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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Aislado. Viaje interior de un náufrago

© 2017, Quico Taronjí

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: Diseño Gráfico

Imágenes de cubierta: Archivo del autor

 

ISBN: 978-84-9139-183-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

 

A Alberto Torné, in memoriam.

A los que apoyaron el proyecto Aislado sin condiciones ni fisuras.

A los hombres y mujeres del mar.

A todos los que murieron en él.

ÍNDICE

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Índice

1. La ola

2. El ruido

3. La decisión

4. La pasión

5. La energía

6. El pintor

7. La llamada

8. El cuadro

9. El barco

10. La ruta

11. El rayo

12. El toro

13. La piedra

14. El cerdito

15. La partida

16. La despedida

17. La libertad

18. El Estrecho

19. El Regente

20. El gendarme

21. El abandono

22. El oráculo

23. El solitario

24. El ovni

25. El síndrome

26. El Peñón

27. El susto

28. El regalo

29. El Hope

30. La batalla

31. La lira

32. El sueño

33. El truco

34. Sumergí

35. La separación

36. El deber

37. El ardid

38. La camaradería

39. El olvido

40. Las ballenas

41. La soledad

42. El tesoro

43. Los forajidos

44. El chasquido

45. La camilla

46. La afrenta

47. El rorcual

48. El Marcantonio

49. El reencuentro

50. La realidad

51. La comunidad

52. El Essex

53. El escuadrón

54. El traje

55. El desarraigo

56. El delirio

57. La duda

58. El teniente

59. Las emes

60. El agradecimiento

61. El tiempo

62. El mensaje

63. El adiós

64. El Mola mola

65. El sonido

66. El agua

67. La estrella

68. La nostalgia

69. El yate

70. El perro

71. El infierno

72. El ágora

73. El misterio

74. La leche

75. El resoplido

76. La fiera

77. El eco

78. El bálsamo

79. La melancolía

80. Los borrachos

81. La pregunta

82. Los caballos

83. El fuego

84. Los torpedos

85. El resplandor

86. El carcelero

87. La traición

88. El Roma

89. El peligro

90. La vergüenza

91. La fugacidad

92. Los invisibles

93. El frío

94. Los piscis

95. El abismo

96. La disquisición

97. El récord

98. Los tabarquinos

99. El náufrago

100. El mistral

101. La odisea

102. El expolio

103. El bautismo

104. El superhéroe

105. La amargura

106. Las tripas

107. La redención

Epílogo a la tercera edición

Agradecimientos

Galería de imágenes

1. LA OLA

 

Una ola descomunal avanza imparable hacia mí. El sol de vainilla, orondo como una vaca, declina hacia el horizonte. Me siento profundamente inquieto. Relájate: intento relajarme. Mantengo el timón firme, a la vía[1], asiéndolo con fuerza, mientras la montaña de agua progresa; mi respiración en suspenso, y yo deseando volar, escapar, aparecer repentinamente lejos: un campo de flores, el asiento de un tren, el concurrido patio de una cárcel, qué se yo, cualquier lugar menos este en el que ahora espero la embestida durante segundos que se me hacen siglos. ¡Qué impotencia! El empuje de la ola podría echar por tierra mi aventura y, aún peor, volcarme frente a la costa lejana dejándome a merced del espantoso temporal. El viento arrecia dibujando penachos de espuma gris sobre la techumbre del mar; el pulmón de agua continúa su avance dispuesto a partirme en dos, engordándose milagrosamente a cada paso. Aprieto los dientes. De nuevo mi respiración entrecortada bailoteando por mi garganta seca, como un funámbulo asustado incapaz de dar un paso sobre el alambre. Me centro en recibir la ola por la amura[2] de estribor, intentando alejarla en la medida de lo posible de los apéndices más frágiles de Aislado; solo así podré librarme del naufragio. Escruto el cielo. ¿Hay alguien ahí? El sol se oculta tras la silueta de la ola llenándola de sombras negras, reflejos dorados, pinceladas de ceniza fresca; mas ella continúa creciendo como un odre. Al fin se planta a escasos metros mostrándome su masa cuajada de aristas, surcos, tendones; dispuesta a precipitarse sobre sí misma, sobre Aislado, sobre mí. De pronto grito. Grito inconscientemente. Grito al mundo; grito al cielo. Un no rotundo sale de mi garganta (ahí va un exhorto épico vomitado desde el origen mismo de los tiempos), pero mi orden no sirve de nada, porque nadie hace caso. Ya noto el aliento perfumado de la ola al golpearme con su fuerza brutal. Entonces el perno de acero que fija el brazo delantero de Aislado a su casco central se parte y sale por los aires; al instante el patín de estribor queda sin apoyo, comenzando a bailar sobre el agua a la pata coja. La dificultad para gobernar la embarcación aumenta. Pasan las horas. Tengo que desprenderme de algunos apéndices de Aislado. Decido amputar, por fases. Ahora me quedo solo sobre su casco liberado de cargas, a la deriva sobre las olas negras y enormes. Pasan las horas…

Vuelco de nuevo. Sumergido hasta el pecho, agarro con fuerza la embarcación tratando de adrizarla[3]. Tiro hacia abajo de la orza[4] apoyándome sobre su pala y volteo el casco enérgicamente. Me subo a bordo como puedo, manteniendo el equilibrio a duras penas, y lanzo después la línea de vida a lo lejos para evitar enrollarme en ella. A pesar del peligro, decido continuar amarrado al cuerpo del kayak; no puedo separarme de él, hacerlo supondría para mí una muerte segura. Siento un repentino escalofrío al pensar en la trágica posibilidad. Pierdo la cuenta de las veces que el mar furioso me lanza por los aires desde aquella ola maldita: una, diez, cien. El cuento de nunca acabar: volcar, adrizar, volcar, volver a adrizar… Continúo pedaleando como un autómata, ganándole terreno a la costa, mientras el mar furioso repite su juego y me escupe al cielo alejándome de Aislado una vez más. Vuelvo nadando hacia su casco. Me pregunto qué diablos hago aquí, en mitad de la nada, zarandeado como un pelele en manos de un crío, agotado, castigado por el mistral[5] y los violentos aguaceros. Rezo. Me animo haciéndolo. Evoco la imagen de la Virgen, observo su manto azul con ribetes de oro abierto ofreciéndome refugio, distingo a decenas de monjes arrodillados bajo sus pliegues luminosos; brillan los ojos de los siervos. De súbito me percato: soy un náufrago; un náufrago unido a su barco tan solo por una delgada línea de vida: mi cordón umbilical. Bebo un sorbo de mar, estiro los músculos, observo mis manos de penitente llenas de roces y heridas sangrantes, mi cuerpo magullado. Soy el boxeador después de recibir una soberana paliza. La situación es desastrosa, todo pinta mal, muy mal, pero me convenzo: saldré vivo del trance. Rezo una Salve. Vuelco, adrizo, vuelco. Tómalo como un juego. No tengas miedo, no pasará nada, no es más que un juego. Nunca tendré miedo. Nunca. Mi cabeza no procesará su azote porque me obligaré a trabajar intensamente, sin descanso, aplicando la mejor solución posible a cada nuevo problema. En el escenario de la batalla contra la muerte el optimismo y la confianza son mi mejor salvavidas. La fe no se negocia. Vuelco.

Me doy un breve respiro para recuperar fuerzas a la vista de la silueta negra de la costa. Me agarro con fuerza a la quilla[6] y, con el agua al cuello, recupero el aliento. Las piernas entumecidas me pesan ya como dos vigas de hierro, tirando de mí hacia el fondo. Los ahogados viven en el Hades. Pero dejo de preocuparme: la Virgen protege a su hijo descarriado; Ella me devolverá al vientre cálido y fecundo de la tierra y de los míos. Un virulento aguacero descarga repentinamente su ira. El agua dulce comienza a correr tibia sobre mi pelo enmarañado, entre los cauces de mi cara, mis manos, mis dedos llenos de sangre. Continúo asido con fuerza a la barriga de Aislado plagada de moluscos diminutos, de algas verdosas y negras. Pienso en mis días vividos, en sus capítulos ya casi olvidados. Recuerdo momentos expatriados durante mucho tiempo por los anaqueles de mi memoria. Trato de tomar conciencia de quién soy, dónde estoy, metido hasta el tuétano en esta sopa negra y espumosa, lejos de las calles habitadas, los coches circulando a toda velocidad, los bares llenos de borrachos. Imagino cómo sería verme ahora desde las alturas. La atalaya de los muertos está allá, en la azotea del mundo. Aparece Sirio (¿dónde andabas?), titilando tímidamente en el cielo tenebroso, asomándose entre las nubes oscuras hechas jirones. De pronto me siento solo en la noche. Muy solo. Terriblemente solo. Me flagelan las olas, el viento, la lluvia intensa. Mi Monte de los Olivos es de agua. Ahora sí, es el momento; recupero las motivaciones de mi viaje que ya toca a su fin. Esta es mi historia.

 

 


[1] Timón a la vía: centrar el timón con el eje longitudinal que divide a la embarcación en dos mitades simétricas, de forma que el barco siga un rumbo recto.

[2] Amura: zona curvada del casco en la proximidad de la proa.

[3] Adrizar: enderezar el barco cuando está escorado.

[4] Orza: pieza suplementaria plana que se acopla en la parte baja central del casco. Sirve para dar mayor estabilidad y contener la deriva de las embarcaciones a vela.

[5] Mistral: viento del noroeste.

[6] Quilla: en general, parte inferior de los barcos que va desde la proa a la popa y en la que se asienta toda la armazón.

2. EL RUIDO

 

El día amaneció limpio en Madrid. El sol primaveral bañó con su primera luz los áticos, las copas de los árboles, la chapa metálica de los coches. Las sombras huyeron precipitadamente hacia las alcantarillas. Bajé a la calle animosamente, me senté en una terraza y pedí un vaso de café humeante acompañado de unas tostadas con miel. Ojeé el diario: sucesos, corruptelas, goles en el último minuto. Nada que llamara mi atención sobremanera. La ciudad aceleró su pulso paulatinamente, y las cosas comenzaron su movimiento de autómata. Todo me pareció organizado: la maravilla del mundo arbitrario. Bandadas de estorninos danzaron de lado a lado del cielo. Saboreé el café caliente, probé el pan sintiendo en mi paladar la dulce viscosidad de la miel. Observé el trajín de la mañana llena de aparentes posibilidades. Pero de pronto algo turbó el momento y llamó mi atención. El gruñido de un motor a punto de gripar irrumpió repentinamente en la mañana orquestada. Su sonido ronco me dio mala espina. Traté de averiguar su origen. Agudicé el oído mientras miraba alrededor y abría bien los ojos. Pero nada. ¿De dónde provenía aquel ruido incesante y molesto? Su estridencia se había colado en escena usurpando a las cosas su carácter sereno, poniéndolo todo patas arriba, ensuciando el lienzo impecable de mi mañana soleada. Me afané en hallar respuesta al despropósito. Miré al cielo, pero no vi aviones; tampoco máquinas ni operarios removiendo las aceras. Allí no pasaba nada. ¿Quién provocaba entonces aquel sonido áspero y fuera de lugar que agitaba las cosas, haciéndolas perder su don apacible? ¡Silencio! Escuché… ¡Maldita sea! No es posible. Reparé en que el ruido molesto procedía de mis adentros, recorriendo mi cuerpo de abajo a arriba, de las tripas a la cabeza. El ruido estaba dentro de mí; una dolorosa certeza removiendo mi conciencia, campando a sus anchas por mis terrazas, por mis salones, por la caja fuerte escondida en el último rincón de la casa. Alguien desvalijaba el tesoro llevándose a la carrera las joyas, las piedras, los lingotes, burlándose de mí. Tomé el vaso y apuré el café tratando de congelar el momento de todas las cosas pasando a la vez. Miré de nuevo hacia mis adentros. Recorrí calles angostas, doblé esquinazos, llegué a lugares extraños en los que nunca había estado. Volví a coger aire escrutándolo todo detenidamente, con los ojos muy abiertos. Comencé entonces a tomar conciencia de mi situación.

Pedí más café, más tostadas (tengo por buena costumbre desayunar siempre dos veces). Pasó andando el tipo de Compro Oro. Una paloma del tamaño de un melón aterrizó en el alcorque. Observé sus patas pisando las colillas en la tierra. Posé de nuevo la vista en mi penoso dilema sobre la mesa metálica. Pensé, divagué, bebí un trago de café e intenté centrarme. Pasaron los segundos, los minutos, qué se yo; una larga espera sin esperar nada en concreto. No me resultó agradable descubrir que realmente no sabía quién era, ni de dónde venía, ni hacia dónde dirigía mis pasos. La encrucijada cobró para mí una extraordinaria dimensión. La verdad suprema, durante años escondida en las sombras, se me hacía ahora plenamente visible de golpe y porrazo a la luz del día. ¿Qué haría? ¿Qué determinación podría tomar? Asistía atónito e impotente al expolio de mi auténtico yo. Los rayos del sol filtrándose entre las copas de los árboles resaltaron la mesa de plata. Fijé mi vista en las paredes pétreas y desdibujadas de El Retiro, a un par de manzanas. Los árboles destacaban sus copas generosas por encima de las tapias y las rejas, a punto de saltarlas como atletas. Un ciprés altísimo, azuzado por el aire, alanceó el ombligo del cielo azul. Un día verdaderamente hermoso. Todo invitaba a la quietud y a la paz, salvo por el temporal imprevisto creciendo dentro de mí. Los soldados de un ejército invasor correteaban por mi cabeza tocando sus cornetas de pan de oro, levantando los fusiles, llamando sin remisión a la batalla. Quise ser un árbol. ¿Qué diablos me estaba ocurriendo? De pronto me sentí cargado de culpas y dudas, desarmado, sin metas. La sociedad me resultó incomprensible; sus dictados, insultantes. Valores sagrados como el cáliz del templo echándose por la borda sin rubor. Todo extraño, patético. Difícil comprender una realidad implacable: para mí todo eran preguntas sin respuestas. ¿Cómo encauzaría mi trágico tsunami de sentimientos confusos? Canalizar el riego de sensaciones desabridas y rotas se convertiría para mí en una Pesadilla en Elm Street con Freddy a la cabeza mostrándome sus cuchillas. Situación flagelante. Promontorios inaccesibles. ¿Qué podría hacer?

Metí el dedo en el plato para rebañar los últimos restos de miel, pagué la cuenta y me planté calle abajo de un salto, dispuesto a tomar de una vez por todas las riendas de mi destino. Escuché de nuevo el ruido impertinente partiendo de su epicentro. ¡Cállate!, pero nada. A menudo uno habla con las paredes.

3. LA DECISIÓN

 

Los días en Madrid comenzaron a ser agrios. Confusión y derrota. Nada iba bien, nada funcionaba. Ni siquiera tenía trabajo. Para mí, como periodista y presentador de televisión, las cosas comenzaban a ser complicadas. Apenas se ponían en marcha proyectos televisivos y, cuando un nuevo programa lo hacía, o bien mi perfil no encajaba, o algunos colegas de profesión con más prestigio se llevaban el gato al agua y eran contratados para el empleo. Tiempos de crisis. Todo patas arriba para mí. Por momentos me sentía a bordo de una nave espacial sobrevolando la vida en dirección contraria, como un astronauta incapaz de hallar la vía de entrada al planeta de los hombres y las mujeres felices. Si no sabes hacia dónde te diriges –decía un viejo jugador de béisbol– terminarás en otro lugar. Y yo tenía la impresión de estar llegando siempre al otro lugar.

Debía trazar un plan resultante, un exorcismo capaz de expulsar a los ruidosos demonios de mi interior; forjar mi futuro deseado, en definitiva. Pero establecer las pautas para hacerlo resultaría complejo, agotador, y en ocasiones frustrante. Mas debía intentarlo, no me quedaba otra. Rendirme antes de saber qué es lo que realmente quería ser y qué precisaba para conseguirlo no me parecía una buena opción. Luchar sería mi máxima. Así pues, debía bracear[7] las velas, detener el barco y buscar la buena derrota. Sentí la indudable certeza de que mi momento había llegado. Adiestraría al caballo loco que galopaba dentro de mí. La cuenta atrás había comenzado, y el cohete despegaría aunque terminara hecho un acordeón a las primeras de cambio. Afrontaría la aspereza del camino con determinación. En realidad también este tendría sus cosas buenas: ante mí se presentaba la ocasión de abordar con ingenio la maravillosa incertidumbre: pairear[8], beber el viento por la proa[9], escuchar el misterioso quejido de la tablazón bajo las botas, sentir el aleteo del albatros, otear al delfín, escrutar a conciencia cada rincón de la nave antes de arrumbar[10] al nuevo puerto… Pensé que sería un trance que acabaría premiándose. Al fin y al cabo, como reza el viejo proverbio, ningún mar en calma hizo experto a un marinero. Y mi mar comenzaba a erizarse. En efecto, los vientos del cambio soplaban por fin bajo mi calle agitando los árboles, arrastrando las hojas, removiendo mi conciencia adormecida. Había perdido demasiado tiempo, sí, y el tiempo que se pierde nunca vuelve. Eso no volvería a ocurrirme. Purificarme sería mi principal objetivo.

Pero no podía olvidarme de otro aspecto fundamental: el trabajo. Estaba claro que, si nadie podía emplearme, podría intentarlo yo mismo dando rienda suelta a mi pasión: navegar, vivir el mar. ¡Eureka! Idearía un nuevo formato televisivo que me permitiera disfrutar navegando, conociendo personas y lugares. Eso era: viajaría en alguna embarcación peculiar con cámaras a bordo entrevistando a personajes, contando sus historias, mostrando paisajes y lugares recónditos. Primero elaboraría un buen dossier del formato explicando mi idea, abordando su desarrollo; después diseñaría una presentación atractiva, buscando alguna productora a la que asociarme. Por fin, con suerte, alguna televisión accedería a programarlo. Me sentí contento, no estaba mal, acababa de tomar una importante decisión: lucharía por hacer de mi pasión mi trabajo. Pero aún no podía cantar victoria, todavía tenía un largo camino por delante.

 

 


[7] Bracear: hacer girar los palos que sujetan la vela (vergas) para orientarlos en la dirección deseada.

[8] Pairear: disminuir todo lo posible la marcha del barco, sin llegar a colocarlo proa al viento.

[9] Proa: parte delantera del barco.

[10] Arrumbar: fijar el rumbo al que se navega o al que se quiere navegar.

4. LA PASIÓN

 

Me llamo Quico Taronjí. Soy periodista y capitán de yate; aunque en realidad nunca quise estudiar, la verdad; me obligaron como a muchos otros. Yo solo quería navegar, boxear, leer; dibujar tabernas repletas de marineros, mundos llenos de mar y estrellas rutilantes colgando del cielo. No necesitaba mucho más para ser feliz, pero… Me licencié como periodista en Bilbao. Guardo magníficos recuerdos de aquella época universitaria: primero el colegio mayor, después los pisos compartidos. El pan del día anterior, las neveras exangües, las ollas de garbanzos, el humo, el fuego saliendo por la ventana a punto de provocar un incendio. Ah, y la pasta, mucha pasta (de comer, porque de la otra ni rastro), los espaguetis colgantes del techo como estalactitas al dente, dejando la cocina semejante a una gruta. Entonces nos gastábamos nuestro poco dinero en vino peleón y bebíamos cosas elegantes: chinchón, orujo, pacharán. Todo capaz de abrirte en canal: fracking estomacal del bueno. El sabor de los dulces momentos, la amistad auténtica y las cosas sencillas nos bastaban para ir tirando. Aún hoy juego con la ilusión de recuperar aquel pasado intenso y bastardo, lleno como una copa desbordada por el sabroso licor de la nostalgia. ¡Tiempos felices, sin duda!

Así que durante mis años de carrera compaginé las clases, la diversión y la lectura con mi intensa pasión por el mar y el boxeo. Recuerdo mis peleas sobre el ring con Solsona, recreadas en mi soledad sobre el lomo rojo de Aislado, bajo los campos trufados de estrellas. Un, dos, tres: izquierda, derecha, gancho de izquierda. Oh, sí, Solsona y yo nos propinábamos buenas palizas, ¡vaya! Dos tipos a puñetazo limpio respetando su dignidad de chicos ilusionados. ¡Aquello era vida! ¿eh, Solsona? Por cierto, ¿dónde andas? A veces te echo de menos aunque tus golpes me hicieran pupa. Mi ceja izquierda partida acuna aún la costura de tu guante, amigo. Te manda un fuerte abrazo.

Mi particular romance con el mar continuó durante aquellos años, pero nació mucho antes. Desde niño siento esa atracción inexplicable que durante siglos echó a pueblos enteros sobre su pecho bravo. Supongo que todo empezó en el colegio, cuando en clase leíamos por turnos las aventuras del Corsario Negro. Recuerdo aquellas tardes de invierno en Santander. El sol tímido y naranja colándose entre las cortinas del aula, y el sonido variante y cadencioso de la lectura yendo y viniendo. Mi cabeza dispersa entre islotes, galeones, filibusteros; la luna rielando sobre el mar lejano del color de la tinta china. Y el pelo de Concha. Aún veo al sol cobrarse de sus mechones rojizos reflejos preciosos de miel y sanguina. Concha era mi amor platónico, sí, la chica que me gustaba. Se sentaba unas cuantas filas por delante de mi pupitre y era muy aplicada. Siempre concentrada en la tarea, sin despistarse, siempre a lo suyo. Yo era el Corsario Negro, ella la duquesa de Weltendram. Yo la salvaba de los peligros cuando las cosas se ponían feas: primero ensartaba a los malos, y después la llevaba en volandas, asida por las caderas, dejándola a continuación delicadamente sobre el piso. Entonces ella me sonreía y los dos nos besábamos. Sin lengua, claro, que éramos unos críos. Pero nuestro amor nunca fue declarado, y mucho menos efectivo, porque entre ella y yo se agitaban sin cesar los alumnos con sus voces haciendo de Carmaux y del gobernador y de los otros corsarios: el Rojo y el Verde. Pero aun así, por las calles estrechas de su pelo, envuelto en la cadencia vaga de la lectura, todas las tardes encontraba yo el mar. ¡El mar! Siempre el mar en Concha.

Llegaron después, años más tarde, el servicio militar en Melilla y el trabajo en distintas ciudades; los programas de televisión, los reportajes, los platós, los viajes agotadores. Pero en todas las ocasiones, por encima de las cosas y a lo largo de todos los tiempos, palpitando con fuerza en mi corazón, la pasión ardiente por el mar, creciendo y ascendiendo por mis chimeneas como lava de un volcán en erupción. No hay día ni hora en que yo no evoque –si acaso inconscientemente, a veces de modo leve o imperceptible– el sortilegio asombroso del mar, su divina existencia. Mi corazón, como una caracola, mantiene su murmullo siempre cerca, aun cuando las vicisitudes y las cosas de la vida me confinen tierra adentro y lluevan reveses y desencantos. En efecto, el mar vive en mí. De Concha no sé nada.

5. LA ENERGÍA

 

Estaba sentado en mi escritorio cuando, ojeando unos apuntes, descubrí la teoría que habla del manejo de la energía. Básicamente viene a decir que esta tiene cuatro dimensiones conectadas entre sí: la física, la emocional, la mental y la espiritual. Si colocáramos esas cuatro dimensiones a modo de franjas una sobre otra formando una gran pirámide, la física ocuparía su base, haciendo referencia a la cantidad de energía que somos capaces de acumular; por encima de ella, la franja emocional, expresada en términos de calidad a la hora de gestionarla; justo por debajo de la cúspide, en el tercer escalón, la energía mental, referida a la concentración que mostramos al negociarla, y, finalmente, en la parte más alta de la pirámide, la franja espiritual, que aglutina mejor que ningún otro campo nuestra verdadera fuerza energética. Al parecer, cuando la energía se gestiona desde la base hacia la cúspide –es lo que ocurre en la mayoría de los casos– nos desarrollamos «solo» convenientemente, pero cuando se hace en el sentido contrario –desde la franja espiritual hacia la física– el desarrollo llega a ser extraordinario. Al final, por lo que se ve, nuestra misión de ser felices se ve favorecida por la cantidad y la calidad de la energía que invertimos durante el tiempo del que disfrutamos, que para todos es el mismo: veinticuatro horas al día. En definitiva, la teoría parece asegurar que todo irá sobre ruedas si estamos físicamente energizados, emocionalmente conectados, mentalmente concentrados y espiritualmente alineados de modo genérico, o sea, equilibrados. ¿En qué punto me encontraba yo? Averiguarlo era para mí la primera tarea. Dejé los apuntes sobre el escritorio y me recliné en la silla. Escuché las cornetas de los soldados en mi cabeza, observé a los zapadores cavando las trincheras. Mal rollo. Sorbí mi café lentamente. Recordé entonces la historia de un pintor.

6. EL PINTOR

 

Ocurrió en Holanda, en el siglo XVII. En una ciudad costera vivió un tipo que tenía la extraña costumbre de embarcarse solamente durante los temporales. Menudo valor. Nadie comprendía la asunción de un riesgo innecesario por parte de alguien que no se ganaba la vida en el mar: no era pescador, ni comerciante, y apenas tenía nociones de navegación; para qué jugarse el pellejo. Sus paisanos se encogían de hombros al verle a bordo con aire resolutivo, portando su bolsón cargado de bártulos. –Si no es más que un pintor. ¡Un vulgar pintor!– se decían. Algunos se llevaban las manos a la cabeza. Pero aquel hombre sabía muy bien lo que hacía y aprovechaba su tiempo valioso. Para él, cada jornada entre las olas amenazantes suponía una estupenda lección. Así que al cabo de los años el artista sabía captar como ningún otro la esencia de aquel mar, llevándola con maestría a la tela. Nada escapaba a sus pinceles: la violencia del viento erizando las aguas, los barcos republicanos brincando sobre el campo espumoso, la angustiosa imagen del mar trepando los acantilados, desgarrando con saña los roquedos antes de precipitarse en el vacío. De pronto, el pintor era un maestro capaz de gestionar el espíritu del mar sobre el lino. Llegaron entonces las lisonjas y sus obras fueron reclamadas primero por los potentados de la ciudad, más tarde por los nobles de las provincias, finalmente por los reyes extranjeros. ¡Quién lo hubiera dicho!, mascullaban algunos paisanos corroídos por la envidia, el hombre desaliñado, cargado siempre con su bolsón lleno de bártulos, era ahora el reputado pintor de marinas. Su esfuerzo había merecido la pena, no cabía duda; su recompensa era tangible, balsámica.

Qué magnífica lección, me dije. Sin riesgo no hay ganancia. Apuré el café y me quedé pensativo, dándole vueltas a mi cabeza. Escuché entonces el sonido nítido de la llamada.

7. LA LLAMADA

 

El sol de la tarde se coló en la habitación bañando de color naranja el escritorio lleno de bártulos. Mis libros náuticos, el compás, la calculadora científica, todo adquirió una tonalidad plausible, soberbia. Mientras tanto el mar comenzaba a llamarme a gritos, como al Corsario Negro, reclamándome vivir mi propia aventura. Deduje entonces que echándome a su pecho húmedo y agitado hallaría una forma efectiva de admirarme y respetarme profundamente. Esa era la clave del asunto: lo que se admira en los demás debe admirarse en uno mismo. ¿Cómo no me había percatado antes? Debía propinarle un hachazo a mi vida y hacer brotar de su tronco la sangre mala, para generar una savia nueva y jovial capaz de expulsar a los demonios, derrotar al invasor y sanar las heridas. Mi rito de paso comenzaba a otearse en el tiempo, sobre el horizonte de mis papeles y libros bañados por el sol. Yo, solo en el mar, saboreando la esencia única y universal de la vida: su carácter primigenio y salvaje. Vida en estado puro, nada de mentiras ni aderezos, fuera las palabras vacías, las injusticias, se acabaron las naves espaciales viajando en dirección contraria: tan solo un hombre y el mar, y por encima de mi cabeza, sobre el vientre oscuro del cielo, las estrellas señalando mi camino como las piedras a Pulgarcito. Me puse en pie, alterado. Posé la vista en las cartas náuticas y recorrí sus infinitos caminos de agua. El mío sería un acto de fe, y no habría discusión posible sobre la sinceridad emocional de mi empeño. Nadie podría alzar la voz en mi contra. Me echaría al mar sin más, huyendo, bailando sobre el lomo fresco de las olas; preparado para descubrir la soledad verdadera, padecer el azote negro de la noche, vivir del silencio, del perfumado aroma del viento, de los soles rojos henchidos como grandes velas. De pronto me sentí dispuesto a regresar al manantial de los primeros tiempos y a excavar su origen en la roca. Quizás así acabaría conociéndome verdaderamente, listo para afrontar los cambios. Aunque no todo era para echar cohetes. El resultado final de la aventura podría ser la muerte. Bueno, qué más me daba, yo nunca interpretaría mi trance como un suicidio, sino como un arriesgado viaje al centro de la Tierra. De cualquier manera, tendría que tomar cartas en el asunto, porque la inacción, en mi caso, suponía ya de por sí una dolorosa condena. Estaba claro: mejor morir caminando que sentado en el parque dando de comer a las palomas.

Observé las cartas sobre el escritorio imaginando el mar encrespado, el cielo negro, un cascarón de nuez, el pintor de marinas danzando sobre las olas. Él creyó, como los profetas; vivió a todo trance y se ganó el reconocimiento de todos, embarcándose una y otra vez en la búsqueda del tesoro, asistiendo a un milagro fascinante que al fin y al cabo era el suyo propio. Decididamente yo también lo haría. Daría el paso. Mi llamada (¿la de Dios?) sería atendida. No estaba yo para cabrear a nadie. La mía sería una misión divina. Sí, eso, y Dios me protegería, como a Moisés en su huida. El mundo empezaba a alterarse, oh, sí; por fin la tierra temblando bajo mis pies, ¡bravo! Tranquila, mamá, no hay por qué preocuparse.

8. EL CUADRO

 

Tomé papel y bolígrafo y recuperé el contenido práctico de la teoría de la energía. Dibujé un gran cuadro. En él escribí en una columna vertical, de arriba abajo, a modo de eje de ordenadas, los cuatro campos en torno a los cuales se articula y gestiona la energía: espiritual, mental, emocional y físico.

Añadí un aspecto más que no tenía que ver con el resto, pero que a mí me importaba bastante: las relaciones con mi entorno social. Después, sobre un eje de abscisas, en tres filas de izquierda a derecha, escribí las palabras: Motivaciones, Mejora y Merma (mis tres emes). En la columna de Motivaciones registré qué aspectos de cada uno de los campos de la pirámide esperaba potenciar durante mi aventura en el mar. Es decir, cuáles eran en principio las expectativas de mejora en cada uno de esos campos. Bajo las palabras Mejora y Merma, a la altura de cada dimensión, dibujé un símbolo indicativo señalando si conseguiría (Mejora), o no (Merma), satisfacer esas motivaciones iniciales durante el desarrollo del proyecto. No era más que una consideración arbitraria antes de comenzar, pero me pareció válida. Escribí ideas sueltas, tal como me llegaron a la cabeza, sin preocuparme por la redacción de los textos para no entorpecer la espontaneidad de mis pensamientos. Observando el cuadro, colegí que lanzarme a la aventura me haría mejorar ostensiblemente en tres de los cuatro ámbitos de la energía: me hallaría espiritualmente alineado, mentalmente concentrado, emocionalmente conectado y físicamente energizado desde el principio. Mejorarían también mis relaciones sociales y las consideraciones en el entorno. Solo en el plano físico iría perdiendo energía de forma regular y constante, pues mi desgaste sería mayúsculo. Mi gasolina iría consumiéndose poco a poco en una inmensa autovía de agua. Por eso en la casilla correspondiente dibujé un símbolo indicativo bajo la palabra Merma. Así las cosas, debía afrontar el inicio de mi aventura físicamente al cien por cien, lleno de combustible.

Dejé el bolígrafo sobre la mesa. En el ecuador de mi aventura realizaría un nuevo cuadro para revisar qué aspectos de cada dimensión de la energía habrían mejorado o mermado, y qué nuevas motivaciones, desconocidas antes de emprenderla, habrían aparecido. Enseguida comprobé que las motivaciones consignadas eran muchas, demasiadas. Deduje que mi pirámide energética se levantaba a la sazón sobre arenas movedizas, aguantando milagrosamente el tipo sin desmoronarse. La sensación de andar extraviado en mi nave espacial tenía buen fundamento. Me resultó milagroso no haberla estrellado aún contra algún artilugio en órbita. Era tal la expectativa de mejora, que esta me hizo considerar el punto de partida como un lugar lleno de carencias. Básicamente, antes de comenzar a navegar, este era mi cuadro de las tres emes:

 

MOTIVACIONES

MEJORA +

MERMA –

PLANO ESPIRITUAL

Comunión con la naturaleza, concretada en el mar. Silencio.

Pensar en las cosas esenciales de la vida. Meditar.

PLANO MENTAL

Desarrollar un proyecto original y novedoso. Aplicar con eficacia la fórmula problemasolución. Sentirme útil. Establecer rutinas de trabajo. Fomentar la disciplina.

PLANO EMOCIONAL

Reivindicarme en torno a una decisión personal. Generar autoconfianza. Vivir una experiencia propia. Conectarme a ella con pasión.

PLANO FÍSICO

Disciplina. Exigencia. Ejercicio. Dieta.

ENTORNO SOCIAL

Ganar credibilidad y respeto. Tomar a la gente en serio, apreciarla. Abordar con un talante más auténtico mis relaciones interpersonales.

9. EL BARCO

 

Tras leer detenidamente el cuadro, comencé a trazar mi plan. Tomada ya la decisión irrevocable de echarme al mar, lo primero que debía hacer era buscar una embarcación con la que hacerlo. Al fin y al cabo esta sería mi pequeña casa flotante durante meses. Después de comparar y analizar ventajas e inconvenientes, descarté un buen número de ellas, escogiendo por fin la mía: un kayak trimarán[11] biplaza de algo más de cinco metros y medio de eslora[12] de la marca americana Hobie Cat. Casco de polietileno, brazos de aluminio entre este y sus patines de apoyo, y un mástil flexible y desmontable de fibra de carbono de casi seis metros de longitud. Orza y timón abatibles, más de ocho metros cuadrados de vela, un par de remos y dos juegos de pedales cuya función consistía en desplazar unas alargadas hojas bajo el agua. Sí, mi casa era también una bicicleta marina. Los pedales activaban un sistema inspirado en el movimiento de las aletas de los pingüinos. Las palas se movían en sentido perpendicular a crujía[13], capaces de impulsar la embarcación con gran potencia. Pensé que podrían sacarme de apuros en ocasiones puntuales. Los pedales serían especialmente útiles para propulsar el kayak durante los días sin viento, y para maniobrar en puertos, playas y lugares en los que la vela tendría que estar recogida. Por lo demás, mi casa flotante era como un pequeño dormitorio: manga[14] de tres metros y dos trampolines de tela a modo de camas elásticas suspendidas entre el casco y los patines. Calculé que dispondría de unos ocho metros cuadrados para vivir en ella. Eso sí, sin cabina, ni posibilidad de guarecerme con mal tiempo. Pero no estaba mal. Por desgracia, algunas familias disfrutan de menos espacio para comer, dormir y que el niño haga los deberes.

Hablando de pesos, el casco central de mi kayak desplazaba menos de 90 kilogramos, y el artefacto en sí gozaba de una buena capacidad de carga: 272 kilos. Estimé que sería más que suficiente para llevar a bordo todo el material que necesitaría transportar, teniendo en cuenta, además, que iría reponiendo muchas cosas en cada puerto: agua dulce, latas de garbanzos, alubias, lentejas, sardinas, galletas, manzanas, plátanos, nueces, dátiles, magdalenas rellenas de mermelada. En cualquier caso calcularía escrupulosamente el peso de todo el material embarcado: herramientas, instrumentos de navegación, cámaras de vídeo, pilas, cabos, lápices, el sacapuntas. Cualquier cosa.

Ya tenía mi barco (sobre el papel, claro). Llamé al distribuidor de la marca Hobie Cat en España y se puso al aparato su responsable: Alberto Torné. Alberto era un tipo estupendo, alegre y de ánimo férreo. Uno de esos optimistas capaces de convertir un problema serio en una tarta de queso. Como buen hombre de mar se enamoró al instante del proyecto, a pesar de sus riesgos y condiciones. Me prometió una embarcación y quedamos en conocernos personalmente más adelante. Cerramos nuestro trato por teléfono, sin documentos ni firmas, como dos buenos pasiegos mercando vacas. Alberto me daría la embarcación a cambio de la publicidad en los medios. Todos ganaríamos, como dicen los americanos: winwin. La teatralidad medieval siempre se me dio bien, así que comencé a verme en mi trimarán brincando sobre el piélago, cargado de ilusiones y trastos, acercándome al sol, a las estrellas, acariciando con mimo la cresta merengada de las olas, aislado en muchas ocasiones… ¡Aislado! Cierto, en realidad así sería. Buen nombre para mi barco: Aislado. Y también llamaría así a mi proyecto; con suerte, un futuro programa de televisión: ¡Aislado! A mí me sonaba muy bien. ¡Por fin era un capitán con barco! Me sentí tremendamente ilusionado, como el niño cerrando el libro de golpe, gritando yupi y saliendo escopetado al patio de recreo. Me despedí de Alberto más que satisfecho y colgué el teléfono con una sonrisa de oreja a oreja. No cabía en mí de alegría. Todo parecía marchar sobre ruedas. ¡Yupi, yupi, yupi!

 

 


[11] Trimarán: embarcación, generalmente de vela, de tres cascos.

[12] Eslora: longitud del barco de proa a popa.

[13] Crujía: plano que divide la embarcación en dos mitades simétricas de proa a popa.

[14] Manga: anchura mayor de un buque.

10. LA RUTA

 

¿De Algeciras a Estambul? ¿Por qué no? Me parecía una buena idea. El Mediterráneo de cabo a rabo: unas 2200 millas náuticas[15] de recorrido, algo más de 4000 kilómetros de mar por una senda salpicada de islas y puertos donde hacer escala. Las etapas no excederían nunca de los tres días sin tocar tierra, lo cual –siendo honestos– tampoco era moco de pavo. Aislado no tenía cabinas, y yo viajaría totalmente expuesto a la mar y a sus estados de ánimo, pero visualizar la aventura llevada a tal extremo me excitó al instante. El viaje no dejaría de ser algo más que una larga y azarosa experiencia llena de peligros, y tres días a bordo sin pisar puerto podrían llegar a ser muchos. Bueno, ya me las iría apañando. El plan inicial observaba escalas ineludibles, pero juzgué que sería más práctico ir considerando cada etapa en función de las circunstancias, el estado de Aislado y el mío propio. Calculé que tardaría entre cuatro y cinco meses en completar mi recorrido, aunque nunca se sabe. Al margen de mis improvisaciones durante la ruta, tracé un recorrido tipo de Algeciras a Estambul sobre la carta náutica. En realidad partiría desde Sotogrande, navegaría la bahía de Algeciras y cruzaría el estrecho de Gibraltar recalando en Ceuta; a continuación costearía Marruecos hasta Melilla, para atravesar después el mar de Alborán camino del cabo de Gata; desde allí afrontaría múltiples singladuras hasta tocar en Jávea. Y a partir de entonces comenzaría mi viaje saltando como una ranita entre islas: Formentera, Mallorca, Menorca, Cerdeña; Túnez, otros lugares en Italia, y Grecia y Turquía. Dardanelos, Mármara, y el estrecho del Bósforo proa a Estambul, bañando por fin la panza de Aislado en las aguas interiores del Cuerno de Oro…, y ¡todo a pelo! Viviría cerca de ciento cincuenta días a bordo de mi pequeña casa sin baño, sin cama, sin tostadora ni café caliente. Fruncí el ceño imaginándome solo en el mar, como un cervatillo entre las zarpas juguetonas del tigre. Inquietante…

Pero aún había más. El otoño no es el mejor momento para navegar el Mediterráneo. Existían razones, a saber: en Europa austral, los meses del verano largo y caluroso ceden el paso a los días en que el suelo del continente y sus costas experimentan un enfriamiento drástico. Puesto que el mar conserva su temperatura mejor que la tierra –perdiendo menos calor que esta–, los valores registrados por el termómetro entre grandes áreas de mar, o entre regiones de mar y tierra, generan diferencias de presión considerables que pueden provocar vientos coléricos, tormentas y espantosos temporales. Definitivamente aquel no era un buen marco para echarse a navegar, pero afrontar mi situación personal era para mí lo más importante. Lo primero. Todo lo demás podría esperar. Mi realidad pesaba tanto sobre la balanza que cualquier peligro parecía ligero e intrascendente si enfrentándolo comenzaba mi proceso de exorcizar a los demonios y echarlos a patadas. Purificación, eso era en realidad; el eco de una misión divina. No quedaba otra.

 

 


[15] Milla náutica: medida de longitud empleada en la navegación. Equivale a 1852 metros.

11. EL RAYO

 

Entré en un locutorio y llamé a California (allí está la sede matriz de la marca Hobie Cat). Tenía muchas preguntas que hacer –información práctica que recabar–, así que hablé con uno de sus jefes técnicos. No recuerdo su nombre, y espero que a estas alturas de la película él tampoco recuerde el mío:—¿Cómo? ¿De Algeciras a Estambul? ¿Se ha vuelto loco? ¡Nadie ha navegado con esta embarcación en mar abierto! ¿Que irá solo?, ¿sin un barco de apoyo? ¡Está usted chalado!

La verdad es que me sentí ridículo, como un niño planteándole al padre un juego imposible. Insistí en que tendría cuidado. A pesar de la sorpresa inicial, mi interlocutor fue muy educado y solvente. Hablamos de aspectos genéricos, de materiales, del recorrido. Cualquier larga distancia navegada –a pesar de las escalas– en mar abierto supondría un hito para la marca. La etapa entre Mahón (Menorca) y Carloforte (Cerdeña) sería la más larga realizada en solitario y sin apoyo con un trimarán como Aislado: 200 millas náuticas sobre mi pequeña embarcación. Todo un récord, lo cual tampoco me importaba demasiado. Mi única motivación consistía en atizar la paliza a los demonios, como Solsona y yo sobre el ring, chuletón va, chuletón viene: uno, dos, y gancho de izquierda. Sudor y sangre.

Pregunté al americano qué hacer en caso de tormenta con aparato eléctrico. La duda me comía la cabeza desde hacía semanas.

—Usted y su equipo no deberían asumir ese riesgo, es muy peligroso.

—¡Ya! —dije lacónico, transmitiendo la fatalidad de un viaje ineludible.

—Por su bien, tomen las debidas precauciones —apuntó seriamente.

—No se preocupe, somos españoles, ya inventaremos algo… —El tipo rio con reservas.

¿Debidas precauciones? ¿Y cuáles serían? Nos despedimos amistosamente y colgué. Me imaginé en su lugar. ¿Qué diablos estaría pensando?

La marca excluía el supuesto de navegar entre rayos, ya que el diseño de la embarcación no estaba concebido para largas travesías al albur de tamaño imprevisto. Pero la mía iba a serlo. ¿Qué podría hacer entonces? Padecer una tormenta con aparato eléctrico en mitad del mar, sentado junto a un palo de carbono ionizando el aire (llamando a los rayos a gritos) resultaría verdaderamente preocupante. Pensé en posibles soluciones. Dibujé en las servilletas de los bares, tracé bosquejos, esquemas: ideé artefactos que ni yo mismo era capaz de comprender. Incapaz de dar con la tecla, contacté con varios electricistas, con dos ingenieros inventores de pararrayos para embarcaciones de recreo y hasta con un técnico experto en rayos propietario de una curiosa patente. Podríamos instalar un pequeño pararrayos en Aislado, propuse. Incluso planteé la posibilidad de remolcar uno largando[16] una gran longitud de cabo por la popa[17]. Los técnicos desecharon ambas opciones. La primera, por arriesgada: un rayo cayendo a dos metros de mi asiento (aun conducido por un cable de cobre hasta una toma) supondría un evidente peligro. Su impacto podría perforar la embarcación, o hundirla directamente. La segunda, por ineficaz: el paraguas protector de la descarga se situaría muy cerca del agua, dejándonos a Aislado y a mí fuera de su cobertura, expuestos al efecto dañino del rayo. Devastadora escena. Tendría que seguir escudriñando. Por la noche soñé con un cielo negro iluminándose con los fogonazos; el estampido de los truenos, la mar azotada, el rayo afilado hincándose en la carne. Tampoco la prensa ayudó. El diario titulaba: «Muere un pescador fulminado por un rayo». El tipo era ecuatoriano. La descarga le partió el pecho a la altura del bolsillo, justo donde guardaba su teléfono móvil, decía el artículo. El hombre cayó por la borda, y aunque su sobrino trató de izarlo, no fue capaz. Las botas del pescador, hasta los topes de agua, lastraron su cuerpo de plomo (aún vivo) con el dolor del fuego a cuestas. Me puse en el lugar de sus familiares: la noticia desde el fin del mundo, el cadáver expatriado oliendo a chamusquina, barro fresco, sopa marina con azogue, qué se yo. Uno no emigra a otro país para morir fulminado por un rayo, ¿verdad? No es justo, qué diablos.

Truenos, rayos, pollos calcinados, la tostadora echando humo…, después de semanas imaginando desastres sin pies ni cabeza, un joven experto inventor de su propio pararrayos apuntó una solución práctica:

—Cuando la tormenta se aproxime, apaga toda la electrónica; todo lo que de algún modo ionice el aire y lo excite llamando al rayo. Retira también los aparatos situados en posiciones elevadas y desmonta sus soportes y el palo del barco.

—¿Puedo utilizar las cámaras? —pregunté.

—Sólo si no emiten señales por radiofrecuencia: wifi, bluetooth, etc. Si lo hacen, tendrás que apagar los equipos.

El resto consistiría en esperar, sentado e inmóvil, durante la terrible danza del fuego; ah, y rezar.

—De todos modos, —puntualizó el experto—, la probabilidad de que un rayo impacte en la embarcación después de cumplir con todas estas premisas es casi inexistente. Digamos que si te cae un rayo encima es porque Dios no quiere que termines tu aventura.

—Genial, me quedo mucho más tranquilo —respondí—. Dios y yo nos llevamos estupendamente, no hay problema.

Me despedí y colgué. Imaginé un rayo azul taladrando el lomo de Aislado, traspasándolo hasta el tuétano, recorriendo a continuación el océano como un torpedo hasta la otra parte del mundo. Fruncí el ceño. ¡Buf!, mal rollo.

Procurar estar a bien con Dios antes de la partida se convirtió en otra parte importante de mi preparación. No tanto por el asunto de los rayos, sino porque al fin y al cabo el mío era también un viaje interior, un largo paseo con el que intentaba iluminar las angostas calles de mi ciudad de las dudas. Tendría que hallar la vía de entrada al planeta organizado de los hombres y las mujeres felices a toda costa.

Volviendo a los rayos, solo un apunte: las masas de agua salada son excepcionales conductoras de la electricidad. La conductividad es, en términos genéricos, la característica opuesta a la resistencia, o sea que podemos expresarla como la habilidad de una sustancia para conducir o transmitir sonido, calor y, como en este caso, electricidad. El agua de mar, debido a la gran cantidad de sales que contiene, es mejor conductora que el agua dulce; por lo tanto, en puridad, estar sentado sobre Aislado en medio del mar sería lo más parecido a representar una minúscula pizca segregada de un todo conductor: un punto diminuto en la gigantesca diana de agua salada sobre la cual podría impactar el dardo. Teóricamente: nada que temer. Los rayos no podrían tener tanta puntería. Yo tendría suerte. Dios estaría de mi parte. Y la Virgen. Y Zeus. Entre todos haríamos buena pandilla.

 

 


[16] Largar: soltar un cabo, o dejarlo libre.

[17] Popa: parte posterior del barco.