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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Kristi Goldberg

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una pasión desconocida, n.º 1151 - septiembre 2017

Título original: Dr. Desirable

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-057-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Aquella mujer tenía cara de ángel y cuerpo de locura.

Por desgracia para el doctor Nick Kempner, Michelle Lewis lo tenía en muy baja estima por el pequeño incidente ocurrido unos meses atrás en la boda de su hermana.

Nick seguía sin comprender por qué se había ofendido tanto por llamarla princesa. Al fin y al cabo, era lo que parecía con aquel vestido de dama de honor. Teniendo en cuenta que lo había llamado sapo con esmoquin, el ofendido debería de ser él. Claro que su ex mujer le habría llamado algo peor.

Aquel día, Michelle Lewis, en su papel de gurú de relaciones públicas del San Antonio Memorial seguía siendo una mezcla de pecado y santidad. No le había puesto buena cara cuando Nick había llegado un poco tarde a la reunión. Bueno, había llegado bastante tarde, sí. Teniendo en cuenta que Michelle era la única que quedaba en la sala de juntas, estaba claro que se había perdido la reunión entera.

Michelle apenas se dignó a dedicarle una mirada cargada de desaprobación cuando él se apoyó en la mesa y la observó. Siguió guardando sus cosas sin ni siquiera decirle «lárgate de Dodge, Nick».

Como un niño, esperó a que reparara en su presencia. No sucedió.

–¿Qué me he perdido? –tuvo que preguntar al final.

–La reunión entera. Hemos terminado hace cinco minutos.

Nick se encogió de hombros.

–Perdón por llegar tarde. Tenía quirófano a las nueve y he tardado más de lo previsto.

Michelle guardó el ordenador portátil.

–Es la segunda reunión seguida que se pierde. Tal vez debería pensarse mejor estar en el comité si eso perturba su horario.

Nick sonrió.

–Podríamos tener las reuniones en el quirófano. Podría hacer sus presentaciones mientras yo hago un implante de cadera.

Le pareció que sus labios se curvaban en una débil sonrisa, pero no lo suficiente como para que se le marcaran aquellos encantadores hoyitos.

–Interesante sugerencia, pero los demás médicos se las arreglan para venir a la reunión mensual sin tener que recurrir a medidas tan drásticas.

–Supongo que no soy como los demás, señorita Lewis. Prefiero anteponer las necesidades de mis pacientes. Soy así de rarito cuando se trata de mi trabajo –contestó él encantado de ponerla en su sitio.

A juzgar por cómo se estaba cruzando de brazos y mirándolo con aquellos ojos azul índigo, no había sido una buena idea.

–Una cualidad admirable, pero necesito que los médicos me ayuden para que esta campaña publicitaria salga bien.

Había llegado el momento de ser diplomático.

–¿Qué tal va, por cierto?

–Muy bien, gracias. Hoy hemos hablado de los nuevos equipos pediátricos y de cómo los vamos a utilizar en los anuncios.

Nick no podía dejar de mirar el jersey rojo sin mangas que le marcaba los pechos. La falda de punto negro le cubría hasta las pantorrillas, pero dejaba adivinar las maravillosas piernas que había debajo. El pelo, largo y oscuro, brillaba como la superficie de la mesa y Nick se moría por tocarlo.

–¿Qué va a salir en los anuncios? ¿La nueva UCI?

–Vamos a utilizar la nueva sala de familia.

–¿Sí? ¿Está segura?

Michelle lo miró molesta.

–Muy segura –contestó–. Queremos que los padres sepan que tienen una habitación donde descansar cuando sus hijos están enfermos. Además, según lo que nos ha dicho el doctor Rainey en la reunión, todo el mundo da por hecho que hay equipos de alta tecnología.

Nick supuso que Al Rainey estaba intentando ganar puntos con Michelle. Aquello lo enfureció. Aquel tipo era un perfecto capullo con las mujeres. Alguien debería recordarle a menudo que estaba casado.

–Sin ánimo de ofender, Al Rainey es cirujano plástico –dijo Nick pensando que, encima, era mediocre–. Su fuerte son los estiramientos, no las campañas publicitarias.

–En realidad, la idea fue mía.

Vaya, qué metedura de pata.

–¿De verdad?

Michelle frunció el ceño.

–Sí y la verdad es que el doctor Rainey se ha mostrado de lo más cooperador. Además, siempre llega pronto a las reuniones.

Nick intentó ignorar la referencia a su tardanza, pero le molestó que defendiera al libertino del hospital.

–Dicen que llega pronto a todo.

Michelle tosió y se puso como un tomate.

–Es el presidente del comité y ha estado de acuerdo en que nos centremos en la sala de familia.

Nick se apostaba el cuello a que Al estaba centrado en ella.

No podía controlar los celos y tampoco pudo controlar las ganas de darle donde más le dolía, como había hecho ella en la boda y como estaba haciendo en aquellos momentos.

–Si queremos que nos tomen en serio, debemos ofrecer medicina de calidad. Claro que no sé si mi opinión contará porque está visto que yo llego mucho más tarde que Rainey a ciertas cosas.

Michelle se quitó las gafas y lo miró con calma aunque todavía sonrojada.

–Por supuesto que su opinión cuenta, doctor. Le prometo que el nuevo equipo se mencionará en el anuncio. ¿Le vale así?

Lo único que le valdría sería besarla.

–Sí, me vale, señorita Lewis.

Por fin, sonrió abiertamente y Nick vio aquellos hoyitos maravillosos.

–Me alegro mucho, doctor Kempner. ¿Algo más?

Sí, la verdad es que unas cuantas y ninguna decente.

–No, nada más –sonrió–. Eso es todo, para empezar.

 

 

De todos los médicos engreídos e inaguantables, Nick Kempner estaba el primero en la lista y eso que la lista era larga.

Aquel hombre la sacaba de quicio. Todo había comenzado cuando los habían presentado oficialmente en la boda de Brooke y Jared. Por respeto a su hermana y a su cuñado, lo había tolerado. Por respeto a su trabajo, lo había tolerado ese día. No era que fuera feo, la verdad.

Sin embargo, ella no se doblegaba ante un hombre si no era estrictamente necesario. Seguramente, muchas mujeres estarían dispuestas a hacer el pino por él. Le debía de bastar con mirarlas a los ojos con su mirada oscura. Inmediatamente se verían transformadas en sumisas ovejitas buscando un pastor.

Pero ella no era así. Ya había conocido a suficientes embaucadores de buenas palabras que solo tenían en mente llevársela a la cama prometiéndole matrimonio y asegurándole que eran médicos cuando era todo mentira. Nick no tenía nada que ver con aquello, pero daba igual. No quería saber nada de su fama con las mujeres ni le importaba que fuera el mejor amigo del marido de Brooke, que le había dicho que tenía que conocerlo mejor. A pesar de los esfuerzos por emparejarlos de su hermana y su cuñado y de que Nick era todo carisma, no pensaba caer en aquello.

Michelle se dirigió a los ascensores pensando en la reunión, que había ido muy bien.

–Señorita Lewis, espere.

Dios, ¿la estaba siguiendo?

–¿Alguna otra cosa, doctor Kempner?

–No –contestó él con una sonrisa arrebatadora.

Michelle se sintió medio desnuda y se apretó el ordenador contra el pecho.

–¿Entonces?

–Solo quería que me concediera un minuto.

Se pararon delante de los ascensores y tuvo que mirarlo.

–Aquí llega el ascensor, Michelle –dijo Al Rainey desde dentro.

–No, ya voy en el próximo.

–¿Seguro? –sonrió Al.

–Sí, sí –contestó ella mirando a Nick con impaciencia–. ¿Qué puedo hacer por usted?

–Es un encanto, ¿verdad?

–Con ese acento, doctor Kempner, no sé cómo no se llama Billy Bob.

–Supongo que se me notan las raíces.

–¿Las raíces?

–Nací y me crié en Texas.

–Ah, esas raíces –dijo ella mirándole los pies. Zapatillas de deporte. Lo volvió a mirar a los ojos.

–Sí, claro, esas raíces, no las del pelo, como a Al, que se las tiene que teñir ya.

Michelle intentó no sonreír.

–No le cae bien, ¿eh?

–¿Se nota?

–Solo un poco –contestó apoyándose en la pared que había entre los dos ascensores–. Tengo prisa, así que si me dice lo que quiere…

Nick la miró a los ojos. Michelle intentó mirar hacia otra parte, pero no pudo.

–Me quería disculpar por cuestionar su criterio y por mi comportamiento en la boda de Brooke y Jared.

¿Disculparse? Era lo último que Michelle se esperaba.

–Disculpas aceptadas, doctor Kempner. ¿Eso es todo?

Nick apoyó el hombro derecho en la pared. Qué bien olía.

–Llámeme Nick y no, no es todo. Me pasé un poco.

Michelle estaba empezando a perder el control. Sentía el pulso desbocado. Hacía un rato, le había molestado que no llegara a la reunión y ahora le estaba molestando encontrarlo guapo. ¿Pero es que no iba a aprender nunca?

–Hagamos una tregua.

–Me parece bien. Al fin y al cabo, estamos juntos en esto.

¿Por qué aquello le había sonado tan íntimo?

–Sí, supongo que tienes razón.

–¿Quieres que te ayude? –le preguntó Nick señalándole el pecho.

–¿Perdón?

–El ordenador.

Michelle miró el aparato, del que se había olvidado por completo.

–No, ya puedo yo –contestó.

Se separó de la pared, se colgó el ordenador del hombro y le dio al botón del ascensor. Se giró y se lo encontró a muy pocos centímetros de ella, muy cerca, demasiado cerca. Tan cerca que hubiera podido acariciarle la barbilla, haber dibujado el contorno de sus labios y…

Por suerte, llegó el ascensor y Michelle se metió a toda velocidad. Él se quedó allí, con las manos en los bolsillos de la bata, un insolente mechón de pelo oscuro cayéndole en la frente y el vello del pecho asomándole por el jersey de pico.

–Que tenga un buen día, señorita Lewis.

–¿No quiere bajar conmigo? –preguntó ella aguantando las puertas abiertas.

Nick sonrió lenta y encantadoramente.

–Eso suena de maravilla, pero tengo que pasar consulta. Tal vez, en otra ocasión.

Michelle sintió que se ponía como la grana. Antes de que las puertas se cerraran, lo vio decirle adiós con la mano con una gran sonrisa.

De todos los médicos guapos y sensuales, Nick Kempner estaba el primero en la lista y eso que era una lista muy pequeña.

 

 

El sol de agosto pegaba con fuerza en el jardín. El intenso calor indicaba que el verano de Texas estaba lejos de terminar. Michelle sintió que una gota de sudor le resbalaba entre los pechos y corría por debajo del bañador. Se quitó un mechón de pelo de la cara y se dio cuenta de que llevaba dos días enteros pensando e incluso soñando con Nick Kempner.

Observó a los invitados a la barbacoa, que charlaban en grupos sobre el inmaculado césped de casa de Brooke y Jared. Nick no estaba, pero le habían dicho que lo habían invitado. Tal vez, estuviera ocupado con alguna enfermera. Aquello la irritó.

Se echó atrás en la hamaca y le dio un trago a la limonada e intentó pensar en el trabajo

Pero se encontró pensando en él de nuevo. Ojalá se lo pudiera quitar de la cabeza. Vio a su cuñado y a su hermana agarrados de la mano. Jared miraba a su mujer como si fuera la reina del universo. Su hermana pequeña solía mirarla a ella así, pero ya no.

Era normal porque Brooke tenía su vida con Jared y ella, entre el trabajo y cuidar de sus padres, no tenía mucho tiempo para ver a su hermana. Eran adultas con vidas de adultas. Ya no eran aquellas niñas prácticamente siamesas. Brooke ya no la necesitaba tanto y así debía ser.

Entonces, ¿por qué se sentía de repente como un héroe caído en desgracia?

Jared se colocó en la cabecera de la mesa y silbó para reclamar la atención de los presentes.

–Escuchad, amigos, tenemos una cosa que deciros.

Michelle se puso la toalla en la cintura y se acercó.

–Como todos sabéis, llevo de baja desde el accidente. Con la ayuda de mi guapa fisioterapeuta, que es hoy mi mujer, voy a poder volver a operar por fin.

Todo el mundo aplaudió.

–Hay algo más –continuó Jared haciéndole un gesto a Brooke para que se pusiera a su lado–. ¿Se lo dices tú, mi amor?

Brooke asintió. No, no podía ser. Si fuera aquello, su hermana se lo habría dicho.

–Vamos a tener un hijo –rio Brooke.

Michelle sintió un puñal de dolor en el corazón mientras su hermana y su cuñado se besaban encantados. ¿Por qué no se lo había dicho antes que a los demás?

Sabía que debía alegrarse por ellos, que debería ir a darles la enhorabuena, como estaba haciendo su madre, que estaba abrazando a su hija con lágrimas en los ojos, y su padre, que le estaba dando una palmaditas a Jared en el hombro. Pero no pudo.

El miedo y el dolor la tenían atenazada. Dolor por que Brooke no se lo hubiera dicho y miedo por el asma tan fuerte que tenía su hermana y que seguro que no era bueno para el embarazo.

Michelle sintió ganas de llorar, pero se reprimió porque odiaba hacerlo. ¿Por qué estaba siendo tan egoísta?

Tenía que salir de allí cuanto antes. Pasó junto a los demás y se metió en la casa. Menos mal que estaba sola.

Una vez en la cocina, dejó que las lágrimas fluyeran libremente. Así estuvo un rato y, por fin, se puso a recoger la cocina como una posesa. Se le cayó un tenedor y se agachó a recogerlo llorando sin parar. Entonces, vio dos piernas morenas y masculinas. Subió la vista y vio un bañador azul. Más allá, dos brazos perfectos y un torso musculoso cubierto por una camiseta blanca. Lo miró a los ojos y supo que estaba en apuros.

Era él.

El menos indicado para verla así.