Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Lisa Chaplin. Todos los derechos reservados.
UNA DECISIÓN IMPORTANTE, N.º 2393 - abril 2011
Título original: One Small Miracle Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-283-4
Editor responsable: Luis Pugni

E-pub x Publidisa

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Inhalt

Una decisión importante

Inhalt

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

EPÍLOGO

Promoción

CAPÍTULO 1

Broome, noroeste de Australia

HABÍA hecho un día de mucho calor, pegajoso y húmedo. Los aborígenes llamaban a ese tiempo la estación aplastante: el cielo estaba cubierto de negros nubarrones con relámpagos que lo atravesaban y los truenos resonaban sobre la playa, dando un aspecto fascinante y terrible al paisaje. Al fin, caería la lluvia, dejando la región de Kimberley aislada del resto del mundo; sólo unos pocos valientes se atreverían a cruzar la única autopista que estaba abierta.

Ella mantenía abierta su pequeño establecimiento de comestibles y recuerdos para los pocos turistas que se acercaban. Abría desde las siete de la mañana a las once de la noche. Tenía que hacer algo, ¿no era así?

Anna West, que pronto volvería a apellidarse de nuevo Curran, caminó por la playa hacia el pequeño apartamento que había alquilado hacía cinco meses. Cable Beach era el lugar del mundo que más le gustaba. Su blanca arena estaba salpicada de rocas y el agua era cristalina. A veces, los delfines se acercaban tanto a la costa que podían tocarse, y las ballenas pasaban por delante de allí en su camino a la Antártida acompañadas de sus pequeños...

Anna se limpió el sudor de la cara y siguió caminando, sin fijarse en la inmensa belleza que la rodeaba. Ese día no podía hacerlo. Se había cumplido un año desde…

Anna sabía que no debía estar sola ese día. Tenía muchos sitios donde ir, pero no quería.

–Ven a Perth, Anna. Puedes quedarte en mi casa todo el tiempo que quieras. Tendrás paz y tranquilidad, pero no estarás sola –le había insistido Sapphie, su mejor amiga.

–Ven a Yurraji, Anna –le había dicho su hermana Lea, preocupada–. Deberías estar con tu familia en un momento como éste.

Tanto Lea como Sapphie la llamaban todas las noches para saber cómo estaba. Llevaban haciéndolo un año, soportando sus respuestas monosilábicas con más paciencia y amor del que ella había esperado.

Anna tragó saliva al pensar que lo peor era que no se sentía capaz de hablar con su única y adorada sobrina, Molly. ¡Incluso tenía que colgar el teléfono cuando oía la aguda vocecita de Molly pidiendo hablar con ella!

Lo haría pronto… un día. Cuando el mero sonido de la voz de la hija de Lea no reviviera los recuerdos del niño que había perdido…

Estaba lloviendo de nuevo.

Anna se frotó los ojos mojados. Debía parar. No pensar en ello.

El estruendo del trueno resonó sobre el océano. Anna rompió a correr hacia su casita al borde de la playa. Era una cabaña justo frente al mar, un poco vieja, pero a ella le gustaba. Le daba la privacidad que ella quería.

Cuando entró en casa, pensó en ver una película para distraerse pero, de pronto, una fuerte llamada en la puerta la interrumpió.

Jared.

Anna se puso tensa. ¿Por qué seguía buscándola? Jared no sabía perder, ésa era la razón, se dijo. Él había hecho un trato con su padre: si se casaba con ella, heredaría Jarndirri, y el gran Jared West siempre era fiel a sus tratos. Además, para él, era una humillación que su esposa le hubiera dejado.

Hubo una segunda llamada, más fuerte que la anterior.

–¡Ya voy! –gritó Anna y caminó hacia la puerta. Intentó ocultar su agitación. Jared no debía darse cuenta de que seguía deseándolo. Quizá, el amor se hubiera acabado, pero su cuerpo seguía reaccionando a él sin remedio. Un solo beso podía ser la perdición para ella.

Pero no podía ser, se dijo Anna. Lo suyo había terminado.

Anna abrió la puerta y levantó la vista, preparada para enfrentarse…

Pero no encontró a ningún hombre moreno y alto ante sus ojos. Allí había sólo una mujer joven y bonita, demasiado delgada, con ojos desesperados y suplicantes.

–Hola, Anna, eh… ¿cómo estás?

A Anna se le encogió el corazón. Sabía lo que iba a pedirle Rosie Foster.

–Estoy bien, Rosie. ¿Cómo estáis tú y la hermosa Melanie?

Rosie meció a su bebé de forma instintiva.

–Bueno, bien. Mira, sé que no tengo derecho a pedírtelo…

Anna se forzó a sonreír, pero el miedo la invadió. Rosie Foster era la única amiga y nunca le preguntaba por su vida. Rosie ya tenía bastante con sus propios problemas. Era madre soltera y primeriza. Había elegido a Anna como confidente y canguro para cuidar a la pequeña Melanie cuando su madre necesitaba un descanso.

¿Por qué la había elegido Rosie? A ella, a la vacía Anna West, que había perdido a su bebé y que había roto su matrimonio poco después.

Quizá, era porque Anna estaba todavía más sola que Rosie. Al menos, Rosie sabía pedir ayuda. Sin embargo, ella no había querido compartir su angustia más profunda. Llevaba un año sin hablar con nadie. Un día como ése, hacía un año…

Incapaz de hablar, Anna bajó la mirada. Una carita regordeta y sonrosada la miró con sus grandes ojos debajo de un gorrito rosa, esbozando una sonrisa con hoyuelos a modo de saludo.

Y el corazón de Anna se derritió. Ese corazón que llevaba un año congelado, desde el momento en que había sabido que su pequeño estaba muriendo dentro de ella y no había nada que ella pudiera hacer.

–Claro, Rosie, entrad las dos. Tengo cena.

***

Estaba a punto de llover otra vez.

Las densas y oscuras nubes dominaban el cielo desde el amanecer hasta la puesta de sol.

Igual que su vida desde que Anna se había marchado.

Él había regresado a casa una calurosa tarde hacía cinco meses, llamando a su esposa… y sólo le había respondido el eco.

Por milésima vez, Jared West releyó la nota que ella le había dejado aquel día:

Los dos sabemos que ha terminado. No puedo darte los hijos que quieres y no puedo seguir viviendo aquí… siempre sola, rodeada de silencio.

No necesito el dinero de Jarndirri. Tengo la herencia de mi madre. Es suficiente para vivir. Utiliza el dinero para sacar adelante este sitio, siempre fue más tuyo que mío. No intentes encontrarme. No volveré. Acéptalo.

Pediré el divorcio cuando pase un año. Todavía puedes tener los hijos que añoras. No es demasiado tarde para ti. Sé feliz.

Así, sin más. Unas cuantas líneas garabateadas, sin ningún nombre, ni el de él ni el de ella. Como si cinco años de matrimonio no hubieran significado nada para ella. Como si nunca hubieran existido.

¿Por qué no tiraba la estúpida nota?, se dijo Jared. Anna le había dejado hacía siete meses, nunca había intentado contactar con él y lo había echado cada vez que él había ido a verla a su casita en Broome. Él había sabido desde el primer momento que ella iría allí. A Anna le encantaba ese lugar. Incluso había querido ir allí de luna de miel, en vez de a las seis semanas en Europa que él había reservado. Él le había prometido ir a pasar otras vacaciones a Broome… algún día.

Bien, pues Anna se había salido con la suya al fin.

La última vez que Jared había tomado un vuelo a Broome, ella ni le había dejado entrar en la casa. No había hecho más que entregarle los papeles firmados del divorcio.

–Déjame en paz, Jared. Si vuelves a molestarme, pediré una orden de alejamiento –le había dicho ella. Luego, le había cerrado la puerta en las narices.

Pero Jared no podía aceptar que lo suyo hubiera terminado, sobre todo porque no entendía la razón. Habían pasado unos años maravillosos juntos y podían recuperar todo lo que habían perdido: felicidad, Jarndirri e hijos. Él lo tenía todo planeado. Sólo tenía que conseguir que ella volviera.

Cuando Adam había muerto… su precioso hijo… Jared había deseado estar muerto también. Pero, cuando Anna se había despertado de la operación y le habían dicho que su útero se había rasgado, lo que había causado la muerte de su hijo, y que habían tenido que extirpárselo, su cariñosa y perfecta esposa se había hundido. Se había apartado de todas las personas cercanas a ella, en especial de él y de Lea. Sapphie, la única persona con la que Anna hablaba, no le contaba lo que su esposa sentía o decía.

–Pregúntale tú mismo, Jared –solía decirle Sapphie–. Habla con ella.

Pero Anna se negaba a hablar con él. Jared entendía lo difícil que debía de ser para ella, pero se negaba a rendirse. Después de meses investigando, había encontrado una manera de que tuvieran los hijos que tanto habían deseado. Lo tenía todo planeado. Había estado esperando a que ella se recuperar para contárselo.

Sin embargo, a pesar de todo lo que él había intentado, Anna no se había recuperado. Ella lo había dejado a él, su antigua vida… todo.

Nada iba bien sin Anna. Anna era la cuarta generación de Curran que heredaba Jarndirri. Aunque él tenía la finca en propiedad, se sentía como un intruso sin ella a su lado. Se sentía un fraude… igual que su padre.

Sumido en sus pensamientos, Jared dobló la nota y se la metió en el bolsillo. Se sentía más perdido que nunca. Ese día Adam habría cumplido un año si no…

–¡Señor West! ¡Señor West! –llamó Ellie Button, el ama de llaves, con voz aguda. –¿Qué pasa, Ellie? –repuso él, volviendo a la realidad de golpe. –La señora West está al teléfono. Necesita hablar con usted. ¡Dice que es… urgente!

***

Una hora después…

–¡Diablos, Jared, no es broma! Estás volando por encima del límite de velocidad. Puede que seas el mejor piloto de Kimberley, pero las leyes existen para todos. Debes rebajar la velocidad, o te matarás.

Jared ignoró las voces de uno de los cuatro controladores aéreos de la zona.

–Bueno, ya está bien. He despejado el espacio aéreo para que no mates a nadie más, pero voy a llamar a Bill para que se encargue de ti cuando llegues a Broome. No te estrelles contra la torre, porque yo estoy en ella –le reprendió Tom.

Jared sonrió, motivado por el reto. Iba a Broome, a ver a Anna, y nada iba a detenerlo, ni todos los rayos y truenos del mundo. Sabía que Tom tenía razón. La primera tormenta de la temporada se acercaba y él estaba acercándose a la zona de peligro. Pero, tras cinco largos y vacíos meses, Anna lo había llamado al fin. Después de un año de esperarla, Anna había sonado viva y pensaba llevarla a casa antes de que ella cambiara de opinión.

–Jared, ¿por qué actúas como un idiota? –gritó Tom por la radio del avión–. ¿Quieres problemas? ¡Pues vas a tenerlos! Bill te esperará en el aeropuerto y pasarás la noche encerrado. ¡Tendrás que enfrentarte a muchos cargos, a menos que disminuyas la velocidad ahora mismo!

Jared sonrió de nuevo y llamó pidiendo un coche de alquiler para que lo esperara en el aeropuerto. Con suerte, llegaría allí antes que Bill.

Cuarenta minutos después, aterrizó a gran velocidad, cerca de donde el coche lo estaba esperando. Se bajó de un salto del avión, después de guardarlo en su hangar, y se acercó al conductor de los coches de alquiler, que lo miraba estupefacto.

–Dejaré el coche aquí mañana, con las llaves en el maletero. Quédate con el cambio –le dijo Jared, entregándole mil dólares.

Cuando llevaba apenas cinco minutos en la carretera, Jared escuchó la sirena del coche de policía detrás de él. Bill le adelantó y detuvo el coche, cortándole el paso.

–Ya conoces mi dirección, Bill –gritó Jared por la ventanilla–. Mándame las multas y los cargos que hayáis presentado contra mí.

Dicho aquello, Jared aceleró y se alejó, sobrepasando el límite de velocidad mientras Bill lo seguía. Siguió conduciendo hacia casa de Anna. No le importaba lo que tuviera que pagar de multa, sólo podía pensar en las palabras de Anna. Temía que, si llegaba demasiado tarde, ella cambiara de idea.

–Ha pasado algo, Jared. Tengo que verte, lo antes que puedas –había dicho Anna con timidez al teléfono–. ¿Puedes venir esta noche?

–Estaré allí dentro de dos horas.

Y cumpliría su palabra. Le daría lo que ella le pidiera. Haría lo que fuera con tal de llevarla a casa. Ella era la reina de Jarndirri, la Curran de la familia… y era su esposa.

Jared llegó ante su puerta, leyó la nota y llamó a la puerta con suavidad, siguiendo sus instrucciones. No sabía por qué, pero no le importaba. Ella le había llamado, le había pedido que fuera, al fin. Y eso era lo único importante.

Anna abrió la puerta con una media sonrisa, insegura. Llevaba el pelo moreno caoba recogido en una cola de caballo, con mechones sueltos. Tenía el rostro empapado en sudor y una mancha blanca en la mejilla. Sus ojos mostraban alegría, miedo y…

Entonces, Anna miró detrás de él y abrió los ojos como platos.

–¿Por qué te sigue Bill?

Jared se quedó sin palabras. Tomó a Anna entre sus brazos y la besó, antes de que ella pudiera decir nada más. Necesitaba tocarla, saborearla de nuevo. Entonces, una corriente eléctrica lo recorrió. Se sintió vivo por primera vez en mucho tiempo.

Anna gimió con suavidad, rindiéndose a la pasión, y le acarició el pecho. Enseguida, lo apartó.

–Para. No te he pedido que vengas por eso –dijo ella y se sonrojó al ver que Bill se acercaba–. ¿Por qué está Bill aquí? –susurró.

–Ha venido a ponerme unas veinte multas –replicó él y sintiéndose el mayor de los idiotas al recordar lo mucho que ella odiaba que la besara el público.

–Jared West, quedas arrestado por la violación de, al menos, diecisiete leyes, incluidas las de superar el límite de velocidad, resistirte a la autoridad…

Jared se quedó conmocionado al ver los ojos aterrorizados de Anna.

–Deshazte de él –le susurró ella al oído mientras Bill le leía sus derechos–. Por favor, Jared –suplicó–. Lo echará todo a perder.

No era el momento para cuestionarla, se dijo Jared. Anna le pedía pocas cosas y nunca le había suplicado nada antes. Pasara lo que pasara, debía de ser muy importante para ella. Así que él extendió las muñecas.

–Llévame al calabozo, Bill –dijo Jared y, mientras Bill le ponía las esposas, la miró–. Volveré.

–Esta noche, no –le aseguró Bill y se lo llevó–. Anna, ya sabes dónde va a estar. Puedes venir a pagar la fianza por la mañana. Si quieres.

Anna se quedó pálida.

–Lo s-siento, Jared –gritó ella–. No puedo ir ahora contigo. Iré mañana.

Algo muy raro estaba pasando, pensó Jared. Y, fuera lo que fuera, lo descubriría pronto… después de pasar la noche en el calabozo.

CAPÍTULO 2

Comisaría de Broome, a la mañana siguiente

–SABES que no te engañaría. Lo tienes todo ahí. Tengo prisa, Bill. ¿Puedo llevar a mi marido a casa ya, por favor?

Desde el calabozo, sentado en el fino colchón de una cama de metal, Jared arqueó las cejas. No se preguntó por qué ella quería llevárselo tan deprisa, después de haberle dejado allí toda la noche. Y se propuso averiguar por qué su conservadora esposa había querido deshacerse de Bill tan rápido la noche anterior.

–¿Estás segura de que quieres hacerlo? –preguntó Bill en voz baja.

–No estaría aquí si no. Por favor, ¿puedes dejarle salir ya?

Demasiado despacio para el gusto de Jared, Bill abrió la celda. El joven policía miró a Anna con el ceño fruncido.

–Es una verdadera dama –dijo Bill–. Tienes suerte de que haya venido a buscarte después de todas las estupideces que hiciste ayer. Ella se merece algo mejor. Debes dejar de arriesgar tu vida de esa manera y cuidar mejor de Anna, Jared. Ella es… especial.

«Siempre cuido de ella», iba a responder Jared con gesto posesivo. Pero recordó una ocasión en que su negligencia estuvo a punto de costarle la vida a su esposa. Todo el mundo en Kimberley lo sabía. Entonces, se preguntó qué habría sido de Anna si él se hubiera matado la noche anterior por culpa de su exceso de velocidad… y recordó cómo Bill, un hombre joven y apuesto, había mirado a su esposa la noche anterior y esa mañana, esforzándose en tener conversación con ella.

«Apártate de ella, idiota. Es mía», pensó Jared y apretó los puños. El policía se dio cuenta de su reacción y sonrió con gesto desafiante.

Pero Jared no pensaba darle más ventaja a Bill comportándose como un imbécil. Asintió y se abrió paso por delante del policía, hacia Anna. Ella llevaba unos pantalones largos color crema y una camiseta rosa, con el pelo suelto. Estaba tan guapa y tan sutilmente sensual que él tuvo que contenerse para no apretarla entre sus brazos.

Jared sonrió y, por un instante, ella lo miró como si fuera su única salvación. «Lo he conseguido», pensó él, «Anna volverá a casa conmigo».

–Por favor, date prisa. Tenemos que volver –suplicó ella, con urgencia.

Jared firmó el documento en el que se comprometía a asistir al juicio y recogió sus cosas, mientras Anna se retorcía las manos con ansiedad.

Anna casi lo arrastró fuera de la comisaría, despidiéndose de Bill con un tono formal que, para Jared, significó que ella no sentía ninguna atracción por el policía. Pronto la llevaría de vuelta a casa, se dijo él. Y le contaría los planes que había hecho para su familia, la haría sonreír y reír de nuevo…

–Tenemos que volver ahora mismo. El tren se va dentro de una hora y… –comenzó a decir ella con gesto imperativo nada más subirse al coche.

–¿Qué tren? ¿Qué está pasando, Anna? –protestó Jared. Si ella había planeado irse…

–Tenemos que asegurarnos de que tome ese tren… Rosie, mi amiga Rosie Foster. Necesita nuestra ayuda, Jared… la ayuda de ambos.

–¿Quién es Rosie Foster y qué tiene que ver conmigo?

–Te lo he dicho, es mi amiga y necesita ayuda.

–¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? –preguntó él con curiosidad–. No querías saber nada de mí hace unos días cuando te llamaba y ahora…

Anna siguió conduciendo, concentrada en la carretera.

–Espera a llegar a mi casa. Entonces, lo verás.

Anna apenas lo escuchaba y no lo había tocado nada más que para arrastrarlo al coche. Entonces, Jared recordó las palabras que ella le había dedicado la noche anterior cuando la había besado: «No te he llamado por eso».

Al parecer, lo que ella quería no tenía nada que ver con volver a casa, pensó Jared. Sin embargo, él no se daría por vencido. Le recordaría lo mucho que había amado su hogar, lo mucho que se habían amado los dos…

Forzándose a aparentar calma, Jared se recostó en el asiento. Por primera vez en sus doce años de relación, tenía que dejar que Anna llevara las riendas.

Cuando supiera quién era esa Rosie y qué quería de ellos, trazaría un plan.

Y conseguiría que su esposa volviera a casa.

A Anna le temblaban las manos cuando entró en casa. Rosie estaba aterrorizada por lo que iba a hacer y por sus posibles repercusiones. El silencio dentro de la casa la tranquilizó. Rosie debía de haberse quedado dormida también.

–Entra y siéntate –invitó Anna a Jared–. Haré café –dijo y corrió al dormitorio para asegurarse de que el bebé estuviera bien.

En medio de su cama de matrimonio, rodeada por todas las sillas de la casa y envuelta en una manta, Melanie seguía durmiendo. Tenía las mejillas sonrosadas y el pulgar dentro de la boca.

El corazón de Anna se llenó de alivio y alegría. Se subió a la cama, sin poder resistirse, y acarició la mejilla cálida y preciosa del bebé.

–Hola, preciosa, ya he vuelto –murmuró Anna–. ¿Has dejado agotada a tu pobre mamá?

–¿Qué diablos…?

El rugido de Jared hizo que el bebé se despertara y soltara un gemido. –Cállate –susurró Anna con urgencia, calmando a la niña con sus caricias–. Sólo lleva una hora dormida.

Tras unos instantes, Melanie volvió a cerrar los ojos y se durmió de nuevo.

–¿De quién es ese bebé? ¿De dónde lo has…?