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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Jen Safrey

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un billete a la felicidad, n.º 1590- septiembre 2017

Título original: Ticket to Love

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-071-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Aaaarg!

Un grito escalofriante rompió la paz en el piso que Acey compartía con su hermana menor.

—¡Ay! —Acey, sobresaltada, se rozó la mejilla con el rizador de pelo caliente—. ¡Diablos! —intentó desenrollar el largo mechón de pelo negro—. ¡Stephanie! ¿Estás bien? —gritó.

—¡Acey! —chilló Steph—. ¡Ven aquí! ¡Rápido!

Entre los gritos de Steph, el olor a pelo quemado y la marca roja que estaba apareciendo en su mejilla, Acey se estaba poniendo nerviosa. Steph era tranquila, educada y callada; era ella quien tenía tendencia a los ataques de histerismo de los Corelli. Era desconcertante, cuanto menos, oír a Steph gritar como una posesa.

Corrió hacia la sala y encontró a Steph delante de la televisión, tapándose la boca con una mano.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —exigió saber Acey.

Steph señaló el televisor, que mostraba la imagen de la tienda de ultramarinos Pan y Leche, a dos manzanas de su casa, donde iban siempre que les faltaba algo. Steph subió el volumen del televisor justo cuando la reportera ponía un micrófono ante el rostro de Rosalía, la dueña de la tienda. A Acey le impresionó ver a una de sus personas favoritas en las noticias.

—Sí, estamos muy emocionadas —decía Rosalía con un fuerte acento colombiano, que años de vida en Nueva York no habían borrado—. Es muy bueno para la tienda.

—¿Qué? ¿Qué es tan bueno? —gritó Acey, cuando la cámara cortó el plano. En ese momento, unos números aparecieron sobre un fondo azul.

—Estos números —dijo la locutora—, valen treinta y cinco millones de dólares. Así que, si es cliente de Pan y Leche, y no ha comprobado el boleto que compró ayer, hágalo ahora —después se giró hacia el hombre del tiempo y le pidió que anunciara el parte meteorológico para el fin de semana.

Steph apuntó los números en la libreta que siempre tenía a mano y bajó el volumen de la televisión. Las hermanas se miraron.

—¿He oído eso bien? —preguntó Acey.

—Han vendido el boleto ganador de la loto de Nueva York de ayer; treinta y cinco millones de dólares —dijo Steph—. Sólo hay un ganador. En nuestra tienda.

Ninguna de las dos se movió. Acey supo, por la expresión de su hermana, que estaban pensando lo mismo. Hablaban de ello todas las semanas cuando cobraban su escaso sueldo. Hablaban de ello todos los meses cuando tenían que decidir qué recibo pagarían tarde.

Flotaba en el aire, entre ellas, bailando.

Ambas reaccionaron al mismo tiempo

Corrieron al dormitorio y llegaron a la puerta al mismo tiempo, chocando. Entraron juntas, y se lanzaron hacia la cómoda. Miraron encima con frenesí, pero estaba vacía.

—¿Dónde está? —clamó Steph.

—¡Siempre lo pongo aquí! ¡Justo aquí! —gritó Acey con pánico. Levantó varias cajas de porcelana, moviendo las cadenas chapadas que había dentro. No encontró más que una fina capa de polvo bajo cada una—. ¿Dónde está? ¿Dónde?

—Compramos uno ayer, ¿verdad?

—No lo hemos olvidado ningún jueves desde que tuviste edad para hacerlo a medias conmigo. Estábamos juntas cuando lo compré, ¿recuerdas? No les quedaba refresco de limón y tuve que comprarlo de mora.

—¡Mira en tu bolso! —gritó Steph—. ¡En los bolsillos! ¡Míralo todo!

Acey estaba asombrada por el histerismo de su hermana. Por primera vez estaba demostrando que también era una Corelli.

Saltó sobre la cama y vació su bolso. Rebuscó entre envoltorios de chicle, bolígrafos y recibos del cajero. Steph estaba sacando ropa de la cesta de la ropa para lavar, buscando los vaqueros que había llevado Acey el día anterior. Acey abrió la cartera, sacó los dos dólares que había dentro y la sacudió, deseando que cayera algo que no podía ver.

—No puedo haberlo perdido, no, no… —sollozó.

—¡Sigue buscando! —ladró Steph, metiendo las manos en los bolsillos del vaquero—. No pares. ¡Y cállate hasta que lo encuentres!

Los veinte minutos siguientes fueron una locura. Acey y Steph quitaron los cojines del sofá y miraron en sitios impensables, como la nevera y el buzón.

Acey tenía el corazón acelerado. Si no compraran siempre un boleto de máquina, si jugaran siempre sus propios números, no estarían desmontando el piso. Pero quizá habían comprado el boleto ganador y no lo tenían, no estaba…

Steph la mataría si no lo encontraban… Acey levantó la alfombra trenzada y su gato, Sherlock, salió de debajo. Miró a Acey ofendido, levantó una pata trasera y se lamió.

—Sherlock —dijo Acey—, el gato sin pistas— Sherlock dejó de lamerse y la miró con fijeza, sospechando que lo había insultado—. Ojalá tuviéramos un perro. Un sabueso podría ayudarnos. Pero no. Tú sólo duermes y juegas con… ¡Papel!

Acey corrió en busca de su hermana, que estaba vaciando el cajón de los cubiertos.

—Steph, tú eres la escritora de misterios. Resuelve este caso. Se trata de un gato al que le encanta jugar con trocitos de papel.

Steph dejó caer los tenedores y fue hacia el dormitorio, seguida por Acey. Fue hacia la cama de Sherlock, que estaba entre las de ella. Allí, en el centro, estaba el boleto. Acey y Steph se acercaron con reverencia, como si fuera el Santo Grial. Justo cuando Acey bajaba la mano para recuperarlo, Sherlock saltó desde la cama y cayó encima.

—¡No! —susurró Acey.

Sherlock, como si quisiera vengarse por su sarcasmo de antes, agarró el boleto con los dientes.

Steph agarró uno de sus juguetes, que tenía una pluma y un cascabel. Lo agitó y Sherlock se distrajo y soltó el boleto. Acey, a cámara lenta, deslizó la mano hacia el papel; tenía un dedo encima cuando el gato la arañó.

—¡Ay! —gritó, apartando la mano. Sherlock hizo un círculo y se sentó sobre el boleto.

Steph, a gatas, agarró al gato desde atrás y lo alzó. Acey volvió a intentar recuperar el boleto mientras murmuraba: «gatito bonito, gatito» e intentaba evitar el siguiente zarpazo.

Lo consiguió.

Steph dejó al gato en el suelo y ambas miraron el boleto, arrugado, pero no roto.

—Ve por los números —dijo Acey—. Comprobaré que la fecha es la correcta.

Steph salió corriendo. A Acey le temblaba la mano. La fecha era 24 de mayo, inhaló con fuerza; era el del día anterior. Steph regresó un instante después.

—¿Preparada? —preguntó Steph.

—Preparada —Acey cerró los ojos con fuerza.

—De acuerdo. El primer número es… cuatro.

Acey abrió los ojos y miró el primer número del boleto. Era el ocho.

—¡Ahhh! —tiró el boleto tan lejos como pudo. Como era papel, simplemente flotó hasta sus pies. Acey lo pisoteó—. ¡No puedo creerlo! ¡Después de todo esto!

Steph recogió el boleto y comprobó los números con los de la libreta.

—Dios. Ni siquiera hemos acertado uno —gimió.

—En veintisiete años en este planeta, ¿es que no puede pasarme algo bueno a mí? —Acey se dejó caer sobre la cama con aire dramático—. ¿Nunca?

Únete al club.

No —Acey movió la cabeza—. Todo lo que intento sale mal. Por lo menos tú escribes libros.

De hecho, esa era la razón de que Steph hubiera visto lo de la lotería. Se sentaba ante las noticias todas las noches, cuando regresaba de su trabajo como recepcionista en la peluquería del barrio. Consideraba las noticias fuente inagotable de ideas para las novelas de misterio que llevaba escribiendo desde los quince años. Acey a veces tenía envidia de su inteligente hermana, dos años menor que ella; sabía que si una de las dos estaba destinada al éxito, no sería ella.

—Escribo libros, pero no «vendo» libros. Recibí otra carta de rechazo hace dos días.

—¿Y qué? Al menos haces algo. Yo estoy condenada a pasar el resto de mis días en esa pizzería.

—Acey, hay un millón de cosas que podrías hacer si quisieras. Siempre haces planes y luego nunca los pones en marcha. Quizá podrías…

—Si no te importa, prefiero no hablar de mi oscuro futuro. Prefiero regodearme en la decepción de no haber ganado treinta y cinco millones.

—Consuélate pensando que tendrías que haberme dado la mitad.

Acey suspiró con fuerza.

Steph fue a sentarse en la cama, pero había vaciado dos cajones de la cómoda encima, así que fue a sentarse junto a Acey. Una vez pasado el momento de locura, Steph volvía a ser una persona tranquila y racional.

—Mira —dijo—, tampoco es que esperemos ganar cuando compramos lotería. Sólo es un sueño.

—Pero creía que por fin nos había tocado a nosotras. ¿No lo pensaste tú?

—Sí. Pensé que era el nuestro —Steph se tumbó.

—Si hubiéramos ganado, podríamos haber contratado a alguien que limpiara todo esto. Ahora nos tocará hacerlo a nosotras.

—Da gracias porque papá y mamá estén en Florida —Steph soltó una risita—. Ver el piso ahora los mataría.

—«¡Annamaria Christina Corelli! ¡Esto está hecho un desastre!» —Acey imitó a su madre—. Pero, mamá, es culpa de Steph. «¡Stephanie Cara Corelli!» —Acey soltó una risita—. Como si fuéramos a recoger por el susto de oír nuestro nombre completo.

—A mí sí me asustaba en la guardería —dijo Steph—. Demasiadas letras que aprender a escribir.

—Menos mal que papá me facilitó las cosas —comentó Acey.

Su padre, abrumado por lo largo que era su nombre, la apodó A.C. Con los años, el mote se había transformado en Acey.

—Bueno —Acey estiró los brazos por encima de la cabeza—. Me alegro de que al menos haya ganado uno de nosotros. Alguien que vive en Valley Stream.

—Podría ser cualquiera. Alguien que estaba de paso.

—No —dijo Acey—. Tengo la sensación de que es del vecindario. Alguien como nosotras. Alguien que trabaja duro y es una persona agradable.

—Tiene sentido. Pan y Leche no es ninguna atracción turística. Debe ser alguien que vemos allí a diario.

—¿Pero quién? —Acey intentó recordar a la gente que frecuentaba la tienda. La desconcertaba pensar que había estado junto a quien acababa de ganar millones—. Ay, me muero de ganas de saber quién es el ganador.

—Puede que tengas que esperar —dijo Steph—. Fue anoche.

—Cierto. Y nadie que tenga treinta y cinco millones querrá seguir llevando una vida aburrida en este barrio —Acey suspiró—. Nadie.

 

 

Harry abrió el paquete y lo miró con adoración. Trozos de salami y tiritas de provolone habían caído del grueso sándwich italiano, sobre el papel blanco. Era una de las cosas más bellas que había visto nunca, y había visto de todo.

Siempre que un rinconcito de su corazón empezaba a añorar su vida en Texas; siempre que su cerebro empezaba a preguntarse si había sido una locura dejarlo todo para ir a Nueva York, Harry salía y compraba un sándwich. No los había tan buenos en ningún sitio.

Se llevó el enorme sándwich a la boca e inhaló el aroma del aceite de oliva. Dio un enorme bocado. El aceite corrió por su barbilla. Sacó una de las muchas servilletas que el dependiente había metido en la bolsa, se limpió y agarró el mando a distancia de la televisión.

Dio otro mordisco y miró los números que parpadeaban en la televisión.

—Estos números —dijo la locutora—, valen treinta y cinco millones de dólares. Así que, si es cliente de Pan y Leche, y no ha comprobado el boleto que compró ayer, hágalo ahora.

Harry dejó de masticar. Sintió algo grasiento deslizarse por su mano, hasta la manga, pero no se movió.

La voz de la locutora sonaba feliz. Encantada de dar lo que todos considerarían una buena noticia. Alguien que no había sido millonario ayer, lo era hoy.

—No sabe que acaba de dar la peor noticia del día —farfulló Harry. El resto de las noticias debían haber sido sobre incendios, hambre, guerras y tragedias. Habían reservado la «historia feliz» para el final.

Harry dejó el sándwich sobre el papel, encima de la mesa de café y se recostó. Sabía, a ciencia cierta, que la persona con el boleto ganador era la persona más desafortunada del mundo. Él o ella no lo sabía aún; no lo sabría cuando recibiera el cheque, ni cuando comprara una mansión en Beverly Hills o en el sur de Francia. Pero, con el tiempo, el dinero, el privilegio, haría que se convirtiera en otra cosa, ya ni siquiera humana, en un peligro para los demás.

Sintió un pinchazo en la pierna izquierda y la miró. Dentro de unos vaqueros y una bota puntiaguda, parecía igual que cualquier pierna. Pero si se quitara el vaquero y apartara la piel, encontraría algo anormal dentro: un clavo, el mejor que el dinero podía comprar, y eso era una ironía porque había sido el dinero lo que lo había llevado al quirófano.

Odiaba recordarlo. Intentaba no hacerlo, pero cualquier cosa disparaba el recuerdo: una persona con muletas, un resumen de una carrera de caballos en la televisión. Entonces volvía a sentirse bajo su caballo, con el animal debatiéndose y chillando de dolor, aplastando sus huesos mientras intentaba levantarse.

Dinero, el dinero inagotable que le correspondía por nacimiento; el dinero que había derrochado a tiempo completo esquiando y escalando, y que, finalmente, había acabado con la vida de un bello animal. Tumbado en una cama de hospital, leyendo el reportaje de lo ocurrido en una revista, Harry deseó haber muerto él también.

Se levantó y fue a la cocina. Allí en la puerta de la nevera, bajo un imán, estaba el boleto de lotería. No había comprado uno en su vida y se había sonreído por ello cuando lo compraba en Pan y Leche. Era para Joe, su vecino de abajo, que estaba en Boston, visitando a su hija. Joe había pasado el fin de semana anterior ayudándolo a arreglar el aire acondicionado. No había aceptado pago alguno y, como sabía que Joe jugaba a la loto religiosamente, se ofreció a comprarle un boleto. «Te lo agradecería, amigo», había dicho Joe, «Si me toca te daré un par de millones». Harry había hecho una mueca irónica, él podía darle a Joe esos dos millones cualquier día. Pero compró el boleto.

Lo miró. El primer número era el once. Recordaba haber visto un cuatro en la televisión. No era ése.

El once pareció mirarlo. Uno-uno. Dos personas idénticas, lado a lado. Como Harry y el nuevo millonario. Una persona casi destruida y otra a punto de estarlo. Harry sacó el billete de debajo del imán para tirarlo, pero no pudo. Lo dobló, para no ver los números y volvió a ponerlo en la nevera. Regresó a la sala.

El sándwich seguía allí, tan apetecible como antes. Su vida estaba bien. Podía soportar un recordatorio. Cambió de canal, pero allí también hablaban de la loto.

—Estoy deseando saber quién es —decía una mujer.

—Yo no —musitó Harry, agarrando su sándwich—. Esa pobre persona desgraciada.

Capítulo 2

 

Acey llegaba tarde al trabajo, por eso corría.

La encantaban sus zapatillas blancas sin talón y por eso las llevaba puestas. Pero las lindas zapatillas no estaban hechas para correr, y por eso, a mitad de camino, se cayó.

Se levantó de la acera con un gesto de dolor. Tenía la rodilla sucia y un hilillo de sangre se deslizaba hacia su pantorrilla.

—¿Estás bien? —preguntó un hombre a su espalda.

—Oh, sí. Me encanta caerme de bruces en… —alzó la cabeza y miró al hombre— …público

—No te preocupes, no ha sido público —dijo el hombre—. No hay nadie. ¿Puedes levantarte?

«No estoy segura», pensó ella. Si hubiera estado de pie, se le habrían doblado las rodillas al verlo a él.

Tenía el cabello castaño claro, pero el reflejo del sol hacía que pareciese color arena, corto y sedoso. Acey deseó saber qué champú usaba. Su barbilla parecía tallada en mármol italiano y tenía los labios curvados en una amplia sonrisa. Los ojos eran azules, muy azules, y tenía las pestañas largas y rizadas.

—Puedo ponerme de pie. No me he roto nada. Sólo la piel —dijo ella. El hombre le dio la mano y la ayudó—. Ay, escuece. Odio estas zapatillas. Siempre me hacen tropezar.

—Entonces, ¿por qué te las pones?

—Porque —dijo ella, alisándose la camiseta—, son monas.

—Ah.

—Pero ahora se están manchando de sangre, y eso no es nada mono.

—Ven a mi piso. Puedes lavarte la rodilla y vendarla.

¿Ir a su piso? No. Había aprendido unas cuantas cosas viendo las noticias con Steph.

—No, gracias, no puedo —dijo—. Llego tarde.

—Llegarás realmente tarde —comentó él, arrastrando las palabras—, si pierdes toda la sangre por el camino.

—Eso no ocurrirá —pero a Acey, a pesar de su reticencia, le estaba costando marcharse cojeando—. No debería estar hablando con un desconocido, en cualquier caso —bromeó—. Un desconocido que apuesto ni siquiera es de este estado. ¿Sureño?

—Texas.

—Ah —Acey lo miró pensativa—. Bueno, me gusta la carne, y a veces veo algún rodeo en la televisión. ¿Haces ese tipo de cosas?

—En realidad no —respondió él, intentando controlar la sonrisa.

—Lástima. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

—Unos meses.

—¿Por qué Valley Stream?

—¿Por qué no?

—¿Cómo es que no estás trabajando?

—Trabajo en casa. Escribo solicitudes de subvención.

—¿Cómo te llamas?

—Harry Wells. ¿Ha terminado la entrevista? Creo que es hora de limpiarte la rodilla.

—Supongo que sí —le ofreció la mano—. Soy Acey Corelli.

—Un nombre interesante.

—Soy una persona interesante —al ver que Harry la miraba con fijeza, se sonrojó.

Él la tomó del codo.

—Adelante, Acey. La puerta está abierta.

—Para que lo sepas —dijo ella tras dar un paso—. No soy esa clase de chica. No suelo conocer a un hombre y entrar en su casa. Esto es sólo porque soy… una dama en apuros, en este momento. Y tú pareces ser un auténtico caballero sureño.

—Lo soy —Harry sonrió—. Y te agradezco el análisis.

—Vamos, pues.

Ella fue hacia la puerta y Harry se obligó a mirarle la nuca para no mirar su… En fin, de nada servía luchar contra el instinto físico.

—Está abierta —repitió él. Acey empujó la puerta. Se hizo a un lado y dejó que él guiara el camino—. El cuarto de baño está allí. Te lo enseñaré.

—Lo encontraré sola —dijo ella, con tono de no necesitar ayuda—. ¿Dónde están las tiritas? —preguntó un segundo después.

—En el armario que hay encima del lavabo.

—¿Hay algo ahí que pueda asustarme?

—No —respondió Harry, tras pensar un momento y decidir que la crema contra el pie de atleta no podía desconcertarla demasiado.

Oyó la puerta del baño cerrarse y se apoyó en la mesa. Era la primera vez que una mujer entraba en su piso y le resultaba raro. Fue hacia la sala.

El agua dejó de correr y Acey volvió un momento después, sonriente. Tenía dos tiritas cruzadas sobre la preciosa pierna.

—Un lugar agradable. Está… muy limpio. Ni un hospital lo estaría tanto.

Harry se echó a reír. «Limpio» era lo único que se podía decir del funcional piso. Eran paredes blancas y funcionales, libres de adornos. Gracias a la influencia de las muchas sirvientas que trabajaban para su madre, Harry sólo se sentía a gusto en entornos impecables.

—No me gustan los sitios llenos. Ni el desorden.

—Está bien. No criticaba, es sólo curiosidad —movió los pies, inquieta.

Harry sabía que podía tranquilizarla con un gesto, ofreciéndole algo para beber o iniciando una conversación. Lo había hecho cientos de veces en su vida, pero en ese momento no podía.

—Bueno —dijo Acey—, debería marcharme —miró su reloj y abrió los ojos de par en par—. Oh, vaya, claro que debo irme —casi corrió hacia la puerta—. Has sido muy amable, vaquero. Gracias. Nos vemos.

Antes de que a Harry se le ocurriera algo, Acey Corelli le guiñó un ojo y salió de su vida tan rápido como había entrado. Ya la echaba de menos.

 

 

—¡Siciliana, con pimiento y champiñón! —gritó Acey por encima del hombro, tecleando el total en la caja registradora. Los clientes llegaban a almorzar antes de las once y el tiempo pasaba volando hasta las dos, dejando a Acey con el rostro y el cuello sudoroso por el calor de los hornos.

—Siciliana, pimiento y champiñón —repitió Anthony, poniendo la pizza sobre el mostrador. Acey la metió en una caja y la cerró—. Gracias por comprar en Focaccia —le dijo a la cliente.

Nadie más se acercó, el bullicio se había calmado. Acey pasó una bayeta por el mostrador.

—Vamos, Lydia, por Dios santo —oyó Acey a su espalda. Hizo una mueca. «Ya estamos otra vez», pensó. Anthony y Lydia eran como un disco rayado.

—Cállate —dijo Lydia, acercándose a Acey. Llevaba el pelo rubio teñido recogido en una coleta—. Acey, dile a ese gorila que lo odio. Y que no volveré a hablarle.

—Hum. Los dos trabajáis aquí —comentó Acey, con tacto—. No creo que podáis hacerlo sin hablar.

—Prefiero dejar el empleo a trabajar con ese… es…

—¿Y por qué no lo haces? —preguntó Acey. La respuesta sería la de siempre, pero se suponía que debía mostrar interés cada vez que se repetía el drama.

—Él debería irse —contestó Lydia—. Mi padre es el dueño del establecimiento.

—No creo que vaya a hacerlo —Acey le dio una palmadita en el hombro y Lydia le agarró la mano.

—Esas uñas son fantásticas. Bonito color —dijo. Acey sonrió. Cualquier chica de Long Island que se preciara, llevaba uñas postizas. Eran caras, pero como Steph trabajaba en un centro de estética, Acey tenía descuento—. Es un Escorpio típico. Nunca cambiará.

—Creo que sois la pareja perfecta —Acey suspiró, el cambio de tema no había durado—. Discutís… todo el tiempo, pero todo el mundo discute. He oído que las parejas que más se pelean son las más enamoradas.

—¿Quién lo dice? ¿Ese doctor Phil de la tele?

—No me acuerdo, puede. Se amable con él; sé que te quiere —eso era cierto. Aunque discutían mucho, Anthony siempre hacía cosas agradables para Lydia. Le compraba regalos, la llevaba a jugar a los bolos aunque él odiaba el juego, le enviaba flores. Eran una pareja encantadora, cuando no se peleaban. Las discusiones siempre eran por tonterías, pero se disparaban porque a los dos les gustaba gritar.

—Sí —Anthony se acercó por detrás y le dio un beso en la mejilla a Acey—. Gracias, bonita —miró a Lydia con el ceño fruncido—. Deberías hacer caso a tu amiga. Soy un buen tipo.

—Por favor. No volvería contigo aunque fueras el ganador de la loto.

—Interesante, ¿verdad? —dijo Anthony—. Todavía no ha aparecido.

—No —dijo Acey. Llevaba casi una semana viendo las noticias con Steph. Que el ganador no hubiese aparecido empezaba a ser más noticia que la del boleto premiado.

—¿Qué clase de persona no reclamaría el dinero? —preguntó Lydia—. Yo correría a la central de premios.

—Puede que esté fuera del país y no sepa que ha ganado —sugirió Anthony.

—O puede que no sepa inglés y no vea las noticias —añadió Lydia.

—Tal vez tenga miedo —dijo Acey. Ésa era su nueva teoría, tras hablar con Steph la noche anterior.

—¿Miedo? ¿De ser rico? —Anthony se rió.

Dos niños, casi adolescentes, se acercaron a pedir una ración de buñuelos. Acey echó cinco en la freidora.