cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Brenda Novak. Todos los derechos reservados.

UN AMOR DE SIEMPRE, Nº 55B - octubre 2013

Título original: A Family of Her Own

publicada originalmente por Silhouette® Books

publicado en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Tiffany son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3846-8

Editor responsable: Luis pugni

Imagen de cubierta: YURI ARCURS/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

A las diez de una cálida noche de jueves, Booker Robinson estaba sentado en su furgoneta, mirando la pequeña casa de alquiler en la que Katie Rogers vivía. No dejaba de decirse que era una locura estar allí. Él no era el tipo de hombre que pudiera pedir nada. Tenía por costumbre no necesitar a nadie. De niño había aprendido que mostrarse como un ser vulnerable nunca recibía recompensa.

No obstante, se había enterado de que Katie Rogers y Andy Bray estaban prácticamente comprometidos para casarse y que Katie iba a abandonar el pueblo para marcharse con él. Booker sabía que, si lo hacía, estaría cometiendo una gran equivocación. Andy no cuidaría de ella del modo en el que él lo haría. Andy no la amaría como la amaba él. Andy tan sólo se amaba a sí mismo.

Booker respiró profundamente y apagó el motor de la furgoneta. Entonces, descendió del coche y se dirigió hacia la entrada de la casa. Había esperado que Katie decidiera regresar con él. Durante unas pocas semanas, habían compartido algo apasionado y embriagador. Estaba seguro de que ella sentía lo mismo que él. Sin embargo, la familia de Katie y la mayoría de sus amigos la habían convencido de que, si aceptaba a alguien como Booker, un hombre con un pasado delictivo y sin demasiado futuro, estaría arruinando su vida. Por eso, estaba a punto de salir huyendo para casarse con otro hombre.

Tal vez terminara casándose con Andy, pero no iba a hacerlo sin saber lo que él sentía por ella. Ya tenía demasiadas cosas de las que arrepentirse...

Tardaron varios minutos en abrir la puerta. Lo hizo Wanda, la mejor amiga de Katie.

–Oh... mmm... Hola, Booker.

–¿Está en casa?

–Mira, no creo que...

Booker la interrumpió antes de que ella pudiera terminar la frase.

–La vi entrando en el garaje.

–Ah –comentó Wanda, con una avergonzada sonrisa–. No estaba segura de que hubiera llegado, pero, si la acabas de ver, seguro que está en casa. Espera un momento.

Mientras aguardaba, Booker sintió que el pulso se le aceleraba. Nunca le había abierto su corazón a ninguna mujer, por lo que no estaba seguro de por dónde debía empezar. No se había permitido amar a muchas personas.

«Eres un estúpido tan sólo por intentarlo. Eso ya lo sabes, ¿verdad? ¿Quién eres tú para decir que eres mejor que Andy? Al menos, él viene de una buena familia y tiene un título universitario. ¿Qué tienes tú que ofrecerle?», se decía.

Estuvo a punto de darse la vuelta para marcharse, pero, justo entonces, Katie apareció en el umbral de la puerta.

–¿Booker? –preguntó. Parecía sorprendida al verlo allí. No se había puesto en contacto con él desde que habían tenido aquella fuerte discusión hacía varias semanas, cuando ella le había dicho que se había terminado todo entre ellos y que quería empezar a salir con Andy.

–¿Podemos hablar?

–No lo creo –respondió ella–. En realidad, no hay nada que decir.

–Estás cometiendo un error, Katie.

–Eso no lo sabes.

Tal vez Booker no lo sabía, pero lo sentía. Dejar que Katie se casara con otro hombre era un error. Había tardado casi treinta años en enamorarse, pero el infierno en el que había vivido aquellas semanas sin Katie no le había dejado duda alguna de sus sentimientos.

–Lo que había entre nosotros era muy bueno.

–Yo... no puedo discutir sobre eso, pero... pero... –se interrumpió Katie. Entonces, se metió un mechón de su largo cabello rubio detrás de la oreja, como si estuviera nerviosa, y miró por encima del hombro–. Lo siento. Ya he tomado una decisión.

Tenía una expresión torturada en sus enormes ojos azules. Booker sabía que estaba dividida entre lo que pensaba, lo que sentía y lo que los demás le decían. Sabía que Katie tenía miedo de lo que él había sido en el pasado. Ni siquiera él mismo desearía que una hija suya se casara con un expresidiario. No podía cambiar su pasado, tan sólo su futuro...

–Katie... –susurró él. Entonces, extendió la mano y le acarició suavemente la mejilla. Aquel breve contacto le hizo desear abrazarla y ella pareció sentir algo similar. Cerró los ojos y apretó el pómulo contra la palma de la mano de Booker, como si estuviera deseando sentir sus caricias–. Aún sientes algo por mí. Lo sé. Vuelve conmigo...

Bajo la tenue luz del porche, vio que los ojos de Katie se llenaban de lágrimas.

–No –replicó ella. Entonces, apartó la mano de Booker–. No me confundas. Andy me dice que, cuando lleve unos meses lejos de aquí, todo me parecerá diferente. Nos vamos a casar, vamos a tener una familia...

–Pero tú no amas a Andy. Ni siquiera te imagino con ese imbécil.

–Es un buen hombre, Booker.

–¿Por qué? ¿Porque te ayudó a conseguir el dinero para cambiar el suelo del club Elks?

–Eso fue algo muy importante. Sin él, probablemente no habría podido crear el club de solteros.

–Sólo lo hizo para impresionarte. ¿Es que no te das cuenta?

–Booker, no quiero discutir sobre Andy. Estoy tratando de tomar la decisión acertada sobre mi futuro y también sobre el tuyo. Tengo que irme...

–Cásate conmigo, Katie –dijo él de repente, muy apasionadamente–. Sé que puedo hacerte feliz.

Katie abrió mucho los ojos. Sin que pudiera evitarlo, le cayeron dos lágrimas por las mejillas.

–Booker, no puedo. Tú no estás listo para atarte a una esposa y a una familia. Amas demasiado tu libertad. Lo supe desde el momento que empezamos a salir.

–Katie, tal vez no habríamos llegado a esto si...

–Lo siento, Booker –replicó ella, antes de que pudiera terminar la frase–. Tengo que dejarte.

Con eso, le cerró la puerta en las narices. Cuando echó el cerrojo, Booker supo que la había perdido.

I

 

Dos años más tarde...

 

Katie Rogers olió el humo que provenía del motor de su coche.

–Vamos, vamos, puedes conseguirlo –musitó, mientras apretaba con fuerza el volante del viejo Cadillac, que era, más o menos, lo más valioso que le quedaba.

Había comprado el vehículo después de vender los últimos muebles que les quedaban a Andy y a ella. Entonces, había recogido sus pocas pertenencias y se había marchado de San Francisco antes de que él pudiera regresar a casa y le suplicara para que le diera una oportunidad. Ya no podía enfrentarse a Andy Bray, y mucho menos cuando venía un niño en camino, cuando le parecía que ella era la única que estaba madurando.

El olor del humo se hizo más pronunciado. Katie arrugó la nariz y recordó, con cierta nostalgia, la hermosa furgoneta que tenía cuando vivía en Dundee. Andy y ella la habían utilizado para mudarse a San Francisco, pero, una vez allí, Andy la había convencido para que la vendieran para conseguir el dinero para un apartamento mejor.

Los faros iluminaron el cartel que daba la bienvenida a Dundee. Al ver el panel que había visto miles de veces en su juventud, lanzó un suspiro de alivio y comenzó a relajarse. Había conseguido llegar a casa sana y salva. Después de haber viajado más de mil kilómetros, tan sólo le quedaban quince para llegar a la casa de sus padres...

De repente, el Cadillac lanzó un sonoro bufido. Las luces del salpicadero se apagaron. Katie pisó frenéticamente el acelerador, con la esperanza de avanzar un poco más, pero no le sirvió de nada. El coche se detuvo en medio de una nube de humo.

–¡No! –gritó Katie. Regresar a Dundee en su situación era ya bastante patético. No quería que alguien la viera tirada en la carretera.

Consiguió llevar el coche al arcén. Los neumáticos crujieron sobre la nieve. Entonces, permaneció allí sentada, escuchando cómo el motor lanzaba su último suspiro y observando cómo el humo salía por debajo del capó. ¿Qué iba a hacer? No podía ir andando a la casa de sus padres. El médico no quería que permaneciera mucho tiempo de pie. Tan sólo dos semanas antes había experimentado contracciones prematuras y él le había dicho que se tenía que tomar las cosas con calma.

Sin embargo, permanecer sentada en un coche que no podía llevarla a ninguna parte no le iba a servir de nada. Cabía incluso la posibilidad de que el motor comenzara a arder y explotara.

Sacó el equipaje que llevaba en el asiento trasero y lo arrastró hasta llevarlo a una distancia segura. Entonces, se sentó sobre la maleta más grande y, mientras observaba cómo pasaban varios coches, se echó a temblar. No tenía el valor suficiente para ponerse de pie y atraer la atención de los conductores. Había tocado fondo. La vida no podía empeorar aún más. En aquel momento, comenzó a llover.

 

 

Booker T. Robinson encendió los limpiaparabrisas. Iba camino de Dundee. Era una fría noche de lunes, por lo que le parecía que aquella lluvia podría convertirse en nieve antes de que amaneciera. En febrero solía nevar con frecuencia en Dundee, pero a Booker no le importaba. Se sentía muy a gusto viviendo en la granja que había heredado de la abuela Hatfield. Además, el mal tiempo era muy bueno para su negocio.

Se metió un palillo en la boca, una costumbre que había desarrollado cuando dejó de fumar hacía un año, y calculó cuánto tiempo le quedaba para terminar de pagar a Lionel Richman.

Decidió que unos seis meses. Entonces, sería el dueño del negocio de reparación de automóviles Lionel e Hijos. Podría comprar el solar de al lado y expandirse. Tal vez incluso le daría su nombre al negocio. Había mantenido el de «Lionel e Hijos» porque se había llamado así durante cincuenta años y a la gente de Dundee no le gustaban los cambios, igual que tampoco les había gustado que él fuera a vivir al pueblo. Sin embargo, desde que se había hecho cargo del negocio había desarrollado una buena reputación por sus conocimientos de mecánica y...

La imagen de un viejo coche aparcado sobre el arcén de la carretera despertó su curiosidad. Frenó. Él poseía la única grúa del pueblo, pero no había recibido ninguna llamada solicitando ayuda. Todavía.

¿Dónde estaba el conductor? No se veía a nadie ni dentro ni en los alrededores del vehículo. Seguramente el dueño de aquel Cadillac habría hecho autoestop o se había marchado andando al pueblo para buscar ayuda. No obstante, el humo que salía del capó parecía indicar que el coche no llevaba allí demasiado tiempo...

Masticó durante un instante el palillo. Entonces, se colocó detrás del coche y dejó las luces encendidas para poder ver. Se bajó de su vehículo y, en aquel momento, se dio cuenta de que no estaba tan solo como había creído. Alguien, por lo que parecía una mujer, estaba observándolo desde el otro lado del coche. Llevaba puesta una enorme sudadera de hombre, con una capucha que la protegía de la lluvia, un par de pantalones vaqueros muy raídos y... ¿sandalias? ¿En febrero? Entonces se dio cuenta de que el coche tenía matrícula de California y lo comprendió todo.

Se quitó la cazadora de cuero y se detuvo a unos pocos metros de ella. No quería asustarla. Sólo quería ayudarla a arrancar el coche para poder marcharse a tomar una copa con Rebecca y Josh en el Honky Tonk.

–¿Tiene problemas? –le preguntó.

–No –replicó ella. Entonces, se cubrió un poco más con la capucha–. Todo va bien.

–Pues a mí me parece que ese motor no huele demasiado bien –dijo. Entonces, se percató de que la mujer tenía unas maletas a su lado.

–Sólo estaba dejando que el motor se enfriara un poco.

Aquella vez, al escuchar la voz de la mujer, Booker creyó reconocerla. Recordó que el coche tenía matrícula de California. Él no conocía a nadie en California a excepción de... Dios santo... No podía ser...

–¿Katie? –le preguntó, tratando de verle el rostro a pesar de la capucha.

–Sí, soy yo –respondió ella, muy apesadumbrada–. Ahora puedes reírte de mí.

Booker no respondió inmediatamente. En realidad, no sabía qué decir ni cómo sentirse. Sin embargo, reírse de Katie no era lo que quería hacer en aquellos instantes. Principalmente, lo que más quería era marcharse para no tener que volver a verla, pero no podía abandonarla.

–¿Quieres que te lleve a alguna parte?

Katie dudó durante un instante. Entonces, levantó la barbilla.

–No, no hace falta. A mi padre se le dan muy bien los coches. Él me ayudará.

–¿Sabe que estás aquí?

–Sí –respondió ella, tras otro momento de duda–. Me está esperando. Se imaginará lo que ha pasado cuando no me presente.

Booker volvió a meterse el palillo en la boca. Una parte de él sospechaba que Katie estaba mintiendo. Otra, la más fuerte, sintió un inmediato alivio por el hecho de que ella fuera el problema de otras personas.

–En ese caso me marcharé. Dile a tu padre que puede llamarme si tiene alguna pregunta.

Con eso, regresó rápidamente a su furgoneta, pero ella lo siguió antes de que pudiera escapar. Con un suspiro, bajó la ventanilla.

–¿Quieres algo más?

–En realidad, he llegado un poco antes de lo que había planeado y... bueno –añadió, temblando–, es posible que mis padres no me echen de menos durante un tiempo. Creo que es mejor que acepte tu oferta, si no te importa.

Katie le había dicho que todo iba bien cuando se acercó a ella. ¿Por qué no había podido tomarle la palabra y marcharse? El dolor y el resentimiento que había sentido hacía dos años, cuando ella le dio con la puerta en las narices, amenazó con volver a consumirlo. Sin embargo, sabía que tenía que ayudarla. No le quedaba más remedio.

–¿Por qué llevas esas sandalias? –le preguntó.

–Me las compré en San Francisco. Son únicas y están diseñadas especialmente para mí –respondió ella mientras se miraba los pies empapados–. El día en que Andy y yo compramos estas sandalias fue el mejor de los últimos dos años. El único día que salió tal y como yo había deseado.

Aquellas sandalias eran un símbolo de sus ilusiones perdidas. Gracias a ella, Booker también había perdido muchas ilusiones, aunque nunca había tenido demasiadas. Sus padres se habían ocupado de ello hacía mucho tiempo.

–Sube –le dijo–. Voy por tu equipaje.

 

 

Katie permaneció sentada, sin hablar, escuchando el zumbido de la calefacción y el rítmico movimiento de los limpiaparabrisas sobre el cristal. De todas las personas de Dundee, él era la última a la que había deseado ver. Sin embargo, había sido el primero con el que se había encontrado.

Con las manos en el regazo, observó tristemente los familiares edificios frente a los que estaban pasando. El Honky Tonk, donde solía ir los fines de semana. La biblioteca, en la que trabajaba su amiga Delaney, que ya estaba casada con Conner Armstrong. La tienda de ultramarinos de Finlay...

–¿Tienes frío? –le preguntó Booker.

–No –respondió ella, aunque aún no había entrado del todo en calor–. Bueno –añadió, esperando aliviar la tensión que había entre ellos–, ¿cómo ha ido todo desde que yo me marché?

Vio la cicatriz que le recorría el rostro desde el ojo a la barbilla, recuerdo de una pelea con navajas según le había dicho él, y el tatuaje que llevaba en el bíceps derecho. Se le movía cada vez que tensaba los músculos.

–¿Booker? –insistió, al ver que él no respondía.

–No finjas que somos amigos, Katie –le espetó él.

–¿Por qué?

–Porque no lo somos.

–Oh...

Katie sabía que Booker siempre había tenido pocos amigos. Consideraba a todos, menos a Rebecca Wells, Rebecca Hill desde que se había casado con Josh, con cierta desconfianza. Considerando todo lo ocurrido entre ellos, Katie sabía que no debía sentirse sorprendida. Mientras estuvieron juntos, nunca estuvo completamente segura de que él sintiera algo por ella. La paseaba en su Harley y hacía que se divirtiera mucho, pero siempre se mostraba distante. Katie, por su parte, siempre había estado segura de que su relación no iba a durar. Entonces, él se había presentado en su casa y le había pedido que se casara con él. La única explicación que Katie podía encontrar para aquella reacción era que la abuela de Booker, Hatty, acababa de morir. Los dos siempre habían estado muy unidos, por lo que Katie sospechaba que la repentina proposición de matrimonio de Booker tenía algo que ver con su pérdida. Años después, resultaba evidente que él seguía molesto por el hecho de que ella lo hubiera rechazado en un momento tan difícil.

–¿Giro a la izquierda en 500 Sur? –le preguntó él, después de algunos minutos.

–¿Cómo dices? –replicó ella. Estaba distraída observando la lluvia a través de la ventanilla.

–Tus padres siguen viviendo en el mismo lugar, ¿verdad?

Según las últimas noticias que tenía, así era, pero no lo sabía. No había hablado con ellos desde hacía dos navidades, cuando ellos le habían dicho que no volviera a llamar.

–Llevan en Lassiter cerca de treinta años –comentó ella, con tanta confianza como pudo reunir–. Conociéndolos, estarán allí otros treinta.

–Me parece que oí que tu padre decía, no hace mucho tiempo, que iba a construir una cabaña a las afueras del pueblo. ¿Han cambiado de opinión?

La aprensión se apoderó de Katie. Sus padres aún tenían el mismo número de teléfono. Había escuchado la voz de su madre cuando lo había marcado desde una cabina el día anterior. Había querido decirles a sus padres que iba camino de casa, pero le había faltado valor en el último momento.

–Sí, mintió–. Les gusta vivir cerca de su panadería. Esa panadería es su vida.

El Arctic Flyer apareció a su derecha, evocando unos dulces recuerdos. Katie había trabajado allí durante el instituto, porque quería probar algo diferente a la panadería de sus padres. Rompió la máquina de helados el primer día.

Miró a Booker. Los recuerdos que tenía de él no iban tan atrás. Había escuchado las historias que se contaban sobre él cuando visitó el pueblo durante varios meses cuando tenía unos quince años. Había creado suficientes problemas como para que todos los habitantes de Dundee lo consideraran un muchacho problemático. Él mismo había mencionado algunas cosas sobre aquella visita, como que robó la furgoneta de Eugene Humphries para hacerla trizas unas horas más tarde. Entonces, Katie sólo tenía nueve años. No había conocido a Booker hasta años más tarde, cuando él se había ido a vivir con Hatty.

–¿No sientes curiosidad por saber que he regresado? –le preguntó, tratando de entablar conversación.

–Eso es más que evidente –replicó él, tras mirar las dos maletas de Katie.

–En realidad, probablemente no es lo que estás pensando. San Francisco era fabuloso, en su mayor parte. Lo que ocurre es que, en el fondo, sigo siendo una chica de campo, ¿sabes? Decidí que San Francisco es un lugar estupendo para ir de visita, pero no para vivir allí.

–¿Dónde está Andy?

–Él... él está muy ocupado y no ha podido venir.

–¿Ocupado? –replicó Booker.

–Sí, bueno... es que lo atropelló un tranvía –contestó ella, con una sonrisa para que él supiera que estaba bromeando.

Había esperado que él sonriera también, pero Booker permaneció muy serio. Lentamente, se colocó el palillo en el otro lado de la boca.

–Lo que quieres decir es que la vida en San Francisco no era el paraíso que te habías imaginado.

–Bueno, todos cometemos errores –musitó ella, justo cuando él aparcaba frente a la casa de sus padres.

Los dos se bajaron. Booker sacó con facilidad las maletas del asiento y las llevó hasta la puerta. Entonces, apretó el timbre. A continuación, se dio la vuelta y la dejó sola, sin siquiera despedirse de ella.

–¿Acaso no has hecho tú nunca nada de lo que te arrepientas? –le preguntó ella, antes de que se marchara. No tuvo tiempo de obtener una respuesta. La puerta se abrió casi inmediatamente. Por primera vez en dos años, volvió a ver el rostro de su madre–. Hola, mamá –añadió, esperando que Tami Rogers se mostrara más compasiva que Booker.

La expresión del rostro de su madre no resultó muy prometedora. Cuando vio a Booker, los rasgos de su cara se tensaron aún más.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Yo –susurró, rezando para que Booker no pudiera escucharlas. El dolor se apoderó de ella. No podía recordar ni una sola palabra de la disculpa que había preparado durante el viaje. Sólo deseaba que su madre la abrazara–. Yo... yo necesitaba regresar a casa, mamá. Sólo durante un tiempo...

–Ah, ahora quieres venir a casa –replicó su madre.

–Sé que estás enfadada...

–Andy llamó. Te está buscando –la interrumpió Tami.

–¿Sí?

–Nos dijo que no os habíais casado –dijo la madre. Entonces, se cruzó de brazos y se apoyó contra el umbral de la puerta–. ¿Es eso cierto?

–Sí, pero sólo porque...

–También dijo que estabas embarazada de cinco meses.

Instintivamente, Katie se cubrió el vientre con la mano. Aún no había engordado demasiado, por lo que no se notaba que estaba embarazada, sobre todo con la enorme sudadera de Andy.

–No... no fue algo que yo planeara, pero, cuando ocurrió, pensé que tal vez Andy...

–No quiero escuchar nada más. Ésta no es la educación que yo te di, Katie Lynne Rogers. Eras una buena chica, la mejor...

–Sigo siendo la misma persona, mamá –afirmó ella.

–No, tú ya no eres la muchacha que yo conocí.

Katie no supo qué decir, por lo que decidió cambiar de tema.

–Andy no tenía derecho alguno a decirte nada. Fue él quien...

–Es un mentiroso, tal y como te dijimos. Tratamos de que lo comprendieras, pero tú no nos escuchaste. Ahora que te has forjado tu vida, lo mejor que puedes hacer es vivirla –concluyó su madre. Entonces cerró la puerta con decisión.

Katie parpadeó. Se sentía vacía, incrédula. Se había aferrado al pensamiento del hogar de su niñez durante cientos y cientos de kilómetros. No tenía ningún otro sitio al que ir. Se había gastado casi todo el dinero que tenía para llegar a Dundee. Sólo tenía veinte dólares en el bolsillo. Ese dinero no le bastaría para poder alquilar una habitación. Ni siquiera podía ir al motel que había a las afueras del pueblo sin poner en peligro la vida de su hijo.

De repente, notó que Booker no se había marchado. Aquello significaba que, seguramente, lo había escuchado todo. Mientras se daba la vuelta se apoderó de ella una vergüenza tan poderosa que casi resultaba dolorosa. Efectivamente, él estaba en la acera, apoyado contra su furgoneta, sin importarle que la lluvia lo estuviera empapando. La miraba fijamente, con sus brillantes ojos negros.

El hecho de que él se enterara del embarazo de aquella manera, que viera a lo que Andy la había reducido... Todo resultaba demasiado humillante. Había roto su relación con Booker porque había deseado más de lo que él podía darle y allí estaba ella...

Se le formó un nudo en la garganta y los ojos comenzaron a escocerle. Sin embargo, aún le quedaba un poco de orgullo. Se inclinó y tomó la maleta más pequeña. Dejó la grande, porque era demasiado pesada para transportarla con dignidad. Entonces, se cuadró de hombros y comenzó a andar calle abajo. No sabía adónde iba, pero, en aquellos momentos, cualquier lugar era mejor que el lugar en el que se encontraba.

II

 

Booker no podía creer lo que acababa de escuchar. La suerte no sólo había abandonado a Katie, sino que también estaba embarazada. El muy canalla de Andy Bray, que había llegado al pueblo fanfarroneando sobre todo lo que era y todo lo que iba a ser cuando no era nada en absoluto, la había dejado embarazada y la había abandonado para que saliera adelante ella sola.

Deseaba hacer pagar a Andy por lo que había hecho. Entonces, se recordó que no representaba ningún papel en la vida de Katie. Tal vez la había amado en el pasado, pero ella había elegido a otro hombre. Alguien que parecía mucho más respetable que él, con ropas elegantes, una buena familia y un título universitario. Alguien que lo había anulado a él por completo. Tal vez debería marcharse al Honky Tonk y olvidarse de que la había visto.

Decidió que iba a hacer eso precisamente. Se montó en su furgoneta, pero aquella enorme maleta que se había quedado en el porche lo turbaba. Seguramente Tami Rogers cambiaría de idea y acogería a su hija. En cualquier momento, se abriría la puerta y algún miembro de la familia iría tras ella. Booker esperó, pero la puerta no se abrió. Los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos rugían en la distancia. Cuando el viento arreció, Tami se asomó furtivamente por la ventana. Booker sintió un rayo de esperanza, pero, cuando la mujer vio que él seguía allí, corrió de nuevo las cortinas.

–No es mi problema –murmuró por fin.

Pisó el acelerador, pero ni siquiera consiguió recorrer una manzana. Entonces, recordó las palabras con las que Katie se había despedido de él. «¿Acaso no has hecho tú nunca nada de lo que te arrepientas?».

Había hecho muchas cosas de las que se arrepentía. De niño había sido tan rebelde que lo habían echado de más colegios de los que podía recordar. Había mandado a un tipo al hospital simplemente porque lo había mirado mal. Se había pasado dos años en la cárcel por robar un coche que ni siquiera quería. Cuando reflexionaba sobre todo lo que había hecho y sentido antes de cumplir los veinticinco años, sabía que era un milagro que hubiera llegado a los treinta. Si no hubiera sido por su abuela, tal vez nunca hubiera conseguido darle un giro a su vida.

Por el retrovisor, vio que Katie doblaba la esquina. Con aquellas ropas tan mojadas debía de estar helada. Además, estaba embarazada.

Frenó bruscamente y dio la vuelta. Se detuvo delante de la casa de los Rogers. Entonces, recogió la maleta de Katie y fue rápidamente tras ella.

 

 

Katie oyó que la furgoneta de Booker se le acercaba por detrás. No había conseguido contener las lágrimas, pero, con la lluvia, dudaba que él se diera cuenta.

Él se colocó a su altura y aminoró la marcha. Entonces, abrió la puerta del copiloto.

–¡Entra!

–Vete –replicó ella, sin mirarlo. No quería que Booker viera su dolor.

–Te alojaré en mi casa durante unas cuantas noches hasta que puedas solucionar la situación con tus padres. Entra antes de que enfermes de neumonía.

–Estoy bien –insistió ella, a pesar de que no era así. Se sentía triste, enfadada, avergonzada...

–¿Adónde piensas ir? Son más de las once.

Katie no respondió porque no lo sabía. Tenía amigos en el pueblo, personas con las que había ido al colegio y con las que había trabajado. Estaba segura de que alguien la dejaría quedarse en su casa durante una noche o dos. Sin embargo, pedirles aquel favor no le resultaría nada fácil cuando no había mantenido el contacto con nadie desde que se marchó, a excepción de su mejor amiga Wanda, que se había casado y se había mudado a Wyoming.

–Va a empezar a nevar muy pronto –añadió Booker.

–Ya lo sé.

–Te estropearás las sandalias.

–Ya se me han estropeado... –susurró. Todo se le había estropeado hacía mucho tiempo. Las sandalias eran lo último.

Booker aceleró el motor. La furgoneta tomó más velocidad y se detuvo justo delante de Katie. Entonces, él descendió y se acercó a ella.

–Dame la maleta.

Katie protegió la maleta con su propio cuerpo, pero él le agarró la mano y se la quitó. Se quedaron durante unos segundos uno frente al otro, bajo aquella lluvia torrencial. Mientras Katie lo miraba, sintió de repente tantos deseos de ver una de las escasas sonrisas de Booker que habría llorado sólo por eso.

–Lo siento –dijo ella, suavemente.

La dureza que había reflejada en el rostro de Booker desapareció.

–Todos hemos hecho cosas de las que nos arrepentimos –dijo. Entonces, cargó la maleta en la furgoneta.

 

 

La vieja granja Hatfield no había cambiado demasiado. Mientras Booker iba a buscar una toalla, Katie lo esperó en una salita y recordó a la mujer que había vivido allí. Aunque de apariencia frágil, era la mujer más obstinada que Katie había conocido nunca. Hatty había fallecido justo antes de que la joven se marchara. Katie había tenido tantos deseos de irse que no había pensado demasiado en la muerte de la anciana. Sin embargo, sabía que el fallecimiento de Hatty había afectado mucho a Booker.

–Toma –dijo él mientras le ofrecía una toalla y unos pantalones y una camiseta secos. Se había quitado la camisa para ponerse una camiseta que se tensaba sobre su amplio tórax y que mostraba la parte inferior de los tatuajes que tenía en los brazos.

–Yo tengo ropa –comentó Katie, al darse cuenta de que aquellas prendas eran de él.

–No quería rebuscar en tu maleta. Ya me las devolverás por la mañana.

Dejó que se secara mientras él iba a la cocina. Katie oía cómo abría armario y cajones mientras ella se cambiaba. Tenía aún mucho frío y sabía que tardaría un poco en calentarse, pero se alegraba de estar a cubierto.

Entró en la cocina con el cabello recogido con la toalla. La ropa de Booker le estaba muy amplia. Trató de no prestar atención al aroma que impregnaba las prendas, el aroma de Booker, y todas las agradables asociaciones que podía hacer al respecto.

–¿Tienes hambre? –le preguntó él.

–En realidad no –respondió. No quería molestarlo más de lo necesario.

–A mí me parece que no te vendría mal ganar unos kilos.

–Estoy segura de que engordaré bastante en los próximos meses.

–¿Te parece bien huevos y tostadas?

Como en realidad deseaba algo de comer, Katie asintió. No había comido demasiado para dejar todo el dinero para gasolina.

–Te agradezco mucho que me ayudes –dijo ella–. Por cierto, la casa está en muy buenas condiciones.

–Mi abuela la tenía muy bien antes de morir.

–Estoy seguro de que la echas mucho de menos.

Booker rebuscó en un cajón para sacar una espátula.

–¿Qué es lo que hace Andy ahora? –preguntó Booker, cambiando así de tema.

–No lo sé.

–¿Cuánto tiempo hace que lo dejaste? –quiso saber él mirándola como si fuera a atravesarla con los ojos.

–Hace tres días.

–¿Y ya no sabes qué es lo que hace?

–Mira, no quiero hablar de Andy.

Booker se dirigió al frigorífico.

–¿Un huevo o dos?

–Dos.

–¿Cuándo comiste por última vez? –comentó él, tras colocar el cartón de huevos sobre la encimera, al lado de la cocina.

–Hoy.

–¿Hoy?

–Sí, bueno, ya sabes... Hace un rato –respondió ella tratando de evitar darle una contestación concreta–. Huele muy bien.

Booker había echado los huevos en la sartén. Katie escuchó cómo chisporroteaban y, poco a poco, comenzó a entrar en calor.

–¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo desde que yo me marché? –preguntó la joven.

–Trabajando.

–¿En qué?

–Es el dueño del taller de reparación de coches «Lionel e Hijos» –dijo una tercera voz.

Katie se dio la vuelta y vio a Delbert Dibbs apoyado contra el umbral de la puerta y frotándose los ojos. Un rottweiler del tamaño de un pony iba pisándole los talones. Delbert iba vestido con un pijama.

–Has regresado –añadió, al reconocerla inmediatamente–. Me alegro mucho, Katie. Te he echado de menos. Te echaba de menos para que me cortaras el pelo.

Katie ni siquiera tuvo tiempo de levantarse. Delbert se acercó a ella rápidamente y la abrazó con fuerza. Nunca habían sido amigos, pero ella le había cortado el cabello de vez en cuando mientras trabajaba en la peluquería. Además, habían ido juntos al colegio hasta que, en el segundo curso, se hizo evidente que Delbert no se estaba desarrollando con normalidad y empezó a asistir a un colegio especial.

–¿Qué estás tú haciendo aquí? –le preguntó Katie, cuando Delbert la soltó por fin.

–Ahora vivo aquí. Vivo con Bruiser y Booker.

Evidentemente, Bruiser era el rottweiler que olisqueaba con tanta curiosidad a Katie. Sin embargo, ella no lograba comprender el vínculo que unía a Booker y a Delbert.

¿Cómo habían terminado viviendo juntos una pareja tan dispar?

–¿Desde cuándo?

Delbert se sentó con una expresión triste en el rostro.

–Mi padre murió. ¿Lo sabías, Katie? Un día regresé a casa y él sólo me miraba muy fijamente. No me decía nada.

–Es horrible –dijo ella–. Lo siento mucho. No lo sabía.

La tristeza de Delbert desapareció tan rápidamente como había llegado.

–¿Quieres que te enseñe lo que he hecho?

–Mmm... bueno.

Delbert se levantó rápidamente y salió corriendo de la cocina. Katie interrogó a Booker con la mirada.

–¿Delbert vive aquí contigo? –le preguntó–. ¿Cómo es eso?

–Lo conocí en la tienda cuando me hice cargo.

–¿Y?

–Ya lo has oído. Su padre ha muerto.

–¿Y por eso lo has acogido en tu casa?

–Trabaja para mí. En realidad, he podido enseñarle bastantes cosas sobre los coches.

Enseñarle un oficio a Delbert tenía que ser un proceso lento y frustrante. Que Booker tuviera la paciencia suficiente para hacerlo y se hubiera tomado las molestias cuando nadie más se había preocupado de hacerlo, impresionó mucho a Katie.

–Debe de haber algo más.

–En realidad no. Delbert sólo tenía a su padre. Cuando él murió, ya no había nadie que pudiera cuidar de él.

–Es muy amable por tu parte –comentó ella. De algún modo, Booker nunca dejaba de impresionarla–. ¿Qué le habría ocurrido si no hubieras intervenido tú?