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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Sophia James. Todos los derechos reservados.

MARCADA POR EL DESTINO, N.º 524 - marzo 2013

Título original: Lady with the Devil’s Scar

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2692-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

 

 

Isobel tenía la cara de un ángel, pero su mejilla estaba cruzada por una cicatriz que según las malas lenguas era la marca del diablo, aunque lo cierto era que su belleza y valentía lo eclipsaban todo. Solo él, un guerrero tan duro como ella podría llegar hasta su corazón, y en el breve interludio de amor que compartieron, en un escenario cargado de odio, en medio de la batalla, ese guerrero legendario, conocido como El Lobo de Burdeos, comprendió que con una mujer así a su lado sería capaz de gobernar el mundo. Pero ella solo era un peon en un juego de reyes y también había comprendido que domesticar al lobo sería destruirlo. Su amor no tenía futuro...

Esta es la historia de Sophia James que queremos recomedaros, la batalla promete, el botín lo merece.

¡Feliz lectura!

 

Los editores

 

Uno

 

 

1346. Fife Ness, Escocia

 

Isobel Dalceann vio las siluetas desde la playa, más allá de las olas, girando en la corriente. Había ocho o más, perdidas en la tormenta entre la niebla.

—¡Ahí! —les gritó a los dos hombres que había a su lado—. ¡A unos doscientos metros de la costa!

El mar a veces arrastraba los restos de alguna embarcación, o el esqueleto de alguna criatura marina muerta tiempo atrás... ¿pero aquello? El atardecer se extendía desde el oeste, cubriéndolo todo de un rosa pálido, hasta convertir algo desconocido en algo conocido.

—¡Son personas!

Fue Ian quien lo dijo. No era madera, ni un pez muerto, ni el tronco de un árbol que hubiera caído al agua cerca de Dundee y que hubiese llegado hasta el sur gracias a las corrientes frías. No, se trataba de personas. Personas que se ahogarían a no ser que ella los ayudara; siempre había sido buena nadadora.

Se quitó las botas y la túnica, después la daga que llevaba atada al tobillo y salió corriendo.

El agua helada le cortó la respiración antes de haber atravesado las primeras olas; cuando el pelo se le enredó en los brazos y le impidió seguir nadando, se detuvo para atárselo.

A unos diez metros Ian gritó y Angus respondió. La siguiente ola los elevó a todos y los ayudó a avanzar. Isobel pudo oír el latido de su corazón en los oídos cuando la fuerza de la ola la arrastró hacia abajo. Contando los segundos para volver a la superficie, pataleó con fuerza y apareció a poca distancia de uno de los supervivientes.

Una herida abierta desde el codo hasta el hombro teñía el mar de rojo y se mezclaba con la espuma, antes de perderse en la gran inmensidad del océano. Apenas advirtió su presencia mientras Isobel se acercaba, y fue entonces cuando ella se dio cuenta de que había otra persona flotando a su lado.

—Yo me encargaré de él mientras tú nadas —gritó por encima del viento mientras la lluvia comenzaba a caer.

—No —contestó él con la tenacidad de alguien que no estaba dispuesto a rendirse, con unos ojos verdes cargados de determinación. Cuando Isobel se fijó, vio que el hombre que había entre ellos estaba muerto—. Se ha ido. El mar se lo ha llevado.

Negó con la cabeza y se apartó de ella. Después respiró profundamente una vez, dos veces, y recuperó la fuerza y la voluntad. ¿Cuántas veces había hecho eso ella, cuando la soledad le resultaba insoportable?

—Deja que te ayude —gritó Isobel—, pues la orilla está lejos —le tocó el hombro y lo sacó de su infierno privado.

Él la miró con la arrogancia de alguien que no estaba acostumbrado a las órdenes.

Isobel intentó controlar su desasosiego. Llevaba pocos minutos en el agua y ya estaba congelada; se preguntaba cómo aquellas personas podrían haber sobrevivido tanto tiempo.

—Ayuda a los otros primero —cuando movió la mano para sostenerle la cabeza al hombre que sujetaba, una pulsera de oro apareció en su muñeca.

De modo que no se trataba de un marinero cualquiera que se ganaba la vida navegando los estrechos entre Inglaterra y Escocia. Su acento parecía provenir de un país extranjero.

Isobel oyó un grito tras ella y se dio la vuelta. Vio que Angus jadeaba aterido de frío, chapoteando y moviendo las piernas sin parar para intentar entrar en calor. Sintió pánico. Estaban a casi doscientos metros de la orilla, con el mar embravecido por la tormenta. Tras él, dos hombres intentaban subirse a su espalda en su lucha por tomar aire.

Santo Cielo. El mar se llevaba a sus víctimas sin recurrir al juego limpio, pensó Isobel. Se acercó nadando, le dio un golpe en la cabeza al mayor de los hombres para que soltara a Angus y lo agarró del cuello hasta que se le pusieron los ojos en blanco. Después hizo lo mismo con el más joven.

 

 

Que Dieu nous en garde! —murmuró Marc. La mujer de la cicatriz que le atravesaba la cara estaba matando a los que iban con él uno a uno, y el frío que atenazaba sus miembros le impedía hacer algo al respecto.

Guy había muerto. Lo sabía desde hacía una hora, y aun así se sentía incapaz de soltarlo y dejarlo ir.

El agua le llamaba, un descanso fácil y un final; y de pronto la fuerza que le había hecho aferrarse a la tarea del rescate le abandonó. No debía importarle. Se había acabado. Abrió los dedos, cerró los ojos y sintió que el calor regresaba a su cuerpo junto con una luz brillante.

Escocia. La tierra de su padre. No lo había conseguido.

 

 

—Sujétalo por detrás —le ordenó Isobel a Angus—. No dejes que se dé la vuelta porque te hundirá con el pánico.

—No puedo sujetar a los dos —respondió Angus por encima del viento.

—Entonces elige al más joven —en mitad de un mar enfurecido, Isobel no se sentía culpable con semejante elección. El más fuerte y sano sobreviviría.

Pero el desconocido de ojos verdes también había desaparecido, arrastrado hacia abajo por el cansancio. Debía dejarlo, claro, debía seguir el consejo que ella misma acababa de darle a Angus, pero otra fuerza mayor se lo impedía. Se sumergió y vio que él se giraba hacia ella, como si hubiera sabido que estaría allí.

Dio una última patada y alcanzó a agarrarlo antes de sacarlo a la superficie. Emergieron como lo haría un leño en un río de montaña, con una cortina de espuma y sal a su alrededor y la lluvia pinchándoles en la cara.

Mientras le sujetaba la espalda, sintió que tomaba aire, y entonces tosió; fue como un ladrido sin fin que consiguió sacarle el agua que había tragado. Tenía el pelo pegado a la cara y los labios azules.

A su alrededor, los gritos de los supervivientes contaban otra historia bien distinta. Un muerto aquí y otro allá. Flotaban boca abajo en el agua, girando con los golpes de la corriente.

No podía salvarlos a todos con una marea cambiante. Ni toda la voluntad del mundo podía cambiar lo que le sucedía a aquellos que llevaban demasiado tiempo en manos del mar, mientras la piel iba perdiendo su calor y entregándose a la muerte.

Pero el desconocido de ojos verdes aguantó las embestidas de las olas, con la boca hacia el cielo y los dientes castañeteándole a medida que se acercaban a tierra. Además estaba empleando su fuerza para ayudarla; Isobel podía sentir sus piernas moviéndose contra las suyas, hasta que hizo pie en el fondo.

De modo que era alto. Mucho más alto de lo que lo había sido su marido antes de...

Pero Isobel no pensó en eso mientras veía cómo se levantaba y el agua le llegaba por la cintura. No parecía ser de la zona. Su cuerpo inspiraba peligro y amenaza.

—Pu-puedo solo —dijo bruscamente, y vio cómo sus dos hombres alcanzaban la orilla, cada uno llevando consigo a un superviviente del hundimiento.

Tres personas de ocho, fue lo que ella pensó. Podrían haber sido más.

La desolación en los ojos del desconocido indicaba que él también había echado la cuenta, a pesar de que estaba temblando de frío, del cansancio y de la herida abierta del brazo que el mar había convertido en una línea oscura y sombría. Ya no sangraba. Isobel se preguntó si eso sería una buena o una mala señal.

—Estamos acampados entre los árboles, y allí se está caliente —a Isobel no le gustó la ansiedad que oyó en sus propias palabras, como si fuese importante para ella que el desconocido sobreviviese, pero él apenas la escuchaba mientras caminaba hacia su amigo y le hablaba suavemente en un idioma que ella reconoció como francés. Ambos se giraron hacia los arbustos que tenían detrás, como si estuviesen sopesando la seguridad del lugar.

—¿Cómo te llamas? —la voz del desconocido sonaba más fuerte cuando cambió al inglés.

—Isobel Dalceann. Mi hogar está a dos días a pie hacia el oeste por la costa.

Isobel vio que se fijaba en sus calzas empapadas, pegadas a sus piernas, con los tobillos al descubierto. Hacía tanto tiempo que no se ponía un atuendo de mujer que había olvidado que, a aquellos que no la conocieran, podría resultarles extraño. Sonrió aunque no era su intención, y vio el dolor en sus ojos. Probablemente fuese la cicatriz. Siempre que mostraba alguna emoción se le arrugaba la mejilla.

Pero, con la noche a punto de caer, ya había tenido bastante. Había arriesgado su propia vida y las críticas a su aspecto o a su vestimenta tendrían que esperar. Había conejos despellejados junto al fuego y media docena de pescados envueltos en hojas. Después de cenar y buscar mantas bajo las que cobijarse, podría decidir qué era lo que buscaban los recién llegados y lo rápido que podría deshacerse de ellos.

 

 

Sacrée Vierge —Marc apenas podía poner un pie delante del otro cuando llegó al campamento bajo los árboles; la cabeza le daba vueltas y hacía que le resultase difícil mantener el equilibrio. Tal vez fuera la pérdida de sangre o el frío, o quizá el hecho de que su alma hubiera estado a punto de abandonar su cuerpo. Ya lo había visto antes en los campos de batalla en Francia, el asombro ante la muerte, mayor aún que el miedo a ella. La rabia resurgió en él al mirar a su alrededor.

Estaba oscuro bajo el manto de los árboles, y la lluvia de esa tarde había dejado una humedad que lo abarcaba todo.

Simon parecía tan cansado como él. No sabía cuál era el nombre del otro superviviente, pero imaginaba que sería uno de los marineros de cubierta del barco que iba hacia Edimburgo. El joven temblaba tanto que tenía que ser transportado por los dos hombres que los habían rescatado. Marc sabía que no duraría mucho. La mujer les daba órdenes a todos, y los cuchillos que llevaba atados al tobillo y al cinturón parecían afilados.

—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó en francés a propósito. La ausencia de respuesta confirmó lo que ya sospechaba. Ninguno hablaba el idioma. Se alegraba, pues eso les permitiría a Simon y a él privacidad para decidir qué hacer—. Todos van armados y nosotros estamos heridos. Tendremos que esperar nuestro momento.

Simon asintió.

—Yo creo que estaremos en algún lugar de la punta de Fife, al norte de donde el estuario se mete en la costa hacia Edimburgo —se pasó una mano por el muslo, donde podía verse un hematoma a través de la raja del pantalón—. ¿Qué crees que pretenden hacer con...?

Interrumpió la pregunta debido a la intrusión de uno de sus rescatadores, al tiempo que le arrancaban la cruz que llevaba al cuello. Después señalaron el anillo del dedo.

Cuando se dispuso a protestar, Marc le detuvo.

—Espera. Al fin y al cabo solo quieren las baratijas. Como precio a cambio de nuestras vidas, me parece justo.

Marc se quitó el brazalete de la muñeca y lo dejó en el suelo. Al hacerlo levantó la mirada y vio que la mujer estaba observándolo con el ceño fruncido y rabia en aquellos ojos marrones. Apartó la mirada en cuanto vio que la había descubierto y siguió ocupándose del fuego y de la comida.

Se le había soltado el pelo y caía como una cortina oscura hasta su cintura. A la luz del fuego adquiría reflejos rojizos, y le sorprendió el deseo que surgió en su interior al pensar en cómo sería acariciar esa melena.

Ignoró esa tontería y se quedó sentado en el suelo, apoyado en un árbol.

—¿De dónde sois?

Su voz sonaba dura, y no ocultaba la frustración. Marc se dio cuenta de que no les había preguntado los nombres.

—De Francia —había decidido que solo era necesario contar ciertas cosas—. El barco en el que viajábamos se desvió de su ruta y volcó con la tormenta.

La mujer desvió la atención hacia los otros hombres que estaban a su lado, que alzaron la voz furiosos mientras se peleaban por las joyas. Los detuvo con una orden seca, aunque el mayor de los dos apretó los puños y los lanzó al aire dos veces.

Sin revelar expresión alguna, Marc volvió a mirar a la mujer. Había agarrado la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón, pero se relajó al ver que uno de sus hombres se adentraba en el bosque, aunque cuando le ordenó al otro que los atara, Marc maldijo para sus adentros.

Suponía que podría pelear y ganar, pero con el brazo herido y Simon con una pierna que no le permitiría ir a ninguna parte, consideró que era mejor esperar.

La cuerda era gruesa y estaba bien atada, situándolos a suficiente distancia el uno del otro. Cuando el hombre terminó, la propia Isobel Dalceann comprobó que estuvieran bien atados. Su piel estaba helada cuando rozó con el brazo el de su prisionero y, por primera vez, Marc se dio cuenta de que se le daba bien ocultar sus sentimientos.

—Os desataremos cuando esté preparada la cena, pero el resto del tiempo permaneceréis atados, hasta que decidamos qué hacer con vosotros. Después de cenar te curaré el brazo.

Aquella última frase le dio ánimos. Si pretendía matarlos, no perdería el tiempo cuidando de ellos primeros. Pero entonces comprendió el significado de sus palabras. La herida era profunda, la luz escasa y las pocas cosas que había visto en aquel campamento provisional indicaban que los cuidados médicos serían básicos.

—Puedo esperar.

Su rescatadora empezó a reírse y aparecieron hoyuelos en sus mejillas. Oyó que Simon respiraba profundamente a su lado y supo que estaba pensando exactamente lo mismo.

Aquella reina guerrera era la mujer más hermosa que había visto nunca, a pesar de la cicatriz, del atuendo y la mueca que era su expresión más habitual. Apartó la mirada e intentó controlar esos pensamientos, pero fracasó. Bajo sus calzas ajustadas aumentaba su lujuria. Dios... el mundo estaba del revés y él no podía hacer nada por evitarlo.

—¿Esperar a qué? Edimburgo está a casi una semana a pie desde aquí, y para entonces tu brazo... —Isobel se detuvo y se mordió el labio inferior—. Puede que el mar haya limpiado la herida, claro, pero tu ropa está sucia.

Él frunció el ceño, sin entender su razonamiento.

—Por experiencia sé que con frecuencia la suciedad termina con lo que una cuchilla empieza.

Adivinanzas. Otro pensamiento se coló en la cabeza de Marc. ¿Sería una de las selkies que abundaban en las leyendas sobre aquellas tierras? Nunca antes había visto a una mujer que supiera desenvolverse con tanta facilidad en el mar, y el color de su pelo era como la piel negra de las focas que a veces se veían desde la costa.

Dios. La pérdida de sangre estaba volviéndole loco, y aquellos ojos perspicaces llenos de secretos le hacían imaginar cosas que nunca pasarían.

Apartó la mirada y no volvió a hablar.

 

 

El desconocido estaría gritando antes de que acabase la noche a pesar de la correcta dicción de sus palabras. Isobel se alegraba de ello, se alegraba de imaginar su debilidad mientras sucumbía a unos cuidados que no serían fáciles.

La inquietaba con sus ojos verdes y vívidos, con su brazalete de oro y su acento francés. Ian había querido matarlo, terminar con él y librarse de cualquier problema, pero la idea de ver su sangre correr mientras su alma abandonaba su cuerpo hacia el cielo o el infierno le producía a ella un desasosiego que no había experimentado antes. Probablemente fuesen hombres de David, recién llegados de Francia, con la energía del poder del monarca en sus entrañas y sin ninguna consideración hacia las leyes ancestrales.

¿Qué sabrían ellos sobre ella y sobre Ceann Gronna?

«La incasable Isobel» era como la llamaban ahora; se lo había oído a un bardo que había ido al castillo con una canción del mismo título.

Regresó junto a la comida maldiciendo en voz baja, pero la rutina del día a día ocupó su atención; dos días a pie hasta el castillo, y otros dos hasta Dunfermline, donde podrían enviar a los desconocidos por ferry a través del estuario hacia Edimburgo.

Deseaba que Ian y Angus no hubieran estado con ella, pues tendría que vigilarlos a ellos y a los forasteros al mismo tiempo. Al fin y al cabo, ya los habían despojado de todo aquello que tenía algún valor, y ahora su presencia no era más que un estorbo. Isobel dudaba que el tercer hombre fuese a aguantar hasta el día siguiente, dado su color, pero poco había que ella pudiera hacer al respecto.

Esperaba que el hombre de ojos verdes volviese a hablar en francés para intentar escuchar algo y saber cuáles eran sus intenciones.

Las joyas podrían decirle algo de ellos, por supuesto, pero no deseaba pedirle a Angus que la dejase mirar solo para intentar averiguar el misterio de la identidad de aquel hombre. No. Mejor no saberlo nunca y deshacerse de él, sacarlo de su vida y no volver a verlo.

El anillo de plata que llevaba le apretó del dedo mientras le daba vueltas; una promesa eterna reducida a solo dos años, y después un yugo de culpa. A veces, como en esa ocasión, odiaba en lo que se había convertido; una carroñera al margen del nuevo sistema de gobierno impuesto sobre la antigua virtud de los bienes. El suelo ya ni siquiera le hablaba, como hacía antes, susurrándole promesas de futuro. Antes el sistema de hacendados había dominado aquel lugar, y los grandes terrenos pasaban de generación en generación, como bienes preciados que siempre se cuidaban. Hasta que llegó el rey David con sus lealtades y sus barones, arrebatando la tierra por la fuerza y otorgándosela a sus vasallos a cambio de lealtad.

Ahora la posesión se aseguraba mediante la sangre, la guerra y la traición. Sintió el sudor en la nuca. Si hubiera estado sola, se habría apartado el pelo de la piel.

Pero no estaba sola.

Podía sentir los ojos del desconocido en su espalda, como un halcón vigilando a un ratoncillo que cruzaba corriendo un campo. Esperando.

—Alisdair.

Susurró el nombre como una oración o una plegaria, invocando aquello que había perdido y que nunca más podría volver a tener. Se alegró cuando Angus reapareció con un haz de leña seca y un buen puñado de arándanos.

 

Dos

 

El pescado y el conejo estaban bien cocinados y, aunque aquel a quien Isobel llamaba Ian les hubiese servido una porción muy pequeña, ella le había indicado que les sirviera un plato lleno, con un pedazo de pan negro para mojar en la salsa.

El marinero no había comido nada, tenía la cabeza colgando hacia el pecho de un modo preocupante.

Marc vio que la mujer acercaba una manta y le tumbaba encima con cuidado. También vio que no volvió a atarlo, sino que le dejó libre. Para morir en la noche sin grilletes, suponía. Tal vez existiera alguna tradición en aquella parte del mundo que decía que un hombre debía encontrarse con su creador sin ataduras.

Después de terminar de acomodarlo, se acercó a él, le aflojó el nudo de las muñecas y le indicó que se acercara al fuego.

Había una botella de whisky esperando y ella le indicó que bebiera. La melancolía de su mirada le hizo pensar que no había sido su intención hacer aquello, y bebió todo lo que pudo antes de que le quitara la botella. Le agradó sentir el calor del alcohol por la garganta y se sintió más calmado.

Iba a necesitarlo. Isobel ya había sacado su cuchillo.

—Tengo que quitarte la piel afectada.

Marc ni siquiera había contestado antes de que ella vertiera whisky sobre la herida, que fue como si el fuego le quemara la piel.

Las llamas le daban a sus ojos un tono dorado y sus dedos se movían con destreza sobre el cuchillo. Marc vio que tenía otra cicatriz que iba desde la base de su dedo meñique hasta el pulgar, pasando por encima de los nudillos. Se preguntó si se la habría hecho al mismo tiempo que la que tenía en la cara.

—Si te estás quieto, mejor.

El mensaje estaba claro. Si se movía, la agonía sería mayor.

Marc deseaba tener un pedazo de cuero que poder morder, pero ella no se lo ofreció y él no iba a pedírselo.

—¿Tienes experiencia en el arte de la curación?

Al oír la pregunta, los dos hombres que tenía detrás empezaron a carcajearse.

—En el arte de matar, más bien —murmuró uno de ellos.

Vio que Isobel agarraba el cuchillo con más fuerza, un movimiento casi imperceptible que sugería una rabia cien veces su tamaño. Confiaba en que también significara que era cuidadosa y que tenía experiencia. En ese momento era lo único que podía esperar. Y le sorprendió cuando volvió a hablar.

—Por experiencia sé que las curanderas son mujeres que poco se preocupan por las cosas corrientes. Las respeto por su manera de ganarse la vida en un mundo que, de lo contrario, estaría abocado a la locura.

—¿Así que no estás hecha de esa pasta? —preguntó Marc.

—Las brujas y las hadas nacen en las familias que continúan con la tradición.

Cuando Isobel levantó el cuchillo hacia la luz, las lamas se reflejaron en la plata.

—¿Pero tu familia era diferente? —de pronto quería saber algo de ella. Distraída por su dolor y su agonía, tal vez respondiera a su pregunta.

Pero permaneció callada, con los labios apretados, mientras le cortaba la piel. Marc sintió que las náuseas que le habían acompañado desde el rescate en la playa ascendían por su garganta como una bilis.

—Dios todopoderoso.

—¿Así que eres un hombre religioso?

—¿Si dijera que sí, eso ayudaría a mi causa?

—¿Con tu dios o conmigo? —preguntó ella. Presionó el cuchillo sobre el tejido vivo y vio cómo la sangre llenaba la herida.

Marc tragó saliva.

—Tienes arena y suciedad en la herida y hay que limpiarla.

—¿Grano a grano? —se estremeció visiblemente y ella se detuvo un segundo para mirarlo con actitud desafiante mientras él giraba la cabeza y quedó tan cerca de él que podía sentir el calor de su aliento.

Marc estaba temblando y se odiaba a sí mismo por ello, pero, incluso aunque se agarró el codo con la mano para pegar el brazo al costado, no pudo controlar los temblores.

El miedo, pensó; un mal por el que los hombres morían igual que morían de frío. Después miró hacia el marinero tumbado sobre la manta y vio que había dejado de respirar.

—Nos ha dejado mientras yo te echaba whisky en el brazo —las palabras de Isobel Dalceann no albergaban el menor rastro de pena, aunque hubiera estado cuidando de él—. No habría podido aguantar el día de mañana, así que nuestro señor en su sabiduría le ha hecho ir por otro camino.

Marc se dio cuenta de dos cosas al oír sus palabras. Era una mujer espiritual y también práctica. Por alguna extraña, razón ambas mujeres resultaban tranquilizadoras.

Sin embargo, el dolor empezaba a luchar contra el entumecimiento provocado por el whisky, así que se quedó quieto y se dedicó a contar.

Para cuando llegó a cien y ella colocó el cuchillo sobre el fuego, sabía que iba a vomitar.

 

 

Isobel apartó la mirada y no vio cómo vomitaba, aunque se había prometido a sí misma que lo haría. Pero aquel hombre de ojos verdes era... cautivador. No había otra palabra para definirlo.

Mientras no pareciese que fuese a caerse al suelo y mancharse la herida de tierra, esperaría; al fin y al cabo la paciencia siempre había sido una de sus grandes virtudes.

—¿Has terminado? —desearía haber transmitido algo de empatía en la pregunta, pero los demás estaban observándola y les resultaría extraño.

El hombre asintió y se enderezó. Aún temblaba, aunque no con el fervor de antes.

—La cataplasma que he preparado te calmará el dolor —¿por qué había dicho eso?

El desconocido sonrió levemente.

—¿Me atrevo a albergar la esperanza de que el Ángel de la Agonía tenga su punto débil?

—La aguja que usaré para coserte no es la mejor que tengo.

—¿Y dónde está la mejor?

—Se perdió en la piel de un paciente que no tenía tiempo para seguir sentado.

—Qué pena. No por él, sino por mí.

Inesperadamente Isobel se rio como si todo en su vida estuviese bien.

Ian se puso en pie y se acercó con sigilo.

—¿Has bebido más whisky del que has usado con él, Izzy? —preguntó mientras levantaba la botella.

Isobel se la arrebató, la dejó en el suelo y sacó de su bolsa un cuenco de barro. Allí llevaba plantas medicinales secas, pero lo que buscaba era la tripa enrollada y limpia de un cordero.

Agarró el intestino con los dedos y deseó que el desconocido se desmayase y no fuese consciente de lo que ocurriría después, pues ni todo el alcohol del mundo podría aliviar su dolor.

Con la aguja sostenida sobre el fuego, sumergió la tripa en agua hirviendo con ajo antes de enhebrarla. Un gitano que había conocido en Dundee le había enseñado los procedimientos médicos más básicos y ella jamás había olvidado las reglas. Calentarlo todo hasta el punto de ebullición y tocar lo menos posible. Alisdair le había comprado unos fórceps de plata en Edimburgo después de casarse, pero los había perdido mientras intentaba proteger Ceann Gronna. Igual que había perdido a Alisdair. Deseó tener aquel pequeño instrumento en su poder en aquel momento para facilitarle la tarea.

El brazo de su paciente brillaba a la luz del fuego, y sus músculos, definidos por las llamas, se tensaron cuando se acercó.

—Si te tensas, te dolerá más.

Él sonrió y dejó ver unos dientes blancos y sanos. Isobel deseó que hubiera sido feo o viejo.

—Es difícil relajarse cuando tu aguja parece más propia de un zapatero que de un médico.

—La piel de todos los animales tiene más o menos las mismas propiedades —le clavó la aguja con decisión, pero él no se movió. Ni un centímetro. Nunca antes había tenido un paciente capaz de quedarse tan quieto, y sabía por experiencia lo mucho que dolía aquello.

Comenzó a coserle la herida. La sangre comenzó a brotar por la intrusión y él acercó la otra mano para limpiársela, pero Isobel le detuvo.

—Es mejor dejar que brote hasta que te ponga la cataplasma —no quería tener que repetirle que la limpieza era necesaria.

Él asintió; tenía la respiración acelerada. Le sudaba el labio superior, y podía apreciarse con claridad la barba de un día, aunque giró la cabeza cuando percibió que estaba observándolo.

—Esta mujer parece una bruja. No sé si deberíamos confiar en ella —dijo su amigo en francés, pero el de ojos verdes simplemente se rio.

—Bruja o no, Simon, dudo que el médico de la corte hubiera podido hacer algo mejor.

¿La corte? ¿Se estaba refiriendo a Edimburgo o a París?

Flexionó el brazo cuando Isobel terminó y frunció el ceño cuando le tiraron los puntos.

—Será mejor que no lo muevas.

—¿Durante cuánto tiempo?

Isobel se encogió de hombros, sacó los polvos de las plantas medicinales y los mezcló en la palma de la mano con saliva. ¿Un día o una semana? Había visto a hombres blandir una espada al día siguiente y otros en cambio eran incapaces de volver a vestirse por sí solos. Le colocó el brazo, puso la pasta marrón sobre la herida y la cubrió con una gasa.

—Mañana sabrás si se pudre.

—¿Y si lo hace?

—Entonces mis esfuerzos habrán sido en vano y perderás el brazo o la vida.

—La elección de Hades.

—Bueno, los dioses del mar te han permitido salir del océano, así que tal vez el dios de la curación les siga la corriente.

Se sintió aliviada cuando el desconocido se apartó.

A Marc le dolía todo; el brazo, la cabeza y la garganta. La lluvia no dejaba de caer y de mojarlos.

Durmió de manera irregular, acurrucado bajo la manta como un niño, y se despertó cuando la luna empezaba a menguar, antes del amanecer. Isobel Dalceann estaba sentada con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Llevaba el pelo recogido bajo un sombrero, de manera que las gotas de lluvia caían desde el ala y resbalaban por su chaqueta de lana. Con una mano contaba las cuentas de un rosario de ébano, y a juzgar por cómo movía los labios sin hacer ruido, debía de estar recitando algún salmo ancestral. No podía apartar los ojos de una mujer que tenía el cuchillo sobre las rodillas, dispuesta a quitar una vida después de haber pasado la noche intentando salvar otra.

—Sé que estás despierto.

Marc no pudo evitar sorprenderse.

—Es difícil dormir con la posibilidad de perder el brazo.

—¿Cómo te encuentras?

—Dolorido.

—¿Pero no enfermo?

Negó con la cabeza.

—Entonces supongo que no perderás el brazo después de todo.

—Tu trato con los pacientes deja bastante que desear.

Ella sonrió.

—Ian tenía la esperanza de que ya hubieras muerto. Lanzamos al otro hombre al mar y le gustaría hacer lo mismo con vosotros.

—Soltadnos y nos iremos hacia donde digáis.

—El problema de eso es que conocéis nuestros nombres y nuestras caras, y hay mucha gente que nos haría daño aquí, en los ancestrales territorios de caza del clan Dalceann.

—¿Y si diésemos nuestra palabra de honor de guardar silencio?

—Las palabras de honor tienen tendencia a dejar de ser necesarias para la supervivencia cuando uno vuelve a estar a salvo.

—¿Entonces por qué nos habéis salvado?

Ella se quedó mirándole la muñeca.