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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Susan Wiggs

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce como la miel, n.º 136 - septiembre 2017

Título original: The Beekeeper’s Ball

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-042-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Primera Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Segunda parte

Capítulo 6

Capítulo 7

Tercera parte

Capítulo 8

Capítulo 9

Cuarta parte

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Quinta parte

Capítulo 13

Capítulo 14

Sexta parte

Capítulo 15

Capítulo 16

Séptima parte

Capítulo 17

Octava parte

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

Para dos hermosas damas llamadas Clara Louise: mi madre y mi nieta

Primera Parte

 

Una abeja ocupada en libar néctar raramente picará, salvo cuando se la asuste o la pisen. Si una abeja presiente una amenaza o es alertada por el olor de las feromonas de ataque, reaccionará agresivamente y picará. El aguijón de la abeja obrera está revestido de púas, y cuando se hunde en la piel de su víctima, se desprende de su abdomen, provocándole la muerte al cabo de unos instantes.

 

Sin embargo, el aguijón de la abeja reina no posee púas.

 

La reina puede picar una y otra vez sin morir.

 

TARTA «PICADURA DE ABEJA»

 

 

La tradicional Bienenstich (tarta de picadura de abeja) es una complicada elaboración de masa de brioche y crema pastelera, cubierta de una crujiente capa caramelizada de almendras, miel y mantequilla. Esta versión simplificada es igual de deliciosa, sobre todo para desayunar con una buena taza de café.

 

MASA

 

2 1/4 tazas de harina

4 cucharadas soperas de mantequilla

2 cucharadas soperas de miel

1 1/2 cucharadita de levadura en polvo

3/4 cucharadita de sal

2 huevos

1/4 taza de agua, o leche, templada

 

Mezclar todos los ingredientes para la masa en un bol y remover hasta formar una bola pegajosa y elástica. Depositar la masa sobre una tabla ligeramente untada con aceite y amasar durante cinco o siete minutos hasta que la consistencia sea suave. Si posee una batidora con función amasadora, puede utilizarla, a velocidad media durante cuatro o siete minutos. Verter la masa en un bol untado con mantequilla derretida y darle la vuelta repetidamente para que la masa se impregne bien. Cubrir el bol con un paño o papel film plástico y dejar que suba durante una hora aproximadamente, hasta que su aspecto sea suave y esponjoso.

Transferir de nuevo la masa a una tabla untada con aceite, doblarla (puede que se oiga el sonido, semejante a un suspiro, del aire al escapar) y formar una bola. Colocar la masa en un molde de unos 25 centímetros, previamente forrado de mantequilla. También se puede emplear un molde para bizcochos de 33 × 23 centímetros. No hay que preocuparse si la masa parece despegarse del borde del molde. Basta con dejarla descansar para que el gluten se relaje, facilitando el manejo de la masa. Pasados unos treinta minutos, estirar suavemente la masa y fijarla a los bordes del molde.

Mientras la masa descansa, preparar la cobertura.

 

 

COBERTURA DE MIEL, ALMENDRA Y CARAMELO

 

6 cucharadas soperas de mantequilla

1/3 taza de azúcar

3 cucharadas soperas de miel

2 cucharadas soperas de nata espesa

1 1/2 taza de almendras laminadas

Una pizca de sal

 

Derretir la mantequilla en un cazo a temperatura media. Añadir el azúcar, la miel y la nata. Llevar la mezcla a ebullición y cocer entre tres y cinco minutos hasta conseguir un jarabe dorado. Añadir las almendras y dejar enfriar ligeramente la mezcla. A continuación, extenderla sobre la masa de la tarta.

Hornear la tarta a unos 175°C durante veinticinco minutos, hasta que la cobertura de almendra adquiera un profundo tono dorado y un palillo pinchado en la masa salga limpio. Dejar enfriar completamente sobre una rejilla.

Mientras la tarta se enfría, preparar la crema pastelera.

 

 

CREMA PASTELERA

 

1 taza, menos dos cucharadas soperas, de nata espesa, batida hasta que quede montada

2 tazas de natillas de vainilla. Pueden ser caseras, compradas o de sobre. Dependerá de la habilidad y tiempo del repostero

1 cucharada sopera de miel

1 cucharada sopera de Bärenjäger, o cualquier otro licor de miel

 

Servir la tarta en porciones cuadradas o triangulares, con una porción de crema pastelera y una copita de Hidromiel, café o té. El hidromiel es un licor dulce hecho a base de miel. Es la bebida alcohólica más antigua que se conoce.

 

(Fuente: adaptada de una receta tradicional)

Capítulo 1

 

La primera regla del colmenero, y una que Isabel había jurado no romper jamás, era conservar la calma. Pero mientras contemplaba el enorme enjambre de abejas colgadas de una rama de aligustre, temió tener que faltar a su palabra.

La apicultura era nueva para ella, pero eso no era excusa. Estaba preparada para atrapar su primer enjambre. Se había leído todos los libros sobre apicultura de la biblioteca municipal de Archangel. Había visto una docena de vídeos en internet. Pero en ningún libro o vídeo se mencionaba que el zumbido de diez mil abejas sería el sonido más horripilante que hubiera oído jamás. Le recordaba a la música de los monos voladores de El mago de Oz.

–No pienses en los monos voladores –murmuró en un susurro. Y eso, por supuesto, garantizó que no pensara en otra cosa.

Necesitó de toda su fuerza de voluntad y capacidad de control para no correr despavorida hacia la primera acequia, gritando a pleno pulmón.

La mañana había comenzado muy prometedora. Isabel había saltado de la cama al amanecer para saludar otro perfecto día en Sonoma. Unas sutiles franjas de niebla costera alcanzaban los valles y montañas del interior, suavizando las colinas verdes y doradas como si se tratara de un velo nupcial. Isabel se había puesto apresuradamente unos pantalones cortos y una camiseta y se había llevado a Charlie de paseo más allá de los manzanos y los nogales, aprovechando para aspirar el aire cargado de olor a lavanda y a hierba calentada por el sol. El paraíso terrenal.

Últimamente se despertaba muy temprano, demasiado excitada para dormir. Estaba trabajando en el mayor proyecto que se hubiera atrevido a acometer nunca: transformar su hogar familiar en una residencia y escuela de cocina. Los trabajos estaban casi terminados y, si todo iba según lo planeado, iba a poder recibir a los primeros alumnos de la Escuela de cocina Bella Vista para la época de la cosecha.

La enorme y caótica hacienda, de estilo misión, con su manzanar y huerta de plantas culinarias era el enclave perfecto para su proyecto. Hacía mucho tiempo, demasiado, que ese lugar solo era ocupado por ella misma y su abuelo, y los sueños de Isabel siempre habían sobrepasado su presupuesto. Le apasionaba la cocina y estaba enamorada de la idea de construir un lugar al que otros soñadores pudieran acudir para aprender el arte culinario. Y por fin había encontrado el modo de amoldarse a una casa que siempre le había parecido demasiado grande.

Isabel estaba decidida a hacer revivir la casa en todos sus aspectos, llenarla de la vibrante energía de la vida. Y esos días estaba agradecida por poder disponer al fin de los recursos para devolverle a ese lugar su antiguo esplendor.

Lo cual implicaba volver a abrir la hacienda al mundo. Quería que fuera algo más que el lugar en el que su anciano abuelo y ella pasaban los días. Llevaba demasiado tiempo comportándose como una ermitaña. El verano llegaría con una boda cargada de parabienes. Y en otoño daría alojamiento a los alumnos de la escuela de cocina.

Con la cabeza llena de planes para el día había ido con Charlie, el flacucho cruce de perro pastor alemán, a echar un vistazo a las abejas. Al llegar a las colmenas, colocadas sobre una pendiente junto a un irregular camino al final del principal huerto de manzanos, había oído a los monos voladores, y comprendido lo que sucedía. Un enjambre.

Era algo normal. Como una viuda dejando paso a su sucesor, la vieja reina abandonaba la colmena en busca de un nuevo hogar, llevándose con ella a más de la mitad de las obreras. No era habitual que se formara un enjambre tan temprano, pero el sol de la mañana ya calentaba fuerte. Las abejas exploradoras buscaban el lugar ideal para construir una nueva colmena mientras el resto se aferraba en bloque a una rama y esperaba. Isabel debía atrapar al enjambre y meterlo en una colmena vacía antes de que regresaran las exploradoras y se llevaran a todas las abejas lejos de allí.

Rápidamente había enviado un mensaje de texto a Jamie Westfall, el experto en abejas de la comarca. Hacía una semana le había dejado un folleto publicitario en el buzón: Cambio trabajos de mantenimiento de colmenas por miel. Nunca lo había visto, pero había guardado su número de teléfono en la lista de contactos. Por si acaso. Desgraciadamente, un enjambre en ese estadio intermedio era algo efímero, y si ese tipo no aparecía pronto, Isabel debería actuar sola. Tras colocarse la capucha de la sudadera y la careta con mosquitera, y agarrado una caja de cartón con tapa, se había acercado al enjambre colgante.

Se le antojó que sería algo sencillo. Salvo que esa cosa que colgaba del arbusto tenía el aspecto de una horrible barba rojiza y viviente. El zumbido le llenó la cabeza y recorrió su cuerpo como la sangre en las venas. No dejaba de recordarse a sí misma que no había nada que temer a pesar del terrorífico aspecto y el furioso sonido del enjambre. Solo estaban buscando casa, nada más. Cualquiera sería capaz de entender su necesidad. Si algo había que Isabel ansiara más que nada en el mundo era sentirse en casa.

–De acuerdo –murmuró sin apartar la vista de la densa maraña de abejas, con el corazón acelerado.

Capturar un enjambre se suponía que debía ser emocionante. Era la manera ideal de llenar más colmenas y evitaba que las abejas anidaran en lugares incómodos, como en los preciados manzanos de su abuelo.

Las abejas estaban en un estado dócil. No se mostraban a la defensiva porque iban atiborradas de miel y no tenían ningún hogar que defender.

Charlie se tumbó lacónicamente en las hierbas altas junto a la colina y se dispuso a tomar el sol.

–Ya lo tengo –continuó murmurando ella–. Es el enjambre perfecto. Ja, ja, ¿lo pillas, Charlie? –levantó la vista hacia el perro flacucho–. Como el libro. El enjambre perfecto. Me parto de risa.

A Isabel no le parecía extraño hablar con un perro. Siempre lo había hecho. Hija única, criada en Bella Vista, enclaustrada entre manzanares y viñedos, y sobreprotegida por sus abuelos, de niña había aprendido a ser feliz sin otra compañía que la suya propia. De adulta se protegía porque era lo que la vida le había enseñado a hacer.

–Te diré lo que haremos, Charlie –le explicó a su perro–. Voy a actuar. Nada de ruidos fuertes ni movimientos bruscos.

Dejó la caja de cartón en el suelo bajo la rama que se vencía por el peso de las abejas. ¡Cielos!, sí que era grande el enjambre. El sol le calentaba la espalda, recordándole que se le acababa el tiempo.

Con manos temblorosas sujetó las tijeras de podar.

–Ahora –anunció, preparándose para actuar–. Será mejor no esperar más –estaba harta de perder oportunidades. Había que aprovechar el momento.

Con el corazón acelerado, abrió las tijeras de podar y cortó la rama. El enjambre cayó dentro de la caja de cartón… al menos la mayor parte.

El zumbido se intensificó y algunas abejas se separaron del enjambre. Isabel tuvo que hacer acopio de todo su valor para no salir huyendo. Estaba a punto de romper la primera e inviolable regla y perder la calma. ¿Y qué si desaparecía el enjambre? Tampoco era una cuestión de vida o muerte.

Pero sí de orgullo y voluntad. Quería quedarse con las abejas. Bella Vista siempre había sido una granja de labor y la familia Johansen había vivido de los huertos de manzanos y jardines desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

–Muy bien, chicos –masculló entre dientes–. Allá vamos.

Agachándose, ajustó la rama con suavidad para que encajara en el interior de la caja. Las abejas que se habían soltado regresaron junto al enjambre. Iban a permanecer junto a la reina. Era la única manera de sobrevivir.

Isabel, que temblaba de pies a cabeza, levantó la caja del suelo. Pesaba mucho, más de lo que se había imaginado. Y las abejas parecían agitadas. Se movían más deprisa, aunque quizás solo fuera su imaginación. Pero no pudo evitar preguntarse si eso no sería una indicación del regreso de las exploradoras.

Un fuerte pinchazo en el hombro casi le hizo perder el control.

–¡Ay! –exclamó–. ¡Eh, eh, eh! Se supone que deberías ser dócil. ¿Qué te pasa? –seguramente el pobre bicho había quedado atrapado bajo la sudadera–. Despacio y con cuidado –añadió Isabel para sí misma–. Se supone que se me da bien ir despacio y con cuidado. Demasiado bien en opinión de Tess.

Tess era con diferencia la hermana más impulsiva. A veces le exasperaban la cautela y titubeos de Isabel.

Había llegado el momento crítico. El siguiente paso era introducir el enjambre en la colmena vacía.

Y justo en ese instante, Charlie soltó un ladrido, se levantó y trotó hacia el camino. Se oyó el ruido de un motor, su tono totalmente diferente al del zumbido de las abejas. ¿Un trabajador del manzanar?

Se volvió justo en el instante en que un Jeep color amarillo con barra antivuelco y la capota bajada coronaba la colina, bamboleándose sobre el desigual terreno y escupiendo grava a los lados de las ruedas. Un aluvión de abejas salió de la caja y varias aterrizaron siniestramente sobre el velo que cubría el rostro de Isabel.

«Frena», quiso gritar. «Las estás alterando».

El Jeep se detuvo bruscamente en medio de una nube de polvo, y un extraño de largas piernas se bajó de un salto, sujetándose a la barra antivuelco. Tenía los cabellos largos y los hombros anchos, y vestía pantalones militares, camiseta negra y gafas de sol de aviador. Una de las rodillas estaba sujeta con una rodillera articulada y el hombre caminaba con una marcada cojera.

«¿Jamie Westfall?», se preguntó Isabel. No le importaría ni un poquito que fuera él.

–¿Es esta la propiedad Johansen? –preguntó el extraño de voz grave.

Charlie emitió un sonido de satisfacción y volvió a tumbarse en la hierba.

–Estupendo, recibió mi mensaje –saludó ella sin apartar la mirada de la pesada caja llena de movimiento–. Justo a tiempo. Ha llegado en el momento perfecto para echarme una mano.

–¿Está borracha o qué? –preguntó él mientras le dedicaba una mirada desconfiada en un intento de verla a través del velo–. Eso de ahí es un enjambre de jodidas abejas.

–Sí, de modo que si no le importa…

–Mierda, me ha picado –el hombre se dio una palmada en el cuello–. ¿Qué demonios? ¡Jesús! Hay una docena de esas pequeñas jod.. ¡Por Dios!

Los instantes que siguieron estuvieron cargados de más juramentos mientras el extraño agitaba furiosamente las manos hacia unas cuantas abejas rezagadas. Juraba muchísimo. Y soltaba juramentos para matizar los juramentos previos. Sus movimientos agitados alteraban cada vez más a las abejas. Isabel sintió otra ardiente picadura, en esa ocasión en el tobillo, donde terminaba la tela del pantalón.

–No se mueva. Las está poniendo a la defensiva –«menudo colmenero», pensó ella.

–¿Eso cree? Señora, yo me largo de aquí. Yo…

–Pensaba que había venido a ayudar –el zumbido se intensificó y el enjambre de la caja se movió con mayor rapidez, ondulándose como una nube de tormenta viviente–. ¡Oh, no…! –Isabel dejó la caja en el suelo y sacudió la mano hacia una nube de abejas. Las exploradoras habían regresado. Sintió otra picadura, en esa ocasión en la muñeca.

–¡Mierda, cuidado! –el extraño la agarró y la tiró al suelo, cubriéndola con su cuerpo. Charlie soltó un fuerte ladrido de advertencia.

Isabel se sintió invadida por el pánico, un terror que no tenía nada que ver con las abejas. Era más parecido a una gélida cuchilla acerada y, de repente, fue lanzada de vuelta al pasado a algún lugar, un lugar oscuro del que nunca pensó que podría escapar.

–¡No! –exclamó en un susurro.

Arqueó la espalda, levantó una rodilla e impactó en… algo.

–¡Ay! ¡Mierda! ¿Qué demonios le pasa? –el tipo rodó a un lado, llevándose las rodillas al pecho y agarrándose la entrepierna. Su rostro adquirió diversas tonalidades y de sus labios escapó un gruñido.

Isabel se arrastró lejos de él, sin apartar la mirada. Era corpulento, olía a sudor y a polvo de la carretera, y sus ojos reflejaban un rabioso dolor. Pero no la había lastimado.

Estaba tan sorprendida como él por su propia y exagerada reacción. «Tranquila», se dijo a sí misma. «Tómatelo con calma». El pulso se calmó, apagado ante la mortificación que sentía. Justo en ese momento apartó la mirada del extraño y vio alzarse el enjambre en bloque, un grueso y extenso velo de pesada seda, toda la colonia adentrándose en la naturaleza salvaje. La oscura nube de insectos se veía cada vez más pequeña, alejándose como un globo que se hubiera soltado.

–Llega tarde. Se han marchado –observó ella mientras se frotaba el hombro. Furiosa, se puso en pie y le propinó una patada cargada de frustración a la caja de cartón. Unas cuantas abejas muertas se desprendieron de la rama vacía.

–Ya me dará las gracias después –contestó el tipo. Se había sentado y la contemplaba con los ojos entornados.

–¿Gracias? –preguntó ella perpleja.

–¿De nada? –respondió él.

–¿Qué clase de colmenero es?

–Eh… ¿tengo pinta de colmenero? Usted es la que parece una colmenera, a no ser que esa careta sea la última moda en burkas.

Ella se quitó la careta y la dejó caer al suelo. Tenía el pelo aplastado en la cabeza y el cuello por culpa del sudor producido en su infructuosa labor.

–¿No es Jamie Westfall?

–No sé de qué demonios habla. Como ya le dije antes, estoy buscando la propiedad Johansen –el hombre la contempló, taladrándola con su penetrante mirada.

Isabel no pudo evitar fijarse en el color de esos ojos, de un verde intenso, como las hojas en la sombra. Era ridículamente atractivo, incluso con el rostro acribillado a picaduras de abeja.

–¡Dios mío! –exclamó ella–. Debe ser uno de los trabajadores.

El tipo de los azulejos debía acudir ese día para terminar el alicatado metalizado de la cocina de la escuela.

–Pues si es así como trata a los trabajadores, recuérdeme que no debo enfadarla. Pero no, tampoco. Empecemos de nuevo –soltando un gemido de dolor, se levantó del suelo–. Soy Cormac O’Neill –se presentó–. Le estrecharía la mano, pero me da miedo.

El nombre no le dijo nada a Isabel. No estaba en la lista de los contratistas con los que había estado trabajando desde hacía un año.

–Y está aquí porque…

–Porque… ¡Por Dios! Creo que me muero –el hombre se dio varias palmadas en los musculosos brazos desnudos, el rostro y el cuello.

–¿Qué? Venga ya, no lo he golpeado tan fuerte –Isabel se volvió justo en el instante en que el extraño se desplomaba como un saco de patatas–. ¿En serio? –exclamó–. ¿En serio?

–Me han picado.

–Eso ya lo veo –aparte de las picaduras en el rostro, el cuello, los brazos y las manos se le habían llenado de ampollas–. Lo siento, pero es que son abejas –le explicó–. Su picadura no es mortal.

–A no ser que seas muy alérgico –contestó él mientras intentaba sentarse. Hablaba como si la lengua le hubiera engordado de repente y un sonido sibilante surgía de su garganta.

–¿Es alérgico? –Isabel cayó de rodillas a su lado–. ¿Muy alérgico?

–Anafilaxis –exclamó el extraño mientras tironeaba del cuello de su camiseta.

–Si es alérgico, ¿por qué corrió hacia mí?

–Dijo que había llegado justo a tiempo. Dijo que necesitaba que le echara una mano.

El cuello empezaba a hincharse y los ojos a enturbiarse. Parecía al borde de la muerte.

«No me sorprendería», pensó ella. «Nunca he tenido suerte con los hombres».

Capítulo 2

 

–¿Qué puedo hacer? –Isabel se bajó la cremallera del mono de apicultor y hundió la mano en el bolsillo para sacar el móvil. De repente recordó que no lo llevaba encima.

El hombre le agarró la muñeca, sobresaltándola con el repentino contacto. Sin embargo, en esa ocasión consiguió no arremeter contra él, limitándose a tensarse ante la fuerza de su mano.

–Eh… –consiguió decir él antes de toser y respirar ruidosamente de nuevo. Su rostro adquirió un tono rojo profundo mientras luchaba visiblemente por respirar–. En el macuto –susurró–. Hay un EpiPen. Deprisa.

¡Mierda! El asunto empezaba a ponerse muy feo. La respiración de ese tipo era cada vez más forzada, las venas del cuello se hinchaban por momentos. Isabel corrió hacia el Jeep y sacó de su parte trasera una bolsa de color verde militar. Pesaba mucho y aterrizó en el suelo con un golpe seco y levantando una nube de polvo. Al abrirlo, de su interior surgió un fuerte olor a calcetines sucios y protector solar. Hundió las manos entre camisetas, vaqueros, pantalones cortos y trajes de baño.

–¿Seguro que está aquí? –preguntó.

Con creciente ansiedad empezó a arrojar el contenido de la bolsa a sus espaldas. Correo. Cuerda. Libros. ¿Quién viajaba con tantos libros? No eran solo libros de viaje, como Bali desconocido. También estaba Las mejores obras de Ezra Pound. Broma infinita. ¿En serio?

–En la bolsita morada –consiguió contestar el hombre con dificultad.

–Entiendo –Isabel encontró la bolsa rectangular y la abrió–. ¿Qué debo buscar?

–EpiPen –contestó él–. Un tubo transparente con un tapón amarillo.

El neceser estaba lleno de los típicos cachivaches del viajero. Lo sacudió con fuerza y su contenido cayó al suelo: cepillo de dientes, pasta de dientes, bastoncillos, botecitos y tubos, paquetitos de aperitivos de avión, cuchillas de afeitar desechables.

Por fin encontró un tubo de plástico con un prospecto y repasó velozmente las instrucciones.

–Inyectar, rápido –ordenó él. Las manos y el rostro empezaban a hincharse y tenía los labios azules–. ¡Por Dios! Hunda esa mierda en mi pierna –vagamente, se señaló el muslo.

Isabel abrió el tubito y deslizó la aguja hacia fuera. No tenía mucha idea acerca del procedimiento, aunque algo había aprendido en la academia de cocina durante un seminario sobre alergias alimenticias.

–Nunca lo he hecho.

–No… es… ninguna ciencia.

Asintiendo con firmeza, ella se agachó a su lado y hundió la aguja en el muslo. La inclinación no debió ser la correcta, pues la pequeña aguja asomó por la tela del pantalón, mojándolo con parte del líquido.

–¡Oh, Dios mío! –exclamó Isabel–. Lo he roto.

–Coja la otra. Debería haber… una más.

Mientras intentaba no entrar en pánico, ella rebuscó de nuevo entre las pertenencias del hombre y encontró la segunda dosis. Al volverse de nuevo hacia él para intentarlo otra vez se quedó paralizada al verlo tironear furioso de los pantalones hasta dejar al descubierto un extraordinario y musculoso muslo masculino. Tampoco pudo evitar darse cuenta de que no llevaba ropa interior.

–Pásemela –exclamó él casi sin aliento mientras agarraba el tubito con el puño.

Con un agresivo movimiento, hundió la aguja en el muslo desnudo. Se oyó un clic y el contenido del tubo se liberó al interior del cuerpo.

Isabel permaneció sentada sobre los talones sin apartar la mirada del hombre mientras el pánico empezaba a remitir. Se sentía como si acabara de atropellarle un camión. Y ese tipo parecía que acababa de ser atropellado por un camión. Se incorporó, apoyándose sobre un brazo, con los pantalones a la altura de las rodillas y una pierna atrapada en la rodillera. En las mejillas, el dorso de las manos y los glúteos aparecieron unos sarpullidos rojos.

–¿Se pondrá bien? –se atrevió ella a preguntarle–. ¿Qué hacemos ahora?

Él no respondió. Respiraba entrecortadamente, la mirada fija en el suelo. Lentamente, el color regresó a su rostro y la respiración comenzó a normalizarse.

Isabel seguía mirándolo fijamente, incapaz de moverse. Llevaba un pequeño aro dorado en una oreja y sus cabellos eran largos y rubios. La camiseta negra se ajustaba sobre los musculosos bíceps.

¿Cómo había podido torcerse tanto un día tan prometedor? Hacía unos minutos había saltado emocionada de la cama, llena de planes para transformar la hacienda en la Escuela de cocina Bella Vista. Y en esos momentos estaba sentada en pleno campo con un hombre medio desnudo que parecía el despojo de una película animada de Marvel.

El hombre agarró su bastón y se puso en pie antes de subirse los pantalones con toda tranquilidad.

–No me siento muy caliente –observó en el preciso instante en que ella pensaba en lo caliente que parecía.

Isabel se fijó en tres aguijones que tenía clavados en el dorso de la mano, tan hinchada que los nudillos habían desaparecido.

–¿Tiene unas pinzas? Podría arrancarle los aguijones.

–Nada de pinzas –murmuró él–. Eso solo haría que se liberara más veneno.

–Entre en el Jeep –sugirió ella–, yo conduzco.

Invirtió varios minutos en arrojar el contenido de la bolsa al interior del coche donde había un par de maletines de tapa dura que, supuso ella, debían contener una cámara de fotos y un portátil. Más libros. Jabón de afeitar y pasta de dientes en un tubo escrito con caracteres de Oriente Medio en la etiqueta. Preservativos, un montón. Un despertador de viaje con un marco de fotos a un lado que mostraba la imagen de una mujer de cabellos oscuros, seria y con unos ojos enormes de mirada atormentada.

«Sus enseres personales no son asunto tuyo», se dijo a sí misma mientras arrojaba la bolsa a la parte trasera del Jeep. Tras recoger del suelo las gafas de sol del hombre, arrojó la caja de cartón al asiento trasero.

–Vamos, Charlie –le ordenó al perro–. Vuelve a casa.

Charlie se encaminó en dirección a la hacienda y ella se volvió hacia el extraño. Cormac, había dicho que se llamaba. Cormac Nosequé.

–Hay una clínica en el pueblo, a unos diez minutos de aquí.

–No necesito un médico –lo cierto era que su aspecto ya había mejorado notablemente y tanto la respiración como el color había regresado a la normalidad.

–Las instrucciones del EpiPen dicen que hay que buscar ayuda médica lo antes posible –lo último que le faltaba era que tuviera una recaída. Tras ajustar el asiento, Isabel arrancó.

El Jeep era un modelo antiguo con caja de cambios. Por suerte, se había criado conduciendo tractores y no tuvo ningún problema con el embrague.

–Pensé que era Jamie –le explicó a Cormac mientras el Jeep traqueteaba sobre el camino de grava–. El colmenero.

–Cormac O’Neill, ya se lo he dicho –insistió él–. Y por supuesto que no soy ningún maldito colmenero.

–O’Neill –repitió ella–. No está en la lista de los obreros.

–¿Hay una lista? ¿Quién lo hubiera dicho? –Cormac se agarró al asiento, su rostro había palidecido y parecía mareado–. ¿Me equivoqué en algún desvío?

–Esta es la propiedad Johansen –el Jeep continuó dando tumbos sobre el irregular camino mientras se dirigían hacia la carretera principal que conducía al pueblo–. Pensé que era un obrero porque estamos de reformas.

–Es verdad. Tess mencionó algo de eso.

–¿Es amigo de Tess? –Isabel lo miró de reojo. Ese tipo estaba pálido y sudaba, seguramente por la subida de adrenalina provocada por la inyección–. ¿Mi hermana lo invitó? ¡Cielo santo! ¿Es usted el organizador de la boda?

–Una boda es lo último que sería yo capaz de organizar –contestó él tras soltar una carcajada ahogada por la respiración aún dificultosa–. He venido por Magnus Johansen. ¿Lo conoce?

–¿Qué quiere de mi abuelo? –preguntó ella con expresión de sospecha.

Pocos meses atrás, Tess, una experta anticuaria, había descubierto un tesoro familiar valorado en una fortuna. Y desde entonces, su abuelo era atosigado continuamente por toda clase de personas, desde agentes de seguros hasta periodistas.

–Estoy trabajando en su biografía.

–¿Desde cuándo? –Isabel miró furiosa la carretera. Últimamente todo el mundo quería saberlo todo sobre Magnus Johansen.

–Desde que firmé un contrato. De modo que es su abuelo. ¿Y usted es…?

–Isabel Johansen –que, por cierto, tenía un millón de preguntas que hacer sobre la susodicha biografía. Echó otra ojeada de soslayo y descubrió que el extraño se había reclinado en el asiento y cerrado los ojos. Su rostro tenía un color ceniciento–. ¡Oiga! ¿Está bien?

La respuesta fue una débil sacudida de la mano.

Ella continuó conduciendo, pero sin dejar de echarle miradas de vez en cuando. Cormac tenía unos rasgos marcados, la mandíbula suavizada por una barba de uno o dos días. ¡Y esos hombros! Siempre le habían gustado los hombros anchos. Las manos, también enormes y cuadradas, eran las de alguien más acostumbrado al trabajo duro que a escribir biografías.

No vio ningún anillo de boda. Cumplidos los treinta años, Isabel no podía evitar fijarse en detalles como ese.

Al llegar a la intersección con la carretera asfaltada, Isabel detuvo el Jeep. En una esquina había un bonito edificio encalado rodeado de un porche. De las ventanas colgaban jardineras repletas de flores. Un cartel pendía de la cornisa. Things Rembered.

–Esa es la tienda de Tess –señaló ella–. ¿De qué conoce a mi hermana?

La única respuesta fue una respiración sibilante.

–Da igual. Ya hablaremos más tarde.

Un cartel apoyado sobre un caballete en el borde de la carretera invitaba a los viajeros a echar un vistazo a las antigüedades, productos gourmet locales, objetos vintage y trivialidades. En breve habría otro cartel, uno que indicaría el camino hacia la Escuela de cocina Bella Vista. Isabel optó por no mencionárselo al extraño. Con la cabeza apoyada en el reposacabezas y el sudor acumulándose sobre el labio superior, no parecía muy interesado en nada.

Agarró el volante con más fuerza y aceleró sobre la carretera pavimentada que conducía a la población. Al llegar a lo alto de una cuesta, ante su vista apareció Archangel con sus edificios de piedra y madera, parques, jardines, todo muy familiar y bonito como una postal, rodeada del florido paisaje de Sonoma. Isabel había vivido allí toda su vida. Era su hogar. Un lugar seguro. Sin embargo, sentada junto a ese extraño hinchado y de respiración sibilante, no se sentía nada segura.

Aparcó junto a un deslumbrante BMW rojo. La clínica estaba en una plaza de estilo misión que también albergaba el ayuntamiento de Archangel y la cámara de comercio.

–¿Podrá caminar? –preguntó a su pasajero.

–Sí, aunque creo que dejé el bastón en la parte trasera.

–No se mueva. Yo iré a por él –Isabel se dirigió a la parte trasera del Jeep y casi chocó con un hombre pegado a un móvil que se dirigía al coche aparcado junto a ella.

–¡Eh! –el hombre se apartó de malos modos–. Tenga cuidado a donde… –de repente, la mano que sujetaba el móvil cayó a un costado del cuerpo–. ¡Isabel!

–¿Qué haces aquí? –de inmediato Isabel se sumió en un estado de pánico.

No había visto a Calvin Sharpe desde hacía años, desde que había huido de la academia de cocina, envuelta en una nube de vergüenza y dolor. Verlo de nuevo ya no despertaba ningún dolor, pero la vergüenza seguía ahí, como una pesadilla de la que no podía escapar. Había oído rumores de que buscaba un lugar para un nuevo restaurante, pero se había negado a pensar que tendría el valor de aparecer por Archangel.

–Da igual –continuó ella con voz tensa–. Me da igual. Discúlpame.

Pero él no lo hizo. Dio un paso hacia ella, deslizando la mirada por su cuerpo.

–Archangel es tal y como dijiste que era.

Isabel no podía creerse que tiempo atrás se hubiera imaginado un futuro en el que estuvieran ellos dos, juntos, en su pueblo natal.

–Estoy ocupada –intentó excusarse.

–Tienes buen aspecto, Isabel.

Y él también. Tenía los cabellos oscuros y unos rasgos esculpidos, refinados por la pátina del éxito. Los dientes eran blancos y perfectamente alineados.

–No tengo tiempo para esto –insistió ella mientras sacaba el bastón de la parte trasera del Jeep.

–Podríamos recuperar el tiempo perdido.

El estómago de Isabel dio un vuelco. No soportaba que, después de tanto tiempo, siguiera ejerciendo algún poder sobre ella. ¿Por qué? ¿Por qué se lo permitía?

De repente, una alargada sombra se cernió sobre Calvin.

–¿Algún problema? –preguntó Cormac O’Neill.

Las ampollas, rojas e hinchadas, de su rostro le hacían parecer más grande y malvado.

Calvin entornó los ojos antes de ofrecer al extraño la sonrisa patentada que le había hecho acreedor de las simpatías de una gran audiencia televisiva.

–Solo me estaba poniendo al día con una vieja… amiga –aseguró con la entonación precisa para que quedara claro que eran más que amigos, o al menos así se lo pareció a Isabel.

–Ya veo –contestó Cormac con la entonación precisa para darle un sentido a esas dos inocentes palabras. Con la ropa desgastada, las manos y el rostro hinchado como el de un boxeador, parecía un tipo con el que nadie en su sano juicio se metería–. La dama dijo que estaba ocupada –añadió.

–Sí –intervino Isabel con determinación, reprochándose el violento latido de su corazón–, tenemos que irnos.

–Claro –contestó Calvin con la calma y el refinamiento propio del chef televisivo que era–. Ya nos veremos.

O’Neill permaneció inmóvil mientras Calvin se sentaba al volante del BMW color cereza y desaparcaba marcha atrás con un furioso pisotón al acelerador.

Cormac se tambaleó y tuvo que sujetarse al Jeep. Bajo las manchas rojas, el rostro estaba extremadamente pálido. Isabel le tendió el bastón de inmediato.

–Siento lo que ha pasado –murmuró–. –Déjeme ayudarle.

–¿El qué siente? –preguntó él–. ¿Siente que un cretino la estuviera molestando?

–¿Tanto se notaba?

–¿Que era un cretino o que la estaba molestando? Sí, y sí también. ¿Quién demonios es ese tipo?

–Uno al que conocí –contestó ella en un tono de voz que, esperaba, resultara desdeñoso–. Vamos, debe verlo un médico –se apresuró a ayudarle a estabilizarse con la ayuda del bastón.

Temiendo que fuera a caerse, Isabel se pegó a él. ¡Por Dios, qué hombros! El hombre era un peso muerto contra ella, y olía a hombre. Incómodamente consciente de su envergadura, lo ayudó a llegar hasta la clínica y agitó una mano hacia el chico de la recepción.

–Es alérgico a las picaduras de abeja –explicó–. Le han picado por todo el cuerpo. Hemos inyectado un EpiPen, pero necesita que le echen un vistazo.

El recepcionista pulsó un botón y una enfermera vestida con una bata naranja apareció enseguida.

–Firme este formulario y ya lo rellenará más tarde. Vamos a llevarle a la sala de exploraciones –indicó la mujer mientras realizaba una experta valoración visual del paciente–. Hola, Isabel.

La enfermera era Kimmy Shriver, una vieja amiga. En sus años escolares habían estado juntas en el club 4-H.

–Creía que era el colmenero –le explicó Isabel.

Kimmy tomó una carpeta con pinza y le hizo una seña a Cormac para que entrara por una puerta y se dirigiera a una zona delimitada por cortinas.

–¿Se pondrá bien? –insistió Isabel.

–Lo pondremos a punto.

–Gracias. Esperaré aquí fuera.

–Siento lo de las abejas –se disculpó Cormac O’Neill.

–Hágame un favor y no se muera, ¿de acuerdo?

Después de que el hombre desapareciera hacia la sala de exploraciones, Isabel se sentó y hojeó una revista en un intento de olvidar el encuentro con Calvin Sharpe. Las páginas, visiblemente manoseadas, mostraban artículos sobre parejas que se separaban, transformaciones de vestíbulos, recetas de sopa de champiñón enlatado, cómo hacer una falda con cuatro pañuelos. «Cómo actuar si él no te hace caso». Isabel dejó la revista y miró a su alrededor, preguntándose cuánto tiempo haría falta para evitar que un enorme extraño se muriera.

Al fin se decidió por el artículo sobre «Cómo actuar…». «Hazte la misteriosa». Ese sí era un buen consejo. Lo malo era que en ella no había ni un átomo de misterio. Vivía en la casa en la que se había criado, su única pasión era la cocina y enseñar a cocinar con alimentos locales, y estaba persiguiendo su sueño. Algunas personas se mostraban desconcertadas por su condición de soltera. «Con lo guapa que eres, apuesto a que los hombres revolotean a tu alrededor como moscas…». Pero lo cierto era que no había ningún misterio. Isabel sabía perfectamente por qué estaba soltera, y por qué tenía la intención de permanecer así.

En un extremo de la sala de espera había una joven madre con su bebé vestido con un mono lleno de manchas. La agobiada mujer se peleaba con el crío en un intento de limpiarle la mancha verduzca de la nariz. En otro extremo de la sala había una mujer más mayor, leyendo plácidamente un libro prestado de la biblioteca. La clínica no era un lugar desconocido para Isabel, pues había acudido allí en numerosas ocasiones. De niña solía ir para recibir las habituales vacunas. También había tenido las típicas lesiones infantiles, como chichones y heridas. Un hombro dislocado tras caerse de un manzano. Un corte en un brazo, producido mientras trepaba por una alambrada de espino. Una altísima fiebre una noche, provocada por una infección de oído. Y en todo momento había contado con la presencia de sus abuelos, calmándola con palabras de consuelo.

Tiempo después, cuando Bubbie cayó enferma, Isabel había sido la encargada de consolarla, aunque a ella se le rompía el corazón a medida que veía empeorar a su abuela.

Inquieta, echó otro vistazo a la revista. Rompe con tu rutina. Haz algo inesperado. Apicultura. Eso no tenía nada de rutinario, ¿no?

Dejó la revista y se dirigió a un expositor con varios folletos sobre temas diversos, vacunas, enfermedades alimentarias, enfermedades de transmisión sexual, violencia doméstica, El amor no debería doler. Los recuerdos de nueve años atrás, despertados por el encuentro con Calvin, le hicieron dar un respingo, e Isabel se volvió. Todavía recordaba la noche en que había conducido como una loca hasta su casa desde Napa, donde estudiaba en la academia de cocina. Había entrado en la clínica, temblando incontroladamente, incapaz de explicar con palabras lo que acababa de sucederle.

No había nada roto, solo magulladuras, y sin embargo sangraba. Un aborto, había dictaminado el médico. Eran cosas que sucedían, le habían explicado el propio médico y la enfermera. Muchos embarazos tempranos resultaban inviables.

Le preguntaron por el terror que debía reflejarse en sus ojos. Le preguntaron si estaba a salvo, si había alguien a quien pudiera llamar.

–Ahora sí estoy a salvo –les había explicado ella.

Le aconsejaron encarecidamente que presentara una denuncia. Isabel, para su eterno arrepentimiento, se había negado. Archivó el incidente en el diario que seguía escribiendo, encerró el pasado en ese libro y se marchó a su casa. En Bella Vista había enterrado los recuerdos junto con su sueño de convertirse en una famosa chef.

Los siguientes años los había dedicado a olvidar ese sueño y a intentar ignorar el ascenso de Calvin Sharpe al estrellato culinario, su edulcorado programa de televisión, su cadena de restaurantes de firma, su fama como personaje televisivo.

¿Por qué allí? Sonoma estaba repleta de pequeños pueblos frecuentados por turistas. ¿Por qué, entre todos los lugares posibles, había elegido Archangel? ¿Y por qué lo había hecho justo en ese momento, justo cuando ella se estaba construyendo la vida que siempre había deseado vivir?

Retomó la revista, decidida a distraerse, y su mirada se posó sobre otro consejo: Derriba el muro. Él no podrá verte si escondes algo. Cielos. Cuando se trataba de levantar muros, ella era el maestro de todos los albañiles. Pero ¿cómo podía darse un tipo cuenta de que había dejado de hacerlo?

Ponte algo sexy, era el siguiente consejo de la lista. Era más que evidente que el artículo no era para ella. Tras cepillar con la mano una mancha de grasa sobre el pantalón de apicultor, pasó impacientemente la página.

Asuntos de bodas, fue el siguiente titular que llamó su atención. Perfecto. Siendo la dama de honor de Tess, estaba completamente sumergida en planes de boda. El artículo le aconsejaba sencillez. «Justo», pensó Isabel. Con Tess y Dominic nada era sencillo. Dominic tenía dos hijos de un matrimonio previo y un montón de parientes, algunos de los cuales llegarían desde Italia. Controlarlos a todos era un auténtico acto de malabarismo. Pero Tess estaba radiante, cualquiera que viera la luz que reflejaba su mirada lo comprendería.

De niña, solía soñar con su propia boda, pero ese sueño había quedado aparcado junto con el de estudiar cocina y sacarse el título de chef. Había encontrado otras cosas en las que centrarse, Bubbie, cuyo diagnóstico de cáncer y subsiguiente tratamiento se había posado como un negro nubarrón sobre todos los habitantes de Bella Vista, un nubarrón que crecía a medida que la anciana empeoraba y al final moría. Le siguieron los problemas económicos de la hacienda, la lucha contra la compañía de seguros que se negaba a pagar el tratamiento de Bubbie. Para colmo, el abuelo se había caído de una escalera en el manzanar y había pasado varias semanas en coma. Tess, a quien Isabel no había visto en su vida hasta entonces, había surgido de la nada, un pelirrojo recordatorio del hecho de que su padre común, Erik, había sido todo un mujeriego hasta el momento de su muerte en un terrible accidente de coche.

Pero, como solía decir Bubbie, de los peores inviernos siempre surgía la más espléndida primavera. Tess e Isabel se habían convertido en las mejores amigas y, gracias al infatigable trabajo de investigación de Tess, cuando estaban al borde de la ruina, se habían recuperado y la suerte de Bella Vista había cambiado.

Isabel reflexionó sobre lo mucho que podía distraerte la vida. Por suerte. Pues le impedía obsesionarse con cosas que no podían cambiarse, como el hecho de que no había terminado sus estudios de cocina, o que había permitido que una relación fallida la mantuviera encerrada en su rígida coraza. Y en esos momentos estaba ocupada en un nuevo proyecto que le consumía cada instante del día, la escuela de cocina. Cierto que no poseía la titulación oficial de una prestigiosa academia, pero tenía algo que no podía enseñarse: un talento innato para la cocina.

Y a ese talento se aferraba, agradecida de que la pasión la consumiera y llenara sus días de un feliz propósito. Estaba convencida de que uno solo podía vivir y sentirse bien si comía bien, si apreciaba lo que la vida ofrecía y pasaba tiempo en compañía de amigos y familiares, y ese era el objetivo de la Escuela de cocina Bella Vista. Lo último que necesitaba era alguien que la distrajera de su objetivo de crear el mundo con el que siempre había soñado.

Cormac O’Neill regresó a la sala de espera, vestido con una bata de hospital, de algodón estampado, abierta por delante desde el cuello hasta el ombligo, revelando su torso y abdominales. Unos abdominales con tableta. ¡Y qué tableta!

Por suerte no pareció darse cuenta del modo en que ella lo devoraba con la mirada.

–El paciente vivirá para luchar contra el enjambre un día más –anunció–. Tengo que ir al coche a por una camiseta limpia y mi cartera.

Apoyado sobre el bastón, salió de la clínica y regresó casi al instante, vestido con una camiseta negra que mostraba el logotipo de los Iluminati. El tejido se tensaba sobre el torso, marcando la musculatura.

–Me alegra que se encuentre mejor –observó Isabel mientras fingía no fijarse en esos músculos.

–Estoy bien para conducir –anunció él mientras entregaba la carpeta con pinza y una tarjeta de crédito al recepcionista–. La llevaré a casa.

–De acuerdo.

Isabel hacía todo lo que podía para que no se notara que lo estaba mirando fijamente. De todos modos, sin duda él se había dado cuenta ya. Un tipo no podía pasearse con ese aspecto por el mundo, los llamativos cabellos, los anchos hombros, los penetrantes ojos verdes, y pretender no atraer las miradas.

Se llevó la revista, de todos modos era un ejemplar antiguo y a nadie le iba a importar si la tomaba prestada para terminar de leer un par de artículos.

–… si no le importa –decía Cormac.

–¿Eh? –Isabel no se había dado cuenta de que ese tipo seguía hablando y se obligó a prestar atención–. ¿Importarme el qué?

–Tengo que parar en la farmacia. El médico me ha encargado un par de recetas. Dijo que estaba aquí al lado.

–La farmacia de Vern, con el toldo a rayas –le explicó ella mientras abandonaban la clínica–. Le espero fuera.

Lo vio dirigirse a la farmacia. Incluso con la cojera y el bastón, daba la impresión de pavonearse al caminar.

Tara Wilson, cajera del banco, se cruzó con él portando una caja de cartón de la que escapaba el humo de varias tazas de café de la cafetería local, Brew Ha Ha. Al mirar a Cormac por segunda vez, estuvo a punto de tirar la caja al suelo.

«O sea que no soy la única», pensó Isabel mientras se sentaba en el Jeep. Por primera vez en años intentó recordar cuándo había salido por última vez con un chico, o cuándo se había llevado uno a casa. Las citas siempre se le habían dado mal. Sencillamente no eran una prioridad para ella. No le gustaba esa sensación de vulnerabilidad que la asaltaba cuando se sentía atraída hacia alguien, y por eso no se permitía a sí misma sentirse atraída hacia nadie. En ocasiones, sin embargo, no podía evitarlo.

Mientras esperaba, siguió hojeando la revista escamoteada mientras se esforzaba por no cotillear el interior del Jeep. Imposible. El contenido de un coche decía mucho sobre su dueño. Y ese en particular estaba abarrotado, pero no sucio. El salpicadero estaba cubierto de recibos y un par de mapas con los bordes desgastados. En la era de los Smartphone y los dispositivos de navegación, ¿quién seguía utilizando mapas de papel? La radio también era obsoleta, el dial fijado en Pacifica Radio. También había algún CD de The Smiths, David Bowie, Led Zeppelin. ¿Quién seguía escuchando CD en esa época? En la visera había algunas tarjetas, una especie de tarjeta de aparcamiento, un permiso de conducir extranjero. Estiró el cuello e inclinó la cabeza para verlo mejor. Las letras eran de otro idioma y en la foto aparecía con barba y bigote.

–Arabia Saudita –le aclaró él mientras abría la puerta.

–¿Disculpe? –ella carraspeó.

–El permiso de conducir. Es de Arabia Saudita.

–¿Vive allí?

–Yo no vivo en ninguna parte –Cormac arrojó la bolsa de la farmacia sobre el asiento trasero y puso el motor en marcha.