Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Sophia James. Todos los derechos reservados.
LA BELLA Y EL CABALLERO, Nº 534 - agosto 2013
Título original: Knight of Grace
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-3475-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Año 1360: Escocia está sumida en el caos. El rey David acaba de regresar a Edimburgo después de pasar once años cautivo de los ingleses, y el vacío de poder creado por su ausencia provoca una crisis. Aunque algunos señores desean conservar la duramente ganada soberanía del país, otros se alinean con los ingleses y con las reclamaciones de los terratenientes desheredados por Robert Bruce. La política de las tierras de frontera es siempre escabrosa, y el propio David contribuye a dificultar las cosas al plantearse ceder la corona al duque de Clarence, hijo del rey Eduardo de Inglaterra. Unos pocos hombres de honor sostienen el concepto de una Escocia independiente, fundamentado en los principios de la libertad consignados en la Declaración de Arbroath.
El laird Lachlan Kerr es uno de esos hombres...
«(...) nunca bajo ninguna circunstancia nos someteremos al señor de los ingleses. Porque luchamos no por la gloria, ni por las riquezas, ni los honores, sino únicamente por la libertad, a la que ningún hombre bueno renuncia si no es con su vida».
Palabras de la Declaración de Arbroath, abril de 1360, estampadas con los sellos de cuarenta nobles escoceses.
Agosto de 1360. Señorío de Grantley, Clenmell, Durham, Inglaterra
Lady Grace Stanton observaba al hombre que caminaba hacia ella. Alto, moreno y hermoso.
No había esperado eso.
Aquella belleza la preocupaba más que el peligro que parecía emanar de su persona o la indiferencia con la que se cubría como si fuera un manto. Solo cuando finalmente se detuvo ante ellos y el polvo que habían levantado los caballos se disipó, alzó la vista hacia Grace.
Estaba decepcionado. Podía verlo en sus ojos azul claro, bajo los que parecía reverberar una sombra de sospecha.
El corazón se le encogió y experimentó el doloroso escalofrío de su desconfianza. Aceptó con una sonrisa fingida la mano que le ofrecía, odiando sus uñas mordidas y el evidente contraste que ofrecía su piel lisa y bronceada con la suya, de una rojiza sequedad.
Había cargado con aquel defecto durante los veintiséis años de su vida. Pero ese día, al menos, la piel de debajo de sus ojos no estaba agrietada ni congestionada por el llanto.
—Lady Grace —soltó su mano tan pronto como hubo pronunciado su nombre.
—Kerr —lo saludó su tío, el conde de Carrick, con un tono que lo era todo menos invitador. Su ceñuda mirada recorrió a la veintena de hombres del clan Kerr que, montados en sus caballos, se alineaban detrás de su jefe—. Hace una semana que os esperábamos.
—¿Tenéis ya al clérigo? —interrumpió Kerr, prescindiendo completamente de cualquier pretensión de cortesía.
—Así es. El padre O’Brian ha venido de...
—Entonces traedlo aquí.
—Pero mi sobrina ni siquiera está vestida.
—El vestido será la menor de sus preocupaciones ante lo decretado por mi rey —sus palabras eran demasiado llanas. Casi insolentes. Bordeaban la traición.
Al volverse Grace para mirar a su tío, la luz dura e inclemente del día le hizo parecer viejo: un hombre sobrepasado por las exigencias de la lucha, deseoso de retirarse y disfrutar de su ancianidad con un mínimo de paz. Cuando su mirada recayó sobre las brillantes armaduras de los hombres del clan Kerr, comprendió con mayor lucidez que nunca el verdadero precio de la política. Un solo movimiento en falso y su familia sufriría, porque los inocentes peones como ellos era fácilmente prescindibles en un trasfondo de frustración política como el que vivían.
—Yo cre-creo, ti-tío, que deberías mandar llamar al pa-padre O’Brian —su tartamudeo era todavía peor de lo habitual. Oyó el murmullo que se alzó entre los hombres de Kerr y el pulso se le aceleró tanto que casi temió que fuera a desmayarse por falta de aliento.
¡Pero no, no se desmayaría!
Mordiéndose el labio, se mantuvo muy quieta, dominando su pánico hasta que pasó el peligro.
—¿Quieres casarte aquí? ¿Aquí fuera? Pero tú esperabas...
—No, tío. Aquí estará bi-bien.
¡Esperanzas! Clavó la mirada en el guerrero que tenía delante, medio esperando ver júbilo o al menos piedad en su expresión, pero no vio nada de eso.
«Solo el cumplimiento de un deber», pensó de repente. Aquel matrimonio no era para él más que un deber, una manera de aplacar a su monarca y de llenar las arcas de su propia casa.
«Mancillada por un defecto en la piel, pero de buenas caderas para traer hijos al mundo». El enviado de Eduardo III de Inglaterra había pronunciado esas mismas palabras la primera vez que fue convocada ante su presencia. Recordaba la momentánea furia que embargó a su tío cuando tuvo el decreto en sus manos, aquel pedazo de papel que cambiaría sus vidas para siempre. Si no obedecía, Grantley peligraba. ¡Grantley! La conservación del solar familiar a cambio del sacrificio de entregar a una sobrina poco agraciada y que ya no era joven a un hombre designado por el rey. Incluso su tío tenía límites en cuanto a lo que estaba dispuesto a perder.
La voluntad del rey. Una unión forjada en pleno forcejeo por la cuestión de la libre autodeterminación de Escocia.
Podía distinguir la expresión de impaciencia en los ojos de Lachlan Kerr, unos ojos azul cielo de mirada penetrante, con un leve toque gris. Unos ojos que parecían asegurarle que estaba bien al tanto de su reputación en la corte, donde los rumores sobre lo que era o lo que no eran publicitados en las canciones de procaces bufones. Un motivo de diversión que regalar a damas y señores para distraerlos de la dura realidad de las intrigas. Eso era lo que su primo Stephen le había dicho el pasado verano, a su vuelta de Londres, pensando que le hacía un favor con la advertencia.
Y quizá se lo había hecho, reflexionó Grace. Un año atrás tal vez le habría pasado desapercibida la censura y la compasión que con tanta claridad se había dibujado en los rasgos de Kerr, interpretando su expresión como simples nervios. Pero en ese momento un indisimulado disgusto se hacía evidente en su ceño, en su postura y en la manera que permanecía plantado ante ellos, con una mano en la cadera y la otra en la empuñadura de su espada.
¡El recuerdo de lo sucedido a su hermano planeaba sobre ellos!
Aquella no era su elección, aquel no era su deseo. Se tiró de las mangas de su vestido, alegrándose de que las puntillas le cubrieran las manos hasta las puntas de los dedos.
Un movimiento en la puerta principal atrajo la atención de todo el mundo cuando Judith, Anne y Ginny bajaron las escaleras, con sus rubios cabellos resplandeciendo al sol. Consideradas de una en una, sus jóvenes primas eran preciosas: juntas eran mucho más que eso. Pudo percibir el interés de los hombres del clan Kerr a manera de inequívoca y absoluta apreciación masculina. Se abstuvo de comprobar si su futuro marido las estaba contemplando de la misma manera, razonando que incluso la leve rendija de una duda era preferible a la convicción.
Judith se inclinó hacia Grace para susurrarle exactamente lo que ella misma había estado pensando.
—Es mucho más grande y amenazador que lo que habíamos imaginado —su voz ronca revelaba temor y curiosidad a la vez.
«Nervios», decidió Judith mientras apretaba la mano que su prima acababa de entrelazar con la suya, en un esfuerzo por proporcionarle algún consuelo. Anne y Ginny se apelotonaban detrás. Esperando. Podía sentir su miedo reprimido como un dolor y les indicó con un gesto que se colocaran justo a su espalda, para poder protegerlas a la menor señal de violencia por parte de los escoceses.
—Estas son mis pri-primas —sintió que debía decir algo cuando un incómodo silencio se extendió sobre el grupo.
Suspiró aliviada cuando su tío intentó rebajar la tensión del ambiente.
—El enviado del rey nos dejó creer que llegaríais a Grantley antes del pasado sabbath, milord.
—Me... entretuve en el camino.
Se entretuvo. La palabra fue pronunciada con un tono de sombría desesperación. ¿Qué fue lo que lo entretuvo? ¿Quién?
¿Una mujer, quizá? El pensamiento se insinuó en la mente de Grace mientras lo observaba, porque sabía que ya había estado casado antes. Lo sabía porque Judith había oído al enviado del rey comentárselo a su séquito, justo antes de que se hubiera referido a la falta de dinero con que los Kerr habían sido maldecidos, así como a la desesperada necesidad que tenía el laird de buscarse una mujer con medios.
Medios. Indudablemente, ella los tenía.
Con una sustancial herencia y un linaje de sangre de lo más puro, su dote alcanzaría para redimir las maltrechas fianzas de cualquier familia venida a menos.
¡Matrimonio! ¿Reclamaría aquel desconocido sus derechos conyugales aquella misma noche, delante de aquella banda de hombres? La sola idea de desnudarse ante él la hacía ruborizarse.
La vería. Lo sabría.
Entendería la verdad de que lo que solamente se había comentado en susurros y si en ese momento la consideraba poco agraciada... sacudió la cabeza. Sería duro. Sintiendo las afiladas uñas de Anne clavándose en su brazo, intentó sobreponerse.
—¿Que-querréis en-entrar dentro y reponer fuerzas?
«Mejor», pensó. «Mucho mejor». Al menos alguna palabra de las que acababa de pronunciar no había estado marcada por un tartamudeo. Alzando la cabeza, miró de frente al hombre que iba a convertirse en su marido. Bajo la luz directa del sol había entornado los ojos y las arrugas que tenía en torno a ellos eran... atractivas. No había otra manera de describirlas. ¡En general era mucho más atractivo que su hermano, que ya había sido considerado como un hombre guapo! Furiosa por aquellas descarriadas reflexiones, volvió a hablar.
—El padre O’Brian está rezando y todavía podría tardar un rato. Si que-queréis po-po-pos...
Se interrumpió cuando él le puso simplemente la mano en el brazo en un gesto solícito, como si quisiera ayudarla. ¿Ayudarla?
Confusa, miró a su alrededor. Los ojos de Judith estaban llenos de lágrimas, congestionados, y las caras de Anne y de Ginny estaban lívidas. Rezó para que sus primas no estallaran en ruidosos sollozos. No delante de aquellos hombres. No cuando la salvaguarda de Grantley dependía de un matrimonio, firmado, sellado y lacrado.
Sacrificio. Conveniencia. Palabras que habían gobernado su vida durante años y que todavía seguían haciéndolo. Estaba escrito en la sangre de los hombres y en la tinta de los reyes.
Irrevocable. Inalterable. Fijado para siempre.
Se imaginó a sí misma con una espada en la mano, batiendo a cualquier enemigo, protegiéndolas con su destreza, ganando una batalla que ningún otro podía ganar...
La ocurrencia fue tan ridícula que empezó a sonreír, para perder todo humor en el instante en que sus ojos se encontraron con la acerada mirada de Lachlan Kerr. Y tragó saliva. Aquel no era momento para los absurdos vuelos de su imaginación.
—Mi tío posee un vino del Rin muy bu-bueno.
Cuando Kerr asintió con la cabeza e hizo una seña a sus hombres, Grace soltó un suspiro de alivio. Aún no era hora de marcharse. Todavía tendría que transcurrir una hora o así antes de que se viera arrancada de su casa para ser trasplantada a Belridden, el castillo del laird, a sus buenos sesenta kilómetros al norte de allí.
Con el corazón encogido, hizo entrar a los hombres. Consciente del hecho de que el señor de Kerr era el primero en seguirla, se esforzó todo lo posible por disimular su cojera.
Mientras seguía a lady Grace, Lachlan vio que el pelo que sobresalía bajo el feo casquete era largo y rojo. No de un delicado castaño rojizo o cobrizo, sino un rojo brillante que se revelaba asimismo en sus cejas y en las pecas que manchaban sus mejillas. Y la piel de ambos brazos estaba extrañamente marcada por la sequedad.
No era la muchacha que había esperado. «O la mujer», se corrigió, ya que sabía que debía de tener unos veintiséis años. Edad que sobrepasaba largamente la habitual del matrimonio, así como la vacía y estúpida edad de despertar esperanzas. De eso, al menos, se alegraba. Frunció el ceño cuando recordó las cosas que había oído de lady Grace Stanton.
Asustadiza. Mesurada. Insípida. Una soñadora. Era precisamente por todo eso por lo que serviría. Y bien.
No era una seductora que repartiría sus favores entre otros hombres cuando él estuviera lejos de su feudo. Tampoco sería una rival para Rebecca: una vez que la afilada lengua de su amante quedara acallada, la vida en Belridden sería mucho más fácil que si hubiera llevado a casa a una beldad.
Lady Grace serviría de manera admirable a sus fines. Una esposa hogareña y con buena dote. Una mujer que no se quejaría. Una dama con los medios para administrar su castillo y las caderas para darle hijos. Con eso le bastaba, y si algo había aprendido de la vida, era precisamente a no esperar demasiado.
¡Aunque el asomo de sonrisa que había visto en su rostro antes de que le ofreciera el vino había sido ciertamente preocupante! Había visto aquella mirada antes, en los ojos de experimentadas cortesanas. Una cierta arrogancia y la seguridad asociada a la innata confianza de las mujeres hermosas.
Grace Stanton no era una mujer hermosa.
Y sin embargo tampoco era fea. No cuando el sol iluminaba el tono castaño claro de sus ojos o los profundos hoyuelos que se le dibujaban en las mejillas. No cuando sus dedos llegaron a tocar su brazo y él sintió algo más que una simple indiferencia.
Ceñudo, miró a sus primas más jóvenes. Delicadas, frágiles, temerosas.
Ella las protegía, las sostenía. Tomándolas de las temblorosas manos las hacía entrar en el castillo como habría hecho una gallina con sus polluelos, ante los escandalosos ladridos de un perro de granja.
Miró luego a sus hombres y vio que su interés estaba concentrado en la que sería su esposa, así como en el anillo que llevaba.
Lo había visto inmediatamente, en el instante en que tomó su mano.
El anillo de su hermano.
La insignia de oro lustrada por el tiempo.
Diez meses habían pasado desde que Malcolm había muerto en un accidente ocurrido en Grantley, con las explicaciones sobre su fallecimiento tan evidentemente falsas como las condolencias presentadas. Su cuerpo nunca había sido encontrado, debido a la profundidad del barranco en el que había caído, con el río que corría por su fondo y que abrevaba en el mar. Lach frunció el ceño cuando recordó las explicaciones que tanto su abuela como él habían recibido de Stephen, primogénito del conde de Carrick, con mirada mentirosa y voz temblona. ¿Una caída del caballo justo después de haberse prometido a la prima de Stephen? Mirando a la dama en cuestión, a Lach le costaba creer que hubiera inspirado una pasión semejante en su hermano, un hombre que había cortejado y abandonado a tantas bellezas de Escocia y de Inglaterra.
Coaccionada como estaba por el interés político, sin embargo, cualquier venganza quedada comprometida por la decisión incuestionable de algún entrometido rey, como era precisamente el caso.
Una mujer rica y acaudalada le sería entregada al clan Kerr en compensación por la pérdida de un pariente. Un hermano por otro, y la mitad de la dote Stanton para las vacías arcas de Belridden. De la otra mitad, un cuarto iría a Eduardo: probablemente una concesión a Lionel, duque de Clarence, por su apuesta por el trono escocés. Y el otro cuarto para David: todo un regalo caído del cielo después de la deuda de merks, la moneda de plata escocesa, que había contraído con Inglaterra en virtud del oneroso tratado de Berwick. Cuando Lachlan se opuso en un principio a la idea, el propio David se encargó de recordarle que no tenía elección. ¡O se casaba con la mujer o perdía sus tierras!
Expresada la situación en términos tan rotundos, Lachlan había preparado su equipaje y puesto rumbo al sur para recoger a la mujer. Una mujer que seguía luciendo en el dedo el anillo de compromiso de su difunto hermano: el anillo de los Kerr, de oro y rubíes. Sin preocuparse por esconderlo.
Sintió un sabor a bilis en la garganta. Con gusto habría cerrado los dedos en torno a su fino cuello para arrancarle la verdad sobre lo que le había ocurrido a su hermano.
Pero no podía. No con el destino de su gente descansando en sus traicioneras manos. No con la amenaza del próximo invierno, tan largo y tan cercano, cerniéndose sobre un centenar de niños del clan que no llegarían a la primavera en caso de que decidiera tomarse una imprudente venganza.
Detestaba la sensación de impotente furia que lo consumía. Detestaba la sonrisa de inteligencia de Grace Stanton y los ahogados sollozos del grupo de rubias muchachas. Detestaba Grantley y sus lujos. Detestaba la situación de miseria a la que se enfrentaba su pueblo, y que solo el matrimonio con una dama rica podría resolver.
Cuando la enorme puerta principal fue abierta por una miríada de sirvientes, la opulencia de aquella casa le hizo detenerse en seco. Toda la planta baja de Belridden habría podido caber en aquel único salón, que anunciaba a gritos su riqueza en cada una de las piezas de mobiliario. Se preguntó cómo reaccionaría Grace Stanton cuando viera el mísero salón de su castillo y adivinó en seguida la respuesta. Probablemente, al primer vistazo, se echaría a llorar y luego se retiraría a su cama para una semana. ¿No era así como se comportaban las mujeres ricas?
Su cama, la de ella... ¡La de los dos! Ni siquiera había tenido tiempo de pensar en los arreglos de dormir necesarios, antes de poner rumbo al sur en cumplimiento de las órdenes del rey. El irritante gusano de la duda empezó a revolverse en su interior.
¿Acostarse con ella?
Despojarla de aquel vestido que la cubría hasta el cuello y descubrir a la mujer que se escondía debajo. ¿Entrar en ella en cumplimiento de lo ordenado por el rey y engendrar un heredero? Ver llenarse su vientre con su semilla: el vientre de una mujer madura, femenina, disponible...
Incuso con el anillo de su hermano en su dedo, la idea no le resultaba repugnante. No le repelía. De hecho, aquella idea pareció transformarse en una atractiva posibilidad mientras ambos tomaban asiento a la mesa. Sensual. Impactante. Cruda.
Advirtió que alejaba su silla todo lo posible de la suya.
—S-S-Stephen llegará ma-mañana.
Su tartamudeo la hacía extrañamente vulnerable y, cuando sus miradas se encontraron, vio en sus ojos algo que lo movió a piedad: el denodado esfuerzo que estaba haciendo por evitarlo, junto con el sudor que perlaba levemente su labio superior.
—Nos habremos marchado para entonces —repuso. No tenía sentido fingir lo contrario. Estaba demasiado molesto por su propio y súbito deseo para querer facilitarle las cosas. Como le molestó también ver que la expresión suave que había vislumbrado en sus ojos se endurecía un instante antes de apartar la mirada.
Una esposa que le proporcionara un heredero sano. Eso era lo único que necesitaba de ella. Eso y su cuantiosa dote.
Que tendría en cuanto le arrancara del dedo el anillo de Malcolm.