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Joan Lluís Goas nació en Barcelona. Periodista, articulista y gestor cultural. Durante diez años fue director del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Sitges. Creador y presentador del legendario programa de Antena 3 Televisión Noche de Lobos. Así como de históricos formatos como el espacio cultural MIllenium, 20 años en antena y actualmente en La 2 de TVE. Alto ejecutivo de TV3 - Televisió de Catalunya.

En la actualidad es guionista, director y productor de cine, teatro y televisión, Productor Ejecutivo Artístico de Stromboli Televisión y del nuevo proyecto de exhibición cinematográfica y artes escénicas Comedia Arts. Asesor a la presidencia de diversos fondos privados para la inversión en Industrias Culturales. Articulista y colaborador de La Vanguardia.

ENTRE DIOSES Y MONSTRUOS es su ópera prima en el mundo editorial aunque ya ultima el ensayo ÁNGELES PERDIDOS, LA CARA OSCURA DE HOLLYWOOD; la colección de cuentos DEVASTACIÓN Y OTROS RELATOS OPTIMISTAS y prepara LINEAS DE VIENTO Y LLUVIA, la que será su primera novela.

Sigue buscando ballenas blancas en el Atlántico Norte y tesoros ocultos en el Pacífico Sur.

 

Es verdad que el cine se parece a un espejo, y que lo que la pantalla recibe del proyector no es más que un juego de fulgores y destellos, pero la luz que se le devuelve a cada espectador es otra muy distinta porque pasa por el riguroso filtro de sus sueños, y probablemente no hay nada más verdadero que eso.

Pero al otro lado del espejo está lo que no vemos, la carne y el hueso de esas sombras que llamamos estrellas de cine, las que se pasean por los festivales como si fueran personas de verdad con las que poder charlar y hasta comer una paella, o incluso emborracharse, para mostrarse al final tal cual son, sin peluquería ni maquillaje: los dioses y los monstruos de la historia del cine.

A su lado y entre bastidores asoma la mirada de Joan Lluís Goas, la persona que les acompaña durante muchos años en reuniones, festivales, cenas y fiestas, para destilar aquí por fin de cada una de ellos estas semblanzas tan inverosímiles a veces, pero tan reales. Goas perfila una divertida crónica que no se deja cegar por la anécdota. Él sabe dónde buscar la humanidad, la modestia o la vanidad de esos dioses y monstruos que se delatan como cualquiera en cada gesto y en cada palabra, y que invitan al afecto o al desengaño, pero nunca a la indiferencia.

ENTRE
DIOSES Y
MONSTRUOS

Historias de Cine y Vida

Joan Lluís Goas

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A mis Lucrecias: cada punto,
cada coma, cada palabra

 

 

 

 

 

«To a New World of Gods and Monsters.»

Bride of Frankenstein (James Whale, 1935)

 

Primera edición: septiembre de 2016

Segunda edición: octubre de 2016

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Joan Lluís Goas, 2016

© de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-16328-70-3

Código IBIC: APF

Diseño: Ernest Mateu

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Índice

Prólogo
Una presentación necesaria

1. Fay Wray
La novia del mono

2. Anthony Perkins
El hombre con el alma fracturada

3. Peter Bogdanovich
El cinéfilo elegante

4. Roger Moore
Demasiado guapo para ser un gran actor

5. Roger Corman
La grandeza del miserable

6. Kirk y Michael Douglas
Toros, whisky y disco

7. H. R. Giger
Genio visionario o rey de la pantomima

8. Christopher Lee
Soberbia criatura de la noche

9. Paul Verhoeven
Inclasificable, perverso y adorable

10. Mickey Rourke
¿Sabes deletrear «autodestrucción»?

11. David Lynch
Atormentado y genial

12. Richard Lester
¡Qué noche la de aquel día!

13. Vanessa Redgrave
Sucedió en Camelot

14. Tonda Marton
La dama de Broadway

15. Peter Jackson
El señor de los frikillos

16. Eric Idle
En el reino de Spamalot

17. Forrest J. Ackerman
El abuelo de todos los frikis

18. Quentin Tarantino
Con él llegó el exceso

19. Robert Wise
Un toque de distinción

20. Toni Bill
Los ojos del conquistador

21. George A. Romero
El papá de los zombis

22. Dario Argento
El hombre que nunca se duchaba

23. Testosterona, anabolizados y asimilados
a la cultura de masas

24. Jean-Claude Van Damme
Ese tipo que vuela y da patadas

25. Hulk Hogan
Agustina de Aragón hace pesas

26. Steven Seagal
Akidota perdido

27. Menahem Golam y la Cannon Films
El delirio ochentero

28. David Cronenberg
Del champagne a la gaseosa emocional

29. Harrison Ford
Una noche en Venecia o si bebes no conduzcas,
y menos un helicóptero

30. Sam Raimi
El chico que amaba a los monstruos

31. Gérard Depardieu
Desayuno inolvidable

32. Ridley Scott
El lobo y el cordero

33. Michael Jackson
La historia del sándwich de salami

 

Epílogo. Probablemente innecesario

Agradecimientos

Prólogo

Una presentación necesaria

«Lo que solemos llamar escribir bien no es más que irresistible capacidad persuasiva.»

Carlos Pujol,
Cuaderno de escritura.

—Has de escribir un libro.

Eso has de contarlo.

 

Durante muchos años he estado oyendo frases como esas o similares cada vez que, junto a amigos, comentaba cualquier anécdota sobre mi vida profesional. He tenido la suerte y el privilegio de tratar durante más de treinta años con las estrellas y las personas —no siempre es lo mismo— que forman el universo de eso que se ha dado en llamar show business. De esas reuniones, cenas y encuentros ha nacido Entre dioses y monstruos, un título que creo define a la perfección la opinión que tengo de cada uno de ellos.

Se da la circunstancia de que el título del libro también alude a los monstruos como algo cotidiano en mi vida, ya que durante diez años dirigí el Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Sitges y tuve la oportunidad de conocer a gran parte de ellos. Que nadie quiera ver nada peyorativo en la observación; para mí, los monstruos de la pantalla siempre han sido adorables, aunque no pueda decir lo mismo de ciertas criaturas del mundo real.

Como aclaración necesaria debo decir que Entre dioses y monstruos no es un libro autobiográfico, aunque a veces pueda llegar a parecerlo. Sí es, en cambio, un texto autorreferencial, ya que sería imposible concebirlo de otro modo. He procurado en todo momento mantener una distancia de seguridad entre las historias que cuento y mi vida personal. No sería justo ni correcto implicar mis consideraciones privadas sobre situaciones o personas al amparo o con la coartada del libro. Reconozco que resulta muy difícil aislarse de la subjetividad en ciertas ocasiones, dejar al margen la ironía y encadenar el sarcasmo. He procurado, cuando lo he creído oportuno, citar a las personas que me acompañaban en algunos de los relatos por su nombre o por su cargo, dependiendo del conocimiento general que el lector pueda tener de ellos. Es decir, si de nada se conoce a una persona o un nombre, es mejor resaltar el cargo que ocupaba.

Esencialmente, el libro abarca las grandes áreas de mi vida profesional: el Festival de Sitges, la industria cinematográfica, la televisión y las artes escénicas. Todas ellas han sido y son fructíferas y plenas, divertidas e irrepetibles. He desempolvado apuntes, recuerdos de lecturas y vivencias que creí extraviadas en las estanterías de alguna vida anterior y, a la vez, he procurado recopilar los sueños que alimentaron los insomnios de esos años bárbaros.

He querido que las semblanzas y situaciones narradas en el libro no sigan un orden cronológico ni una correlación estricta en cuanto a su aparición en mi vida. Por tanto, se producen saltos temporales deliberadamente interpuestos para conseguir una mayor fluidez y ritmo narrativo, procurando en todo momento no fatigar ni que decaiga el interés del lector.

A medida que iba avanzando me daba cuenta de que tenía mucho material. Tanto, que daba para una segunda y probablemente tercera entrega que solo el tiempo, mis editores y los lectores dirán si es conveniente.

Observarán que en esta parte de Entre dioses y monstruos no se describe mi relación con la amplia legión de productores, distribuidores, directores y artistas españoles con los que he tenido relación. Tan solo se citan de forma tangencial cuando el relato lo requiere inexcusablemente.

El primer capítulo de Entre dioses y monstruos lo escribí en Nueva York en la primavera del 2014 y se ha ido completando y alimentando con apuntes en Londres, París, Madrid, Los Ángeles, Roma, Puigcerdà y, por supuesto, Barcelona, y en lugares relacionados casi siempre con medios de transporte: dentro de aviones, en salas de espera de innumerables aeropuertos, en transatlánticos y en todo tipo de trenes.

Resulta importante señalar que todos los capítulos se complementan con la íntegra filmografía de los artistas mencionados a cargo del especialista y maestro en el tema Jaume Genover.

Como novedad debo resaltar que, bajo el título que describe a cada protagonista, el lector encontrará al principio de cada capítulo música recomendada y, tras ellas, algunas sugerencias musicales. En la mayoría de los casos hace referencia a canciones o temas que en mi opinión pueden ilustrar la personalidad de los artistas y, a la vez, acompañar su lectura subrayando la propia historia, por muy extraña o antagónica que pudiera parecer. Podrán encontrar la mayoría de esta música en la lista de Spotify «Dioses y monstruos» y clicando en cada una de las cubiertas de los discos.

En alguna ocasión, por el contrario, son los propios personajes los que me comentaron sus preferencias, gustos y canciones favoritas. Que el lector tome, por favor, esta iniciativa como un entretenimiento complementario que tan solo pretende sumar placeres y aportar una agradable sensación de confort intelectual. La música y la lectura siempre se han llevado bien si somos capaces de realizar dos tareas a la vez, extremo este no siempre sencillo, sobre todo por parte de quien esto escribe, cada día un poco menos competente incluso a la hora de andar y mascar chicle al mismo tiempo.

En fin, se me pedía que escribiera un libro y aquí está, o por lo menos eso he intentado, y lo digo con la esperanza de haber podido reflejar en él siquiera un chispazo, por pequeño que sea, del destello de luz que nos devuelve la vida cuando buenamente nos ponemos a recordarla, igual que en un espejo.

Si nos miramos en él y no lo vemos, entonces no vemos nada.

Joan Lluís Goas
Barcelona, junio del 2016

1

Fay Wray

La novia del mono

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«Oh, Lady Be Good»
Fred Astaire

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«Let’s Do It»
Dinah Washington

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«We Have All the Time in the World»
Louis Armstrong

 

Vaya por delante mi especial debilidad y fascinación por las actrices que se iniciaron en el cine mudo, esas estrellas en ocasiones fugaces y en otras perennes en mi memoria y en el imaginario consolidado de mis más bellos sueños.

Familiarmente, me refiero a ellas como ángeles perdidos, seres de efímera vida artística pero de enorme huella existencial. De 1920 a 1935 las había por cientos, tal vez por miles, en todos los estudios de Hollywood. Solo anhelaban el éxito que pudiera rescatarlas de la pobreza y la miseria, y para conseguirlo estaban dispuestas a todo. Vendieron su cuerpo y su alma. Su historia me interesa tanto que estoy pensando en dedicarles un ensayo en profundidad, algo como un merecido homenaje a todas esas mujeres anónimas o de breve esplendor que no consiguieron consolidar su sueño americano.

Este preámbulo sirve para hablar de una mujer muy especial para mí. También comenzó su carrera en el cine mudo, pero el mundo y la historia la recordarán siempre por ser la obsesión del gran mono, la novia de King Kong.

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King Kong revolucionó en 1933 la industria cinematográfica y el cine fantástico como género. Poesía, aventuras y amor. Pasen y vean la octava maravilla del mundo…

Fay Wray llegó a Sitges en el año 1989 y lo primero que preguntó fue por el logotipo del Festival, con ese magnífico gorila gigantesco —ideado por el gran ilustrador gráfico y fotógrafo Ferran Freixa— emergiendo de las aguas del Mediterráneo y acercándose a la iglesia de Sitges. Le encantó porque, según dijo, aún estaba unida a Kong. Sabía que la perseguiría hasta el fin de sus días y eso le parecía maravilloso, poético y único.

Ese agradecimiento eterno a una película y a un personaje no es muy común en el mundo del cine, de hecho, no es infrecuente que renieguen de sus films pasados por considerarlos mero entretenimiento y nada más. Por ese motivo valoré mucho el comentario de Fay. Ella supo vivir su pasado y aprender las normas imprescindibles para sobrevivir al presente. Por aquel entonces yo aún no sabía lo mucho que me iba a sorprender esa señora.

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Tras descartar a muchas otras candidatas, la productora convirtió a Fay Wray en el objeto del deseo del gran mono, de América y del mundo.

Poseía el aplomo y la elegancia de una mujer sin temor alguno a la vejez. Era como si sintiera orgullo por cada una de las manchas que lucía en la piel de las manos. Su belleza, delicada y cristalina, triunfaba sobre cualquier otro detalle delator del paso del tiempo, como las arrugas, admirablemente diseñadas en un rostro de perfecta simetría. Y decimos arrugas sin temor alguno a la palabra, como las rayas que surcan las viejas copias de 35 milímetros, y que son la expresión visible de la experiencia y de la dignidad conservada, y que en nada alteraba el atractivo de esa mujer madura y hermosa en su plenitud.

Casi de inmediato establecimos un hermosísimo vínculo intelectual y emocional. Juntos fuimos a ver el pase de King Kong con la sala de El Retiro a rebosar y ovacionándola puesta en pie durante cinco minutos hasta la lágrima de la heroína, la lágrima de Ann Darrow. Recuerdo que en un momento determinado de la proyección, cuando Kong acuna con su mano a Ann y la deposita con sumo cuidado en el árbol para defenderla de un Tiranosaurio Rex, Fay, sorprendida y coqueta, me comentó: «Mira qué piernas, en esa época fueron las más deseadas de América». Se refería, claro, a 1933, y enseguida recordé que aquellos fueron unos tiempos terribles de hambre y pobreza para su país. Cuatro años después de la quiebra de la bolsa de Wall Street, y en plena depresión, cualquier cosa era buena para distraer a la población: hasta una historia de amor entre un simio gigante y una pobre chica sin recursos.

En la cena de ese mismo día, me contó con meridiana clarividencia y prodigiosa memoria cómo fueron aquellos años y la enorme importancia que tuvieron los estudios de Hollywood en general y el suyo, la RKO, en particular: «Era como nuestra segunda casa. Nos atendían y nos cuidaban. Siempre cumplían todo lo acordado y en mi caso, aunque no estuve hasta el final, sí pude comprobar cómo alcanzaron la gloria desde la más absoluta modestia. Allí trabajaron todos o casi todos los grandes directores que por entonces eran jovencitos aprendices. Gente de una enorme valía como John Ford, Orson Welles, Leo McCarey, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Mark Sandrich o George Cukor, entre tantos y tantos talentos que ya ni me acuerdo. Pero hay cosas que nunca olvidaré de la época RKO: el estudio donde se rodaban los inolvidables musicales de Fred Astaire (maravillosa persona) y Ginger Rogers, el estreno de King Kong en el mismo año en que Astaire y Rogers bailaban por primera vez Volando hacia Río de Janeiro (Flying Down to Rio, 1933), la política feminista de la empresa, ya que éramos muchas más actrices estrella que actores, y, finalmente, a Katharine Hepburn, una mujer inolvidable por su fuerza, su personalidad y su mal genio».

Ni que decir tiene que yo estaba maravillado frente a esa irrepetible clase magistral que Fay estaba ofreciendo. Pactamos no hablar demasiado esa noche de King Kong. Eso lo dejamos para la mañana siguiente en una entrevista desayuno que tenía programada con Carlos Pumares —no puedo ni debo olvidar lo mucho que tanto al Festival como a mí nos ayudó Carlos—, para su programa de Antena 3 Televisión.

Allí supimos de su adoración y eterna amistad con Joel McCrea, su pareja en El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), rodada con los mismos decorados y equipo técnico que King Kong. Ambos rodajes casi acaban con su salud. «Fue agotador, extenuante, y yo acabé sin ropa y con una afonía crónica. Me había pasado ocho meses gritando.»

La noche del día que Fay regresó a Hollywood, di un breve paseo por la playa de Sitges. Quería poner en orden mis emociones y reequilibrar mis pensamientos. Por un instante observé el límpido cielo de otoño estrellado sobre el mar y me pareció ver un destello de luz donde antes no había nada; una esfera celeste brillante y luminosa, una stella nova, una supernova.

Dicen que no fueron los aviones los que mataron a la bestia.

Fue la belleza.

Y yo puedo confirmar que es verdad.

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Fay me obsequió momentos mágicos de cine, amabilidad, cultura y cariño extremo. Fue, es y será por siempre la novia de Kong y del Festival de Sitges.

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— Cine —

1924. “Sweet Daddy”, de Leo McCarey (CM). “Just a Good Guy”, de Hampton Del Ruth (CM).

1925. “The Coast Patrol”, de Bud Barsky. “Sure-Mike!”, de Fred Guiol (CM). “What Price Goofy?”, de Leo McCarey (CM). “Isn’t Life Terrible”, de Leo McCarey (CM). “Thundering Landlords”, de James W. Horne (CM). “Chasing the Chaser”, de Stan Laurel (CM). “Madame Sans Jane”, de James W. Horne (CM). “No Father to Guide Him”, de Leo McCarey (CM). “Un friendly Enemies”, de Stan Laurel (CM). “Your Own Back Yard”, de Robert F. McGowan (CM). “A Lover’s Oath” (El hijo de Omar), de Ferdinand P. Earle. “Moonlight and Noses”, de Stan Laurel y F. Richard Jones (CM). “Should Sailors Marry?” (Lucas se casa), de James Parrott (CM). “Ben-Hur” (Ben-Hur), de Fred Niblo.

1926. “One Wild Time”, de Vin Moore (CM). “Don Key (Son of Burro)”, de Fred Guiol y James W. Horne (CM). “The Man in the Saddle” (El chico de la silla), de Lynn F. Reynolds. “Don’t Shoot”, de William Wyler (CM). “The Wild Horse Stampede”, de Albert S. Rogell. “The Saddle Tramp”, de Victor Nordlinger (CM). “The Show Cowpuncher”, de Victor Nordlinger (CM). “Lazy Lightning”, de William Wyler. “Loco Luck”, de Clifford Smith. “A One Man Game”, de Ernst Laemmle.

1927. “Spurs and Saddles”, de Clifford Smith.

1928. “The Legion of the Condemned” (La legión de los condenados), de William A. Wellman. “The Street of Sin”, de Mauritz Stiller. “The First Kiss” (Todo un hombre), de Rowland V. Lee. “The Wedding March” (La marcha nupcial), de Erich von Stroheim. “Honeymoon” (Luna de miel), de Erich von Stroheim.

1929. “The Four Feathers” (Cuatro plumas), de Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack y Lothar Mendes. “Thunderbolt”, de Josef von Sternberg. “Pointed Heels” (Tacones en punta), de A. Edward Sutherland.

1930. “Behind the Make-Up” (Detrás de la máscara), de Robert Milton. “Paramount on Parade” (Galas de la Paramount), de Dorothy Arzner, Otto Brower, Edmund Goulding, Victor Heerman, Edwin H. Knopf, Rowland V. Lee, Ernst Lubitsch, Lothar Mendes, Victor Schertzinger, A. Edward Sutherland y Frank Tuttle. “The Texan”, de John Cromwell. “The Border Legion” (La legión fronteriza), de Otto Brower y Edwin H. Knopf. “The Sea God”, de George Abbott. “Captain Thunder”, de Alan Crosland.

1931. “Not Exactly Gentleman/Three Rogues” (Casi caballero), de Ben Stoloff. “The Conquering Horde” (La horda conquistadora), de Edward Sloman. “Dirigible” (Dirigible), de Frank Capra. “The Stolen Jools”, de William McGann (CM). “The Finger Points” (El dedo acusador), de John Francis Dillon. “The Lawyer’s Secret” (El secreto del abogado), de Louis Gasnier y Max Marcin. “The Unholy Garden” (El paraíso del mal), de George Fitzmaurice.

1932. “Stowaway”, de Phil Whitman. “Doctor X” (El doctor X), de Michael Curtiz. “The Most Dangerous Game” (El malvado Zaroff), de Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel. “The Vampire Bat” (Sombras trágicas), de Frank Strayer.

1933. “The Mystery of the Wax Museum” (Los crímenes del museo), de Michael Curtiz. “King Kong” (King Kong), de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper. “Below the Sea” (El secreto del mar), de Albert S. Rogell. “The Woman I Stole” (La mujer del otro), de Irving Cummings. “Ann Carver’s Profession” (Lucha de sexos), de Edward Buzzell. “The Big Brain” (Vencido por amor), de George Archainbaud. “Shanghai Madness” (La locura de Shanghai), de John G. Blystone. “One Sunday Afternoon” (La mujer preferida), de Stephen Roberts. “The Bowery” (El arrabal), de Raoul Walsh. “Master of Men” (Hombres de acero), de Lambert Hillyer.

1934. “Madame Spy”, de Karl Freund. “Once to Every Woman”, de Lambert Hillyer. “The Countess of Monte Cristo” (La condesa de Montecristo), de Karl Freund. “Viva Villa!” (Viva Villa), de Jack Conway y Howard Hawks. “The Affairs of Cellini” (El burlador de Florencia), de Gregory La Cava. “Black Moon” (Luna negra), de Roy William Neill. “The Richest Girl in the World” (La Venus de oro), de William A. Seiter. “Cheating Cheaters” (Justicia femenina), de Richard Thorpe. “Woman in the Dark”, de Phil Rosen. “White Lies” (Carne de escándalo), de Leo Bulgakoff. “Mills of the Gods” (Cuando una mujer quiere), de Roy William Neill.

1935. “Bulldog Jack”, de Walter Forde (Vídeo: “Bulldog Jack”). “The Clairvoyant” (El vidente), de Maurice Elvey. “Come Out of the Pantry”, de Jack Raymond.

1936. “When Knights Were Bold” (Un frac en la edad media), de Jack Raymond. “Roaming Lady” (Rebelión en China), de Albert S. Rogell. “They Met in a Taxi”, de Alfred E. Green.

1937. “It Happened in Hollywood”, de Harry Lachman. “Murder in Greenwich Village”, de Albert S. Rogell.

1938. “The Jury’s Secret”, de Edward Sloman. “Smashing the Spy Ring”, de William Christy Cabanne.

1939. “Navy Secrets”, de Howard Bretherton.

1940. “Wildcat Bus”, de Frank Woodruff.

1941. “Adam Had Four Sons” (Los cuatro hijos de Adán), de Gregory Ratoff. “Melody for Three” (Melodía para tres), de Erle C. Kenton.

1942. “Not a Ladies’ Man”, de Lew Landers.

1953. “Treasure of the Golden Condor” (El tesoro del Condor de Oro), de Delmer Daves. “Small Town Girl”, de Leslie Kardos.

1955. “The Cobweb”, de Vincente Minnelli. “Queen Bee”, de Ranald MacDougall (Vídeo: “La abeja reina”). “Hell on Frisco Bay”, de Frank Tuttle (Vídeo: “Infierno en San Francisco”).

1956. “Rock, Pretty Baby”, de Richard Bartlett. “Crime of Passion”, de Gerd Oswald.

1957. “Tammy and the Bachelor” (Tammy, la muchacha salvaje), de Joseph Pevney.

1958. “Dragstrip Riot”, de David Bradley. “Summer Love”, de Charles Haas.

— Televisión —

1953. “One Nation Indivisible”, de William Thiele.

1955. “There’s No Forever”, de Sidney Miller. “My Son Is Gone”, de Richard Irving.

1956. “It’s Always Sunday”, de Allan Dwan. “In Times Like These”, de William A. Seiter. “Exit Laughing”, de Richard Irving.

1957. “Killer’s Pride”, de Robert Florey. “World in White”, de Robert Stevens. “Alice’s Wedding Gown”, de Allen H. Miner. “The Iron Horse”, de John Brahm.

1958. “Eddie”, de William A. Graham. “Penny Wise”, de Don Weis. “A Dip in the Pool” (Un chapuzón en el mar), de Alfred Hitchcock. “The Odd Ball”, de David Swift.

1959. “The Morning After” (A la mañana siguiente), de Herschel Daugherty. “The Promise”, de Thomas Carr. “The Second Happiest Day”, de Ralph Nelson.

1980. “Gideon’s Trumpet” (Apelación), de Robert Collins.

2

Anthony Perkins

El hombre con el alma fracturada

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Novena Sinfonía
de Beethoven

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«Knockin’ on Heaven’s Door»
Bob Dylan

 

En el año 1986, una presencia perturbadora iba a marcar, sin yo saberlo, el devenir de las próximas ediciones del Festival de Sitges.

Anthony Perkins era sin duda la estrella de Hollywood más famosa que nos había visitado hasta la fecha. La Universal, englobada por aquel entonces bajo las siglas de C. I. C. (Cinema International Corporation), nos dejó Psicosis 3 (Psycho 3, 1986) para su riguroso estreno en Europa. Teníamos una excelente relación con todas las majors (multinacionales del cine), de modo que la ocasión era perfecta para mostrar y promocionar la película. Ya nos habían avanzado desde Los Ángeles y Madrid que el señor Perkins, director del film, era un gran profesional, muy trabajador; aunque, eso sí, algo especial en ciertos aspectos de la vida.

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» Anthony Perkins reflejaba a la perfección el papel del actor que no puede, quiere, ni sabe desligarse de su personaje.

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Cuando me lo presentaron descubrí que ese «algo especial» iba a ser complicado de gestionar y que aquel actor con estatus de estrella nos traería problemas. Desgraciadamente, no me equivocaba.

Para empezar, Anthony Perkins me tendió la mano fría, inerte, flácida. Como una sardina muerta. Era un hombre que usaba calcetines de colores y tamaños diferentes; llevaba dos relojes en la muñeca derecha y otro en la izquierda y mantenía un tono de voz prácticamente inaudible en las distancias cortas, como el de un niño tímido que no quiere ser descubierto. Como remate, poseía un tic cíclico en el ojo izquierdo, un guiño turbador y fugaz por el que, más que una estrella de cine, parecía un paciente recién salido del psiquiátrico intentando apaciguar a sus demonios interiores.

Con todos estos antecedentes, nos dispusimos para el almuerzo oficial, un acto protocolario que permitía agasajar al invitado para que todos nos conociésemos un poco mejor. Como puede suponer el avispado lector, el señor Perkins también dio todo un recital de rarezas en la mesa, siendo recordada y antológica su pregunta sobre cómo se aplicaba el ajo y el aceite de oliva en el pan tostado. Después de una detallada explicación por mi parte y de una aterradora mirada sobre la tostada por la suya, a lo Norman Bates, inexplicablemente la roció de pimienta y vinagre. Yo seguía devanándome los sesos con aquel clásico pensamiento: lo está o se lo hace. Todo ese show no me hacía ninguna gracia, pero no podía ni sospechar que lo peor estaba por venir.

En la noche del estreno de Psicosis 3 tuvimos que convencerlo —largamente— de que no era una sesión de gala y que, por tanto, no era necesario el esmoquin —que los americanos llaman tuxedo— como vestimenta oficial. Cuando comprendió que solo él vestiría así, cambió su indumentaria por un traje negro, mucho más acorde para la ocasión. Para seguir poniéndolo todo fácil, se negó a utilizar el coche oficial y realizó una propuesta insólita que de puro absurdo le dejamos llevar a cabo. Se empeñó en entrar por la puerta de atrás del cine y ser él quien esperase a los espectadores y a la prensa dentro de la sala. Y así fue. El público y los periodistas, desconcertados y enfadados por la tardanza de la estrella, entró lentamente en el cine y, para su sorpresa, allí se encontró con el señor Perkins, sentado en su palco con todo el local vacío.

La proyección transcurrió sin más incidentes destacables y la película fue despedida con una ovación, más por la presencia del actor/director que por la calidad del film.

Pero la noche no hacía más que empezar y nuestros problemas también. Ya de regreso al hotel, me llamaron justo antes de meterme en la cama: el señor Anthony Perkins estaba muy nervioso y su asistente personal tenía algo que pedirnos. Serían las tres de la madrugada cuando me comentaron que nuestro invitado necesitaba fumar para poder dormir y que valoraría muy positivamente que le fuésemos a comprar algo de maría para relajarse, ya que había olvidado la suya en Hollywood. Lógicamente, envié a paseo semejante solicitud; por mí, a esas alturas de la jornada, como si se pasaba la noche colgado de la lámpara de su suite, que creo que eso fue lo que finalmente pasó.

A la mañana siguiente, todo parecía haberse arreglado. Nuestra estrella tenía un aspecto magnífico frente a un café cargado. Yo acostumbro a ver el lado bueno de las cosas, pero de nuevo me equivocaba.

La rueda de prensa del señor Perkins fue la más multitudinaria celebrada hasta la fecha en Sitges. Los periodistas se apretujaban en la sala principal del Palau Mar i Cel, los fotógrafos se agredían —literalmente— y durante treinta minutos pensé que nuestro invitado se transformaría en cualquier momento en Norman Bates y la emprendería a cuchilladas con toda la prensa. Doce cigarrillos después —porque en aquel entonces yo fumaba y de no hacerlo me hubiese iniciado—, se impuso cierta calma y pudo comenzar la conferencia de prensa.

—Primera pregunta, por favor.

El periodista, con ansiedad:

—Señor Perkins, señor Perkins, ¿cómo era Alfred Hitchcock?

Y el señor Perkins, con calculado desdén:

—Siguiente pregunta.

No es necesario decir cómo transcurrió y acabó el asunto.

Lo increíble del tema en sí es que Perkins renegaba en privado de Hitchcock. No le reconocía grandes méritos más allá de los propios de un artesano con oficio y, por supuesto, nunca lo consideró un genio: «Yo he rodado con auténticos genios, y sé ver la diferencia; Psicosis (Psycho, 1960) le pertenece a Bernard Herrmann, el compositor de la maravillosa banda sonora, al menos en un cincuenta por ciento», solía decir en la distancia corta y a modo de confidencia.

Sea como fuere y teniendo en cuenta que Psicosis 3 fue mal recibida por la crítica, el humor y la personalidad de nuestro invitado se fueron complicando peligrosamente hasta el punto de que todos deseábamos que se marchara cuanto antes.

Dado que su vuelo salía muy pronto, me despedí de él la noche anterior. Fue amable, fríamente cortés y agradecido en el adiós. Como la vida siempre reserva giros inesperados, el chófer oficial y la asistenta personal del Festival que debían acompañarlo al aeropuerto se durmieron. Tuvo que pedir un taxi a toda prisa y le fue de un pelo no perder el avión. Las consecuencias fueron terribles para el Festival, Perkins elaboró un informe de agravios y elevó una protesta a la presidencia de la Universal. Fuimos oficiosamente sancionados durante tres años —aunque al segundo nos perdonaron— sin películas y, en consecuencia, sin presencia de actores. Fueron totalmente injustos: su estrella fue mucho mejor tratada que lo que su actitud merecía. Tan solo tuvimos un error. Uno solo, tan injustificable como humano y del que, por cierto, nunca nos arrepentimos.

Anthony Perkins murió en Hollywood el 12 de septiembre de 1992. Tenía sesenta años.

En mi recuerdo siempre será alguien torturado por la vida, alguien con la mirada vacía y el alma fracturada.

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Los por entonces genios de la incipiente empresa de efectos visuales DDT que nos obsequió con una maravillosa señora Bates, con mecedora incluida.

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Perkins sonriendo (inaudito) y yo promocionando la candidatura olímpica de Barcelona 1992. Ganamos.

— Cine —

1953. “The Actress”, de George Cukor (Vídeo: “La actriz”).

1956. “Friendly Persuasion” (La gran prueba), de William Wyler.

1957. “Fear Strikes Out” (El precio del éxito), de Robert Mulligan. “The Lonely Man” (Un hombre solitario), de Henry Levin. “La diga sul Pacifico/Barrage contre le Pacifique”, de René Clément. “The Tin Star” (Cazador de forajidos), de Anthony Mann.

1958. “Desire Under the Elms” (Deseo bajo los olmos), de Delbert Mann. “The Matchmaker” (La casamentera), de Joseph Anthony.

1959. “Green Mansions” (Mansiones verdes), de Mel Ferrer. “On the Beach” (La hora final), de Stanley Kramer.

1960. “Tall Story” (Me casaré contigo), de Joshua Logan. “Psycho” (Psicosis), de Alfred Hitchcock.

1961. “Aimez-vous Brahms?/Goodbye Again” (No me digas adiós), de Anatole Litvak.

1962. “Phaedra” (Fedra), de Jules Dassin. “Le procés/The Trial” (El proceso), de Orson Welles. “Le couteau dans la plaie/Five Miles to Midnight” (Un abismo entre los dos), de Anatole Litvak. “I Dongiovanni della Costa Azzurra”, de Vittorio Sala. “La glaive et le balance” (Dos son culpables), de André Cayatte.

1963. “Una ravissante idiote” (Adorable idiota), de Edouard Molinaro.

1965. “The Fool Killer”, de Servando González.

1966. “Paris brûle-t-il?” (¿Arde París?), de René Clément. “Le scandale” (Champaña para un asesino), de Claude Chabrol.

1968. “Pretty Poison” (Un maravilloso veneno), de Noel Black.

1970. “Catch 22” (Trampa 22), de Mike Nichols. “WUSA” (Un hombre de hoy), de Stuart Rosenberg.

1971. “Quelqu’un derrière la porte” (Alguien detrás de la puerta), de Nicolas Gessner. “La décade prodigieuse” (La década prodigiosa), de Claude Chabrol.

1972. “Play It As It Lays”, de Frank Perry. “The Life and Times of Judge Roy Bean” (El juez de la horca), de John Huston.

1974. “Lovin’ Molly”, de Sidney Lumet. “Murder on the Orient Express” (Asesinato en el Orient Express), de Sidney Lumet.

1975. “Mahogany” (Mahogany, piel de caoba), de Berry Gordy.

1978. “Remember My Name” (Recuerda mi nombre), de Alan Rudolph. “Twee Vrouwen” (Dos veces mujer), de George Sluizer.

1979. “Winter Kills”, de William Richert (Vídeo: “El invierno mata”). “The Horror Show: 60 Magical Years of Movie Monsters, Madmen and Others” (Horror show), de Richard Schickel. “The Black Hole” (El abismo negro), de Gary Nelson. “Ffolkes/North Sea Hijack” (Rescate en el mar del Norte), de Andrew V. McLaglen. “Double Negative”, de George Bloomfield (Vídeo: “Doble negativo”).

1983. “Psycho II” (Psicosis, 2ª parte), de Richard Franklin.

1984. “Crimes of Passion” (La pasión de China Blue), de Ken Russell.

1986. “Psycho III” (Psicosis III), de Anthony Perkins.

1988. “Destroyer”, de Robert Kirk (Vídeo: “Sombra de muerte”). “Lucky Stiff”, de Anthony Perkins (Vídeo: “Un tipo con suerte”). “Edge of Sanity” (Al borde de la locura), de Gerard Kikoine.

1991. “Los gusanos no llevan bufanda”, de Javier Elorrieta.

1992. “Der Mann Nebenan/A Demon in My View”, de Petra Haffter.

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La primera casa a la izquierda, junto al motel Bates. No tiene pérdida.

— Televisión —

1953. “Robert Billeter of the Pendleton Times of Franklin, West Virginia”, de Dick Schneider.

1956. “Winter Dreams”, de Ralph Nelson. “Home Is the Hero”, de William A. Graham.

1966. “Evening Primrose”, de Paul Bogart.

1968. “The Male Animal”, de Alan Bridges.

1970. “How Awful About Allan” (La noche del juglar), de Curtis Harrington.

1978. “First You Cry” (Un grito de muerte), de George Schaefer. “Les Miserables” (Los miserables), de Glenn Jordan.

1983. “For the Term of His Natural Life” (Para el resto de sus días), de Rob Stewart. “The Sins of Dorian Gray” (Los pecados de Dorian Gray), de Tony Maylam.

1984. “The Glory Boys” (Los hijos de la gloria), de Michael Ferguson.

1987. “Napoleon and Josephine: a Love Story” (Napoleón y Josefina), de Richard T. Heffron.

1990. “Daughter of Darkness” (El límite del destino), de Stuart Gordon. “I’m Dangerous Tonight” (Peligrosa de noche), de Tobe Hooper. “The Ghost Writer”, de Alan Rafkin. “Psycho IV: the Beginning” (Psicosis IV, el comienzo), de Mick Garris.

1992. “In the Deep Woods” (En el bosque profundo), de Charles Correll.

3

Peter Bogdanovich

El cinéfilo elegante

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«Fly Me to the Moon»
Anita O’Day

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«Embraceable You»
Nat King Cole

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«Night and Day»
Frank Sinatra

 

En la vida real, la elegancia es una cualidad que pocos cineastas poseen. Lógicamente, me refiero sobre todo a la armonía de sus gestos, al tono de voz y a la esculpida personalidad, más que a la imagen como un simple acto cultural de estilismo. En este sentido, solo he conocido a tres directores que pudieran recibir el calificativo de elegantes: David Lynch, David Cronenberg y, por encima de todos ellos, Peter Bogdanovich. Vestido de Ermenegildo Zegna y Hugo Boss, es uno de esos hombres que lleva la ropa con más naturalidad y desenfado, como si hubiera nacido con ella puesta.

Bogdanovich fue en sus orígenes un apasionado crítico y ensayista cinematográfico conocido por sus entrevistas a John Ford, Alfred Hitchcock y Orson Welles. Apareció en el Festival en el año 1988 acompañado por una hermosa señorita que decía ser quien fue presentada como su sobrina aunque luego supimos que no era tal. Bogdanovich vino a Sitges para hablar de su primera película, El héroe anda suelto (Targets, 1968), y, sobre todo, de su protagonista, Boris Karloff. Tipo amable, refinado y culto, dotado de una voz meliflua y sosegada, estuvo hablando durante casi dos horas sobre el cine americano clásico y la figura de Karloff como último superviviente de un modo de ver y entender el arte y la industria cinematográfica. Su conferencia la recuerdo como una de las mejores en la historia del certamen, una auténtica clase magistral, sobre todo si la comparamos con otras muchas de personajes con más renombre y caché que ni siquiera llegan a ser una simple clase.

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Conocí a un Bogdanovich educado, elegante y enamorado de su propia intelectualidad.

Tras el trabajo nos fuimos a almorzar junto al mar y allí conocí un poco más la personalidad de este singular individuo. Su primera declaración de principios fue que a él le gustaba mucho más ver que rodar cine, contemplar que trabajar. Es uno de los pocos que pueden estar quince años sin rodar prácticamente nada. Enamorado y de docto discurso sobre la comedia clásica americana, se pasó gran parte del almuerzo contando anécdotas de Chaplin, Lubitsch, Woody Allen y, por encima de todos, sobre su gran ídolo, Howard Hawks. De hecho, su mejor película, a mi entender, ¿Qué me pasa, doctor? (What’s up, Doc?, 1972), es un permanente homenaje a La fiera de mi niña (Bringing up Baby, 1938), obra hawksasiana —odio los neologismos, perdón por utilizarlos— por excelencia.

Su cultura va pareja a su ego. Enamorado de su persona, fascinado por la belleza en cualquiera de sus formas o manifestaciones, conocedor de diversas artes, su tono grave y monocorde hilvana pensamiento y recuerdos situándose prácticamente en trance.

Habla para los demás, pero sobre todo habla para sí mismo, y lo hace muy bien. Mientras escuchaba, pensé —y hoy en día aún lo pienso más— que Bogdanovich corría el riesgo de dejarse arrastrar por la corriente de la nostalgia cinéfila, peligroso estado en el que alguien se regocija recordando el cine clásico perdido, el que fue y no volverá, y que conduce directamente al desencanto. Por eso estoy seguro de que la inteligencia de Bogdanovich pasa más por la melancolía romántica que por esa porno-nostalgia tan dañina para quien la practica.

Pero volvamos a su sobrina. Poco tiempo antes de su presencia en Sitges, Peter Bogdanovich estaba casado con Dorothy Stratten, bellísima actriz rubia, playmate y protagonista del film Star 80. La Stratten fue asesinada en 1980 por su exmarido y ese suceso marcó profundamente a Bogdanovich, que luego contaría la experiencia en el libro La muerte del unicornio. Nuestra sorpresa fue descubrir que el apellido de su sobrinaLío en BroadwayShe’s funny that Way