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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Lisa Chaplin

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nuevos planes, n.º 2089 - noviembre 2017

Título original: Long-Lost Father

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-482-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ASÍ QUE se casó con el príncipe y fueron felices para siempre en su precioso castillo –Samantha Holloway cerró el libro de cuentos y le acarició el rostro a su hija–. Es hora de dormir, princesa.

La niña abrió su boquita de piñón para bostezar.

–Bueno –los ojos castaños, tan parecidos a los de su padre, se volvieron hacia Samantha, pero sin enfocarla. Unos ojos tan preciosos como desoladores porque aunque llenos de expresión, no tenían brillo–. ¿Sigues queriéndome como de aquí a la luna?

A Sam se le hizo un nudo en la garganta mientras le acariciaba el pelo.

–Más que a nada en el mundo, princesa.

Querer y proteger a su hija era su misión en la vida.

Casey sonrió, con la expresión traviesa que también había heredado de su padre y los mismos hoyuelos en las mejillas.

–Buenas noches, mami.

Después de rezar su oración, se dio la vuelta y se tapó con la sábana antes de quedarse dormida.

Sam colocó los muñecos de peluche y el libro de cuentos en su estantería y luego hizo lo mismo con el resto de la casa. La limpieza y el orden no eran una obsesión ni un lujo para ellas. Era una necesidad, una obligación. Un juguete en el suelo era un accidente potencial; tirar la leche y no pasar la fregona de inmediato podía ser una tragedia.

Si tu hija era ciega, el desorden podría ser mortal.

Cuando terminó con las tareas y entró en su habitación, Sam dejó escapar un largo suspiro de alivio. Se acercó a la ventana y miró la calle a través de las ramas de los árboles, disfrutando de la paz y el silencio.

Ahora era su momento… para vivir.

«Pero no tengo a nadie con quien vivirlo».

«No hagas eso. La autocompasión es tan destructiva para ti como para Casey».

Se tumbaría un rato en la hamaca del porche, pensó. Sí, tenía que ser positiva…

El vestido de algodón cayó al suelo sin ruido. La ropa interior de color crema, la única concesión a la coquetería, lo siguió, pieza por pieza, por simple abandono. Luego, los años de rutina la obligaron a colocarlo todo sobre la cama. Sam se estiró, pasándose los dedos por los rubios rizos mientras respiraba profundamente el aire de la noche, olvidándose de la mujer responsable que debía ser durante el día, aunque sólo fuese una hora.

Por mucho que quisiera a Casey, y ningún ser humano podía querer más a su hijo, disfrutaba de la gloriosa libertad de estar sola. En ese momento, le pertenecía sólo a la dulce y aterciopelada noche de verano.

Las noches de febrero en Sidney eran muy calurosas, cargadas de tormenta, y hasta la prenda más delicada era una carga insoportable. A Sam le encantaba caminar por la casa ligera de ropa y dejar que la brisa que entraba por las ventanas refrescara su piel. Con una ligera bata de seda por todo atuendo, tumbada en la hamaca del porche que sólo podía instalar por las noches para que Casey no tropezase con ella, se perdía en el silencio y la oscuridad…

El distante sonido de un trueno la perturbó. Pero después de aquél llegarían más. Sam miró la piscina. Las luces del fondo parecían llamarla… Era su único capricho, alquilar una casa con piscina. Se decía a sí misma que Casey necesitaba hidroterapia, pero en el fondo sabía que era por ella. Nadar era la única forma de relajar la tensión que acumulaba durante el día.

Y hacía una noche perfecta para nadar… bajo la luz de la luna, las estrellas y esas nubes oscuras, aterradoras y hermosas… le habría gustado perderse en ellas, convertirse en parte de la noche.

«Deja de recordar».

Tenía poco tiempo antes de que estallase la tormenta. Ella era todo lo que Casey tenía y no podía hacer locuras como antes, cuando no importaba… antes de que Casey le diese fuerzas, significado y amor a su vida.

Veinte o treinta largos disiparían la tensión, la devolverían a la realidad.

Pero no admitiría nunca que de lo que quería escapar era de él, de su recuerdo.

Un minuto después, con su bañador favorito, de color azul cielo, se lanzó al agua, la zambullida coincidió con el trueno.

«Nada hasta cansarte y así no podrás pensar».

Siempre que había tormenta los recuerdos se agolpaban. La tensión se apoderaba de su corazón, de su cuerpo y de su alma, haciéndola sentirse tan sola… Y pensar en él era como esperar a un caballero de brillante armadura que la rescatase de su infinita soledad. Recuerdos de su risa, de él apretando su mano con un brillo intenso en sus ojos castaños con puntitos dorados…

–Samantha Holloway, éste es mi médico, Brett Glennon –se lo había presentado su jefe durante una fiesta en su elegante villa de Kew–. Te ha visto sola y ha querido conocerte.

Brett le había sonreído como si supiera un secreto maravilloso, increíble, que ella desconocía. Una mujer ya madura a los veintidós años, Sam esperó la típica frasecita de seductor sobre que el destino los había unido o algo parecido, pero él se limitó a mirar sus pies desnudos.

–No me puedo resistir ante unos pies tan bonitos como ésos. Los míos están celosos.

Y se quitó los zapatos, desafiando las miradas de desaprobación de la elegante concurrencia, con una sonrisa de complicidad que le había derretido el corazón.

Había sido así desde el principio. La hacía sentirse especial, la hacía reír. La vida no era ni seria ni trágica con Brett. Ella no era la doncella de hielo, era Sam, una joven que disfrutaba de la vida con un hombre que veía a la niña asustada que había bajo esa fría fachada.

Brett era la risa que nunca antes había conocido, el cariño que tanto había deseado en la oscuridad del orfanato. Y en su noche de bodas, la había hecho olvidar sus miedos y disfrutar de una pasión que sólo conocía por las novelas de amor. Durante cinco maravillosos meses, él había sido la luz de su vida, su amor, su razón para levantarse por las mañanas. Brett lo era todo.

Y entonces desapareció. Y el sol desapareció con él. De nuevo, retornó a la soledad, al abandono, al vacío del orfanato y las casas de acogida… a la nada. Brett se había ido, dejándola atrás.

Sin embargo, durante un tiempo, alguien la había amado. O al menos, lo creyó así. A veces deseaba haber seguido en la ignorancia…

De todas formas, Brett no la dejó completamente sola. Le había dejado un precioso tesoro y cada día le daba las gracias a Dios por su hija. Para Sam, Casey era perfecta, preciosa, su querida niña, su única familia. Y llevaba seis años yendo de un lado a otro para que siguieran juntas, para que nadie pudiera separarlas.

David y Margaret Glennon eran sus abuelos, pero sólo podrían obtener la custodia de la niña por encima de su cadáver.

«No pienses». «¡Sigue nadando!»

En una noche como aquélla era imposible no revivir esos meses con Brett. Se había ido mucho tiempo atrás y los recuerdos eran lo único que tenía de él. Pero le dolía tanto haberlo perdido, haber perdido el amor de un hombre que la conocía como nadie…

Algunas veces esos recuerdos eran abrumadores, de tan reales. Casi podía sentir el roce de sus labios en la boca, su aliento, los susurros que la hacían reír, que la excitaban o que la volvían loca de amor. Y aquella noche anhelaba lo que nunca más podría tener…

«¡Nada más rápido!» «Veinte. Veintiuno».

Los recuerdos, hermosos e inolvidables, eran también dolorosos y amargos. Le dolían tanto como le dolieron sus palabras después de aquel primer beso. Brett la había llevado al lado de la piscina, detrás de unas palmeras, riendo, y algo en él había derretido todas sus defensas, todos sus prejuicios contra los hombres.

Después de aquel beso increíble, y él no estaba riéndose cuando se apartó, le había dicho, con voz temblorosa y casi amarga:

–¿Por qué no he podido conocerte dentro de tres años?

«No pienses en ello. Sigue nadando. Sólo te quedan…»

–Hola, Sam.

Ella giró la cabeza, sobresaltada. ¿De verdad había oído esa voz ronca, tan masculina?

«¡No! No te vuelvas loca, sigue nadando».

–Brett… –murmuró, sin embargo.

–Sí, soy yo. A pesar de tus esfuerzos por huir de mí, te he encontrado. Me han dicho que tengo una hija y me gustaría conocerla.

Ella contuvo el aliento mientras nadaba hacia el borde de la piscina. No podía ser. No podía ser Brett. Él estaba… estaba…

Evidentemente, no estaba en una tumba sin nombre en un país africano. Porque estaba allí, entre las sombras. Con su metro ochenta y cinco, su pelo oscuro, delante de ella, respirando, vivo… y lo único que Sam podía hacer era mirarlo mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

–¿Brett? –pronunciaba su nombre con incredulidad, con terror, temblando, con el corazón latiéndole de tal modo que casi le hacía daño. Era real… era real.

–Hola, Sam –Brett salió de entre las sombras. Esos ojos, esos ojos llenos de humor, estaban oscurecidos por una intensa emoción.

Sam no podía dejar de temblar. El mundo parecía estar girando en dirección contraria. Su mano encontró el borde de la escalerilla y se agarró a ella…

–Brett… –no podía hacer otra cosa que repetir su nombre una y otra vez.

–Sí –en su tono no había impaciencia, no había nada.

–Pero… –el cambio de la fantasía a la realidad en cuestión de segundos la había dejado demasiado desorientada como para ser coherente–. África… Mbuka… ¿cuándo… qué?

–Si lo que quieres saber es cuándo volví a Australia, hace casi dos años –Brett levantó algo que llevaba en la mano, un bastón de paseo–. El fisioterapeuta me dio el alta hace una semana.

Dos años. Llevaba dos años en casa y ella no sabía nada. Ella lo creía muerto.

Era demasiado. Sam tuvo que apoyarse en la escalerilla, pero al inclinar la cabeza le entró agua en la nariz y se puso a toser, intentando llevar aire a sus pulmones…

Entonces sintió que unas manos fuertes la tomaban por las axilas. Un segundo después, Brett la había sacado de la piscina y estaba dándole golpecitos en la espalda.

–No volveré a asustar a una mujer cuando esté en el agua. Un médico debería pensar mejor las cosas.

La intimidad de esa mano en su espalda, su proximidad, la abrumaban. Seis años de dolorosos sueños, despertando sola, siempre sola, sin dejar que nadie se le acercara… y ahora estaba allí, tocándola… Brett.

Había habido momentos durante aquellos años en los que pensó que daría la vida por verlo otra vez, por tocarlo otra vez, para sentir que no estaba sola.

Se atragantó de nuevo con la emoción, no podía respirar. La mujer que nunca se había permitido el lujo de estar de luto por su marido muerto emergió de algún sitio exigiendo consuelo. Le temblaban tanto las piernas que no podían sujetarla, de modo que cayó de rodillas sobre la hierba, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar.

–Sam –estaba tan cerca que podía oler su colonia, la que siempre le había gustado tanto–. Sé que esto es una enorme sorpresa para ti. Pero no he podido hacerlo de otra manera… no he podido avisarte.

Suaves como las alas de una mariposa, notó el roce de las yemas de sus dedos y sintió el traidor deseo de echarse en sus brazos.

Pero una oleada de pánico la envolvió.

–¡No me toques! –gritó, entre sollozos. Deseaba tocarlo, pero no podía ser débil después de todo lo que había pasado.

–Muy bien. Como tú digas. Pero… ¿podrías colocarte ese bañador que casi llevas puesto?

Sam miró hacia abajo. El escote del bañador dejaba poco a la imaginación y alargó la mano a toda prisa para agarrar la bata que reposaba sobre la hierba.

–Ha pasado mucho tiempo, para mí al menos, y sigues siendo la mujer más guapa que he visto en toda mi vida.

Ella se cruzó de brazos, confusa.

–¿Por qué estás aquí?

–Estás temblando en una noche tan calurosa como ésta… estás conmocionada. Sécate y vístete, Sam. No quiero que te pongas enferma.

Samantha se levantó y corrió hacia la casa. Se metió en su dormitorio y cerró la puerta. Se apoyó en ella un momento, temblando. No podía pensar, sólo podía sentir y lo que sentía era pánico.

Pero, aún temblando, alargó la mano para tomar una toalla con la que secarse el pelo antes de cambiarse de ropa…

–¿Sam? ¿Te encuentras bien? Llevas ahí mucho tiempo.

–Estoy aquí –contestó ella, poniéndose la ropa interior y el vestido de algodón que se había quitado poco antes. Tiempo, necesitaba tiempo para pensar…

Pero al otro lado de la puerta esperaba el marido al que ella creía muerto.

Sam abrió la puerta y encendió las luces del salón para disipar las sombras. Brett esperaba en el porche, de brazos cruzados, apoyado en una de las columnas.

Aparentemente, algunas cosas no cambiaban nunca. Seguía llevando unos vaqueros gastados y una camiseta negra. No parecía haberse afeitado en todo el día y tenía ese aspecto un poco rebelde que siempre la había vuelto loca.

Al principio, le había parecido una contradicción. Un médico, hijo de un prestigioso juez, vestido como una estrella de rock. Luego, cuando empezó a conocerlo, había visto al chico al que obligaban a vestir con ropa de marca, a estar perfecto delante de todos, como se esperaba de un Glennon.

Pero Carlton Brett Glennon, aunque quería a su familia, se había rebelado contra sus costumbres desde que era un adolescente. Desde el día que se conocieron, le había impresionado que le interesaran más sus pacientes que su estatus social o el coche que conducía. Nada que ver con su renombrada familia a la que, sin embargo, quería y respetaba… al menos hasta que se marchó a un diminuto país africano, Mbuka, para unirse a Médicos Sin Fronteras, cuando lo que ellos querían era que fuese un famoso cirujano en Melbourne.

¿Habría vuelto para hacer lo que su familia esperaba de él?

Sam sacudió la cabeza. Fuera como fuera, las cosas eran diferentes ahora.

«Ya no soy la chica que huía de la amenaza de los Glennon». «¡Esta vez me quedaré para pelear!»

Entonces se dio cuenta de que estaba pálido y que cambiaba el peso del cuerpo al otro pie para estar más cómodo.

–Siéntate, Brett. Y pon la pierna en alto si te duele.

–Cuidado –sonrió él–. Podría pensar que te importo. Esas lágrimas, la preocupación por mi pierna… –murmuró, cojeando hasta la tumbona que Sam había comprado en una tienda de segunda mano.

El bastón cayó al suelo con estruendo… y el hechizo se rompió. Brett era dolorosamente familiar y a la vez distante, lejano. El hombre al que una vez había amado con todo su corazón ahora era un extraño y los recuerdos de todo lo que habían compartido sólo aumentaban el malestar de aquel encuentro.

«Somos los padres de Casey, tenemos una hija en común. Eso es todo lo que podemos ser».

–No juegues conmigo, Brett –le dijo, cortante.

No podía evitarlo. Se parecía tanto al hombre del que se había enamorado desesperadamente… El Brett que le había dado la vida, el hombre que la había enseñado a reír, a amar.

Tenía que enterrar esos recuerdos. Brett era el padre de Casey, pero también era un Glennon. Y, sin duda, seguiría manteniendo una estrecha relación con su familia, como siempre.

Y sus padres eran los que intentaban demostrar que era una mala madre, los que intentaban quitarle a Casey.

A David y Margaret Glennon, un matrimonio muy influyente, les daba igual que ella se quedase sola. Para ellos, Casey era una Glennon y merecía algo más que una madre huérfana y pobre que sólo podía darle cariño. Habrían querido que le diera la vida a Casey y desapareciese después, como si nunca hubiera existido.

¿Y si era por eso por lo que Brett la había buscado? ¿Habría vuelto para llevarse a su hija?