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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Linda Lucas Sankpill

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deuda de gratitud, n.º 1254 - diciembre 2017

Título original: The Gentrys: Abby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-501-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Boletín de sociedad

 

El día dieciséis del presente mes, la pareja de rancheros locales Cinco y Meredith Gentry, recientemente casados, tiene el gusto de celebrar una fiesta de barbacoa con ocasión del vigésimo cuarto cumpleaños de la hermana del señor Gentry, Abigail Josephine Gentry.

Abby Jo, como se la conoce entre amigos, acaba de regresar a Gentry Wells tras graduarse en Gestión de Ranchos en Texas.

Se espera que la barbacoa de cumpleaños sea el acontecimiento social de la temporada. Los afortunados asistentes no solo disfrutarán de comida y bebida en abundancia, sino también de diversión en cantidades industriales y un baile que durará hasta el amanecer. Corre el rumor de que los Dixie Dudes, una de las mejores orquestas de country de toda Texas, interpretarán algunos de sus mejores temas para algarabía de los asistentes.

Quien escribe estas líneas, no les quepa duda, ya está sacando brillo a las hebillas de plata y probándose las botas de serpiente en espera de esta estupenda fiesta.

Capítulo Uno

 

Abby Gentry puso una mueca al desmontar y poner los pies sobre el suelo polvoriento del Rancho Gentry. Llevó al caballo bajo la sombra de un árbol, sacó una cuerda, miró hacia el riachuelo. Le dolían todos los huesos y músculos del cuerpo.

Con lo joven que era, cabalgar durante diez o doce horas no debería ser nada del otro mundo. En una semana cumpliría los veinticuatro, de modo que debería ser capaz de aguantar esfuerzos mucho mayores. Para algo había nacido a lomos de un caballo. Abby exhaló un suspiró y decidió atribuir aquellos pinchazos a haber pasado demasiado tiempo sentada mientras estudiaba en la universidad.

Sacó un pañuelo, se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente y de la nuca antes de ponerse el sombrero de nuevo. Calzada con unas botas de montar llenas de polvo, estiró las piernas mientras pisaba con fuerza. Abby siempre había trabajado con agrado en las labores del rancho y en esos días necesitaba dejarse ver. Su sueño de convertirse en capataz parecía casi a su alcance.

Abby se giró para ver si su compañero, Billy Bob Jackson, aparecía a sus espaldas. No vio rastro alguno del anciano al que conocía desde que era una niña. Este le había dicho que se adelantara mientras él hacía una pausa para descansar.

La idea era cabalgar al trote por el perímetro del cercado hasta que Billy Bob recuperase el terreno perdido. Pero mientras guiaba el caballo, había visto la sombra oscura de un animal junto al riachuelo.

Supuso que sería alguna de las crías que se habían extraviado mientras reparaban el vallado y los molinos de la zona en los tres últimos días. Hacía meses que un depredador estaba atacando a los terneros del Rancho Gentry. Parte de su trabajo consistía en salvar a los animales a los que pudiera salvarse y encontrar pruebas de cómo habían muerto los otros.

Si el ternero del riachuelo ya estaba muerto y no había remedio, Abby confiaba en poder sacar, por lo menos, una conclusión fundamentada de cómo había perdido la vida. Ató la cuerda al árbol y, tras acercarse al borde de un pequeño barranco, a cuyos pies discurría el río, hizo un lazo con el cabo libre de la cuerda y se metió dentro de él.

En realidad se alegraba de que Billy Bob se hubiera retrasado. Habría querido ser él quien bajara entre las rocas para examinar el cadáver del animal.

Mientras descendía, el sol abrasador de la tarde calentaba los cantos calizos del fondo del riachuelo. Abby sentía como si la sangre de sus venas empezara a hervirle mientras trataba de alcanzar el suelo.

Cuando sus botas tocaron tierra, se resbaló, pero en seguida recuperó el equilibrio. Se sacó la cuerda por encima de la cabeza y se acercó al cuerpo quieto y oscuro que yacía inmóvil a unos pocos metros.

Al aproximarse, vio la verdad. Chasqueó la lengua al darse cuenta de que no se trataba de un animal… sino de un hombre. Un hombre herido de gravedad, si no muerto, que no se había movido ni quejado en todo el tiempo que Abby había tardado en bajar el barranco.

Apartó un par de rocas que había junto a su cuerpo y se hizo el espacio justo para arrodillarse a su lado. Entonces comprendió por qué le había parecido que era un animal. Todo él oscuro y sombrío: pelo negro, piel muy bronceada, vaqueros negros y una camisa de mangas largas también negra.

En seguida dedujo que debía de ser un indígena, lo que no era habitual en el condado de Castillo. De hecho, solo recordaba haber visto a un indio americano en aquellas tierras. Sería demasiada casualidad que ese hombre fuese el mismo chico que la había defendido contra un matón del instituto diez años atrás. Desde entonces, había soñado con él de vez en cuando y quizá las fantasías se habían terminado apoderando de su sentido común.

Abby aparcó sus viejos sueños y las imágenes eróticas que había alimentado en su corazón durante tanto tiempo y se obligó a concentrarse en salvar al herido. ¿Tendría salvación?

La pequeña brecha de la sien y el pequeño reguero de sangre seca sobre la mejilla no debería haberlo dejado inconsciente, pensó. Como mucho, le habría hecho perder el conocimiento un par de segundos, por el golpe, pero seguir así tanto tiempo…

Tal vez se había caído desde arriba. Abby miró el borde del barranco y negó con la cabeza. De ser así, probablemente se habría roto el cuello.

Comprobó si tenía pulso. ¡Estaba vivo! El corazón le latía sin fuerza y, aguzando el oído, lo oyó resollar mientras trataba de respirar. Pero no cabía duda de que estaba vivo.

Sus conocimientos médicos y de primeros auxilios apelaron a su sentido común y le recordaron que no debía moverlo. No podía saberse el alcance de sus lesiones. Por otra parte, ella era la única que podía ayudarlo, su única esperanza de salir con vida de aquel riachuelo antes de deshidratarse.

Abby le abrió la boca en busca de algo que obstruyera el paso del aire, por lo que respiraba con dificultad. Cuando le puso la mano en la barbilla, casi la retiró de golpe. Tenía la piel tan caliente que pensó que se había quemado, pero se obligó a seguir adelante.

No había hemorragias ni otras heridas de relevancia. ¿Qué le habría ocurrido a aquel hombre?

Mientras le desabrochaba el botón superior de la camisa para que pudiera respirar mejor, Abby se paró a contemplar su agraciada cara. A pesar de estar inconsciente, tenía una expresión de dolor en el rostro. Pero también vio las facciones nobles que había recordado todos esos años, tal vez más marcadas y, de alguna manera, más atractivas. ¡Dios!, ¡aquel hombre era de veras el chico de sus sueños!

Haciendo lo posible por actuar con profesionalidad, le abrió la camisa y en seguida vio que tenía el cuello hinchado. Oh, oh. Tenía la sensación de que sabía lo que había pasado.

Rápidamente, Abby inspeccionó sus brazos, pero no encontró lo que buscaba. Luego deslizó la mirada por su largo torso y las piernas, deteniéndose al ver que el muslo izquierdo también estaba hinchado, tenso contra la costura de los vaqueros. Justo lo que se había temido. Una mordedura de serpiente.

Sacó el cuchillo de la funda del cinturón y empezó a cortarle el pantalón. La tela era tan dura que tuvo que tirar con fuerza y desgarrarla. En un momento hasta tuvo que usar dientes y manos además del cuchillo.

Cuando por fin dejó el muslo al descubierto, lo examinó en busca de la dentellada. A esas alturas, la parte inferior del muslo había duplicado su tamaño y estaba amoratada, verde y amarilla. Tras ladearlo con cuidado, descubrió las heridas en la parte trasera de la pierna, justo encima de la rodilla. Todo apuntaba a una serpiente de cascabel.

Volvió a ponerlo boca arriba y le echó la cabeza hacía atrás para que no se atragantara con la lengua. Mientras, la visión de aquellos hombros anchos y musculosos la abrumaron de recuerdos y sentimientos tiernos. Pero no había tiempo para delicadezas. Su vida estaba en peligro.

Abby lo abandonó unos instantes para regresar junto a la cuerda, que seguía colgando desde lo alto del barranco. Trepó hasta arriba y se encontró a Billy Bob esperando a que volviera.

–¿Qué pasa ahí abajo? –preguntó mientras ella recogía la cantimplora y el maletín contra las mordeduras de serpiente–. ¿Intentas curar a un novillo? Más vale que utilice la escopeta para acabar con sus penas, señorita.

–No, no es uno de los terneros –dijo con voz rugosa por el miedo–. Es un hombre. Está malherido.

Abby reprimió un sollozo nervioso. Nunca había asistido a nadie tan grave. Si se moría…

 

 

De vuelta junto al riachuelo, dio gracias a Dios por el antídoto. Abby actuó siguiendo los pasos que le habían enseñado: primero extrajo el máximo de veneno que pudo y luego le inyectó el antídoto.

El resto dependía de Dios.

Al cabo de unos minutos, vio que la hinchazón empezaba a remitir. Respiraba con más facilidad, le temblaban los párpados, como si estuviera luchando por recobrar la consciencia.

Quizá tenía una insolación. Abby se humedeció el pañuelo, lo pasó por la frente del hombre y lo dejó cubriéndole la cara del sol. Sabía que tenía que llevarlo al hospital. Necesitaba tratamiento médico profesional.

Los teléfonos móviles no tenían cobertura allí y necesitarían cabalgar durante horas para conseguir ayuda. Pero antes tenía que resguardarlo del sol. ¿Pero cómo se las arreglaría para hacerlo?

Miró a su alrededor y no vio más que los muros del barranco. En fin, tendría que hacer lo posible. La vida de un hombre estaba en juego.

Por suerte, Billy Bob se había adelantado. Había improvisado una camilla con unas cuantas ramas resistentes, cuerda y unas parras que crecían junto al barranco. Entre tanto, Abby había sacado la venda elástica del maletín de primeros auxilios para mantener presionada la herida.

Después de subir y bajar el barranco un par de veces, Billy Bob y Abby utilizaron sus cuerdas y los caballos para tirar de la camilla, en la que habían tumbado y atado con fuerza el peso muerto del hombre. Cuando terminaron de subirlo, estaba agotada, tenía la camisa empapada y le sudaba cada uno de los poros del cuerpo.

Billy Bob le acercó su cantimplora.

Abby dejó caer unas gotas sobre los labios agrietados del hombre y dio un par de sorbos de un agua a sabor metálico. Billy Bob hizo lo mismo a continuación.

–Tenemos que encontrar una forma de que no le dé el sol –dijo ella tras cerrar las alforjas de su caballo–. La caseta veintitrés no queda muy lejos, ¿no?

–Como a un kilómetro –respondió Billy Bob mientras ataba la camilla por detrás de su caballo, Patsy, al más puro estilo piel roja–. Por suerte, porque no creo que esas ramas puedan aguantar mucho más.

Abby le dio toda la razón. La camilla dejaba mucho que desear, pero debía aguantar entera lo suficiente. Eso esperaba.

La caseta resultó estar a medio kilómetro nada más, pero tardaron en alcanzarla mucho más de lo que había previsto. Cuando desmontó y abrió la puerta, el sol, de finales de primavera, había empezado a bajar por el horizonte, proyectando grandes sombras en cada roca y cada árbol. La camilla, que había resistido de una pieza hasta ese instante, había empezado a aflojarse y no tardaría en desvencijarse por completo.

Dentro de la caseta hacía un calor intenso. Abby corrió a abrir la puerta y las ventanas, salvo una que se había roto y estaba tapada con tablas. Por fin, una brisa seca y polvorienta sopló por la única habitación. La temperatura disminuyó, aunque no lo suficiente para que resultase agradable.

Mientras Billy Bob desataba la camilla de Patsy, Abby sacó las mantas para el catre y la litera de la cabaña. Luego, a pesar del calor, encendió un fuego en un hornillo de la cocina. Quería calentar algo de agua para limpiar las heridas del hombre antes que nada.

Billy Bob empujó con un codo la puerta, que se había cerrado con un golpe de aire. Metió al herido, medio cargándolo a cuestas, medio arrastrándolo, y se sentó en el catre.

Era la primera vez que se paraba un rato a mirar bien al hombre al que había ayudado a rescatar. No era normal encontrarse con un indio americano. Menos todavía en las tierras del Rancho Gentry. Se puso de pie y siguió mirándolo.

El hombre emitió un gruñido y abrió los ojos en un intento de despertar de la neblina que lo envolvía. Abby solo alcanzó a ver sus ojos negros un segundo. Pero fue suficiente.

Definitivamente, era el chico del que se había enamorado en el instituto. Lo había olvidado.

Aunque no, en realidad nunca había olvidado aquellos ojos hechizantes. Quizá los había enterrado en algún rincón de la cabeza junto con ciertos sentimientos inquietantes, pero no había llegado a olvidarlo del todo.

–Este es el indio del Rancho Skaggs, ¿no? –comentó Billy Bob al tiempo que se rascaba la pelusa de la barbilla.

Sí, no le cabía duda de que se trataba del hijastro del dueño del rancho vecino. Abby rebuscó en el subconsciente, tratando de hacer memoria:

–Sí, se llama Gray Lobo Parker y es el hijastro de Skaggs –confirmó. No lo había visto desde que ella estaba en el primer curso del instituto y él en el último, pero esa parte se la reservó para cuando estuviera sola–. Billy Bob, sabes que el móvil no funciona aquí, ¿verdad? –comentó entonces.

Billy Bob miró hacia Abby y asintió con la cabeza.

–¿Puedes cuidar de Gray mientras me acerco al rancho? –preguntó ella–. Calculo que en unos veinticinco kilómetros tendré cobertura. Llamaré al helicóptero de urgencias para que vengan a la caseta en cuanto pueda ponerme en contacto con ellos.

Billy Bob frunció el ceño, arrastró los pies e intentó quitar el polvo de su sombrero golpeándolo contra un lado del muslo, cubierto de chapas. Abby no debía haber empleado un tono tan autoritario. Al fin y al cabo, su intención era convertirse en su jefe en breve. Necesitaba que él y resto de los hombres estuvieran de su parte y empezasen a verla como la nueva capataz.

–Mire, señorita. Ya ha bajado el barranco cuando era demasiado peligroso. Entonces no estaba para impedírselo, pero Jake y Cinco me despellejarían si dejo que cruce el rancho de noche. Cinco me dio órdenes estrictas de velar por su seguridad.

Sin darle tiempo a responder, Billy Bob salió de la caseta para escupir tabaco de mascar.

Condenación. Varios pensamientos se agolparon en su cabeza. En primer lugar, seguía diciendo señorita con el tono infantil con el que la llamaba cuando era una niña. ¿Por qué no la llamaba simplemente Abby?

Y, en segundo lugar, ¿qué hacía su hermano ordenando a nadie que velaran por su seguridad? No tenía derecho a entrometerse en su vida de esa forma.

–Volveré al rancho –continuó Billy Bob cuando volvió a entrar–. Conozco esta parte del terreno mejor que usted. Además, yo no sabría cuidarlo. Quédese con él.

Abby contuvo un torbellino de emociones. Dudó. Quería ser ella la que tomara las decisiones. Pero era demasiado pronto para forzar las cosas. Sí, era una Gentry. Y sí, técnicamente poseía un tercio del rancho. Pero todavía no había demostrado que se merecía el respeto de jóvenes y viejos para que siguieran sus instrucciones.

Se tragó su orgullo y asumió que, probablemente, Billy Bob tenía razón. Era verdad que conocía mejor que ella esa parte del rancho. Llegaría más rápido a una zona con cobertura telefónica. Lo lógico era que fuese él.

Pero no quería quedarse a solas con Gray Parker, tan fuerte y atractivo.

¡Ey!, ¿de dónde salía esa tontería? Su vecino seguía inconsciente y probablemente no reaccionaría en toda la noche. En realidad no tenía nada que temer, salvo sus propios y repentinos deseos. Además, él necesitaba que terminase lo que había empezado y que se asegurara de que volvía a casa con vida.

Abby le entregó el móvil a Billy Bob, le dio instrucciones y siguió recordándose que no tenía nada de qué preocuparse.

Billy Bob montó en su yegua y la miró desde arriba.

–Ha hecho un buen trabajo salvando la vida de Parker. Su padre habría estado muy orgulloso de usted, Abby Jo. Pero no me pronuncio sobre su capacidad como capataz cuando llegue el momento –le dijo. Abby nunca lo había oído decir tantas frases seguidas. Billy Bob enfiló el caballo hacia el rancho–. Cuídese y cuide al joven. El helicóptero llegará al amanecer. Se lo prometo, señorita –añadió al tiempo que se daba un toquecito en el ala del sombrero.

Al menos había dicho «señorita» en otro tono. Con más respeto. En fin, por algo se empezaba.

 

 

Cuando Abby volvió a la cabaña, descubrió que las sombras frescas del anochecer les habían librado de aquel calor asfixiante. El interior estaba tan oscuro que tuvo que encender un par de lámparas de queroseno.

El cazo de agua que había puesto en el fogón había empezado a hervir, de modo que se puso manos a la obra. Vertió un poco del agua caliente en el fregadero y se lavó las manos y la cara. Era tan agradable quitarse el polvo y el sudor que casi gritó de placer. Luego tenía que limpiar a su paciente y ponerlo cómodo.

Calma. No había razón para perder los nervios. Abby regresó junto al herido, lo miró. De pronto comprendió que no iba a tener más remedio que tocarlo para atenderlo. Revivió el enamoramiento adolescente, la timidez de cada vez que se le acercaba, era como si se hubiese convertido de nuevo en una quinceañera.

Permaneció quieta como un palo estudiando el cuerpo de Gray. Obviamente, había cambiado algo desde la última vez que lo había visto. Era curioso: vivían en ranchos vecinos y no se habían cruzado en casi diez años.

La última vez que se lo había encontrado él era un chico de dieciocho años, larguirucho, de perpetua expresión tirante. Se había vuelto un hombre adulto: recio, atlético, de hombros anchos, todo su cuerpo había ensanchado. ¡Guau! Cerró los ojos y contó hasta diez, tratando de identificar un temblor nervioso que no sabía a qué atribuir con precisión.

Cuando abrió los ojos, advirtió que llevaba el pelo mucho más corto de como recordaba. Negro y tupido, no le llegaba a la nuca. En el instituto, en cambio, llevaba el pelo largo y suelto, aunque solía recogérselo por detrás en una coleta. Para una chica joven, un pelo así no solo resultaba curioso, sino que tenía un tirón erótico tremendo.

Por otra parte, esos cabellos cortitos parecían estar suplicando una caricia. La mano de Abby se extendió por propia iniciativa, pero la retiró y se obligó a concentrarse en las heridas.

Los recuerdos no dejaban de acecharla. Gray no había sido especialmente amigable con el resto de los chicos del instituto. Se había mantenido distante, mirándolos con aquellos ojos de ébano. Pero a todas las chicas se les caía la baba cada vez que lo veían… y Abby no era la excepción.

Pero sus ojos la habían intimidado. La asustaban. Había algo en ellos que no conseguía comprender, algo que la hacía sentirse incómoda, tensa, nerviosa.

Además, Abby no se chiflaba por los chicos. No quería salir con ellos. Si podían ser amigos, estupendo. Si no, ella montaba, peleaba y trabajaba más que ninguno. Y hasta entonces, así estaba contenta.