Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Sophia James. Todos los derechos reservados.
NOCHE DE LUJURIA, Nº 473 - febrero 2011
Título original: One Unashamed Night
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9784-6
Editor responsable: Luis Pugni

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Portadilla

Capítulo 1

Maldon, Inglaterra, enero de 1826

La oscuridad lo arrastraba, aunque él luchara por escapar, con los ojos muy abiertos, intentando agarrarse a algún jirón de luz, gritando, buscando con anhelo el último color antes de que la negrura lo envolviera…

—Señor, señor. Despierte. Está soñando…

La voz le llegaba desde cerca, y lord Taris Wellingham se despertó con un sobresalto y volvió al calor del carruaje que viajaba al sur, hacia Londres. Había una cara borrosa ante él, pero a la luz del atardecer, no podía distinguir si la mujer era joven o vieja. Tenía una voz suave, casi musical, y su pronunciación de las eses indicaba una educación refinada del norte del país, tal vez.

Él se apartó con cuidado, con los dedos rígidos sobre la bola de plata de su bastón de ébano y con las defensas preparadas.

—Disculpe mi falta de educación, madam.

La pequeña carcajada lo sorprendió.

—En realidad no le falta, señor.

En aquella ocasión, cuando ella respondió, había un matiz de diversión en su voz. Ojalá él pudiera ver cómo eran sus ojos y su pelo, pero hacía mucho tiempo que había perdido la visión del color, y en aquel momento sólo distinguía su silueta gris a la luz del sol.

Un mundo oscuro. Su mundo. Y la capacidad para ocultar su incapacidad era la única dignidad que aún conservaba.

Respiró profundamente y se quedó callado. Fingió que miraba la hora en su reloj y volvió a guardárselo en el bolsillo.

Detestaba el engaño, pero a aquello era a lo que se había visto reducido. Era un hombre al borde de su mundo, y en peligro de caer al vacío.

—En una hora y media habremos llegado, me imagino —dijo la mujer, y eso le dio una pista, algo a lo que agarrarse en una conversación.

—Siempre y cuando no empeore el tiempo —dijo.

Oía que, fuera del carruaje, el viento soplaba con fuerza. Además, la temperatura había descendido mucho, incluso durante el poco tiempo que él había pasado dormido. Inclinó la cabeza y escuchó el sonido de las ruedas, y advirtió que la capa de nieve del suelo había aumentado.

De repente, se puso muy tenso. Ocurría algo. El sonido de una de las ruedas de la derecha era extraño, desequilibrado, como si rozara contra el acero.

Maldijo su extraordinario oído e intentó apartarse de la cabeza aquella preocupación. Era mejor concentrarse en otras cosas. Había otras cuatro personas más en el coche; lo sabía porque las había contado cuando subían. A su lado sólo viajaba la mujer. Uno de los caballeros estaba dormido y roncaba suavemente, y el otro iba hablando con una mujer mayor sobre tareas domésticas y la contratación de los sirvientes. Tal vez fuera su madre, puesto que percibía afecto en su voz.

La rueda sonaba cada vez peor, y él notó que el chasis temblaba. Percibía con facilidad la vibración en la palma de la mano, que había posado sobre la ventana. Taris ya no pudo ignorar más el peligro. Alzó su bastón para golpear el techo del carruaje.

Sin embargo, ya era demasiado tarde. El vehículo dio un bandazo hacia la derecha cuando el eje se partió con un crujido estrepitoso. El cochero gritó, y Taris oyó que la puerta de su lado se aplastaba contra la tierra. El impacto hizo que la gente rebotara en el interior del coche, y su cabeza impactó contra algo metálico, que le causó un dolor agudo.

Y después, el silencio.

Había cuerpos por todas partes. Pronto, la mujer mayor comenzó a gruñir, y su hijo, a sollozar en voz baja. Los otros dos ocupantes no producían el más mínimo sonido, y Taris los tocó.

La mujer que viajaba a su lado todavía respiraba. Él notó el calor de su cuerpo contra los dedos. Sin embargo, el caballero que roncaba no tenía pulso ni respiración, y su cuello había quedado doblado en un ángulo extraño.

Habían quedado en la oscuridad; los faroles se habían apagado y la luna era una pequeña rendija.

Su mundo. Más fácil que la luz del día. Tomó su bastón y se puso en pie.

Beatrice-Maude Bassingstoke no podía creer lo que acababa de ocurrir. Le dolía mucho la cabeza, y tenía un corte en el interior del labio superior.

Un accidente horrible. Se echó a temblar y cerró con fuerza la boca para disimular el castañeteo de sus dientes.

En la penumbra, vio que el caballero moreno levantaba cuidadosamente a otro de los viajeros, que había muerto, y lo depositaba en el suelo. La mujer mayor del asiento de enfrente comenzó a gritar de pánico al darse cuenta, y su acompañante intentó consolarla sin éxito.

—Ya basta, señora —dijo el hombre alto, con una voz que no admitía desobediencia, y la mujer quedó en silencio. Un problema todavía mayor había captado su atención.

—Hace… muchísimo… frío…

—Por lo menos estamos vivos, mamá, y estoy seguro de que este señor podrá arreglar las cosas.

No hizo ademán de levantarse, y tenía una súplica escrita en la cara. Permaneció con el brazo sobre los hombros de su madre, haciendo un intento inútil de mantenerla caliente, porque todo el lateral del coche estaba retorcido y abollado y la puerta había desaparecido.

—Si me conceden un minuto, trataré de cubrir la puerta.

El viento azotó la capa del hombre cuando salió de la cabina. El chasis abollado le dificultó la tarea. Con la imagen enmarcada por la nieve, ella vio cómo se le soltaba el pelo negro de la coleta y le caía contra la oscuridad de la ropa, y apenas pudo apartar los ojos de su perfil.

Era el hombre más guapo que nunca hubiera visto. Al pensarlo, se sorprendió, y tuvo que apartarse de la cabeza tal ridiculez.

Frankwell Bassingstoke también era muy guapo, y sólo tenía que recordar de lo que le había servido a ella. Tragó saliva, se volvió hacia la anciana y le tendió un pañuelo que llevaba en el bolso.

—¿Adónde ha ido ese hombre? ¿Por qué no vuelve?

La voz de la mujer era de pánico. Tomó el pañuelo y se sonó la nariz con fuerza. Su histeria y su miedo aumentaron, seguramente porque se había dado cuenta de que sus vidas dependían de quien acababa de salir en busca de la puerta. La temperatura descendía por momentos, y el aire estaba tan frío que costaba respirar. Dios, ¿cómo debía ser fuera del coche, con la nieve, el viento y la carretera helada, y sin apenas luz?

Tal vez él hubiera muerto, o tal vez necesitaba una voz que lo guiara de vuelta al carruaje, porque se había perdido en aquella blancura. Tal vez estaban allí sentados mientras él exhalaba su último aliento en el intento noble, pero inútil, de salvarlos.

Beatrice se envolvió bien en su capa y salió del coche. Consiguió verlo a unos diez metros de distancia, sacando al cochero de entre unos arbustos sujetándole el cuello cuidadosamente para que no se le dañara. No llevaba guantes, y había envuelto al herido con su capa. Sin aquella barrera de lana gruesa, su camisa era casi transparente, y no servía para protegerle del frío mordiente ni de la lluvia.

—¿Puedo ayudarlo? —gritó ella, y él se volvió, entrecerrando los ojos bajo el chaparrón.

—Vuelva al coche. Aquí fuera se va a congelar.

Beatrice vio su fuerza cuando él tomó en brazos al cochero y se dirigió hacia ella. Subió al carruaje y se giró hacia él para ayudarlo.

—Aquí no hay sitio —gruñó la anciana, mientras se negaba a moverse ni siquiera un poco.

Beatrice apartó el bolso de su asiento y se agachó.

—Póngalo aquí, señor. Puede tumbarlo aquí.

El hombre depositó al cochero, con cuidado, en el asiento, pero no hizo ademán de entrar.

—Cuídenlo —gritó mientras se alejaba de nuevo.

Un hombre muerto, un hombre herido, una anciana histérica y un joven inútil. El catálogo que Beatrice hizo de la situación no incluía sus propias heridas y las que aquel extraño tan alto, pero había visto que tenía una herida junto al ojo y que la sangre le goteaba por el rostro y le manchaba la camisa blanca.

Ella pensó que usaba mucho las manos, algo poco corriente en un hombre. Había palpado la mejilla del caballero muerto que estaba en el asiento de enfrente, y las había pasado por los brazos y las piernas del conductor, que estaba a su lado, para comprobar el ángulo de los huesos y la respiración, y el calor o el frío de su piel.

Y cuando ella había notado los dedos de aquel hombre buscándole el pulso en el cuello, había sentido una calidez instantánea. Ojalá se hubiera aventurado más abajo, porque Beatrice había sentido un deseo tan extraño que casi se había mareado…

Se horrorizó por tener aquellas imaginaciones. Ella no era más que una viuda de veintiocho años que no podía necesitar ni desear a ningún otro hombre. Nunca más. Después de pasar doce años de infierno, estaba curada de aquello.

El hombre alto apareció de nuevo en la puerta.

—Échense… hac… hacia atrás.

Le temblaba la voz a causa del frío, después de haber pasado más de un cuarto de hora bajo la nieve sin apenas ropa. Traía la puerta del carruaje en las manos.

Entró en la cabina y encajó la puerta entre los bordes rotos del hueco. Seguía entrando algo de aire por las rendijas, pero era infinitamente mejor que un segundo antes.

Él tenía la cara llena de gotas de agua y la camisa empapada y pegada al cuerpo, de modo que podían apreciarse sus músculos y tendones. Era un cuerpo habituado al trabajo y el deporte.

Bea sacó un pedazo de tela de su bolso de viaje y se lo entregó. Él sonrió y lo tomó. Sus dedos se rozaron y a ella le produjeron una sensación de reconocimiento eterno.

Recordó su mundo de libros: Teágenes y Cariclea, Dafnis y Cloe, algunos de los amantes de siglos pasados, cuyas historias de amor y pasión la habían deleitado.

Pero aquel amor y aquella pasión nunca habían sido para ella.

La fealdad de su rostro no podía atraer a un hombre como aquél que se volvía, en aquel momento, hacia el cochero, y que le tomaba el pulso para comprobar si estaba con vida.

—¿Había hecho esto antes? —le preguntó.

—Muchas veces —respondió él, apartándose el pelo, largo y negro, de la cara. En su sonrisa había cierta arrogancia, la de un hombre que sabía lo atractivo que era para las mujeres. Para todas las mujeres. Y sobre todo, para una cuya juventud ya había pasado.

Ella apartó la mirada y lamentó que su corazón latiera con tanta fuerza.

—¿Creen que vendrá alguien?

Otra pregunta, en aquella ocasión, para todo el pasaje.

—No, nadie —respondió con rapidez el joven—. No vendrán hasta mañana, y para entonces mi madre estará…

—Muerta. Congelada y muerta —dijo ésta.

—Si permanecemos juntos y conservamos las energías, podemos esperar tranquilamente durante unas horas —dijo el extraño en tono de impaciencia.

—¿Y después? —inquirió el joven.

—Si no ha venido nadie antes de medianoche, tomaré un caballo e iré hacia Brentwood.

Bea intervino.

—Pero Brentwood está a casi una hora de distancia, y con este tiempo…

—Entonces, esperemos que haya viajeros en la carretera —dijo él.

Sacó una petaca de plata de su bolsillo y le dio un buen trago. Después limpió con la mano el cuello de la botella y se la entregó a Bea.

—Para el calor —dijo—. Pásesela a los demás cuando haya terminado.

Aunque ella bebía muy pocas veces, hizo lo que él le había dicho. El licor le cayó como una cascada de llamas por la garganta y le quitó el frío. La anciana y su hijo, sin embargo, no quisieron probarlo. Sin saber qué hacer, ella intentó devolverle la petaca al hombre que estaba a su lado.

Él no hizo ningún gesto de tomarla, ni negó con la cabeza, así que Bea puso la petaca en su regazo. Estaba claro que él tenía muchas cosas en las que pensar, y de ahí su indiferencia, pensó ella.

De su bolsa de viaje, que estaba bajo el asiento, sacó un pudin de Navidad que había comprado antes de salir de Brampton, tres días antes.

—¿Alguien quiere un poco?

El muchacho y su madre extendieron las manos, y ella les entregó una porción generosa del dulce. Sin embargo, el hombre alto no hizo nada. Tan sólo inclinó la cabeza como si estuviera escuchando algo. Beatrice intentó imaginarse qué era lo que le había llamado la atención mientras guardaba el pudin. Ella tampoco comió, pensando que quizá él quisiera racionar la comida por si acaso continuaba la tormenta y no acudía nadie.

Nadie. Aquella palabra le recordó otras cosas. No iba a ir nadie a recibirla ni a echarla de menos si no llegaba a Londres. Ni aquella semana, ni la siguiente.

Tal vez en jardinero con el que había trabado amistad durante las pasadas semanas se preguntara por qué no había ido a visitarlo, tal y como le había prometido, pero eso sería todo. Si ella se desvaneciera allí mismo, si la nieve la cubriera, su desaparición no provocaría ni una sola reacción.

Veintiocho años, y sin amigos. Aquello la habría puesto más triste si no tuviera una razón para haber practicado aquella distancia con los demás. Su soledad la había ayudado cuando Frankwell, en sus últimos días, se había convertido en un hombre que quería saberlo todo de todo el mundo.

Dios, pensó con una sonrisa de ironía. Más fácil que el hombre que había sido antes, por lo menos. Palpó con el dedo índice el lugar donde estaba la cicatriz que partía desde su codo, los bordes de piel que habían cicatrizado mal debido a los malos cuidados que había recibido cuando había ocurrido aquel accidente. Tan mal, de hecho, que desde aquel día siempre llevaba vestidos de manga larga, incluso en verano.

¿El verano? ¿Por qué estaba pensando en el calor cuando la temperatura dentro de aquella cabina debía de estar por debajo del punto de congelación?

El cochero gruñó e intentó incorporarse. Tenía la cara muy pálida cuando abrió los ojos.

—¿Qué ha ocurrido?

El hombre alto contestó a su pregunta.

—La rueda se ha desprendido del eje y hemos volcado.

—¿Y los caballos? ¿Dónde están los caballos?

—Los he atado bajo un árbol cercano. Durarán unas cuantas horas con el refugio de las ramas de los árboles.

—Brentwood está a una hora, y Colchester a dos horas —dijo, miró a las tres personas que había frente a él. Al ver al pasajero muerto, el pánico se reflejó en su semblante.

—Pensarán que ha sido culpa mía y me despedirán, y si me despiden…

—La rueda derecha se salió del eje. Cualquier inspector lo confirmará en menos de un minuto, y yo atestiguaré sobre su buena conducción si es necesario.

—¿Quién es usted, señor?

—Taris Wellingham.

Beatrice nunca había oído un nombre más interesante. Taris. Pensó en lo poco corriente que era mientras el conductor continuaba hablando.

—El siguiente coche no va a pasar por aquí hasta después del amanecer, aunque nosotros no aparezcamos en Brentwood. Pensarán que, con esta tormenta, nos hemos refugiado en Ingatestone o que hemos parado más atrás, en Great Baddow. Mañana todos estaremos igual que él —dijo, señalando al pasajero muerto. La anciana comenzó a gimotear.

—No va a ocurrir nada semejante, madam —dijo Taris Wellingham—. Ya he dicho que yo iré en busca de ayuda.

—Pero no irá solo, señor —dijo Beatrice, sorprendiéndose a sí misma. Sin embargo, en aquellas condiciones, un mal paso podía muy bien significar la diferencia entre la vida y la muerte, y un compañero podía contrarrestar parte de ese peligro—. Soy muy buena jinete.

O por lo menos, lo era quince años antes, cuando vivía en el campo, cerca de Norwich.

—No es seguro que alcancemos nuestro destino, madam —respondió él—, por lo tanto, eso no es posible.

Sin embargo, Bea se mantuvo firme.

—¿Cuántos caballos hay?

—Cuatro, y uno está cojo.

—No soy una niña, señor, y si quiero acompañarlo hasta el pueblo más próximo y hay un caballo disponible para mí, no veo por qué tiene que decir lo contrario.

—Porque si viene, puede morir.

—También puedo morir aquí, si usted no vuelve.

—Sería muy peligroso.

—Pero menos peligroso si van dos personas.

—Entonces, el cochero me acompañará.

—El cochero tiene las manos rotas, señor. Mire el ángulo de sus dedos. ¡No puede ir a ninguna parte!

—¿Cómo se llama usted? —preguntó él con autoridad.

—Soy la señora Bassingstoke, Beatrice-Maude Bassingstoke.

—Muy bien, señora Bassingstoke. ¿Tiene más ropa en su bolsa de viaje?

—Sí, señor.

—Entonces, póngase todo lo que pueda, tantas capas como sea posible —dijo, y le devolvió la tela que ella le había dado antes—. Necesitará este chal para protegerse el cuello.

—Es un pedazo de muselina, señor. Para envolver el pudin.

Él titubeó.

—Le servirá como bufanda.

Demonios. Aquella tela le había parecido un chal de mujer. Algunas veces perdía la agudeza del tacto, y en aquella ocasión percibió un matiz de curiosidad en la voz de aquella Beatrice-Maude Bassingstoke.

Una voz que no encajaba con la severidad de su nombre. Tenía una cadencia cuidadosa, que a él le parecía la que se usaba para contar secretos.

¿Bassingstoke? Una familia de Norfolk, y ella había mencionado el pueblo de Brampton. Había oído algo sobre ellos la semana anterior, aunque no recordaba qué. Tal vez aquella mujer perteneciera a aquella familia. La fuerza serena de su voz lo había ayudado con todo, y ella no había comido nada del pudin cuando él no había conseguido distinguir qué era lo que le estaba ofreciendo y no había aceptado un pedazo. En aquel momento, al percibir el suave olor a ron y pasas que perfumaba el ambiente, lamentó no haberle pedido que le diera un pedazo.

Aquella idea hizo que sonriera, aunque en realidad, había muy poco por lo que sonreír en aquella situación. Si no pasaba un coche o un jinete en poco tiempo por allí, pronto tendría que salir él mismo, porque la anciana cada vez tenía la respiración más superficial, señal de que el frío le estaba pasando factura. Por lo menos, la mujer que estaba sentada a su lado estaba decidida a acompañarlo, y en el fondo, él se alegraba. Necesitaría un par de ojos buenos por la carretera helada, un par de ojos que pudieran ver el más mínimo brillo de luz por los campos, la luz de un establo o de una granja. Con aquel frío, cualquier ayuda podía ser gratificante. Taris había buscado su baúl fuera del coche, pero no había conseguido ver su forma en la nieve. De hecho, el carruaje se había arrastrado durante varios segundos antes de volcar, y su baúl podía estar en cualquier parte. Era una lástima, porque podría haberse abrigado más. Tendría que pedirle la capa al conductor, ahora que el hombre se había recuperado un poco.

Escuchó los sonidos que hacía Beatrice-Maude Bassingstoke mientras se ponía más ropa encima. Ella lo rozó con el brazo al vestirse, y él se dio cuenta de que era un brazo delgado, de huesos frágiles.

Finalmente, ella terminó de prepararse. Taris quería preguntarle si tenía sombrero, si sus botas eran resistentes. Sin embargo, no hizo ninguna de aquellas preguntas, y decidió que el silencio era la opción más inteligente, porque la señora Bassingstoke parecía una mujer muy decidida y perfectamente capaz de protegerse contra los elementos.

Capítulo 2

Media hora después, cuando salieron del coche, el tiempo había empeorado. Taris Wellingham colocó de nuevo la puerta en el hueco y tapó los agujeros y rendijas con puñados de nieve aplastada.

Bea se sintió aliviada por haber podido salir del carruaje y hacer algo. La espera era casi peor que aquel frío extremo, aunque tuviera miedo de que el viento se la llevara y la perdiera en aquella tormenta.

Como si le hubiera leído el pensamiento, él la tomó de la mano y la guió hacia los caballos, que estaban muy asustadizos.

Él pasó los dedos por la cabeza del primero de los animales, un caballo gris muy grande, y tomó las riendas de cuero endurecidas por el hielo.

—Usted monte en éste.

Él la ayudó a subir a la montura, y ella agarró con fuerza las riendas y apartó al animal del árbol. Su sombrero era una bendición del cielo. Tenía el ala muy ancha y le proporcionaba un poco de protección contra la tormenta. Observó cómo Taris Wellingham montaba en el caballo que había elegido y lo volvía hacia ella, envuelto de nuevo en su capa y con el sombrero del joven bien calado.

—Iremos hacia el sur.

En dirección opuesta a aquélla de la que provenían. Era una decisión sensata, teniendo en cuenta que apenas habían visto edificios por el camino.

«Por favor, Dios mío, que haya una casa o un establo, o viajeros, en algún lugar. Por favor, por favor, que podamos encontrar un lugar seguro y a alguien que vaya a rescatar a los que se han quedado atrás». Repitió aquella oración una y otra vez, pero los ecos de otras súplicas que había hecho durante todos aquellos años le resultaban perturbadores.

No, no debería permitirse aquellos pensamientos, porque sólo los que tenían gratitud para el Señor serían escuchados. ¿No se lo había dicho Frankwell? Beatrice entornó los párpados para evitar que los copos de nieve se le metieran en los ojos y se inclinó sobre el lomo del caballo para aprovechar el calor que desprendía el animal. Después, puso la mente en blanco y siguió avanzando.

Un cuarto de hora más tarde, se dio cuenta de que no podía avanzar más. Tenía el cuerpo entumecido. Parecía que Taris Wellingham estaba menos incómodo, aunque Beatrice sabía que llevaba mucha menos ropa que ella. Supuso que era un hombre acostumbrado al rigor de los elementos. Un hombre que caminaba por la vida con la certidumbre que sólo proporcionaba la seguridad en uno mismo, la seguridad innata. ¡Tan diferente a ella!

Cuando aparecieron las siluetas de dos viajeros a caballo por entre los remolinos blancos, ella apenas pudo dar crédito a lo que veía.

—Allí… ¡Allí delante! —gritó, señalándolos.

Se asombró, porque Taris Wellingham todavía no había reaccionado ante aquella visión. Entonces, oyeron el grito de los recién llegados, y esperaron en silencio hasta que los hombres se acercaron.

—El carruaje de Colchester se ha retrasado mucho, y nos han enviado a buscarlo. ¿Son ustedes de ese grupo?

—Sí, pero el coche está a unos quince minutos hacia el norte —les dijo Taris—. La rueda se salió del eje…

—¿Y los pasajeros?

—Uno de ellos ha muerto, y hay otros dos en el interior de la cabina, junto al conductor, que está herido.

El otro hombre soltó un juramento.

—¿Quince minutos, ha dicho? Tenemos que llevarlos a casa de Bob Winter a pasar la noche, entonces, pero está a unos veinte minutos de aquí, y no parece que ustedes vayan a poder soportar tanto viaje.

—¿Y si los mandamos al establo de Smith? —gritó el otro—. El heno está dentro, y las paredes son gruesas.

—¿Dónde está? —preguntó Taris Wellingham con cansancio. Todavía le sangraba un poco el corte de la cabeza, y ella sintió una punzada de preocupación.

—A cinco minutos de aquí hay un sendero a la izquierda, marcado con una piedra blanca. Síganlo y esperen en el establo. Mandaremos ayuda en cuanto sea posible.

«¿En cuanto sea posible?». Beatriz se enfadó.

—Yo no puedo…

Pero los dos hombres ya se habían ido, empujados por el viento y las ráfagas de viento y nieve.

—Es lo único que podemos hacer —gritó Taris.

Entonces, estalló un trueno que le dio la razón. El siguiente rayo asustó al caballo de Beatrice, que se encabritó. Aunque ella consiguió mantenerse en la montura, el tirón empeoró el dolor que sentía en el labio. A Beatrice se le llenaron los ojos de lágrimas y se le derramaron, ardientes, por las mejillas. Era el único calor que podía sentir en aquel mundo helado.

—Lo siento —dijo, al darse cuenta de que él la estaba mirando con una expresión inalterada. Al instante, ella supo que era uno de esos hombres que odiaba los histerismos.

—Preste atención ahora al camino, señora Bassingstoke. Tenemos que encontrar ese maldito establo.

Irritable. Autoritario. Desdeñoso.

Ella se secó las lágrimas con la capa mojada y se reprochó haber mostrado semejante debilidad. De nuevo.

El camino no se veía. No había ningún mojón que lo indicara, ni huellas por donde hubieran podido pasar unos pies, ni setos que lo flanquearan.

—¿Está prestando atención?

Dios, era la quinta vez que le hacía la misma pregunta, y a ella se le estaba acabando la paciencia. Se preguntó por qué había desmontado y tiraba del caballo por las riendas, con los pies casi en la cuneta izquierda de la carretera. Iba tanteando con los pies. ¿Por qué? ¿Qué buscaba? ¿Por qué no iba sobre el caballo, rápidamente, en la dirección que les habían indicado?

Supo la respuesta mientras todavía iba pensándolo. Ya habían pasado los cinco minutos, así que, ¿y si se habían pasado de largo?

De repente, apareció un sendero marcado por unos árboles.

—¡Aquí! ¡Está aquí!

—¿Dónde? ¿Qué ve?

—Árboles en fila, a unos diez metros a la izquierda.

La piedra estaba donde les habían indicado los viajeros, pero estaba cubierta de nieve y apenas era visible. El mojón se disimulaba en su entorno, y no podía avisar a nadie de que había un camino a su lado.

Cuando Taris Wellingham lo tocó con el pie, se inclinó hacia él y apartó la nieve de la parte superior con movimientos de una cautela rara, con las puntas de los dedos de color rojo debido al frío. Su inmovilidad era dramática, visto contra los árboles y rodeado por los remolinos de nieve y la capa azotada por el viento. Un hombre congelado en aquel segundo del tiempo, con los ángulos marcados de su rostro levantados hacia arriba, como si estuviera dándole las gracias al cielo.

«Gracias a Dios que hemos encontrado el establo», pensó Taris, y entrecerró los ojos, intentando ver la forma del camino, con los ojos húmedos a causa del esfuerzo.

A Beatrice-Maude Bassingstoke le castañeteaban los dientes de una manera alarmante detrás de él, aunque no le hubiera dicho una palabra durante aquellos últimos minutos.

—¿Podrá llegar hasta el establo? —le preguntó él, cada vez más preocupado.

—Po… po… por sup… supuesto.

—¿Necesita ayuda?

—No… no, gracias.

—¿Siempre es tan quisquillosa, señora Bassingstoke?

Era más fácil enfrentarse a la ira que a la angustia, y por experiencia, Taris había llegado a la conclusión de que un poco de enfado les daba fuerza a las mujeres.

Sin embargo, aquélla era distinta. Su silencio estaba salpicado de suaves sollozos, aunque ella intentara ocultarlos tras la capa de terciopelo. Una mujer que ya no podía más, ¿y quién iba a culparla? Al fin y al cabo, no se había quedado sentada en el coche esperando que la salvaran ni quejándose del frío y del accidente. No se había quejado tampoco por tener que compartir el espacio con el pasajero que había muerto, ni había puesto objeciones al tener que cederle su asiento al cochero. No, aquélla era una dama que podía hacer frente a las dificultades con fortaleza. Hasta aquel momento. Hasta que el final estaba a la vista, un establo caliente que ofrecía seguridad.

Él había visto cosas semejantes durante la guerra, en Europa. Los soldados, después de una batalla, se desmoronaban al asimilar el hecho de que habían seguido con vida después de ver a muchos otros morir a su alrededor.

Y aquél era el punto que, aparentemente, había alcanzado Beatrice-Maude Bassingstoke.

No sabía cuánto les quedaba hasta el establo, pero a cada paso que daban, la capa de nieve era más y más gruesa.

Sin embargo, notó un cambio en el viento y supo que el edificio debía de estar lejos, puesto que la brisa pasaba por encima de la construcción y se elevaba.

Su percepción de la proximidad de los objetos también le facilitó las cosas. Su maldita falta de visión había agudizado los demás sentidos.

Posó la mano contra la solidez de la madera y le dio las gracias a Dios por haber llegado hasta allí. Después agarró las riendas del caballo de su compañera.

—La ayudaré a desmontar.

—Gra… gracias.

Ella posó la mano en su hombro cuando él alzó los brazos y la tomó por la cintura. Era una cintura muy delgada. Cuando la dejó en el suelo, ella se agarró a su capa.

—No… no siento los… pies… —le explicó, cuando él inclinó la cabeza para preguntarle qué ocurría.

—Entonces, la llevaré.

La tomó en brazos y dio unos cuantos pasos hasta el edificio. Los caballos los siguieron, hasta que Taris encontró la puerta en la fachada sur.

El olor a heno se mezclaba con otro olor. Gallinas, pensó Taris, y oyó cómo escarbaban en el suelo. Tal vez hubiera huevos o grano allí.

A Taris le gustaba sentir la respiración de Beatrice-Maude en el cuello. Su calidez lo sorprendió.

¿Cuántos años tendría aquella mujer? Cuando notó su mano en la piel, se dio cuenta de que ella llevaba una alianza en el dedo anular de la mano izquierda.

Entones, se inquietó. ¿Estaría su marido loco de preocupación en algún lugar?

—Me… parece… que hay mant..as en aquel rincón… creo. Tal vez podamos abrigarnos…

¿En qué rincón? Taris no detectaba nada salvo los muros del establo. Entonces tuvo otra idea que lo animó. Quizá si la dejaba de nuevo en el suelo, ella misma lo guiara.