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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Miranda Lee

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lágrimas de desamor, n.º 1425 - septiembre 2017

Título original: At Her Boss’s Bidding

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-101-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Era perfecta, se dijo Justin al ver a la señorita Rachel Witherspoon entrar en la oficina para la entrevista.

De aspecto sencillo y formal, iba vestida con un traje negro nada sexy y tenía el cabello castaño recogido en un moño trenzado. No llevaba maquillaje ni perfume, comprobó Justin con alivio; era la antítesis absoluta de la rubia explosiva que se había paseado por la oficina contoneando el trasero durante el mes anterior, simulando ser su secretaria.

No, estaba siendo injusto. La chica había sido bastante eficiente, pero, al cabo de unos pocos días, dejó claro que sus servicios podían ir más allá de los de una simple secretaria. Aprovechaba cada oportunidad, y cada arma de su considerable arsenal físico, para transmitirle dicho mensaje. Lo había bombardeado con sus sonrisas, sus ropas y sus comentarios provocativos hasta que Justin no pudo soportarlo más. El lunes anterior, al verla entrar con un escote más exagerado que el de una prostituta, le anunció que aquella sería su última semana en la oficina, aduciendo que había contratado a una secretaria permanente.

Era mentira, sí, pero una mentira necesaria para su cordura.

No era que se sintiera sexualmente atraído por ella. Pero cada vez que aquella chica lo abordaba, Justin se acordaba de lo que Mandy había estado haciendo con su jefe. Aún lo hacía mientras viajaba con él por todo el mundo como su ayudante personal.

Justin apretó los dientes al pensarlo. Habían transcurrido dieciocho meses desde que su esposa le confesó lo que ocurría y le comunicó la devastadora noticia de que pensaba dejarlo para amancebarse con su jefe.

¡Dieciocho meses! Pero el dolor no desaparecía. El dolor de la traición y el engaño, agravado por el recuerdo de las cosas que Mandy le dijo aquel último día. ¡Cosas crueles, hirientes!

Otros hombres habrían curado su ego herido acostándose con todas las mujeres que se pusieran a su alcance. Pero él no se había acostado con nadie desde que Mandy lo dejó. La mera idea de intimar físicamente con otra mujer le producía escalofríos. Por supuesto, esto era algo que sus amigos y conocidos varones ignoraban. Uno no confesaba una cosa semejante a otros hombres. Su madre, en cambio, sí lo había intuido. Sabía hasta qué punto lo habían herido la infidelidad y el abandono de Mandy, y no dejaba de decirle que algún día encontraría a una mujer realmente buena que lo ayudaría a olvidarla.

Las madres eran las eternas optimistas. Y unas casamenteras incorregibles.

Así pues, cuando su madre, a quien había hablado de la situación en la oficina, le telefoneó para anunciarle que había encontrado a la secretaria perfecta, Justin se sintió comprensiblemente receloso.

Pero al final accedió a entrevistar a la señora Witherspoon.

Y allí la tenía.

¡Qué delgada estaba! Y parecía terriblemente cansada, con aquellas grandes ojeras. Aunque tenía bonitos ojos, de un color interesante. Pero muy tristes…

Según la fecha de nacimiento que figuraba en el currículum, tenía tan solo treinta y un años, pero parecía más cercana a los cuarenta.

Era comprensible, se dijo Justin, después de lo que había pasado aquellos últimos años. Lo invadió una oleada de compasión y decidió ofrecerle el puesto. Aun así, siguió el procedimiento de la entrevista para que ella no sospechase. A nadie le gustaba la conmiseración. Ni la lástima.

–Bien, Rachel –dijo Justin una vez que ella se hubo sentado en la silla–, mi madre me ha hablado mucho de usted. Y su currículum es impresionante –añadió señalando el historial de trabajo que había recibido por fax el día anterior–. He visto que una vez quedó finalista en el concurso de Secretaria del Año. Y que su jefe en aquel entonces ocupaba un puesto muy alto en la Australian Broadcasting Corporation. Podría hablarme de su experiencia profesional en dicha empresa…

Capítulo 1

 

Es como en los viejos tiempos, ¿eh? –dijo Rachel a Isabel mientras se metía en la cama y se tapaba hasta la barbilla con el bonito edredón.

–Cierto –respondió Isabel y se acostó en la cama de al lado, rememorando aquellos viejos tiempos.

Rachel e Isabel habían estado en el mismo internado y se habían hecho amigas íntimas desde el primer día. Después de que los padres de Rachel fallecieran en un extraño accidente de tren, cuando ella contaba catorce años, el lazo de amistad que las unía se hizo aún más fuerte. De la educación de Rachel se hizo cargo la mejor amiga de su madre, una señora encantadora llamada Lettie, que vivía en el mismo barrio residencial que los padres de Isabel, en Sidney. Durante las vacaciones, Rachel se quedaba a dormir con frecuencia en casa de Isabel. A veces, su estancia allí se prolongaba varios días. Lettie no ponía ninguna pega. Las chicas se habían hecho inseparables, y nada les gustaba más que permanecer despiertas en la cama y charlar durante horas.

Rachel sonrió a Isabel.

–Me siento como si tuviera quince años otra vez.

«Pues no aparentas quince años», pensó Isabel suspirando para sus adentros. Rachel aparentaba cada uno de sus treinta y un años y algunos más. Lo que era una verdadera lástima. Antaño había sido guapísima, con su lustroso pelo castaño, sus ojos deslumbrantes y una fabulosa figura que Isabel siempre había envidiado.

Pero los cuatro años que había pasado cuidando a su madre adoptiva, aquejada de una enfermedad terminal, tuvieron un grave efecto en ella. Era una mera sombra de sí misma.

Isabel esperaba que al morir Lettie, que había padecido Alzheimer, la pobre, Rachel volvería a trabajar y recuperaría su antiguo vigor. Aún no se apreciaba ninguna mejora, claro que solo llevaba unas semanas trabajando.

Había engordado algún kilo, lo cual era un comienzo. Y cuando sonreía dejaba traslucir un atisbo del vibrante atractivo que poseyó en otros tiempos.

Con suerte, al día siguiente, en la boda, sonreiría mucho. De lo contrario, más tarde se horrorizaría al verse a sí misma en las fotos. Isabel, por su parte, era consciente de tener un aspecto inmejorable. El amor le favorecía. Así como el embarazo.

Estaba radiante.

–Prométeme que dejarás que mi peluquero haga de las suyas contigo mañana –insistió Isabel–. El tono pelirrojo irá mejor que el castaño con tu vestido turquesa. Y nada de recogértelo. Rafe detesta que las mujeres se recojan el cabello. También he contratado a un maquillador, y no quiero oír ninguna queja.

–No pondré objeciones. Es tu día. Haré lo que quieras. Pero, por favor, que sea un tinte temporal. No quiero presentarme el lunes en la oficina con el cabello pelirrojo.

–¿Por qué no?

–Ya lo sabes. Justin me contrató, entre otras razones, porque no me parecía a mi predecesora. Era una mujer llamativa y coqueta, ¿recuerdas? Alice nos lo contó todo sobre ella.

Isabel puso los ojos en blanco.

–No creo que un poco de tinte pelirrojo en el cabello te haga llamativa y coqueta.

–Tal vez no, pero prefiero no arriesgarme. Me gusta mi trabajo, Isabel, y no quisiera perderlo.

–¿Sabes una cosa? Empiezo a estar de acuerdo con Rafe. Dice que un tipo divorciado que despide a una guapa secretaria por coquetear con él o es un paranoico con respecto a las mujeres o es gay.

–No despidió a mi predecesora –repuso Rachel a la defensiva–. Era una secretaria eventual. Y Justin no tiene ninguna paranoia con las mujeres. Conmigo es muy simpático.

–¿No se le ve amargado ni retorcido?

–Nunca he visto evidencias de ello.

–Bien, entonces quizá sea gay. ¿Tú qué opinas? ¿Es posible que su mujer lo dejara por eso?

–La verdad es que no lo sé, Isabel; y, francamente, no me importa. Lo que haga mi jefe en su vida privada solo le atañe a él.

–Pero dijiste que era muy guapo. Y que tiene treinta y pocos años. ¿Vas a decirme que no te sientes atraída por él? ¿Ni un poquito?

–En absoluto. No –repitió Rachel firmemente cuando Isabel la miró con los ojos entrecerrados.

–No te creo. Hace poco me dijiste que te sentías tan sola, que te acostarías con cualquier cosa que llevara pantalones. ¿Y ahora trabajas con un hombre guapísimo, posiblemente heterosexual, y no fantaseas con él? Puede que estés algo deprimida, Rachel, pero no estás muerta. Soy tu mejor amiga. He sido tu confidente en cuestiones íntimas y personales durante muchos años. Sé que perdiste la virginidad a la tierna edad de dieciséis, y que después de eso no te faltó nunca pareja hasta que Eric te dejó. Quizá te inspiren poca simpatía los hombres, después de lo que te hizo ese bastardo, pero…

–Me siguen gustando algunos hombres –la interrumpió Rachel–. Me gusta Rafe –añadió con una sonrisita pícara.

–Sí, a todas las mujeres les gusta Rafe –respondió Isabel cínicamente–, incluso a mi madre. Pero dado que Rafe es el padre de mi futuro hijo, y va a casarse conmigo mañana, no puede ser tuyo, ni siquiera en préstamo. Tendrás que buscarte a otro que satisfaga tus necesidades sexuales.

–¿Quién ha dicho que yo tenga necesidades sexuales?

–¿No las tienes? –Isabel se sorprendió. ¡Si debía de llevar unos cuatro años de celibato!

–Al parecer, no. Ya rara vez pienso en el sexo; y lo necesito aún menos. En realidad –continuó Rachel en tono pensativo–, nunca he necesitado el sexo por el sexo. Para mí tan solo era otra faceta de estar enamorada. Perder la virginidad a los dieciséis no fue un impulso sexual tanto como emocional. Me había enamorado por primera vez y deseaba entregarme a Josh.

–Pero disfrutaste. Me lo dijiste luego.

–Sí, claro que sí. Pero no buscaba únicamente sexo. Deseaba experimentar esa maravillosa sensación que es estar enamorada.

Isabel sonrió.

–Es posible gozar de buen sexo sin que haya amor por medio, Rach.

–Quizá sea así para ti, pero no para mí. Cuando dije que me acostaría con cualquiera tras la muerte de Lettie, eran mi soledad y mi dolor los que hablaban. No puedo acostarme con cualquiera. Para eso tengo que estar enamorada y, sinceramente, después de mi experiencia con Eric, no me creo capaz de volver a enamorarme. Me faltan la fuerza y el valor necesarios. Eric me hirió más de lo que podría expresar con palabras. Pensé que me amaba tanto como yo lo amaba a él. Pero ahora, al volver la vista atrás, no creo que me amara lo más mínimo.

–Ese canalla egoísta no te quería. Pero eso no significa que algún día no puedas conocer a un hombre que te ame como mereces ser amada.

–Lo dices porque tuviste la suerte de conocer a Rafe. No hace mucho, tenías una opinión menos elevada del sexo masculino.

–Cierto –Isabel no podía negar que siempre había sido escéptica en lo que a los hombres se refería. Conocía el pasado de Rachel y no podía reprocharle que albergara esos sentimientos. Eric la había tratado vergonzosamente, dejándola al enterarse de que pensaba dejar su trabajo para cuidar de Lettie. Eso, sumado al hecho de que el propio marido de Lettie abandonase a su cada vez más torpe esposa, debió de ser la gota que colmó el vaso. Con razón la fe de Rachel en el sexo masculino se había visto seriamente mermada.

–Soy feliz así, Isabel –siguió diciendo Rachel–, sin un hombre en mi vida. Disfruto mucho con mi trabajo. Es muy interesante trabajar para un asesor bursátil. Estoy aprendiendo mucho sobre la Bolsa y sobre las finanzas en general; nunca han sido mi especialidad, como sabes muy bien. Me estoy planteando ir a la universidad por las noches el año que viene y estudiar Empresariales. Tengo planes para mi vida, Isabel, así que deja de preocuparte por mí.

Isabel suspiró. Siempre había dicho que Rachel era una chica valiente, pero poco afortunada. Esperaba que, algún día, apareciese un hombre digno de ella. Un hombre con carácter y sensibilidad. Un hombre que tuviese mucho amor que dar.

Porque eso era lo que Rachel necesitaba. Ser amada. Sincera y profundamente. Con desesperación.

«Como Rafe me ama a mí», se dijo Isabel ensoñadoramente.

Dios santo, era muy afortunada.

Pobre Rachel. Sentía muchísima lástima de ella.

Capítulo 2

 

El lunes por la mañana, Rachel se apresuró por la calle para no llegar tarde. Había tomado un tren posterior al que tomaba siempre, pues esa mañana había tardado en prepararse para ir a trabajar, y ahora trataba de recuperar el tiempo perdido.

Al doblar una esquina, el sol matutino la deslumbró, aunque no por ello aflojó el paso. Comprendió que el día sería caluroso. La primavera se había retrasado aquel año, pero había entrado con fuerza. Ni una sola nube manchaba el claro cielo azul.

Estaba claro que tendría que comprarse ropa nueva pronto. Adquiriría prendas que no fuesen de color negro, aunque tampoco excesivamente brillantes o frívolas. Por desgracia, habría de posponer tales compras hasta que Isabel volviera de su luna de miel. Rachel no tenía ni idea de dónde estaban las tiendas a las que su amiga la llevó la última vez. De momento, pues, tendría que seguir vistiendo de negro.

Bendito fuese el aire acondicionado, pensó mientras se subía las mangas de la chaqueta y avanzaba por la empinada calle. Una mirada de soslayo a su reflejo en el escaparate de una tienda bastó para arrancarle un gemido. Aún tenía el cabello pelirrojo, pese a los numerosos lavados que se dio el día anterior y esa misma mañana. Si Isabel no se hubiera encontrado camino de ultramar en su viaje de novios, la habría puesto de vuelta y media. Su peluquero debió de utilizar un tinte semipermanente, estaba segura de ello.

Cierto era que había resultado muy atractiva en la boda. Desde lejos, claro. Era asombroso lo que un vestido elegante, un peinado bonito y un buen maquillaje podían lograr.

Pese a todo, Rachel se alegraba de que los repetidos lavados hubiesen rebajado un poco la intensidad del tinte. Como le había dicho a Isabel, adoraba su trabajo y no deseaba perderlo. Ni poner en peligro la relación que ya había entablado con su jefe, basada en la profesionalidad y el respeto mutuo.

Rachel llegó sin resuello al alto edificio de oficinas sede de AWI, la enorme compañía de seguros donde trabajaba. Justin era un analista financiero independiente que AWI había contratado como asesor durante dos años; después, tenía intención de abrir su propia asesoría, preferiblemente lejos del núcleo céntrico de la ciudad, explicó a Rachel un día mientras tomaban café durante un descanso.

Rachel valoraba mucho a su jefe. Admiraba su férrea ética profesional y su falta de arrogancia. Casi todos los hombres con su físico y su inteligencia poseían egos igualmente grandes. Justin, no. No era que fuese perfecto, ni mucho menos. Tenía sus momentos de persona difícil y exigente. Y algunos días su humor dejaba mucho que desear.

Aun así, nada le gustaría más a Rachel que irse con él cuando abriese su asesoría. Justin ya había sugerido que tal cosa era posible, si ella así lo quería. Parecía satisfecho con sus servicios.

Una ráfaga de sol iluminó el cabello pelirrojo de Rachel mientras cruzaba las puertas giratorias de cristal del vestíbulo. Rachel gimió de nuevo. Definitivamente, aprovecharía la hora del almuerzo para comprar otro tinte castaño.

Nadie la miró dos veces mientras subía en el ascensor al décimo quinto piso; en realidad, nadie la conocía. Justin trabajaba solo, en un área muy reservada, y se comunicaba con otros miembros de la empresa por teléfono o correo electrónico. Asistía todos los meses a reuniones con los ejecutivos, pero nunca iba a los actos sociales celebrados por la compañía y se negaba terminantemente a involucrarse en la política interna de AWI.

En realidad, su jefe era un solitario.

Lo cual le parecía perfecto a Rachel. La verdad era que se había vuelto un poco tímida, menos con sus amigos más cercanos, como Isabel y Rafe, cosa que no era en absoluto propia de ella. Antes había sido muy extrovertida. Isabel insistía en que acabaría recuperando su antigua personalidad, pero Rachel empezaba a dudarlo. Las experiencias de los últimos años la habían cambiado. Se había vuelto introvertida. Y seria. Y, por qué no decirlo, sosa.

Ese era el mayor de los cambios que había experimentado, desde luego. Había perdido su atractivo, y tiñéndose el pelo no iba a recuperarlo. Todo aquello la hacía sentirse estúpida.

Al abrirse las puertas del ascensor, Rachel corrió como una bala por el pasillo, esperando haber llegado antes que Justin. Su jefe hacía ejercicio en el gimnasio de la empresa todos los días, antes de ponerse a trabajar, y en ocasiones perdía la noción del tiempo, de ahí que se presentase tarde algunas mañanas.

La puerta estaba cerrada, lo que anunciaba que aquella era una de esas mañanas. Rachel suspiró aliviada. Se encontraba sentada a su mesa, compuesta y trabajando con el ordenador cuando la puerta se abrió al cabo de quince minutos.

El corazón le dio un vuelco. ¿Qué diría su jefe cuando viera su pelo?

Justin entró dando grandes zancadas, tan atractivo como de costumbre, con un traje azul marino, camisa blanca y corbata azul claro. Tenía el cabello aún húmedo, lo que indicaba que se había duchado hacía poco rato. Llevaba los periódicos de la mañana debajo de un brazo y su maletín negro en la otra mano. Parecía distraído, ceñudo, con el entrecejo fruncido sobre su fuerte y recta nariz, en un gesto de preocupación.

–Buenos días, Rachel –saludó mirándola brevemente mientras pasaba de largo–. Deja el café para dentro de diez minutos, ¿quieres? –dijo mientras entraba en su despacho privado–. Tengo algo que hacer antes.

Cuando hubo cerrado la puerta, Rachel miró furiosa en su dirección. Sus ojos castaños mostraban por primera vez un atisbo de resentimiento femenino.

–¡Pues vaya! –exclamó mirando la puerta cerrada–. ¡Buenos días!