de que una gran parte de su facturación proviene de las primas agrícolas, no hay que sorprenderse de que algunos intenten tirar de la cuerda. Pero, a lo mejor, Popeye solo se había equivocado, estimando mal el nivel de algunas de sus parcelas.

Poco importaba, en verdad. Todo lo que se sabía era que el Estado había reclamado la devolución de una parte de su prima, con un recargo sobre los últimos tres años. No era mucho, unos miles de euros, en opinión de los expertos a los que tuvo que hacer frente, pero hay una cosa que los contables no miden, y es la vergüenza que crece silenciosamente dentro de un hombre. Por eso lo hizo. El veterinario lo había encontrado una mañana, en uno de los edificios de la explotación, rodeado por los traseros de sus vacas, que se quejaban de que no las había llevado de vuelta al establo. Popeye se había ahorcado en una viga.

Fui a su funeral, Éliane no tuvo valor. Me puse mi falda recta y mis tacones, y me senté en los bancos de madera pulida de la iglesia de granito, entre la pequeña multitud sorprendida por el suicidio del campesino. En las primeras filas había parientes, hermanos o primos que buscaban tanto algunas palabras que poder decir como una explicación de lo que había hecho Popeye. Detrás de ellos estaban los de la aldea, el alcalde, los comerciantes, los que habían ido a la escuela con él o los que habían ido a echarle una mano en la explotación por las noches. Y en el fondo estábamos nosotros. Los de fuera, las instituciones discretas, los que apenas lo conocíamos, simplemente solidarios con este mundo agrícola golpeado por la muerte de uno de los suyos. Éramos a la vez sinceros y desapegados.