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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Wendy Warren

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Niñera secreta, n.º 1596- septiembre 2017

Título original: Undercover Nanny

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-075-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Bam!

Daisy June Holden estrelló el puño contra un estómago tan duro que casi se le rompieron los nudillos. Su víctima se tensó, pero nada más. D.J. dio marcha atrás, giró y le lanzó una patada a la cabeza.

«Toma eso».

Ni siquiera parpadeó.

Con un buen juego de pies, evitó un golpe y estrechó los ojos. «Voy a tumbarte». Su sonrisa la airaba.

Le lanzó dos puñetazos a las costillas, un gancho a la mandíbula y un cruel golpe final a su entrepierna.

Jadeando por el esfuerzo, D.J. saltó hacia atrás, evaluó el estado de su oponente y se permitió una leve sonrisa victoriosa. «Tu pierdes, amigo. No hay crimen sin castigo».

Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo, se sacó el guante de boxeo de la mano derecha con los dientes y flexionó los dedos.

—Dios, D.J. ¿no tienes corazón? —Angelo Fantozzi, propietario y director del Gimnasio Angelo, miró con tristeza el saco de arena con forma de hombre con el que se entrenaban los clientes—. Si sigues golpeando así mi equipo, tendré que reemplazarlo. ¿Qué te pasa? ¿Te has levantado con el pie izquierdo esta mañana?

D.J. se tensó. Angelo era el mejor, un osito de peluche gigante, pero nunca comentaba sus problemas con él. Había ido al gimnasio para librarse de la tensión que le provocaba acidez de estómago. Pero no le gustaba que el resto de la gente supiera de sus cosas.

De hecho, lo odiaba. Contar sus penas en voz alta hacía que se sintiera débil, trágica. Lo que le gustaba era solucionar sus problemas.

—Síndrome premenstrual —dijo, viendo que Angelo esperaba su respuesta y no se conformaría con «No me pasa nada». Él se puso rojo como la grana y se alejó.

D.J. inspiró con fuerza y relajó los hombros. Investigaciones Thompson, la agencia de detectives para la que llevaba trabajando desde los dieciséis años iba a hundirse… a no ser que D.J. encontrara una solución.

Se quitó el otro guante y se encaminó hacia las duchas. En ese momento sonó su busca. Al ver el número en la pantalla se le aceleró el corazón. Era la llamada que había estado esperando.

Corrió a su taquilla, sacó la bolsa de deporte y buscó su teléfono móvil. Después marcó el número privado de Loretta Mallory.

D.J. se había reunido con la anciana el día anterior para comentar su caso. Era más complicado que los de personas desaparecidas y adulterio que solía resolver, pero eso era bueno; y la tarifa sería más alta. Por desgracia, Loretta era cauta y conservadora y había decidido consultarlo con la almohada antes de contratarla.

La había preocupado mucho que la señora Mallory contratase a otra persona. Era una mujer rica que podía pagar sin problemas… Se dijo que era una buena profesional para darse confianza. Investigaciones Thompson necesitaba el caso desesperadamente.

—Loretta Mallory —contestó la anciana.

D.J. tomó aire. La confianza generaba poder y el poder era más convincente que la desesperación. Por eso habló con tono suave y sereno.

—Señora Mallory, soy la detective Holden. Acabo de recibir su mensaje.

 

 

D.J. se detuvo en la puerta de la Taberna del Camino, esperando que sus ojos se adaptaran a la semipenumbra. Cuando lo hicieron casi gimió. Era un antro.

La habitación estaba decorada estilo años sesenta: desgastadas sillas tapizadas en cuero rojo oscuro, mesas redondas de madera, moqueta azul marino raída y paredes empapeladas con terciopelo rojo despellejado.

Eran las cuatro de la tarde y había muy pocos clientes sentados en los taburetes de la barra. D.J. había ido a buscar a un hombre: el nieto de Loretta Mallory.

Maxwell Lotorto era el heredero de los supermercados Mallory. Loretta no había visto a su díscolo nieto desde que era adolescente, pero tenía su foto de graduación, de hacía quince años; D.J. la llevaba en el bolso.

D.J., que llevaba un vestido rojo ajustado como una segunda piel, cuadró los hombros. Escrutó la barra y se le aceleró el corazón al ver al camarero.

La foto que llevaba en el bolso mostraba a un joven de pelo negro, alto y de hombros anchos, pero aún con el aspecto adolescente de los diecisiete años. La persona que había tras la barra era adulta, e innegablemente viril.

Maxwell Lotorto era una interesante combinación de claroscuro. Cabello negro, piel blanca, ojos claros. Y muy alto. D.J., que medía un metro setenta y llevaba tacones de siete centímetros ni se acercaba a su altura.

Cuando alzó la cabeza y clavó en ella unos ojos del color del cielo nublado, ella sintió una oleada de calor masculino que irradiaba de sus profundidades. No sonrió ni hizo ningún gesto, pero la miró tan fijamente que los clientes de la barra la miraron también.

D.J. intentó mantener la concentración. Tenía un trabajo que hacer. Encontrar a Max Lotorto sólo era el principio. Loretta Mallory le pagaba una pequeña fortuna para que investigara a su nieto. Quería detalles, el mayor número posible, para decidir si la oveja perdida debía volver al redil. A D.J. no le gustaba la idea de investigar a un familiar para decidir si se quería recuperar el vínculo, pero ella no tenía millones que proteger y Loretta buscaba un heredero, no simplemente alguien con quien cenar en Navidades.

Además, pagaba muy bien. Investigaciones Thompson tenía dos semanas para pagar cinco meses de alquiler atrasado, o se quedarían sin local. Si el trabajo iba bien, quedarían libres de deudas por un tiempo.

D.J. sabía que tenía que ser creativa. Loretta deseaba información que sólo una persona muy cercana a su nieto podía conseguir. Había decidido que al final de la tarde el señor Lotorto haría una de dos cosas: contratarla como empleada o pedirle una cita.

Alzó la barbilla, sostuvo su mirada y se sentó en un taburete. Empezaba el juego…

 

 

Max Lotorto observó a la morena de ojos felinos sentarse con la misma gracia con la que había cruzado el bar. Cuatro o cinco clientes la habían mirado boquiabiertos cuando entró, pero ella sólo se había fijado en él. Supuso que debía sentirse halagado.

Se obligó a dejar de mirarla. Cuando sus ojos se habían encontrado, había sentido una oleada de deseo, de esas que hacían que un hombre perdiera la cabeza.

Max decidió comprobar que todo el resto de sus clientes estaban servidos antes de atender a la belleza. Harvey Newhouse lo miró como si estuviera loco, y señaló a la recién llegada.

—¿Quieres otra cerveza, Harv? —el hombre volvió a señalar a la mujer—. ¿Y tú, Steve?

—Tienes una clienta —gruñó Steve—. La chica.

—Creo que se refieren a mí.

Max sintió que su voz lo envolvía como una espiral de calor. La miró, resignado, y al ver la chispa divertida de sus ojos y su sonrisa, supo que deseaba lo que veía. Agarró una servilleta de papel y la puso ante ella.

—¿Qué desea?

—Seagram, con hielo —era un whisky caro y fuerte.

—Que lo disfrute —dijo él, sirviéndolo. Pensó que podía mirar, pero no tocar. No quería líos con mujeres.

—Gracias —alzó el vaso—. Por la buena suerte y que siga sonriendo.

—¿Siga? —Max secó un vaso, sin dejar de mirarla—. ¿Ha tenido buena suerte últimamente?

—Obviamente —ladeó la cabeza y el cabello oscuro como chocolate cayó a un lado—. Estoy aquí, ¿no?

Max soltó una carcajada y se apoyó en la barra.

—Eso podría ser suerte… o mal gusto al elegir bares —bajó la voz para que los demás no lo oyeran—. Si necesita algo más, silbe —recogió el paño y el vaso y se alejó de la tentación, felicitándose. «Hasta luego, preciosa», pensó, no sin lamentarlo. El camarero, Dave, llegaría antes de que ella pidiera algo más.

 

 

D.J. maldijo para sí. Levantó el vaso y se asombró al ver que le temblaba la mano.

«¡Será posible!», pensó, asqueada. El hombre la había desconcertado y eso nunca le ocurría cuando trabajaba. ¡Nunca! Tomó un sorbo de lo que había pedido para encajar allí; hizo una mueca y contuvo la tos.

Dejó el vaso a un lado y observó a Max hablar con otro hombre que había entrado tras la barra. El segundo hombre estaba atándose un delantal a la cintura.

Tras cruzar unas palabras más con quien, obviamente, iba a sustituirlo, se despidió de los clientes.

D.J. lo miró con desaliento. Iba a marcharse y ni siquiera eran las cuatro y media. Ese no era el plan. De poco había servido su insinuante vestido y esos zapatos que le estaban destrozando los pies.

Empezó a morderse la uña del pulgar. Odiaba el fracaso, por pequeño que fuera. Podía pasar la tarde sacando información a los clientes, pero eso sería como admitir que Max Lotorto le había ganado el primer asalto.

Se sacó el pulgar de la boca cuando el nuevo camarero fue en su dirección, con una insinuante sonrisa. D.J. sacó unos dólares del bolso y los dejó en la barra, como a la bebida que apenas había probado.

No se avanzaba nada dando vueltas a las cosas. A veces había que actuar y pensar después. «Si necesitas algo más, silba…» Mientras salía del bar, D.J. frunció los labios y silbó.

 

 

Max recorrió las seis manzanas que lo separaban de su casa concentrándose en imágenes seguras, como un filete de dos centímetros de grosor y cerveza helada. Un baño relajante y caliente. Y un puro, sí. Sonrió.

Sus planes para esa velada parecían más adecuados para un jubilado que para un hombre de treinta y dos años que debería haber estado planeando una noche de sexo. Pero lo único en lo que Max no quería pensar era en la dama de rojo. Demasiado tentadora y complicada. Estrictamente prohibida.

Durante los últimos meses, las mujeres habían estado muy abajo en la lista de prioridades de Max. Y no porque no pudiera conseguir compañía femenina.

Hasta ese momento a su vida le había faltado un propósito. Había ganado dinero y viajado por el mundo. Había jugado duro cuando quería. Pero no había tenido razón para levantarse cada mañana, ser responsable o dedicarse a algo que no fueran sus propios intereses.

Pera ya la tenía. Tenía cuatro razones.

Max incrementó el paso, ansioso para terminar el día y empezar la velada. Tomó el sendero de cemento que llevaba a la puerta delantera de su casa y sintió que sus hombros se relajaban por primera vez esa semana. Los últimos tres meses habían sido caóticos. Pero el día anterior, gracias a una diosa llamada Ella Carmichael, por fin había conseguido restaurar el orden en su vida. Al día siguiente empezaría la remodelación del restaurante y bar que había comprado, pero esa noche…

Sonrió. Esa noche su mayor dilema sería decidir qué hacía antes, bañarse o cenar. Metió la llave en la puerta y entró en su santuario.

—¡Dame mi varita mágica o te atizaré con el láser!

—¡No! Es mía. Me la robaste, cabeza hueca.

—No puedes llamarme eso. Tú si que eres un tonto cabeza hueca.

La discusión subió de volumen. Max alzó las manos cuando dos cuerpos pequeños pero fuertes se lanzaron contra sus piernas y casi le rompieron las rodillas. Siseó y apretó los dientes para contener una palabrota.

—¡Eh! —gritó—. ¡Quietos! —su orden no tuvo efecto—. ¿Qué pasa aquí? —gritó con voz de barítono.

Un par de rostros angelicales, enmarcados de rizos rubios lo miraron un segundo. Después, Sean señaló a su hermano gemelo, James.

—¡Ha sido él! —la pelea se reinició.

—¿Dónde está la señora Carmichael? —Max había contratado a la fornida niñera tres días antes porque le había asegurado que no había reto doméstico que no pudiera superar. Pondría orden al caos en el que se había convertido su vida. Había empezado esa mañana y Max había sentido una profunda gratitud.

Lentamente, destapó la boca de James; solía ser el gemelo más manejable, pero nunca se sabía.

—Está en la cocina, limpiando lo de la cena.

—¿Se ha quemado la cena? —Max alzó las cejas, por eso olía raro. James encogió los hombros.

—¿Dónde están tus hermanas? —antes de que el niño pudiera contestar, la mujer que le había prometido un milagro salió de la cocina.

—Bien, está en casa —la señora Carmichael, con la constitución de un tanque, movió la cabeza, se desató el delantal y se lo dio—. Buena suerte.

—¿Qué? —Max miró el delantal.

—Las niñas son malas, pero esos dos… —señaló con el dedo a James y a Sean— acabarán con usted. Fue hacia la puerta y salió.

—Espere —Max se soltó a los niños de las rodillas y la siguió. Ella lo miró con ira.

—La cena se ha quemado. Alguien apagó el temporizador. Y espero que no necesite camisas limpias para mañana, porque no he podido hacer la colada —alzó la barbilla, retándolo a que protestara.

—Es obvio que no ha sido el mejor día… para ninguno de nosotros —consiguió esbozar una sonrisa—. Tratar con los constructores se parece mucho a tratar con niños. Todo ocurre en su marco temporal, refunfuñan y es uno el que paga por todo.

La señora Carmichael cruzó sus musculosos brazos sobre el pecho y frunció los labios.

—De acuerdo —Max se frotó los manos—. No se preocupe por la cena. Pediremos pizza para los chicos y usted y yo nos sentaremos y…

—La cena es el menor de sus problemas, señor Lotorto. Esos dos gamberros se han portado como animales todo el día. Primero cavaron un agujero en el jardín…

—No, es una cápsula del tiempo —afirmó James, como si eso lo justificara todo—. Vamos a meter dentro al lagarto muerto de Sean.

—Shh —susurró Max.

—Luego pusieron crema de afeitar en las ventanas…

—No, no, era jabón. Íbamos a ayudar a limpiarlas… —protestó Sean.

Max se llevó el dedo a los labios. No podía permitirse perder la única ayuda que tenía. Miró a la señora Carmichael comprensivamente. Tras vivir varios meses con los gemelos, no resultó difícil.

—Sé que eso debe haber sido irritante… —empezó.

—Y después intentaron prender fuego a la casa.

—¿Fuego? —Max conocía a los niños. Eran revoltosos y demasiado creativos en sus juegos, pero en el fondo eran buenos chicos que habían pasado por circunstancias muy difíciles. No eran delincuentes. Nunca habían hecho daño a nadie a propósito—. Si jugaron con cerillas, me ocuparé de ellos —se volvió y lanzó a los dos una mirada de advertencia—. Desde luego que lo haré. Pero quizá no debería sugerir que intentaron quemar la casa a propósito…

—Hicieron un fuego en medio del dormitorio.

James y su hermano corrieron hacia él. Max les tapó la boca y oyó algo como «…fuego de campamento…»

—Sugiero que volvamos dentro de la casa y… —Max sintió una dolorosa punzada entre los ojos.

—Utilizaron una de sus cajas de puros como leña.

—…hablar… —calló—. ¿Puros? ¿Mis puros importados? ¿Con una choza y una palmera en la caja?

—¿Cómo voy a saberlo? —la señora Carmichael movió la cabeza—. No quedan más que cenizas.

El dolor de cabeza de Max se intensificó. Deseaba gritar, pero no debía. Estaba fallándoles a los chicos.

La idea lo enfurecía y frustraba. Pero eran víctimas inocentes de una madre que no había podido darles ninguna estabilidad y los había dejado con Max de vez en cuando. Pero la situación se había convertido en permanente y, aunque conocían y querían a Max, percibían la verdad: podía manejarles un fin de semana, pero no sabía actuar como un padre.

No podía hacerlo solo.

—No le gustará oírlo, pero lo que estos niños necesitan es una buena tunda. Y se la habría dado, pero se encerraron en el cuarto de baño.

Max sintió que los niños se tensaban.

—Señora Carmichael —advirtió con voz grave—, intente recordar lo que le dije.

—Exactamente —asintió ella—. De tal palo tal astilla, y por lo que dijo de su madre, esos dos acabaran en la cárcel antes de cumplir los diez años.

—Señora Carmichael…

—Se haría un favor si dejara que los Servicios Sociales se encargaran de ellos.

Max sintió que su ira subía de nivel.

—¿Qué le llamaste a tu hermano? —le preguntó a James—. Señora Carmichael, es una cabeza hueca. No vuelva a mencionar los Servicios Sociales en relación con mis hijos, que quede muy claro.

—¡Renuncio! —espetó la mujer, roja como la grana.

—Justo cuando empezábamos a entendernos.

La señora Carmichael giró sobre los talones y fue hacia su coche. Max dio la vuelta a los chicos y fue hacia la casa. En el porche, Anabel, de diez años, esperaba con el brazo alrededor de Livie, la hermana pequeña. Vestida con su habitual disfraz de princesa, parecía tener pintalabios o mermelada de fresa por toda la cara.

Max apretó los dientes. Tiró el delantal sobre el sofá y dio una palmada con jovialidad fingida.

—¿Quién tiene hambre? Pediré pizza.

—Tomamos pizza anoche —dijo Anabel.

Max sintió que la fatiga lo aplastaba. Casi nunca tenía miedo y casi nunca rezaba. Creía en el trabajo duro, la verdad y la lealtad; esos valores deberían conseguir que un hombre superara cualquier dificultad. Pero en ese momento con cuatro pares de ojos preocupados fijos en él, miró hacia el techo… «Envía ayuda», suplicó.

Capítulo 2

 

A Daisy June Ryder le gustaba la moda. Antes de que el negocio empezara a ir fatal y ella a ocuparse de pagar las facturas, la ropa y los zapatos habían sido su mayor vicio.

Para conseguir el puesto de niñera, se puso unos vaqueros de sesenta y cinco dólares, una blusa de diseño y botas de cuero. La ropa le daba confianza en sí misma.

La noche anterior, aparcada a una manzana de la casa de Maxwell Lotorto, había visto su confrontación con una fornida señora de pelo gris y a los cuatro niños. Por lo que había oído, los niños eran de Max y la airada mujer, niñera o ama de llaves, se iba definitivamente.

D.J. había estado en el lugar correcto, a la hora exacta, y ahora tenía un plan. Ante la puerta de la Taberna del Camino, por segunda vez en menos de veinticuatro horas, achacó a los nervios el cosquilleo que sentía en el estómago. Llevaba años localizando a personas desaparecidas, pero nunca había simulado ser quien no era.

Por primera vez, D.J. Holden, experta en artes marciales y con licencia para llevar armas, iba a encubrir su profesión y convertirse en Daisy June Holden, niñera. En la puerta de al lado de la taberna había obras y un cartel indicaba que pronto inaugurarían un restaurante italiano. Se lamió los labios y cruzó el umbral.

Dentro estaba muy oscuro y olía a humo y a cerrado. Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, oyó unas risitas y unos susurros. Fue hacia una de las mesas. Debajo había dos niños. Se agachó para mirarlos.

—Hola.

—Shhhh. Alertarás a las fuerzas enemigas —uno de los niños se puso un dedo en los labios.

—Perdón —susurró—. ¿Por qué os escondéis?

—No podemos hablarte sin saber de qué lado estás.

—Ah —ella asintió—. Estoy de vuestro lado.

—Entonces tienes que meterte aquí debajo.

D.J. miró el diminuto espacio y gimió para sí. Se agachó y se unió a sus nuevos camaradas. Se sentía como una tortuga artrítica; no podría aguantar mucho.

—¿Dónde están las fuerzas enemigas?

—Allí —contestó el portavoz del dúo, señalando el bar—. Comiendo cosas.

—Comiendo cosas —D.J. asintió—. ¿Por qué no estáis vosotros allí comiendo cosas?

—Comer en mitad de una misión es de nenas.

—Pero yo tengo hambre —apuntó su compañero.

D.J. lo miró; era un calco del otro. No se parecían a Max, así que supuso que salían a su madre. El día anterior había comprendido que Max Lotorto necesitaba ayuda. Su esposa había fallecido o lo había abandonado, aunque no entendía qué podría haberla llevado a dejar al apuesto Max y a los cuatro niños. Quizá Max tenía algún defecto que había dado al traste con el matrimonio. Ese era el tipo de información que Loretta deseaba.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó.

El que tenía hambre empezó a contestar, pero su hermano le dio un codazo en las costillas.

—No debemos decirlo —contestó.

—Eso es cuando estamos afuera —apuntó el otro, devolviéndole el codazo.

—¡Sean! ¡James!, ¿dónde estáis? —gritó una voz masculina y autoritaria.

—Shhh —sisearon los niños. El más dominante dio una orden—. ¡Cambio de sitio, cambio de sitio! —los dos gatearon hacia un nuevo escondite.

D.J. intentó salir, pero resultó mucho más difícil que entrar. Un par de botas de trabajo gastadas aparecieron ante sus ojos antes de que pudiera estirarse. Aceptó la mano que le ofrecían. Era grande, cálida y callosa.

Al levantarse notó la sorpresa, y luego la sospecha, de su mirada. La había reconocido. Max soltó su mano y la contempló, esperando una explicación. Pero D.J. tenía la boca seca y no se le ocurría nada.

—¿Por qué ha vuelto la dama a esconderse bajo mi mesa? —preguntó él.

—Buena pregunta —sonrió—. En realidad no me estaba escondiendo, sino conociendo a dos jovencitos muy imaginativos. Suyos, supongo —se oyeron risitas.

—Salir de ahí, vosotros dos. Es hora de comer —dijo Max, con las manos en las caderas. Los gemelos se pusieron de pie ante él—. Frankie ha preparado atún.

—¡Puaj! Bocadillos de Willy —protestó Sean.

—No empieces. Willy era una ballena.

—¡No voy a comer ballena! —exclamó James.

El cuerpo de Max tembló de impaciencia, y el de D.J. con el esfuerzo de contener la risa. El pobre hombre parecía agotado; eso le convenía a su plan.

—El atún no es ballena. Sale de una lata. Frank os ha hecho la comida y no la despreciaréis —dijo Max con firmeza—. Y no os recomiendo que busquéis chicas debajo de las mesas, no suelen estar ahí.

—Ella no es una chica —rió James.

D.J. se estremeció. El hombre tenía ojos como el océano en invierno: tormentosos, llenos de misterio y secreto. Como investigadora, lo consideraba un reto. Como mujer, se sentía… atrapada. Eso no era bueno.

—A comer —repitió Max con tono que no admitía réplica—. Y helado después, si lo acabáis todo.

Los niños se miraron y salieron corriendo. D.J. miró a Max, que llevaba unos vaqueros gastados, camisa roja y botas. Parecía dispuesto a trabajar.

—Tengo un día ajetreado. ¿Cómo puedo ayudarla?

—Puede dejar que le facilite la vida —respondió D.J., simulando una confianza que no sentía.

—¿Cómo pretende hacer eso? —preguntó él.

—Trabajando para usted —D.J. movió la cabeza y echó la melena hacia atrás—. Supongo que no me recuerda —mintió—, pasé por su bar ayer. He visto que va a abrir un restaurante, y necesitará personal. Tengo mucha experiencia en restaurantes —lo miró a los ojos; se calló que se limitaba a comer en ellos con frecuencia—. Puedo hacer cualquier cosa: servir mesas, recibir a la gente —miró a su alrededor—. Clavar clavos —no mencionó a los niños de momento. Ya llegaría el momento.

—No es de por aquí —Max la miró de arriba abajo.

—Ayer iba de paso —le dijo, para justificar su vestido de gala en un bar de mala muerte—. Volvía a casa de la boda de una amiga. No suelo vestirme así para entrevistas de trabajo.

—¿Dónde vives y dónde fue la boda?

—La boda fue en Ashland —D.J. nombró una ciudad al sur de Gold Hill—. Yo soy de Portland.

—Portland.¿En Portland no hay puestos de camarera?

—Seguro —inspiró y soltó el aire con lentitud—. También hay un ex prometido con su nueva novia.

Max frunció el ceño mientras digería la información.

—Quiero mudarme a un sitio tranquilo y necesito empleo cuanto antes. Si ya tiene a todo el personal, ¿podría recomendarme algún otro restaurante? No me importa el trabajo duro, hasta puedo fregar platos —escondió sus perfectas uñas, esperando que tuviera un buen lavavajillas en su casa—. Por cierto —dijo, como si se le acabase de ocurrir—, también cuido niños; si usted o su mujer conocen a alguien que necesite…

Relajó la voz, y siguió con calma e indiferencia.

—Sé que este es un lugar pequeño y quizá no haya mucho trabajo, así que estoy dispuesta a ser flexible. Y cobraré poco el primer mes de prueba.

—¿Cómo de flexible? —preguntó él. Poco a poco, sus mentiras empezaban a atraparlo.

—Depende de la oferta —Daisy June encogió los hombros.

—¿Qué le parecería trabajar a tiempo completo con niños? —preguntó él.

—Adoro los niños —sonrió con entusiasmo—. Los suyos son encantadores.

—¿Veinticuatro horas siete días a la semana?