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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Sarah M. Anderson

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Traiciones y secretos, n.º 145 - septiembre 2017

Título original: His Son, Her Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-016-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Este sitio es asqueroso –sentenció Byron Beaumont.

Sus palabras resonaron en las paredes de piedra.

–No lo veas como está –le dijo su hermano mayor Matthew desde el altavoz de su teléfono.

Era más fácil para Matthew hacer una llamada que viajar a Dénver desde California, donde estaba viviendo felizmente en pecado.

–Imagínate en lo que se puede convertir.

Byron giró lentamente a su alrededor inspeccionando aquel lugar abandonado, tratando de no pensar en que Matthew, así como el resto de sus hermanos mayores, estaban felizmente casados o emparejados. Hasta no hacía mucho, los Beaumont no habían tenido ningún interés por sentar la cabeza, al contrario que él, que siempre había pensando que acabaría casándose.

Entonces, todo le había explotado en la cara. Y mientras él se había estado lamiendo las heridas, sus hermanos, todos ellos adictos al trabajo y mujeriegos, se habían ido emparejando con unas mujeres estupendas.

Una vez más, Byron era el que no se ajustaba a lo que se esperaba de los Beaumont.

Se obligó a prestar atención al local en el que estaba. El techo era abovedado y, allí donde no había arcos, era bastante bajo. Había telarañas por todas partes, incluyendo la bombilla que colgaba del centro de la estancia y que llenaba de sombras los rincones. Los enormes pilares que soportaban los arcos estaban uniformemente distribuidos, ocupando una gran superficie del espacio. Una capa de polvo cubría las ventanas de media luna y lo que se veía por ellas era maleza. Aquel sitio olía a moho.

–¿En qué se puede convertir? Esto hay que demolerlo entero.

–No –dijo Chadwick Beaumont, el hermanastro mayor de Byron, tomando a su hija de brazos de su esposa–. Estamos justo debajo de la destilería. Originalmente era un almacén, pero estamos convencidos de que puedes darle un uso mejor.

Byron resopló. Él no lo tenía tan claro.

Serena Beaumont, la esposa de Chadwick, se acercó a Byron para que Matthew pudiera verla por el teléfono.

–Cervezas Percherón ha tenido un gran lanzamiento gracias a Matthew. Pero queremos que esta destilería ofrezca algo más que cerveza artesana.

–Tenemos que poner la vieja compañía en el lugar que le corresponde –dijo Matthew–. Muchos de nuestros antiguos clientes lamentan cómo la cervecera Beaumont fue arrancada de nuestra familia. Cuando más crezca Cervezas Percherón, más fácil nos será recuperar nuestra antigua clientela.

–Y para hacer eso –continuó Serena en un tono demasiado suave como para estar hablando de asuntos de negocios–, tenemos que ofrecer a nuestros clientes algo diferente a lo que les ofrece la cervecera Beaumont.

–Phillip está trabajando con un diseñador gráfico para incluir a sus percherones en la imagen corporativa de la compañía, pero tenemos que tener cuidado con el registro de marcas –añadió Chadwick.

–Exactamente –convino Matthew–, por lo que nuestra seña de identidad no pueden ser los caballos, al menos todavía.

Byron puso los ojos en blanco. Debería haberle pedido a su hermana gemela Frances que lo acompañara. Así podría tener alguien que lo apoyara. Se estaba viendo empujado hacia algo que parecía condenado desde el principio.

–Vosotros tres me estáis tomando el pelo, ¿no? ¿De verdad queréis que abra un restaurante en esta mazmorra? –dijo reparando en la capa de polvo y moho que había a su alrededor–. No, eso no va a ocurrir. Este sitio es una porquería. En este entorno, no puedo cocinar y tampoco creo que a nadie le apetezca venir a comer aquí –añadió, y reparó en el bebé que Chadwick sostenía contra su hombro–. De hecho, no creo que sea bueno respirar este aire sin máscaras. ¿Cuándo fue la última vez que se abrieron las puertas.

–¿Le has enseñado la zona de trabajo? –preguntó Matthew mirando a Serena.

–No, pero lo haré ahora mismo.

Serena se dirigió hacia las enormes puertas de madera del fondo. Eran lo suficientemente grandes como para dejar pasar un carruaje tirado por una pareja de percherones.

–Espera que te ayude, cariño –dijo Chadwick al ver que Serena trataba de levantar el enorme pestillo–. Toma, sujeta a Catherine –le pidió a Byron.

De pronto, Byron se encontró con un bebé en brazos. A punto estuvo de caérsele el teléfono cuando Catherine se echó hacia atrás para mirar a su tío.

–Eh, hola –dijo Byron nervioso.

No sabía nada de bebés en general, ni de aquel en particular. Lo único que sabía era fruto de una relación anterior de Serena y que Chadwick la había adoptado.

El rostro de Catherine se contrajo. Ni siquiera sabía qué tiempo tenía. ¿Seis meses, un año? No tenía ni idea. Ni siquiera estaba seguro de que la estuviera sujetando bien. Aquella diminuta persona parecía a punto de llorar. Se estaba poniendo colorada.

–¿Chadwick, Serena?

Por suerte, Chadwick abrió la puerta y el chirrido distrajo al bebé. Luego, Serena tomó a Catherine de brazos de Byron.

–Gracias –dijo como si Byron hubiera hecho algo más que sujetar a la niña.

–De nada.

Byron se dio cuenta de que Matthew se estaba riendo.

–¿Qué? –preguntó susurrando a su hermano.

–La expresión de tu cara… ¿Es la primera vez que sostienes en brazos a un bebé?

–Soy un chef, no una canguro –replicó–. ¿Alguna vez has preparado espuma de aceite de trufa?

Matthew se rindió, levantando las manos.

–Está bien, está bien. Además, nadie ha dicho que para abrir un restaurante haya que saber de niños.

–¡Byron! –lo llamó Serena desde los portones–. Ven a ver esto.

A regañadientes, Byron recorrió aquella estancia húmeda y fría, y subió la rampa que llevaba a la zona de trabajo. Lo que vio, a punto estuvo de dejarle sin respiración.

En vez de encontrarse con la suciedad y el deterioro que reinaba en el viejo almacén, la zona de trabajo había sido reformada en los últimos veinte años. Había armarios y encimeras de acero inoxidable contra las paredes de piedra, que estaban pintadas de blanco. La luz de las lámparas industriales era demasiado intensa, pero evitaba que aquella habitación pareciera un rincón del infierno. Había telarañas por doquier, pero el contraste con la otra sala era sorprendente.

«Esto tiene potencial», pensó Byron.

–Según tenemos entendido, la gente que empleó esta destilería para fabricar cerveza, arregló esta sala. Aquí experimentaban con ingredientes en pequeñas proporciones.

Byron se acercó a la cocina de cinco hornillos. Era un modelo de cocina profesional.

–Esto está mejor –convino–, pero el equipamiento no es el necesario para un restaurante. No puedo cocinar con tan pocos hornillos. Habría que desmontarlo todo. Sería como empezar de cero.

Se quedaron en silencio y fue Matthew el que lo rompió.

–¿No es eso lo que quieres?

–¿Qué?

–Sí, bueno –dijo Chadwick y carraspeó antes de continuar–. Pensábamos que, después de pasar un año en Europa, querrías…

–Que preferirías empezar de nuevo –concluyó Serena–, que te gustaría tener un sitio propio y llevar la voz cantante.

Byron se quedó mirando a su familia.

–¿De qué estáis hablando?

No hacía falta que le contestaran. Sabía perfectamente lo que estaban pensando. Había tenido un empleo trabajando para Rory McMaken en su restaurante bandera, Sauce, en Dénver, y no solo había sido despedido por lo que todos creían que habían sido diferencias creativas, sino que se había ido a Francia y España. Y todo porque no había sabido encajar las críticas que McMaken había hecho de él y de toda su familia en su programa del canal gastronómico Foodie TV.

Lo cierto era que no sabían lo que en realidad había pasado.

Byron había limitado su contacto con el resto de la familia durante los últimos doce meses, excepto con su hermana gemela, Frances. Casi todas las noticias de la familia se las había filtrado Frances. Así era como Byron se había enterado de que Chadwick no solo se había divorciado sino que se había casado con su secretaria y había adoptado a su hija. También de que Phillip se iba a casar con una adiestradora de caballos. Sin lugar a dudas, se habían enterado por Frances de dónde había estado.

Aun así, Byron se sentía conmovido por la preocupación de su familia. Con su marcha, había querido protegerlos de los efectos de su único gran error, Leona Harper. Allí estaban, tratando de convencerlo de que volviera a Dénver para que hiciera borrón y cuenta nueva.

Chadwick empezó a decir algo, pero se quedó callado y miró a su esposa.

–No necesitas recurrir a financiación externa –le dijo Serena a Byron–. Los costes iniciales serán sufragados con tu parte de la venta de la cervecera Beaumont y con los fondos que aportará Cervezas Percherón.

–El edificio ya lo hemos comprado –añadió Chadwick–. La renta no será nada comparado a lo que pagarías en el centro de Dénver. Los gastos del personal y de los suministros tendrán que ser cubiertos por el restaurante, eso será todo. No tendrás que preocuparte de la financiación.

–Y –intervino Matthew–, puedes hacer lo que quieras. Puedes poner la decoración que quieras y servir la comida que prefieras, desde patatas y hamburguesas a espuma de aceite de trufa. La única condición es que las cervezas Percherón ocupen un puesto destacado en la carta de bebidas, puesto que el restaurante está en el sótano de nuestra destilería. Por lo demás, tienes carta blanca.

Byron miró a Chadwick, a Serena y, por último, a su hermano Matthew en la pantalla.

–¿De verdad pensáis que aquí se venderá bien la cerveza?

–Puedo darte una copia del estudio de rentabilidad que he preparado –terció Serena.

Chadwick miró a su esposa sonriendo, lo cual le resultó extraño. Byron no recordaba que su hermano fuera muy dado a sonreír.

No podía creer que se lo estuviera considerando. Había disfrutado viviendo en Madrid y trabajando en El Gallio, un restaurante capitaneado por un chef al que le preocupaba más la comida y los clientes que el nombre de su marca.

Había transcurrido un año durante el cual se había abierto paso en el mundo de la hostelería, pasando de trabajar en una cadena a hacerlo en un restaurante de tres estrellas Michelín como El Gallio, uno de los mejores establecimientos del mundo. Se había hecho un nombre por sí mismo, sin ayuda de su padre ni de su familia, y estaba muy orgulloso por ello. ¿Estaba dispuesto a dejar todo aquello para volver a casa?

Lo que más le había gustado de vivir en Europa había sido el anonimato. Allí, a nadie le importaba si era un Beaumont o si se había ido de su país en medio de un escándalo. A nadie le importaba lo que pasara con la cervecera Beaumont o con las cervezas Percherón, o las noticias que cualquiera de sus hermanos estuviera generando.

A nadie le importaba la eterna contienda entre los Beaumont y los Harper, y que había provocado la venta de la cervecera Beaumont. Nadie reparaba en Byron y en Leona Harper. Y eso le gustaba.

Leona…

Si iba a quedarse en casa, sabía que tendría que enfrentarse a ella. Tenían algunos asuntos pendientes. Quería mirarla a la cara y obligarla a que le explicase por qué. Eso era todo lo que quería. ¿Por qué le había ocultado durante casi un año quién era realmente? ¿Por qué había preferido a su familia y no a él? ¿Por qué había descartado todo lo que habían planeado?

A lo largo del último año, Byron había trabajado sin descanso solo para olvidarla. Tenía que aceptar el hecho de que quizá nunca consiguiera olvidarla a ella o a la manera en que lo había traicionado. Bueno, era parte de la vida. A todo el mundo el rompían el corazón alguna vez.

No quería volver con ella. ¿Por qué habría de quererlo? ¿Para que su padre y ella pudieran volver a destruirlo otra vez?

No, lo que quería era vengarse. La pregunta era cómo iba a hacerlo.

Entonces recordó algo. Antes de que todo acabara, Leona había estado estudiando Diseño Industrial. Habían hablado del restaurante que abrirían juntos, ella se encargaría de diseñarlo y él de llevarlo. Sería un negocio propio y únicamente de ellos.

Había pasado un año. Quizá ella tuviera un trabajo o hubiera montado su propia empresa. Si la contrataba, trabajaría para él. Tendría que hacer lo que él dijera. Le demostraría que no tenía ningún poder sobre él, que no podía hacerle daño. Ya no era el mismo crío inocente que se había dejado cegar por el amor mientras trabajaba para un ególatra. Él era un chef. Tendría su propio restaurante, sería su propio jefe y estaría al mando.

Al fin y al cabo, era un Beaumont y ya era hora de comportarse como tal.

–¿Puedo contratar a quien quiera para que se ocupe de la decoración?

–Por supuesto –contestaron Chadwick y Matthew al unísono.

Byron se quedó mirando la zona de trabajo y luego la nave que había sido el viejo almacén a través de las puertas.

–No puedo creer que esté planteándome esto –murmuró.

Podía regresar a España y volver a la vida que se había construido, libre de su pasado. El problema era que nunca podría liberarse de su pasado, y ya estaba harto de esconderse.

Miró a sus hermanos y a Serena, todos ellos deseosos de que volviera al hogar familiar.

Aquello era un error. Claro que en todo lo que tuviera que ver con Leona, seguramente siempre tomaría la decisión equivocada.

–De acuerdo, lo haré.

 

 

–¿Leona?

La voz de May irrumpió a través del altavoz del teléfono.

Leona descolgó rápidamente el auricular antes de que su jefe, Marvin Lutefisk, director de Diseños Lutefisk, oyera que era una llamada personal.

–Sí, dime, ¿qué pasa? ¿Va todo bien?

–Percy está inquieto. Creo que vuelve a tener otra infección de oído.

Leona suspiró.

–¿Todavía nos quedan las gotas de la última vez?

No podía permitirse pagar otra consulta de cien dólares, para que el médico simplemente dedicara tres segundos a mirarle los oídos a Percy y le extendiera una receta.

Pero la otra opción no era mucho mejor. Si Percy tenía tres infecciones más, iban a tener que pensar en ponerle unos tubos de ventilación en los oídos y, a pesar de que era una intervención mínima, se salía del presupuesto de Leona.

–Creo que queda un poco –dijo May no muy convencida.

–Conseguiré más –anunció Leona.

Quizá pudiera convencer a las enfermeras para que le dieran alguna muestra.

Al igual que había hecho cada día desde el nacimiento de Percy, Leona pensó en lo diferentes que habrían sido las cosas si Byron Beaumont siguiera formando parte de su vida. Aunque no necesariamente tendría resuelto el tema del seguro médico, al menos no tendría que soportar que su hermana pequeña May la tratara como si tuviera solución para todo.

Por una vez le gustaría tener a alguien en quien apoyarse en vez de ser ella la que cargara con todo el peso.

Pero soñar despierta sobre de lo que podía haber sido no iba a ayudarle a pagar las facturas.

–Escucha –le dijo a May–, todavía estoy en el trabajo. Si se pone peor, llama al pediatra. Mañana podría llevarle, ¿de acuerdo?

–Muy bien. ¿Llegarás a casa a la hora de la cena, verdad? Esta noche tengo clase, no lo olvides.

–No lo olvidaré –dijo justo en el momento en que su jefe pasaba por delante de su cubículo–. Tengo que dejarte –susurró y colgó.

–Leona –dijo Marvin con su voz nasal–. ¿Estás ocupada?

Leona mostró su mejor sonrisa.

–Estaba hablando con un cliente, señor Lutefisk. ¿Alguna novedad?

Marvin sonrió y los ojos le brillaron bajo los gruesos cristales de las gafas. No era un mal jefe. Marvin le estaba dando la oportunidad de ser alguien aparte de la hija de Leon Harper, y eso era lo que quería. Eso, y la oportunidad de meter la cabeza en el mundo del diseño industrial. Leona siempre había soñado con diseñar bares y restaurantes, lugares públicos en los que las formas y los usos se fundieran con una aplicación práctica del arte y el diseño. Lo suyo no eran las fachadas de los centros comerciales y cosas por el estilo, pero, al igual que todo el mundo, por algún sitio había que empezar.

–Nos ha llegado una solicitud para un nuevo pub de cervezas al sur de la ciudad –dijo Matthew, y se quedó mirándola, ladeando la cabeza–. No solemos hacer estas cosas en Diseños Lutefisk, pero la persona que ha llamado ha pedido que te encargaras tú.

Una gran emoción la invadió. ¡Un restaurante! ¡Y habían pedido que se encargase ella! Aquello era estupendo. Pero Leona recordó que estaba hablando con su jefe.

–¿Le parece bien que me ocupe yo? Si prefiere hacerlo usted mismo, estaré encantada de ser su ayudante.

No le gustaba la idea. Si era ella la diseñadora encargada en vez de la ayudante, conseguiría una comisión más alta, suficiente para cubrir los gastos médicos de Percy. También podría costear el préstamo de estudios de May.

Marvin era muy especial en el grado de implicación de sus ayudantes.

–Bueno… –dijo Marvin colocándose las gafas en su sitio–. La persona que ha llamado ha sido muy específica: ha pedido que te ocupes tú.

–¿De veras? Quiero decir que es estupendo –dijo Leona, tratando de mantener la calma.

¿Cómo era posible? ¿Quizá por el último encargo en aquella boutique de lujo? A la dueña le habían fascinado los cambios que había hecho al proyecto de Marvin. Tal vez, las referencias vinieran de ahí.

–Quiere que esta misma tarde veas el local. ¿Tienes un rato?

«¡Por supuesto!», estuvo a punto de exclamar.

Pero después de años tratando de contentar a su padre sabía muy bien lo que debía decir para agradar a un hombre en un puesto de mando.

–Estoy terminando el papeleo para la papelería…

Marvin sacudió la mano en el aire.

–Eso puede esperar. Anda, ve. A ver si merece la pena ese encargo. Charlene te dará la dirección.

–Gracias.

Leona recogió su tableta y su bolso. Charlene, la recepcionista, le dio la dirección y se dirigió al coche a toda prisa.

Escribió la dirección en el GPS. No tenía ninguna otra información aparte de que estaba al sur de la ciudad. Quizá fuera una buena señal. Quizá no se tratara de una reforma sino de un proyecto desde cero. Eso supondría no solo facturar más horas de trabajo, sino la posibilidad de hacerse un nombre con el que darse a conocer y crear su propia empresa.

El GPS calculó que tardaría unos cuarenta minutos en llegar al pub. Leona llamó a May para saber si había habido alguna novedad y luego se puso en camino.

Treinta y siete minutos más tarde, Leona pasó junto a un pequeño cartel en el que se leía «Cervezas Percherón», y tomó un camino que llevaba hasta un conjunto de viejos edificios de ladrillo. Miró sobrecogida la chimenea. Un humo blanco salía lentamente de ella, y esa era la única señal de vida.

Cervezas Percherón. ¿Por qué le resultaba familiar ese nombre? Lo había oído en alguna parte a pesar de que no bebía cerveza. Tendría que fingir en la reunión que lo conocía. Ya buscaría información más tarde.

El GPS la condujo bajo una pasarela hasta la parte trasera de un edificio y le indicó que aparcara en un terreno de grava en el que crecía mala hierba por doquier. Más adelante, vio una rampa que bajaba hacia una puerta abierta.