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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Sophia James

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A medianoche, n.º 581 - agosto 2015

Título original: Mistress at Midnight

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6782-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Nota de la autora

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Nota de la autora

 

 

Tres muchachos sin hogar y sin padres son enviados a Eton, donde forjan un lazo indestructible de amistad.

En ese momento poderosos lores, necesitan casarse, pero las complejas y misteriosas mujeres que eligen harán que el camino de la felicidad no sea fácil.

La historia de Lucas Clairmont apareció en Mágico encuentro, Stephen Hawkhurst es el protagonista de A medianoche y la historia de Nathaniel Lindsay será la siguiente en aparecer.

 

Uno

 

 

Junio de 1855, Inglaterra

 

Stephen Hawkhurst, lord de Atherton, sintió el viento que se levantaba del fondo de la Taylor’s Gap, con su sabor salado. Frunció el ceño mientras inspiraba profundamente. Una barandilla de tacto suave era lo único que lo separaba del otro mundo.

Terminar era muy fácil. Dejarse caer sin más y sumergirse en el olvido. Empujó la barandilla y sintió que cedía. Unas pocas piedras, desprendidas por el movimiento, rodaron pendiente abajo para desaparecer en el vacío.

—Si saltáis, necesitaréis aterrizar exactamente entre aquella roca de allá y el acantilado —dijo una voz, con una pequeña mano enguantada señalando hacia abajo—. Si os desviáis hacia la izquierda, iréis a dar contra aquellos arbustos, y una caída así podría dejaros simplemente lisiado. La derecha sería una mejor opción si os respetaran las rocas antes de caer al agua. Sin embargo, si fuerais un buen nadador… —se interrumpió.

Tensándose, Hawk se volvió y descubrió a una mujer cerca de él, con un velo negro escondiendo cada rasgo de su rostro. Llevaba ropas gruesas y prácticas. ¿Una dama dedicada al comercio, quizá? ¿O la hija de un mercader? ¡Cómo podía tener tan mala suerte! Estaba lejos de cualquier parte y de repente tenía a la voz de la razón demasiado cerca.

—Puedo estar sencillamente admirando la vista —la irritación de sus palabras resultaba impropia y él era un hombre que rara vez se mostraba grosero con las mujeres. Pero aquella estaba lejos de sentirse acobardada.

—Si ese fuera el caso, señor, estaríais mirando hacia el horizonte. El sol se está poniendo y esa sería la vista que debería atraer vuestra mirada.

—Entonces quizá esté cansado…

—La fatiga se muestra en un andar cansino y una sesión de fuerte ejercicio físico os habría dejado las botas llenas de polvo.

Bajó la cabeza para mirarse las botas. Stephen pudo imaginar su satisfacción cuando vio sus negras y brillantes botas hesianas. Deseó que se volviera y se marchara de una vez, pero la dama se quedó donde estaba, tranquila y en silencio.

Echando un vistazo a los caminos de alrededor, se dio cuenta de que estaba sola. No era habitual en una dama andar sin carabina.

Se preguntó cómo habría llegado hasta allí y a dónde se dirigiría.

Tenía un agujero en el pulgar del guante derecho, con la uña asomando, sin pulir y mordida. El sombrero que llevaba escondía completamente su cabello, aunque un rizo de un color rojo fuego había escapado del mismo y se derramaba sobre la oscura ropa como un reguero de rubíes en un filón de carbón. Bajo las notas de un perfume más denso, detectó una ligera fragancia a violetas.

—De niña venía aquí mucho con mi madre. Ella se quedaba donde estoy yo ahora y me hablaba de lo que había al otro lado del mar y en todas las direcciones que yo le señalaba.

Esto lo dijo de repente tras unos largos minutos de silencio. A Stephen le gustó que no sintiera la necesidad de llenarlo con cháchara.

—Francia está allí, y Dinamarca allá. Unos cuantos miles de millas al Nordeste, un barco se encontraría con la rocosa costa de Noruega.

Tenía un ligero acento, aunque su cadencia tenía un timbre que Hawk no reconocía. El pensamiento le hizo gracia, porque él era un maestro de discernir lo que la gente deseaba o no transmitir. Al fin y al cabo, había edificado su vida a partir de aquel rasgo.

—¿Dónde está vuestra madre ahora?

—Oh, abandonó Inglaterra hace muchos años. Era francesa. Y mi padre no deseaba entorpecer sus viajes.

Su interés se vio firmemente cautivado mientras retrocedía un paso.

—¿Él no la acompañó, entonces?

—Mi padre adoraba la literatura. Su afición a los viajes era tan pequeña como grande la de mi madre. Una habitación llena de libros era lo único que necesitaba para colmar sus deseos de aventura. Los viajes de ella le habrían incomodado.

—¿La aventurera y el académico? Una interesante combinación. ¿A qué progenitor apreciabais más? —la pregunta surgió de manera inopinada, porque Stephen no había tenido intención de formularla, pero aquella mujer tenía un encanto que era… inesperado. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había sentido tan vivo como en aquellos momentos, en su compañía.

Ella alzó una mano para ceñirse mejor el velo. A la luz oblicua del atardecer, Stephen alcanzó a advertir una nariz finamente cincelada.

—A ninguno. La voluntad para hacer exactamente lo que se quiere exige una cierta cantidad de tiempo libre, un lujo que yo no puedo permitirme.

—¿Porque pasáis los días ordenando la inmensa biblioteca de vuestro padre? —preguntó él, y se descubrió sonriendo.

—Todo el mundo tiene una historia, señor, aunque vuestras suposiciones son tan inciertas como cualquier historia que yo pudiera inventarme sobre vos.

Retrocediendo otro paso, rozó el arbusto que se hallaba a su espalda.

—¿Que diríais vos sobre mí?

—Que sois un hombre acostumbrado a dirigir hombres, aunque pocos son los que os conocen.

Tenía toda la razón. Rara vez se revelaba ante nadie como lo que era realmente.

Pero ella no había terminado. Tomándole una mano, le volvió la palma y delineó sus arrugas con el dedo índice. Stephen sintió el impulso de retirarla, de rechazar las cosas que ella podría o no podría ver en su mano.

—Tenéis una alta voz de falsetto en el canto, rara vez bebéis licores fuertes y nunca apostáis a las carreras de Año Nuevo en Newmarket.

Su voz tenía una nota de humor, con lo que Stephen respiró aliviado.

—Justamente. Deberíais poner un tenderete de adivinadora en Leadenhall.

—Es un don que tengo, señor —repuso, y ladeó la cabeza mientras lo estudiaba como una naturalista que examinara un insecto antes de traspasarlo con una aguja.

Había algo en su inmovilidad que resultaba inquietante y él se esforzó todo lo posible por discernir el resto de sus rasgos.

—¿Tenéis un nombre? —de repente quiso saber quién era y de dónde procedía. Las casualidades rara vez eran lo que parecían.

Su trabajo le había enseñado eso, al menos.

—Aurelia, milord —le dijo, pronunciando la última palabra con un tono que él conocía demasiado bien. No le dio su apellido.

—¿Sabéis quién soy, entonces?

—He sabido de vos por gentes muy diferentes.

—Ya, y los rumores de desconocidos siempre son de confiar.

—En mi experiencia, hasta los chismes más fantasiosos contienen una dosis de verdad. Se dice que habéis pasado mucho tiempo lejos de Inglaterra y de su sociedad.

—Tiendo a aburrirme fácilmente.

—Oh, lo dudo mucho.

—Y a la decepción también, con la misma facilidad.

—Una explicación que podría explicar vuestra presencia aquí, en Taylor’s Gap.

Stephen respiró profundamente. La posibilidad de chantaje acechaba de pronto.

Ella se volvió entonces para mirarlo directamente y se alzó el velo. Lo primero que registró fueron las pecas que salpicaban una bella nariz. Luego vio que un ojo era azul y el otro castaño oscuro. ¡Un ángel desigual!

—Fue un accidente. Una hemorragia. De niña, me caí del caballo y me golpeé con fuerza en la cabeza —el tono de la explicación parecía sugerir que la había dado muchas veces.

Tenía un cutis tan pálido que se le transparentaban las venas de las sienes. Se discernían apenas, como el dibujo de las alas de una mariposa. Quiso inclinarse para tocar algo tan delicado, pero no lo hizo porque algo en su mirada lo detuvo. Conocía aquella familiar mirada de súplica: sus numerosas propiedades contenían la promesa de una esplendidez que resultaba demasiado tentadora. Incluso para ella.

La decepción que eso le produjo se le clavó en el pecho antes de que ella empezara a hablar.

—Quisiera pediros un favor, lord Hawkhurst.

Ya estaba. Ya lo había dicho, y en las actuales circunstancias él tendría que mostrarse generoso. No todo el mundo podía ver en él tan claramente sus demonios internos.

—Por supuesto.

—Tengo una hermana, Leonora Beauchamp, tan joven como hermosa, a la que deseo casar con un hombre que la cuide bien.

Conforme escuchaba sus palabras, surgió la furia.

—Yo no estoy en el mercado matrimonial, madame.

—No se trata de una petición de matrimonio —le temblaba la voz cuando continuó hablando—. Simplemente quiero que la invitéis al baile que sé que celebraréis la semana que viene en vuestra casa de la ciudad. Yo la acompañaría. Con un baile o dos, serviría. Después de eso, os prometo que nunca más volveré a importunaros.

La furia que sentía remitió ligeramente.

—¿A qué casa debo enviar las invitaciones?

—Braeburn House, en Upper Brook Street. Cualquier recadero conocerá la dirección.

—¿Qué edad tiene vuestra hermana?

—Dieciocho.

—¿Y vos?

Ella no respondió y Stephen sintió que se le apretaba el corazón mientras la miraba.

—¿Así que vos sois Aurelia Beauchamp?

La forma en que negó con la cabeza lo sorprendió.

—No, ese es el apellido de Leonora, pero si os dignarais recibir a mi hermana en vuestra casa y superar cualquier… recelo, yo os estaría enormemente agradecida —quitándose un guante, rebuscó en un bolsillo y sacó una cadena con un único diamante engastado en oro blanco—. No os pediría que hicieses esto por nada, pero si aceptáis el trato, esperaría que os atuvierais a él, sin excusas. ¿Podréis prometerme eso?

El interés empezó a ganar terreno a la furia. El rubor que veía extenderse por su rostro era el más atractivo que había visto nunca en mujer alguna. ¡Era tan bella! Bajo el tejido calado del guante que conservaba distinguió un anillo.

¿Estaría casada? Si ella hubiera sido su esposa, no la habría dejado vagar por ahí tan desprotegida.

Se sonrió ante tales pensamientos. ¿Desprotegida? Dios, ¿finalmente estaba empezando a desarrollar un mínimo sentido del bien y del mal? ¿Un sentido de la justicia? Treinta y un años había vivido, a cuál más duro. Cerró los puños mientras respiraba profundamente. Las almas de aquellos a los que había enviado al otro mundo parecían reclamarlo.

Por la reina, por el país o por las dudosas necesidades de los hombres que habían dirigido durante décadas, erróneamente, su política exterior. Inglaterra no le había dado las gracias y él tampoco había querido que lo hiciera. Pero a veces, en un tranquilo rincón del mundo como aquel, y en compañía de una mujer tan bella como enigmática, le entraban deseos de… otra cosa.

No podía nombrarla. Estaba demasiado apartada de los caminos que había seguido, al principio por deseo y excitación y, a esas alturas, por costumbre y hastío.

El asesinato, incluso en las circunstancias de la seguridad nacional, siempre le había parecido injusto. Así se lo habría dicho su padre, y su madre también, si hubieran vivido. Pero hacía tiempo que habían muerto y el único familiar que le quedaba era Alfred; la trastornada mente de su tío seguía viviendo en la segunda campaña de la guerra peninsular dirigida por Wellington, perdido el sentido de la realidad.

El sol bañaba el rostro levantado de aquella mujer, pintando su perfecto cutis con el rubor rosado del atardecer. Su sola vista quitaba el aliento. Como la de un ángel ofreciendo la redención a un pecador, con su frágil sosiego abrigando un corazón durante largo tiempo revestido de hielo.

—Guardaos la joya, madame, porque me entrarían ganas de demandaros otro tipo de pago bien diferente, aquí al aire libre y lejos de cualquier otro ser humano —el latido de su creciente deseo reverberaba bajo la broma. Parte de él sabía que no debería expresar una petición que resultaba tan inapropiada como banal, pero otra, más poderosa, ignoró la advertencia. Él era un hombre que había vivido durante años en la tierra de las sombras y la mala reputación, y eso, suponía, se le había contagiado. Sabía que debería dar media vuelta y marcharse, para conservar la poca decencia que todavía le quedaba.

En lugar de ello, dijo aquello en lo que no había dejado de pensar desde que la conoció.

—Lo único que quiero como pago es un beso, regalado libremente y sin ira.

Ella rechazó la idea con un gesto de su mano. El diamante relampagueó, recuerdo incómodo, en su dedo.

—No lo entendéis, milord. Es mi hermana a quien necesito que introduzcáis en sociedad. No estoy buscando aquí una amistad para mi persona…

—Entonces rehúso vuestra petición.

Se quedó quieta y callada, con sus largos y finos dedos jugueteando con los oscuros pliegues de su falda. Detrás de ella, los pájaros se congregaron para un último canto coral antes de adormecerse.

—¿Solo un beso, decís? —susurró.

Un intenso rubor de sangre floreció bajo su palidez.

 

 

Él no tardaría en conocer su nombre y entonces la despreciaría como hacía todo el mundo, y ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Pero la oportunidad de que Leonora ascendiera a los más altos escalones de la sociedad londinense no era cosa de poca importancia.

Una oportunidad.

Si el destino tenía aquella manera de lanzar un salvavidas a alguien, ¿quién era ella para rechazarlo? Incluso aunque él le hubiera exigido más, ella no habría podido negarse. Por Leonora y por las gemelas. Las apuestas se habían elevado conforme habían empeorado sus circunstancias, y su padre… Sacudió la cabeza. No pensaría en él.

Dios, ¿por qué no aceptaba de una vez la cadena y terminaba con aquello? Valía mucho más que el absurdo que pedía. ¿Y cómo iba a hacerlo? ¿Se plantaría ante él y esperaría, o demandaría él algún tipo de flirteo previo?

Una negativa serviría de acicate a un hombre como él. lo sabía, Mejor era mostrarse razonable y permitirle aquel pequeño favor, pegar los labios a los de él y cerrar los ojos, con fuerza, hasta que todo terminara.

Pero el contacto de su dedo en su cuello interrumpió todo rumbo racional de pensamiento, con una gentil caricia tan sensual como inesperada. Si hubiese sido más fuerte, se habría marchado en seguida. Pero aquella caricia regalada por un hombre cuya sola mención bastaba para provocar la histeria y el frenesí en la mayor parte de los miembros del sexo débil en Inglaterra resultaba hipnótica, y de repente no fue capaz ni de moverse ni de negarse.

La tela de su vestido se le antojó de pronto gruesa y rígida, resistente barrera a cualquier tipo de caricia íntima. Se alegraba de contar con tan buena armadura.

Le sorprendió el gesto que tuvo él de quitarle el sombrero, con sus cintas ondeando al viento cuando cayó al suelo a sus pies.

—El color del fuego —dijo, refiriéndose a su pelo.

«O el de la vergüenza», pensó ella, bajo la luz morada del atardecer. En su expresión podía ver lo que tan a menudo había visto en la de los demás.

Incertidumbre.

Todas las dificultades de su vida resurgieron de golpe, vagando libre por su mente, y cerró los ojos.

—No. Quiero que me veáis —y esperó a que volviera a abrirlos.

Se acercó más, con el aliento acariciándole la piel. Un borde dorado rodeaba el verde oscuro del iris de sus pupilas. Habría podido perderse en aquellos ojos, como el profundo cielo reflejado en un cielo fantasmalmente profundo. Desorientada, sintió que la atraía hacia sí, con sus musculosos brazos. Recordaría aquel momento tan especial durante todos los días de su vida, pensó con un calor de anticipación latiendo por dentro. Vio que su sien derecha tenía una cicatriz en forma de arco, que se perdía bajo la línea del pelo.

La sangre se impuso al miedo, como un río que desbordara su cauce para correr libre por una tierra que no le pertenecía, arrasándolo todo a su paso. Un paisaje cambiante. Una verdad alterada.

El calor que él despedía era sorprendente. Cada centímetro de su piel ardió cuando sus labios se apoderaron de los suyos, ignorando la pequeña muestra que ella pensaba darle y abriéndole la boca con la lengua.

La dura caricia de su lengua la alborotó por dentro. Como por propio acuerdo, alzó los brazos hasta su cuello, enterrando los dedos en su pelo oscuro, apretándose contra él. Lo sintió excitarse en medio del abrazo; un doloroso deseo se impuso a cualquier sentido de la prudencia y se entregó aún más a él. Su cuerpo entero emanaba deseo. La respiración de aquel hombre era tan acelerada como la suya, sin control.

Quería más. Quería aquello sobre lo que solamente había leído y soñado en su lecho por las noches, cuando la casa ya dormía.

Podía sentir su masculinidad a través de la lana de su falda cuando él alzó la cabeza para interrumpir el beso.

—Dios… —no fue una exclamación de ternura ni de alegría. Fura dura, furiosa y vacilante, mientras acariciaba con los labios la piel de su cuello y la mordía, anhelando la consumación.

Cuando su pulgar palpó la dureza de un pezón, a través de su vestido negro, ella sintió que se desmoronaba por dentro, disuelto en un puro caos el control que tanto le había costado mantener.

Él seguía abrazándola en medio de la penumbra, el silencio y el paisaje desierto, y la sensación de desahogo la dejó temblando. Todo aquello era absurdo, salvo el sentimiento. Cuando él le alzó la barbilla, se sintió eufórica: perdida y encontrada a la vez, con el dorado de sus ojos como única piedra de toque de una realidad diferente. Las tensas cuerdas del deseo se enredaban con cada tendón de su cuerpo mientras recorría inconscientemente su cuello con los dedos. Lo que había pasado, ¿habría durado un millar de horas o un simple instante? No fue consciente de lo mucho que había perdido el control hasta que el mundo se recompuso y volvieron a encontrarse al borde de Taylor’s Gap.

Aurelia sintió primero incomodidad y después vergüenza. Si la soltaba en aquel momento, caería como un cuerpo inerte, lánguido. Apoyando la cabeza contra su pecho, escuchó el latido de su corazón, fuerte y poderoso.

—Gracias —no fue capaz de decir más. Por fuerza tenía él que saber que, después de su escandaloso comportamiento, lo único que ella quería era que se marchara.

 

 

Dios. Ella se había excitado mientras él la contemplaba, con su cuerpo apretado contra el suyo y un maravillado brillo en los ojos. Como el mercurio. Como magia. Como todos sus sueños fundidos en uno, con su larga cabellera roja derramada sobre su piel como las serpientes de Medusa.

La deseaba. Quería yacer con ella detrás de los arbustos que se levantaban a sus espaldas y despojarla de aquella ropa oscura y pobre. Quería ver sus esbeltos miembros a la creciente luz de la luna antes de deslizarse en el húmedo calor del centro de su feminidad. Quería poseerla y conocerla una y otra vez hasta consumirse, hasta que no quedara nada ya de sí mismo, fundido con la eternidad.

Su sexo crecía ante tanta excitación y él no podía evitarlo.

Ella lo sintió también. Pudo ver el brillo de deseo y peligro que asomó a sus ojos cuando se humedeció los labios con la punta de la lengua. Oyó acelerarse su pulso.

Su mujer. Una mujer a la que poseer. Su aroma llenaba sus pulmones, peligroso y tentador, olvidada toda regla de caballerosa conducta.

—Idos —fue todo lo que pudo decir, porque no confiaba en sí mismo lo suficiente para dominar aquel deseo—. Os enviaré las invitaciones.

Ella debía haber registrado la furia que latía detrás de aquellas palabras porque se volvió para marcharse, con una sombra cruzando su rostro y la melena ondeando al viento. Un rumor de pasos y luego silencio.

Arrodillándose al pie de la barandilla, Stephen se agarró a la sólida madera, presa de un brutal abatimiento. Dios, aquello estaba empeorando: aquel desaliento que lo asolaba tanto en las horas del día como en las de la noche. Los demonios de su pasado se estaban reuniendo, ejércitos de almas perdidas y causas malogradas marchando contra todo lo que había hecho en defensa de la justicia. ¿Sería posible que todo aquello hubiera servido para nada?

Recogiendo el negro sombrero que ella había dejado atrás, sacó la petaca de brandy que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y abrió el tapón de plata. Bebió a grandes tragos, convencido de que el consuelo del fuerte licor era la única cosa que podía mantenerlo cuerdo.

 

 

El carruaje que ella había alquilado estaba esperando en el lugar donde se había bajado. Subió apresuradamente y dio la orden de marcha al cochero antes incluso de que llegara a sentarse.

Salir cuando antes de allí. Era lo único que quería.

No debió haber acudido a aquel lugar, pero el recuerdo de su madre era muy fuerte y ese día, durante el trayecto hasta Londres, le habían entrado ganas de detenerse y recordar.

Sylvienne la había llevado allí a menudo porque decía que le recordaba a cierto lugar de la Provenza. En aquellas ocasiones su madre había viajado con la mente a Francia, como si hubiera podido sentir el viento mistral en la cara y la presencia de los Alpilles a su espalda. Con Aurelia esperándola detrás, juntas las manos mientras su madre escuchaba el silencio.

Recordaba tan vívidamente su melancolía… Después se retiraba a una de las cercanas aldeas a comer algo y su madre le hablaba de su infancia, del sol, de los árboles y de las carreteras en sombras rodeadas por campos de flores.

Pero en ese momento contaba con un nuevo recuerdo de aquel lugar. Aurelia había reconocido a lord Hawkhurst en cuanto lo vio allí, al borde del acantilado, con su negra casaca al viento. La había atraído de manera irresistible pese a sus recelos. ¿Se habría ganado un favor o habría perdido uno, con su ridícula reacción a aquel beso? Se moría de vergüenza por lo que había ocurrido.

Debería haber insistido en la cadena como pago, pero por un instante lo que había deseado era otra verdad, deseosa de saborear una pasión inesperada y lo que significaba la fusión de dos almas.

Se sonrió, irónica. Bien, lo había averiguado. Llevándose una mano a los labios, intentó evocar de nuevo aquella sensación de goce y euforia.

Tan inesperada como adictiva.

La clase de reacción que su madre había convertido en un arte gracias a sus numerosos amantes, siempre a la caza de un fugaz momento de olvido.

Aurelia frunció el ceño. Ella no podía ser como su madre, no podía animar sentimientos durante largo tiempo encerrados para que terminaran explotando en una suerte de media vida, entre el escándalo y el éxtasis.

«¿A qué progenitor quieres más?». Apenas unos minutos atrás habría respondido que a su padre, sin dudarlo, pero ahora…

El genio de la botella debía permanecer encerrado, no fueran a escapar más sentimientos. Ya había aprendido el alto precio de sus desacertadas elecciones y en ese momento había otros que dependían de ella…

Inspirando profundamente, se alisó las faldas y se calzó los guantes.

Era una experta en aparentar dominio de sí misma; recompuso perfectamente su sonrisa de indiferencia y el acelerado pulso de su corazón volvió a la normalidad.

Había que evitar a Stephen Hawkhurst a toda costa. Al menos el primo de Hawkhurst, el que había sido su marido, le había enseñado eso.

 

Dos

 

 

Londres

 

—Es una muchacha encantadora y de buena familia, Hawk. De confianza. Bonita. Bien conceptuada.

Había algo en la manera que tenía Lucas Clairmont de enumerar las cualidades de lady Elizabeth Berkeley que le hizo sentirse incómodo.

—Dijiste que necesitabas sentar la cabeza, por el amor de Dios, y que querías estar a un millar de kilómetros de la intrigas de Europa. Como única hija de una respetable y aristocrática familia, ella encaja en el perfil.

Terminando la copa que estaba bebiendo, Stephen se sirvió otra antes de formular la pregunta que le había estado preocupando.

—Cuando conociste a Lillian, Luc, ¿qué sentiste?

—Mi esposa me tumbó de espaldas. Sentí que el suelo cedía bajo mis pies nada más verla, y la detesté por ello, a la vez que la deseaba como nunca había deseado a ninguna otra mujer en mi vida.

—Entiendo. Elizabeth, en cambio, es más bien como una fresca brisa o una discreta presencia. Cada vez que le beso la mano, es como besar una figura de cristal, presta a resquebrajarse a la menor ocasión.

El silencio acogió su confesión. Stephen maldijo para sus adentros; no debió haber dicho nada, debió haber mantenido la boca cerrada para no cuestionar así una posible unión tan atractiva como ventajosa. Ya no era ningún jovenzuelo y Elizabeth Berkeley era lo más cercano a lo que pensaba que necesitaba en una mujer.

—Hay diferentes clases de atracciones, supongo —repuso al fin Luc—. Parecías bastante satisfecho con los arreglos de esta última semana. ¿Qué es lo que ha cambiado?

—Nada.

La habitación pareció cerrarse sobre Hawk mientras pensaba en su encuentro en Taylor’s Gap.

Elizabeth no lo cuestionaba. Aceptaba todo lo que él había sido con discreta elegancia. Solo veía lo bueno en la gente, su afabilidad y sus buenas maneras. Era como un modelo de docilidad y encanto.

Y eso lo incomodaba. ¿Qué podría ver una mujer así dentro de él, cuando se alzaran las persianas? No, nunca permitiría que eso ocurriera.

—Sé de buena fuente que su familia está esperando a que la pidas en matrimonio. Si tienes alguna duda…

—No.

Maldijo para sus adentros. Le gustaba Elizabeth. Le gustaba su compostura, su mansedumbre. Le gustaban los hoyuelos de sus mejillas, sus ojos azul claro que siempre parecían estar sonriendo. Necesitaba paz y serenidad, y sabía que ella se las proporcionaría, un lenitivo contra el caos que había empezado a consumirlo. Se sirvió la tercera copa.

—Estás bebiendo más que nunca, Hawk. Nat está tan preocupado por ti como yo.

Lucas Clairmont y Nathaniel Lindsay habían sido sus mejores amigos desde la infancia y cada uno cargaba con sus propios demonios internos.

—Recuerdo que yo te comenté lo mismo no hace tanto tiempo.

—Si quieres hablar de ello…

—No hay nada que hablar. Estoy a punto de comprometerme con una mujer que es tan bella como bondadosa. Me gusta su familia y me gusta su carácter. Ella me dará herederos y yo le proporcionaré la seguridad del título y la riqueza de Atherton.

—Entonces todo apunta a un arreglo excelente para ambos. Un matrimonio muy conveniente.

Pero el timbre de censura que había en su voz le preocupó.

—Estoy cansado, Luc, cansado de todo lo que he sido. «Un arreglo excelente», como tú lo llamas, podría no ser una mala cosa. Acosado por la domesticidad, seré feliz.

Cruzó las piernas mientras hablaba. Las velas de la lámpara arrancaban reflejos a sus botas.

—Alexander Shavvon me dijo que estabas haciendo algo más que descifrar códigos para el Servicio Secreto.

—Shavvon nunca es capaz de mantener la boca cerrada.

—Diez años son demasiados para permanecer en el servicio. Nat cumplió cinco y casi murió en el empeño. Asegura que la muerte termina tiñendo a todo el mundo al final. A todo el mundo, tanto si lo sabe como si no.

El tono de condena que despedían las palabras de su amigo no era nada amable, aunque Hawk sabía que su advertencia obedecía a la mejor de las intenciones.

«Yo mato gente», pensó Stephen. «El negro de la noche, el fuego de las pistolas y el rojo reguero de la sangre. Esos son mis colores ahora».

Quería contarle aquello a Luc, como purga o como redención, pero no llegó a hacerlo. Suponía que era la consecuencia de una vida presidida por el camuflaje, por el secreto. Sombras, velos y espejos. Apenas podía reconocer al hombre en que se había convertido. Ciertamente, no defendía al reino con la capa de la justicia bien ceñida sobre sus hombros, como antes.

Por eso necesitaba la fresca y sencilla inocencia de Elizabeth Berkeley como un hombre perdido en el desierto necesitaba del líquido vital.

—Estoy bien, Luc. Daré una fiesta de aquí a menos de una hora, y cuento con la promesa de la compañía de un grupo de gente que deseo disfrutar.

—¿Eres un hombre feliz, entonces?

—Por supuesto.

Lucas asintió y se inclinó hacia delante, con su copa apoyada en la rodilla.

—Lilly te quiere en Fairley para el duodécimo aniversario de Hope. Me encargó que te dijera que si no hubiera estado tan encinta, habría bajado para supervisar personalmente tu elección de esposa.

Las palabras de Luc relajaron la tensión del ambiente y ambos se echaron a reír. Se levantaron cuando el reloj del fondo de la sala dio las ocho.

—Que comience la noche —dijo Lucas mientras Stephen apuraba su brandy y el criado tocaba a la puerta para avisarles de que el primero de los clientes de la tarde estaba a punto de llegar.

 

 

Elizabeth Berkeley y sus padres aparecieron en la segunda oleada de invitados. Lady Berkeley parecía una versión mayor de su hija y, por un instante, Stephen pudo imaginarse perfectamente cómo envejecería Elizabeth: las finas arrugas que enmarcaban su boca, los pliegues de la piel de encima de los ojos, su fácil manera de alternar en cualquier situación.

Su mirada viajó hasta Elizabeth, ataviada con un vestido de seda y encaje de color amarillo limón.

—Qué alegría poder estar aquí, señor —dijo ella en un susurro, poniéndole una mano sobre el brazo. Tenía las uñas largas y brillantes.

La súbita imagen de otros dedos de uñas mordidas lo asaltó de pronto. Quizá porque todavía llevaba sus marcas en el cuello, cuidadosamente ocultas bajo los pliegues de su pañuelo de cuello.

Ahuyentando aquel recuerdo, regresó a la realidad mientras los Berkeley entraban en la sala y se aprestó a saludar a los siguientes invitados.

 

 

De repente ella estaba allí, a su lado, la última de los invitados de la tarde, con el pelo recogido en un peinado poco favorecedor, ataviada con el recatado vestido de lana negra.

—La señora Aurelia Saint Harlow y su hermana la señorita Leonora Beauchamp.

Una ola de susurros recorrió la sala ante la mención de aquel nombre. Todas las miradas se volvieron hacia el vestíbulo. ¿Aurelia era la viuda de Charles Saint Harlow? Dios, sí que tenía valor.

—¿Cómo diantre se le habrá ocurrido volver a salir en sociedad?

—Fue ella quien lo mató, por supuesto.

—¿Acaso esa ramera no tiene vergüenza?

Comentarios de esa clase llegaron a oídos de Hawk incluso cuando ella le tendía la mano.

—Gracias por tan amable invitación, milord —le dijo, rehuyendo su mirada—. Me gustaría presentaros a mi hermana, la señorita Leonora Beauchamp.

La muchacha era encantadora y tenía muy buenas maneras, pero Hawk solo le lanzó una rápida sonrisa antes de volverse hacia la otra.

—St. Harlow era primo mío.

Por primera vez ella lo miró directamente, con el borde de los ojos enrojecidos: si era por la falta de sueño o por algún cosmético mal aplicado, eso él no podía saberlo. Llevaba unos lentes tan gruesos que distorsionaban la forma de su rostro.

—Entonces somos casi familiares —la sonrisa que acompañó aquella declaración era fría.

Le pareció que su hermana quería retirarse, pero Aurelia la mantuvo firmemente a su lado. Su fuerza de voluntad parecía teñir la atmósfera del salón, como una pequeña isla de desafío y atrevimiento.

Finalmente se inclinó hacia delante y susurró:

—Os di el pago exacto por la promesa de esta velada, milord. Dos bailes y nos marcharemos.

—No sé, Lia… Creo que quizá deberíamos marcharnos ya —las lágrimas se adivinaban ya en los asustados ojos de la niña.

—No llores, Leonora. Que sea a mí a quien desprecien. Te querrán con que solo les permitas hacerlo.

Stephen pudo ver que la mano de Aurelia temblaba antes de que llegara a enterrarla en la negrura de su falda, pero no cedió un milímetro. Él no podía menos de admirar una tenacidad semejante.

—Hay que ser valiente para ir a buscar al león en su guarida —comentó Hawk a la señorita Leonora Beauchamp, y se alegró de verla sonreír porque el alivio que acababa de asomar a los ojos de Aurelia St Harlow era inmenso.

La presencia de Aurelia Saint Harlow iba a provocar rumores, indudablemente. Y la promesa de un par de bailes con su hermana también le había colocado en una posición difícil. Charles había sido uno de los últimos Hawkhurst vivos, y su pariente de sangre más cercano después de su tío, pero él apenas lo había conocido.

Vio a Elizabeth con su familia mirándolos, con los labios apretados en aquel particular gesto que denotaba preocupación. Vio a Luc observándolo también, con un ceño tan furioso como el de casi todos los demás. Pero ni siquiera aquello podía hacerle desdecirse de su promesa y despachar a las dos mujeres.

A su lado, su tío, resolvió enteramente la situación cuando se adelantó para tomar la mano de la única mujer en el mundo a la que no debería haber saludado.

—Os recuerdo, señora Saint Harlow. Sois la esposa de Charles —el uso del tiempo presente hizo que aquellos que estaban escuchando se adelantaran. En la experiencia de Hawk, nadie adoraba más una escena pública de escándalo que la alta sociedad londinense—. Me gustasteis desde el principio, pero os veo triste. Ella necesita sonreír más, Stephen. Pídele un baile.

Tragedia, farsa y ahora comedia. La orquesta, que estaba situada a unos pocos metros, miró expectante a Hawk cuando oyó la atronadora petición de su tío, mientras los rostros de los invitados reflejaban una mezcla de asombro e indignación.

No le quedó más remedio que dejar a la señorita Leonora Beauchamp en las capaces y amables manos de Cassandra Lindsay y pedir a Aurelia Saint Harlow un vals.

«El baile del amor», pensó mientras la guiaba al centro de la sala, preguntándose por qué aquel pensamiento no se le antojaba tan ridículo como debería haberle parecido. Esperaba que su pierna derecha soportara el ejercicio, porque últimamente la vieja herida había estado molestándolo de nuevo.

Cuando se volvió para tomarla entre sus brazos, la sintió tensa.

—Preferiría que fuera mi hermana quien estuviera ahora mismo en mi lugar, señor, porque si os ajustáis estrictamente a los dos bailes, acabo de desperdiciar uno.