msdes146.jpg

 

HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Sarah M. Anderson

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amores fingidos, n.º 146 - octubre 2017

Título original: Falling for Her Fake Fiancé

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-551-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Señor Logan –se oyó por el antiguo intercomunicador del escritorio de Ethan.

Al oír a su secretaria arrastrar su nombre, frunció el ceño y se quedó mirando el viejo aparato.

–¿Sí, Delores?

Nunca había estado en un despacho con un artilugio así. Era como si hubiera viajado a 1970.

Claro que probablemente el intercomunicador fuera de aquella época; Ethan estaba en las oficinas centrales de la cervecera Beaumont. Aquel despacho lleno de piezas talladas a mano seguramente no había sido redecorado desde entonces. La cervecera Beaumont tenía ciento sesenta años.

–Señor Logan –repitió Delores sin molestarse en disimular su desagrado–. Vamos a tener que detener la producción de las líneas Mountain Cold y Mountain Cold Lights.

–¿Qué? ¿Por qué?

No podía permitirse otro corte.

Ethan llevaba dirigiendo la compañía casi tres meses. Su empresa, Corporate Restructuring Services, se estaba ocupando de la reorganización de la cervecera Beaumont, y quería hacerse valer. Si él, y por extensión CRS, podían convertir aquella vieja compañía en un negocio moderno, su reputación en el mundo empresarial se consolidaría.

Ya se imaginaba que se encontraría con cierta resistencia. Era natural. Había reestructurado trece compañías antes de hacerse con el timón de la cervecera Beaumont. Cada compañía, después de la reorganización, resurgía más ligera, sólida y competitiva. Cuando eso pasaba, todo el mundo ganaba.

Sí, tenía a sus espaldas trece historias, pero nada le había preparado para la cervecera Beaumont.

–Hay una epidemia de gripe –dijo Delores–. Sesenta y cinco trabajadores se han quedado en casa, pobrecitos míos.

Pero, ¿qué tomadura de pelo era esa? La semana anterior había sido el catarro lo que había afectado a cuarenta y siete empleados, y la otra, una intoxicación alimentaria por la que cincuenta y cuatro personas no habían acudido a sus puestos de trabajo.

Ethan no era ningún idiota. En las dos primeras ocasiones, se había mostrado permisivo para ganarse su confianza, pero había llegado el momento de aplicar la ley.

–Que despidan a todos los que han llamado diciendo que están enfermos.

El intercomunicador permaneció en silencio y, por un momento, Ethan se sintió victorioso.

Pero aquella sensación apenas le duró unos segundos.

–Señor Logan. Por desgracia, parece que todo el personal de Recursos Humanos capacitado para tramitar los despidos está enfermo.

–Sí, claro –replicó con ironía.

Contuvo el impulso de estrellar el intercomunicador contra la pared, apagó el aparato y se quedó mirando la puerta de su despacho.

Necesitaba un buen plan. Siempre había contado con un plan cada vez que se ponía manos a la obra. Su método daba resultado. Era capaz de darle la vuelta a una empresa en quiebra en tan solo seis meses.

Pero le estaba resultando difícil en la cervecera Beaumont.

Ese era el problema, se dijo. Todo el mundo, incluyendo la prensa, el público, los clientes y en especial los empleados, seguían considerando aquella empresa como la cervecera Beaumont. Aquel negocio había estado bajo la dirección de la familia Beaumont durante más de un siglo y medio. Esa era la razón por la que AllBev, la multinacional que había contratado a CRS para llevar a cabo la reorganización, había decidido mantener el apellido Beaumont. Era una marca reconocida de gran valor.

Pero ya no era un negocio familiar. Los Beaumont se habían visto obligados a vender la compañía unos meses atrás. Y cuanto antes se dieran cuenta los empleados, mejor.

Miró a su alrededor en aquel despacho. Era un lugar bonito, lleno de historia y poder.

Le habían contado que la mesa de reuniones había sido hecha por encargo. Era tan grande y pesada que habían acabado de montarla en el mismo despacho. En el rincón más alejado había una gran mesa de centro, con un par de butacas de cuero y un sofá a juego. La mesa estaba hecha con una rueda de la carreta original con la que Phillipe Beaumont había cruzado en 1880 la Gran Planicie, tirada por caballos percherones.

Los únicos indicios de que estaban en la época presente eran una pantalla plana de televisión y los aparatos electrónicos que había sobre el escritorio.

Toda la estancia recordaba tanto a los Beaumont que se sentía incómodo.

Apretó el botón del intercomunicador.

–Delores.

–Sí, señor…

–Quiero hacer unos cambios en el despacho –la interrumpió para no oírla arrastrar de nuevo su apellido–. Quiero todo esto fuera, incluidas las cortinas y la mesa de reuniones. Véndalo todo.

Algunas de aquellas piezas tenían un gran valor.

–Sí, señor. Sé de alguien que se dedica a la tasación.

La ignoró y regresó junto a su ordenador. Era inaceptable cerrar dos líneas de producción. Si al día siguiente no se doblaban los turnos, no esperaría a que Recursos Humanos tramitara los despidos. Lo haría él mismo.

Después de todo, él era el jefe y tenía que hacerse lo que él dijera. Y eso incluía el mobiliario.

 

 

Frances Beaumont cerró la puerta de un portazo y se dejó caer sobre la cama. Había sufrido otro fracaso. Ya no podía caer más bajo.

Estaba cansada de aquello. Se había visto obligada a regresar a la mansión de los Beaumont después de que su último proyecto fracasara estrepitosamente. Había tenido que dejar su lujoso apartamento del centro de Dénver e incluso había tenido que vender casi toda su ropa de marca.

La idea, poseer arte digital y patrocinarlo mediante la venta de participaciones en obras digitales, había sido buena. A pesar de que el arte fuera eterno, la manera de producirlo y coleccionarlo tenía que evolucionar. Había destinado buena parte de su fortuna a Art Digitale, así como todo lo que había obtenido de la venta de la cervecera Beaumont.

Vaya desastre. Después de meses de retraso y de enormes facturas, Art Digitale había funcionado durante tres semanas antes de quedarse sin fondos. No había hecho ninguna transacción en la web. En toda su vida había sufrido un fracaso mayor. ¿Cómo iba a conocer algo así siendo una Beaumont?

El que su negocio fracasara ya era bastante grave, pero lo que era aún peor era no poder conseguir un empleo. Era como si ser miembro de la familia Beaumont de repente no contara para nada. Su primer jefe, el propietario de la galería Solaria, no se había alegrado demasiado ante la idea de tener a Frances de vuelta, a pesar de que se le daba muy bien encandilar a ricos mecenas, alimentar el ego de los artistas y, por supuesto, vender arte.

Además, era una Beaumont. Hasta hacía unos años, la gente habría hecho cualquier cosa por tener relación con una de las familias fundadoras de Dénver. Frances había sido una mujer muy solicitada.

–¿Dónde me he equivocado? –preguntó mirando al cielo.

Acababa de cumplir treinta años, estaba arruinada y había regresado a la casa familiar, en la que vivía su hermano Chadwick con su familia y unos cuantos hermanastros fruto de los otros matrimonios de su padre.

Sintió un escalofrío de pánico.

Cuando la familia aún era propietaria de la cervecera, el apellido Beaumont representaba algo, ella representaba algo. Pero desde que había sido vendida, se sentía a la deriva.

Si al menos hubiera alguna manera de que su familia recuperara el control de la compañía…

Sí, esa era la mejor opción. Sus hermanos mayores, Chadwick y Matthew, habían abandonado la empresa y habían creado la suya propia, Cervezas Percherón. Phillip, el favorito de entre sus hermanos mayores, el que la llevaba a las fiestas y la había ayudado a moverse entre la alta sociedad de Dénver, se había enderezado y había dejado de beber. Se acabaron las fiestas con él. Y su hermano gemelo, Byron, acababa de inaugurar un restaurante nuevo.

Todos sus hermanos estaban progresando en sus vidas y se habían emparejado, mientras que Frances estaba sola y se había visto obligada a volver a la casa donde se había criado.

Tampoco creía que un hombre pudiera ayudarla a resolver sus problemas. Había crecido viendo a su padre pasar de un matrimonio a otro, todos igualmente infelices. Estaba convencida de que el amor no existía o, si existía, no estaba hecho para ella.

Tenía que arreglárselas sola.

Abrió un mensaje de su amiga Becky y se quedó mirando la foto de un escaparate cerrado. Becky y ella habían trabajado juntas en la galería Solaria. Becky no tenía un apellido conocido ni contactos, pero sabía mucho de arte y su sentido del humor siempre le había abierto muchas puertas. Además, Becky la trataba como a una persona más y no como a una niña de papá. Desde entonces, eran amigas.

Becky le había hecho una propuesta. Quería abrir una nueva galería en la que se unieran las más innovadoras expresiones de arte con las fórmulas más clásicas preferidas por los adinerados mecenas. No era una idea tan vanguardista como la suya, pero era un puente entre ambas.

El único inconveniente era que Frances no tenía dinero para invertir. De haberlo tenido, habría sido cofundadora y codirectora de la galería. Tampoco habría ganado mucho dinero, pero al menos habría conseguido dejar la mansión. Podría haber vuelto a ser alguien. Podía haber vuelto a ser Frances Beaumont: popular, respetada y envidiada.

Sintiéndose derrotada, se echó sobre la cama. Estaba al borde de la desesperación cuando su teléfono sonó. Contestó sin ni siquiera mirar la pantalla.

–¿Hola? –contestó con voz taciturna.

–¿Frances? Frannie –dijo la mujer–. Quizá no te acuerdes de mí. Soy Delores Hahn. Antes trabajaba en el departamento de contabilidad de…

–Ah, Delores –exclamó, recordando a una mujer madura que solía llevar moño–. Sí, de la cervecera. ¿Cómo estás?

Las únicas personas que la llamaban Frannie, aparte de sus hermanos, eran los empleados de la cervecera Beaumont. Eran su segunda familia o, al menos, lo habían sido.

–He conocido épocas mejores –respondió Delores–. Escucha, tengo que hacerte una propuesta. Sé que tienes buenos conocimientos de arte.

Frances se sonrojó.

–¿Qué clase de propuesta?

Quizá su suerte estaba a punto de cambiar. Quizá aquella propuesta fuera acompañada de un cheque.

–Bueno –continuó Delores susurrando–. ¿Recuerdas al nuevo director que ha puesto AllBev?

Frances frunció el ceño.

–Sí, ¿qué pasa con él? Espero que no le esté yendo bien.

–Tristemente, así es –dijo Delores sin denotar tristeza–. Hay una epidemia de gripe y dos líneas están funcionando a la mitad de producción.

Frances no pudo evitar sonreír con malicia.

–Eso es fantástico.

–Sí –convino Delores–. Pero Logan, el nuevo director, se ha enfadado tanto que ha decidido desmantelar el despacho de tu padre.

Frances hubiera reído de nuevo, excepto por un pequeño detalle.

–¿Que va a echar abajo el despacho de mi padre? No se atreverá.

–Me ha dicho que lo venda todo: la mesa, la barra, ¡todo!

El despacho de su padre. Hasta no hacía mucho había sido el despacho de Chadwick, aunque Frances nunca había dejado de considerarlo el de su padre.

–¿Qué me propones?

–Pensaba que podías ocuparte de las tasaciones –respondió Delores hablando en un susurró conspiratorio–. ¿Quién sabe? Tal vez consigas que haya más de un interesado.

–Y este Logan, ¿está dispuesto a pagar por las tasaciones? Si consigo vender el mobiliario, ¿me llevaré una comisión?

–No veo por qué no.

Frances intentó encontrar desventajas, pero no se le ocurrió ninguna. Delores tenía razón; si había alguien capaz de vender el mobiliario familiar, esa era Frances.

Además, si conseguía volver a meter un pie en la cervecera, podría ayudar a todos aquellos empleados. Tampoco era tan ingenua como para creer que una multinacional como AllBev volvería a venderle la compañía a la familia, pero…

Podía complicarle un poco la vida a aquel tal Logan. Sería su pequeña venganza. Después de todo, desde la venta de la compañía, su suerte había ido en declive. Si pudiera hacerle pagar por ello…

–¿Qué te parece si voy el viernes? Llevaré donuts.

Solo quedaban dos días, pero tendría tiempo suficiente para trazar un plan y tender una trampa.

Delores soltó una risita.

–Esperaba que dijeras eso.

Sí, aquello iba a ser estupendo.

 

 

–Señor Logan. Ya ha llegado la persona encargada de la tasación.

Ethan dejó los informes de contabilidad que estaba estudiando. La semana siguiente tenía que reducir el personal en un quince por ciento. Aquellos con más de dos ausencias por enfermedad iban a ser los primeros en verse de patitas en la calle.

–Bien, que pase.

Pasados unos segundos, al ver que nadie entraba, Ethan apretó el botón del intercomunicador. Antes de poder preguntar nada a Delores, oyó gente hablando y riendo.

¿Qué demonios estaba pasando?

Cruzó el despacho y abrió la puerta. Parecía haber una fiesta. Allí estaban trabajadores con los que apenas se había cruzado en alguna ocasión alrededor de la mesa de Delores, con caras sonrientes y donuts en las manos.

–¿Qué está pasando aquí? Esto es una oficina.

Entonces, la gente se apartó y la vio a ella.

¿Cómo no la había visto antes? Había una mujer con una impresionante melena pelirroja sentada al borde de la mesa de Delores. Llevaba un vestido verde entallado que se le ajustaba a las curvas como un guante.

No era una empleada, de eso no había ninguna duda, y en las manos sujetaba una caja de donuts.

Se borraron las sonrisas y la gente allí congregada se apartó.

–¿Qué pasa? –preguntó.

Varios de los empleados palidecieron, pero su pregunta no tuvo ningún efecto sobre la mujer del vestido verde.

Sus ojos se clavaron en su espalda, en la forma en que su trasero se adivinaba en el borde de la mesa. Lentamente se volvió y lo miró por encima de su hombro.

Tal vez hubiera intimidado a los trabajadores, pero era evidente que no la había intimidado a ella.

Una sonrisa enigmática se dibujó en sus labios rojos.

–Es viernes de donuts.

Ethan se quedó mirándola.

–¿Cómo?

Ella se volvió y pudo verla mejor. Aquel vestido sin tirantes tenía un pronunciado escote en uve que contrastaba con la palidez de su piel.

No debería quedarse mirando tan fijamente, pero no podía evitarlo.

La mujer cambió de postura. Era como si estuviera viendo a una bailarina antes de lanzarse a una serie de atrevidas piruetas.

–Debe de ser nuevo aquí –dijo la mujer con tono de lamento–. Es viernes, es el día que traigo donuts.

–¿Viernes de donuts?

Llevaba allí varios meses y era la primera vez que oía hablar de donuts.

–Sí –respondió ella, ofreciéndole la caja–. Traigo para todos. ¿Quiere el último? Me temo que solo queda uno sin nada.

–¿Y quién es usted, si puede saberse?

Ella bajó la barbilla y lo miró por entre las pestañas. Era la mujer más bonita que había visto nunca, lo que le impedía apartar la vista de ella. Pero el hecho de que lo estuviera tomando por tonto…

Se oyeron unas risitas de fondo cuando le tendió la mano, más que para estrechársela para que se la besara como si fuera una reina o algo así.

–Soy Frances Beaumont. He venido a tasar las antigüedades.

Capítulo Dos

 

Aquello estaba siendo divertido.

–¿Un donut? –preguntó ella de nuevo, tratando de mostrarse inocente.

–¿Es usted la tasadora?

Frances sostuvo unos segundos más la caja entre ellos antes de bajarla lentamente hasta su regazo.

Había estado llevando donuts los viernes desde que tenía uso de razón. Había sido su momento favorito de la semana porque era el único rato que pasaba con su padre a solas. Durante aquellas maravillosas horas de los viernes por la mañana, Hardwick Beaumont le dedicaba toda su atención.

Además, visitaba a un montón de adultos, incluyendo a muchos de los empleados que en aquel momento estaban observando fascinados el intercambio de palabras entre Logan y ella. La gente que llevaba treinta años trabajando en la cervecera siempre le había hecho sentir especial y querida. Habían sido su segunda familia. Incluso después de que Hardwick muriera y desaparecieran los viernes de donuts, siempre había sacado tiempo para visitarlos al menos una vez al mes. Compartir unos donuts hacía que el mundo fuera un lugar mejor.

Lo menos que podía hacer por los empleados que habían mostrado lealtad a su familia era humillar a aquel tirano.

–Vuelvan al trabajo –ordenó Logan.

Nadie se movió.

Ella se volvió hacia los empleados tratando de disimular una sonrisa triunfal. Todos estaban pendientes de ella. Nadie le hacía caso a aquel hombre.

–Bueno –dijo ella con un brillo travieso en los ojos–. Ha sido maravilloso volver a ver a todo el mundo. Os he echado de menos, todos en la familia Beaumont os hemos echado de menos. Espero poder volver pronto para otro viernes de donuts.

A su espalda, Logan dejó escapar un sonido de fastidio. Pero frente a ella, los empleados asintieron, sonriendo. Algunos, incluso le guiñaron el ojo para demostrarle su apoyo.

–Que tengáis buen día.

La gente empezó a dispersarse. Unos pocos se atrevieron a desafiar a Logan acercándose a ella para darle las gracias o enviar su saludo a Chadwick o Matthew. Ella sonrió y se despidió de ellos, asegurándoles que saludaría de su parte a sus hermanos.

Durante todo el tiempo, fue consciente de que tenía a Logan a sus espaldas, conteniendo la rabia. No le cabía ninguna duda de que estaría deseando asesinarla con la mirada, pero dada la situación, era ella la que tenía la sartén por el mango, y los dos lo sabían.

Al final, solo quedó una empleada.

–Delores –dijo Frances con su voz más amable–, si el señor Logan no quiere su donut…

Se volvió y le ofreció la caja de nuevo.

Sí, tenía ventaja. Podía seguir intentando asesinarla con la mirada, pero eso no cambiaría el hecho de que todo el personal administrativo de la cervecera había ignorado las órdenes del presidente de la compañía y solo había atendido a las suyas. Aquella sensación de poder, de importancia, se expandió por su cuerpo y se sintió bien.

–No lo quiero.

–¿Podrías ser tan amable de ocuparte de esto? –preguntó Frances, entregándole la caja a Delores.

–Por supuesto.

Delores le dedicó una mirada tan cálida como un abrazo antes de dirigirse a la sala de descanso y dejar a Frances a solas con aquel directivo tan enfadado. Cruzó las piernas por los tobillos y se echó hacia delante, pero no dijo nada. La pelota estaba en el tejado del hombre. La cuestión era si sabía jugar a aquel juego.

El momento se hizo eterno. Frances aprovechó el silencio para evaluar a su presa. Aquel tal Logan era un ejemplar muy atractivo. Era pocos centímetros más alto que ella y tenía la constitución robusta de un jugador de fútbol americano. Su traje, un buen traje de líneas conservadoras, estaba hecho a medida y se le ajustaba a los hombros. Teniendo en cuenta la base de su cuello, apostaría a que la camisa también estaba hecha a medida. Ni la camisa ni el traje eran baratos.

Tenía la mandíbula cuadrada y llevaba el pelo castaño muy corto. Probablemente fuera muy guapo cuando no fruncía el ceño.

Era evidente que estaba intentando recuperar la compostura.

De niña, solía sentarse en aquella misma mesa, balanceando las piernas mientras sujetaba la caja de donuts. Pero lo que podía resultar tierno con cinco años no lo era con treinta, así que tenía que bajarse de la mesa.

Extendió la pierna izquierda, lado en que el vestido tenía una conveniente apertura sobre el muslo, y lentamente fue dejando caer el peso en ella.

Logan posó la mirada en su pierna desnuda, mientras el tejido caía. Ella se inclinó hacia delante y apoyó el otro pie en el suelo, y los ojos de Logan se fijaron justo en donde quería: su generoso escote.

Sin ninguna prisa, una vez en el suelo, enderezó los hombros y alzó la barbilla.

–¿Pasamos? –preguntó en tono majestuoso–. Mi capa –añadió, señalando con la barbilla la capa a juego con el vestido que se había quitado.

Sin esperar respuesta, entró en el despacho como si fuera suyo.

La habitación estaba tal cual la recordaba. Francés suspiró aliviada; todo estaba en el mismo sitio. Solía pintar en la mesa de la rueda de la carreta mientras esperaba a que pasaran los empleados para darles los donuts. Había jugado a las muñecas en aquella enorme mesa de reuniones. Y el escritorio de su padre…

Su padre solo la abrazaba en aquella habitación. En esos momentos con ella, Hardwick Beaumont no se comportaba con un directivo despiadado. Le contaba cosas que no le contaba a nadie más, como cuando su padre, el abuelo John, le había dejado elegir el color de las cortinas y de la alfombra. O cómo John le había dejado probar una nueva cerveza recién salida de la fábrica y le había hecho explicarle por qué estaba buena y qué se le ocurría que podían hacer para mejorarla.

Su padre solía decirle que aquella oficina le había hecho como era y que algún día también influiría en su forma de ser. Después, le daba uno de sus escasos y breves abrazos.

Era ridículo cómo el simple recuerdo de un abrazo le humedecía los ojos. No podía soportar la idea de que toda aquella historia, todos aquellos recuerdos, iban a ser vendidos al mejor postor, aunque eso supusieran una pequeña comisión para ella.