LavenganzadeRamsay_cubierta_para_epub.jpg

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

Agradecimientos

Biografía de la autora

Fanpics

LavenganzadeRamsay_rotulo_titulo


LavenganzadeRamsay_rotulo_autor



Traducido por María José Losada




Z_Logo_Phoebe_75px


Título original: Ramsay

Primera edición: enero de 2018

Copyright © 2016 by Mia Sheridan

© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2018

© de esta edición: 2018, Ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena, 18
28033 Madrid
phoebe@phoebe.es

ISBN: 978-84-16970-51-3
BIC: FRD

Fotografía: Shutterstock
Diseño de portada: Mia Sheridan
Maquetación y rótulos de portada: Calderón Studio


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.





Este libro está dedicado a Angie, Addie, Lucie, y Callie. Me alegro de llamaros hermanas, pero me hace más feliz todavía consideraros mis amigas.



Prólogo


Brogan


«Ella me está esperando».

Moví los pies con rápida suavidad sobre la hierba que había cortado esa misma tarde. Lo había hecho con la segadora, por lo que el resultado era una amplia extensión de césped a rayas, alternando las más claras con otras más oscuras. A veces, el patrón que seguía era un tablero de ajedrez, y otras elegía diamantes. Mi padre siempre sacudía la cabeza con incredulidad cuando le decía que creaba los patrones sin dibujarlos antes en papel, sin usar cuerdas ni siquiera para hacer la primera línea de diseño. «Cuando está lo suficientemente sobrio para darse cuenta, claro está». Sin embargo, así era. Lo veía en mi cabeza y calculaba dónde era necesario girar para conseguir la forma. Sabía por instinto dónde tenía que moverme para que la línea fuera recta. Aunque no era capaz de explicar por qué ni cómo lo hacía.

El fuerte olor a hierba cortada se mezclaba con el aroma de los tilos que bordeaban el jardín y la dulce embriaguez de la madreselva, que crecía muy cerca. Intenté dejar la mente en blanco, tratando de ignorar la miríada de olores. Se me puso la piel de gallina y caminé con más rapidez. Los olores no me resultaban desagradables, pero no podía pensar con claridad cuando me encontraba cerca de un perfume demasiado intenso, y ahora quería pensar. Quería pensar en ella.

—Lydia —susurré, adorando la forma en la que su nombre vibraba en mi lengua, la forma en la que la D suavizaba la A final, rematando la sílaba con un suspiro. Quería recordar las delicadas líneas de su cara; quería ver su pelo en mi mente, una cascada dorada como el sol veraniego cayendo por su espalda, y sus ojos, que no eran azules ni verdes, sino una mezcla perfecta de ambos colores. Jamás había logrado averiguar cuál era el tono real. También quería recrearme en las tiernas curvas de su cuerpo, en la plenitud de sus pechos ceñidos por las camisetas sin mangas, que desbordaban la parte superior del bikini, en la forma en la que su cintura se estrechaba para volver a curvarse hacia las femeninas caderas y las nalgas. Sentí que me hinchaba dentro de los vaqueros y fruncí el ceño. Con solo recrear su imagen, ya me excitaba. Pero, aun así, seguí pensando en ella, deslizando los ojos más abajo, por las torneadas piernas de Lydia hasta aquellos pies perfectamente formados. ¡Incluso los dedos de sus pies eran perfectos!

Quería tomarme unos minutos para recordarla antes de verla en persona, así no sería tan obvio cómo me afectaba su belleza. Imaginarla previamente siempre me ayudaba a suavizar ligeramente el impacto de contemplarla en la realidad. Sin embargo, ella sabía cómo me afectaba. Lo notaba por la forma en la que movía los hombros cuando yo estaba cerca, como si supiera muy bien que la estaba observando y le gustara. Lo percibía en la inclinación involuntaria de su cabeza y la forma en la que me miraba para asegurarse de que mis ojos no dejaban de seguirla, en la manera en la que imprimía cierto movimiento a sus caderas solo para mí.

Lydia era una princesita, la hija de Edward De Havilland y su primera esposa, aunque ahora estaba casado con Ginny. Era multimillonario y propietario de una de las mayores empresas constructoras privadas del estado. Además, Lydia tenía un hermano mayor muy protector. Era mimada, pretenciosa y muy indulgente consigo misma, una coqueta incorregible, como yo bien sabía. Sin embargo, no podía soportar estar alejado de ella.

—Maldito idiota… —murmuré para mis adentros.

Yo era el hijo del jardinero de la familia. El hombre que nos había llevado a mi hermana y a mí desde una pequeña región de Irlanda hasta Estados Unidos en pos de una supuesta vida mejor después de la muerte de nuestra madre. El que nos había prometido que aquí todo iría mucho mejor, pero que se dedicaba a empinar el codo tanto o más de lo que lo hacía en casa. Mi padre, Sean Ramsay, era un maldito artista de mierda y un inútil. Pero yo trabajaba por él, para que no lo despidieran, porque necesitábamos su salario con desesperación, necesitábamos el seguro de salud que venía con ese empleo. Porque mi hermana pequeña, Eileen, estaba enferma y necesitaba realizar interminables visitas a los especialistas, médicos que tenían unas consultas muy caras.

Él me había prometido que dejaría de beber, y esperaba que fuera cierto. Aunque algunos días eran mejores que otros, hoy no era uno de ellos.

A pesar de que tenía diecisiete años, muchas veces me sentía como si tuviera setenta.

Cuando mi padre lograba controlar su problema con la bebida, hacía que el señor De Havilland me contratara para trabajar a tiempo parcial después de la escuela como ayudante. Así que ahora, si me veía alguien, creería que era eso lo que estaba haciendo. O por lo menos eso esperaba. Lo que ellos no sabían era que a menudo trabajaba hasta altas horas de la noche en los jardines De Havilland para asegurarme de que nadie se daba cuenta de que mi padre había abandonado la mayor parte de sus funciones.

El padre de Lydia también se había dado cuenta de los patrones que dibujaba al cortar la hierba, y cuando me preguntó por mis notas en matemáticas y le dije que asistía a cursos avanzados desde noveno grado, se quedó impresionado. Me había ofrecido un trabajo en su empresa durante el verano. Me había hecho sentir muy orgulloso y emocionado, y acepté sin dudar. Eso podía significar que al fin podríamos permitirnos pagar algunos de los tratamientos médicos que nos recomendaban para Eileen. Y tal vez, solo tal vez, algún día ganaría lo suficiente para poder invitar a Lydia a salir conmigo.

Sí, Lydia era una princesita, pero cuando me sonreía, mi corazón me daba un salto mortal en el pecho. Cuando se reía, su risa era como la música más dulce, y no había nada más agradable para mis oídos. No soltaba llamativas carcajadas como algunas personas, que solo hacían que quisiera taparme los oídos con los dedos. Ella era suave, preciosa y femenina, y me hacía desearla de una forma que odiaba y adoraba a la vez. A pesar de ser una princesita, nunca me miraba como lo hacían algunas de sus amigas cuando venían a nadar o a las fiestas que ella daba en su casa, con una mezcla de desdén y lujuria, como si les avergonzara sentirse interesadas por mí. No, Lydia solo era coqueta, pero tenía otras cualidades por las que me sentía atraído, no solo su asombrosa belleza, sino una profundidad que no poseían otras chicas de su edad.

Me encantaba cuando me buscaba en los jardines y charlaba conmigo mientras yo trabajaba. Vivía para esos momentos. Me encantaba cómo se burlaba de mí, sin hacer que me sintiera inferior y sin parecer condescendiente. Y nadie me hacía reír como Lydia, con aquel ingenio que me sorprendía siempre.

La vi debajo de un sicomoro, junto a los establos, antes de que se diera la vuelta. Pero por la forma en la que enderezó los hombros, supe que había sentido mi presencia. Se tomó su tiempo para darse la vuelta, pasándose el pelo por encima del hombro e inclinando la cabeza hacia un lado mientras me brindaba una sonrisa deslumbrante.

Mo chroí —le dije al tiempo que me acercaba lentamente.

—Ya te he dicho que no me llames así, Brogan. No soy una princesita —protestó, moviendo la cabeza para recorrer mi cuerpo con los ojos. Cerré los puños para permanecer inmóvil, para mantener la sangre fría y no ponerme duro bajo aquel lento escrutinio, para no darle una prueba palpable de su poder sobre mí—. Gracias por venir. —Se humedeció los labios con una mirada nerviosa que no le había visto antes.

«¿Qué pretende?».

Entrecerré los ojos un poco al tiempo que metía las manos en los bolsillos y apoyaba el hombro contra el tronco de un árbol. El sol había comenzado a descender, por lo que el cielo aparecía pintado con brillantes tonos rosados detrás de Lydia.

—Es que… —Se volvió a humedecer los labios mientras cruzaba los brazos, haciendo que sus pechos parecieran más rebosantes—. Bien, lo cierto es que… Brogan, nunca me han… nunca me han besado.

La sorpresa me dejó mudo por un momento y se me secó la boca. No estaba seguro de a dónde quería llegar, pero por lo pronto comenzaron a sonar sirenas de alarma en mi cabeza. Me forcé a mantener una expresión neutra, tomándome mi tiempo para responder.

—Me resulta difícil creerlo. Todos los chicos en quince kilómetros a la redonda están interesados en ti.

Lydia iba un curso por detrás de mí, y aunque no asistíamos a la misma escuela, había oído hablar de ella a un montón de compañeros que solo la conocían de vista. Greenwich, Connecticut, era una ciudad muy pequeña.

—Podrías hacer un casting —bromeé con cautela—. Estoy seguro de que se formaría una cola que rodearía el edificio.

«Y yo formaría parte de ella, porque no sería capaz de evitarlo».

—Me imagino que Myles Landry sería el primero. —Myles era un vecino que se pasaba la vida detrás de Lydia. La había visto coquetear con él y me había molestado más de lo que quería. Pero eso era lo que hacía Lydia. Coqueteaba, jugaba con los chicos. Y durante todo el tiempo, mi estúpido corazón la anhelaba, deseaba ser suficiente para ella.

—Muy gracioso —repuso ella—. La cuestión, Brogan, es que quiero que seas tú el primero en besarme. —Dio un paso hacia mí y yo di uno hacia atrás.

—¿Por qué? —exigí. ¿Por qué me hacía esto? ¿Por qué me hacía crearme esperanzas con algo que nunca podría ser? ¿Es que no sabía que estaba volviéndome loco?

—¿Por qué? —repitió ella, inclinando la cabeza con una expresión perpleja. Vi intermitentemente sus iris azul verdosos cuando parpadeó, como si le extrañara que le pidiera una razón.

—Sí, ¿por qué quieres que te bese yo? Soy el hijo del jardinero, no es que pertenezca a tu círculo social. No es como si pudiéramos ser novios o algo así. —No tenía dinero suficiente para salir con Lydia en este momento. A ella le gustaría ir al cine, a cenar, esperaría flores y regalos, y Dios sabía qué más. En casa apenas podíamos permitirnos el lujo de comer todos los días, y yo tenía más apetito que nunca, jamás parecía estar satisfecho. Llevaba los zapatos demasiado pequeños porque me habían crecido mucho los pies en el último año y el presupuesto no era capaz de seguir su ritmo.

Se rio con suavidad y movió la cabeza.

—Siempre dices cosas así, Brogan. Y a mí no me importa nada de eso.

Recorrí su cara con los ojos, tratando de detectar un atisbo de engaño en su expresión, sin encontrarlo. Aunque, claro, ella no sabía de lo que hablaba. No era consciente de la magnitud de nuestras dificultades económicas.

«Oh, Lydia, te importaría. Si conocieras mi situación real, claro que te importaría».

—De todas formas, no has respondido a la pregunta.

Lydia me miró a través de las pestañas, acelerando mi corazón.

—Quiero que me beses porque eres uno de los chicos más guapos de Greenwich, y ni siquiera lo sabes. Porque me gusta cómo me miras, cómo me observas. Pero todavía más porque me gusta mirarte. —Se acercó más a mí y contuve la respiración—. Me gusta cómo se vuelve más ronca tu voz cuando me hablas. Me gusta lo serio que eres, tan diferente a los demás chicos. Me gusta la expresión que pones cuando hundes las manos en la tierra, como si… como si lo sintieras con todo el cuerpo. Quiero saber si en tu cara aparece la misma expresión cuando me toques a mí. Quiero saber en qué piensas siempre con tanta intensidad. Y quiero que me beses porque quiero saber lo que se siente cuando tenga tus labios contra los míos. —La última palabra fue un jadeo, y el corazón comenzó a retumbarme con fuerza en el pecho. ¿Había pensado todo eso sobre mí? Ni siquiera se me había ocurrido que supiera de mi existencia cuando no estaba delante de ella.

Se acercó más y me inundó su fragancia, tan femenina y delicada como ella, cálida y limpia, con apenas un leve toque a… ¿vainilla, tal vez? Quería pegar la nariz a su piel desnuda y cerrar los ojos para inhalar su aroma. Quería ver si podía detectar cada sutil matiz. Entonces, alzó la cabeza hacia mí, mirándome y preguntándome sin palabras si le iba a dar un beso.

—Sí, Lydia, te besaré, pero no haré nada más —dije. Ella tenía razón: mi voz era más ronca cuando hablaba con ella, más ronca y temblorosa. No podía evitarlo. De hecho, parecía que no tenía ningún control sobre mí mismo, sobre mi cuerpo, mi voz o mis pensamientos cuando ella estaba a mi alrededor. Lydia debía saber lo desesperadamente que quería besarla, cómo había soñado con ello desde el primer día que la vi.

Sonrió y me tendió la mano.

—Pero no aquí. Vamos a un lugar donde podamos estar solos.

«¡Oh, Jaysus!».

Saqué las manos de los bolsillos y la cogí de la mano para seguirla. Su piel era suave, cálida, y antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, comencé a trazar pequeños círculos sobre su cuerpo, tratando de memorizar su textura. Me obligué a detener mi pulgar.

Me condujo hasta la puerta trasera de los establos y la cerró una vez que estuvimos dentro. El olor a heno y a caballos me abrumó, nublándome la mente por un momento. Pero cuando Lydia me llevó a una habitación, donde estaba la litera que utilizaban los mozos cuando era necesario por alguna causa, como el parto de una yegua, y cerró la puerta, los olores perdieron su penetrante intensidad y fui capaz de concentrarme de nuevo.

Sentí cierta aprensión ante el hecho de estar totalmente a solas con Lydia en un espacio tan privado, así que solté su mano, haciendo que se detuviera. Ella se dio la vuelta para volver a mirarme.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada. Se está bien aquí… —comenté. Me había llevado hasta la litera, y supe que era una mala idea. La besaría una vez y luego me marcharía. Una pequeña alarma seguía resonando en mi interior, pero la ignoré; sabía que no era capaz de resistirme a ella. Al final, haría lo que Lydia quisiera, y daría igual si era una buena idea o no. Lo sabía y, ¡maldita fuera!, ella también lo sabía.

Lydia dio un paso más, acercándose a mí hasta que nuestros cuerpos casi se tocaron. Entonces, se puso de puntillas y apretó los labios contra los míos. Sentí la suave presión de su boca y fue como si todas mis terminaciones nerviosas se hubieran concentrado allí, donde estábamos en contacto. Un ardiente deseo me recorrió las venas, haciéndome jadear como si me asfixiara. Abrió los ojos y en ellos brilló una expresión tierna y llena de comprensión. Se movió lenta y sensualmente mientras llevaba una mano a mi nuca para enredar los dedos en mi pelo, rascándome con suavidad el cuero cabelludo y haciendo que se me erizara la piel. Me puso la otra mano en la cintura, donde la noté como un cálido peso. Coloqué mis propias manos temblorosas en sus caderas, preparándome, y cerré los ojos para concentrarme en el suave y ligero roce de sus labios.

Titubeante, moví la lengua para descubrir su sabor, tenso por el nerviosismo que me atenazaba por completo. Mis sentidos estaban sobrecargados de una forma que no había experimentado antes y que no sabía manejar. Me envolvía una extraña mezcla de placer y dolor, y la sostuve con firmeza en un apretado abrazo, en una exquisita tortura. No sabía en qué sensaciones concentrarme, aunque Lydia parecía sí saberlo. Dejó caer las manos de mi pelo y mi cintura, por lo que solo nos tocábamos con la boca. Suspiré contra sus labios, aprendiendo su sabor, una sutil dulzura mezclada con un toque a leche y miel. «Dios, es bueno… Mejor que bueno». Completamente fascinado, hundí la lengua en su boca en busca de más, y ella emitió un pequeño gemido, lo que hizo que mi dureza alcanzara cotas dolorosas. Su lengua y la mía se encontraron, húmedas y calientes, y muy, muy suaves, adictivas… Y sin embargo, mis sentidos cantaban. Nuestras lenguas jugaron y se empujaron al tiempo que arqueaba la ingle hacia ella, buscando un poco de alivio, y la búsqueda solo me devolvía una sensación que resultaba a la vez exasperantemente placentera y estimulantemente dolorosa.

Tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para apartarme, y nuestros labios se separaron con un húmedo estallido. Me miró con una expresión de confusión y necesidad a la vez. Eso me cogió por sorpresa. Siempre la había visto muy segura de sí misma.

—¿También ha sido tu primer beso, Brogan? —preguntó con incertidumbre.

Aparté la vista, tratando de controlar mi respiración con desesperación.

—¿Sería malo que fuera así? —pregunté al tiempo que esbozaba una sonrisa con una seguridad que no sentía.

Negó con la cabeza. La expresión de su rostro era casi de… ¿estupefacción?

—No, no lo sería. Sería increíble, me encanta que sea la primera vez para los dos. Es que… Estás temblando. —Me cogió la mano y tiró de mí—. Ven y siéntate conmigo en la cama. Por favor —añadió al verme vacilar. Y la seguí. De nuevo.

Cuando nos sentamos, se acercó más y me pasó un dedo por el pecho.

—Lydia… —gemí.

—¿Puedo verte? —susurró—. Por favor, Brogan… Quiero verte. —Comenzó a tirar de mi camiseta y se lo permití, levantando los brazos para que me la quitara por encima de la cabeza. Permanecí sentado frente a ella casi sin respirar, mientras recorría con los ojos mi pecho desnudo. Sabía que estaba en buena forma física, ¿cómo no iba a estarlo? Realizaba una jornada de ocho horas de trabajo físico casi todos los días. Pero nunca había estado desnudo delante de nadie…, y ella no era una persona cualquiera. Era Lydia. La chica que me hacía sentir una opresión en el pecho cada vez que me miraba. Me sentía vulnerable y asustado. Vi que Lydia tragaba saliva.

—Dios, eres impresionante… —dijo—. ¿Te importa si te toco?

Se lo permití con un gesto de cabeza, ya que era incapaz de responder de otra manera. Levantó la mano lentamente y me pasó la palma por el pecho, usando el dedo índice para dibujar las protuberancias de mis abdominales hasta detenerse en la fina línea de vello oscuro que nacía en mi ombligo y desaparecía por debajo de la cinturilla de los vaqueros. Cogí aire cuando deslizó la mirada más abajo y clavó los ojos en la parte donde mi erección tensaba los vaqueros. Luego buscó mis ojos con una silenciosa pregunta, y debió de leer en mi expresión que le daba permiso porque se inclinó y pasó los dedos por la forma de mi miembro.

—¡Oh, Dios! —gemí, sin poder hacer otra cosa que arquearme hacia su mano. No podía creer que estuviera sucediendo esto. Era… No podía pensar, solo desear. Y deseaba a Lydia. Me parecía que llevaba toda la vida deseándola.

Nos tendimos en la litera y ella me desabrochó los vaqueros antes de deslizar la mano en el interior. Cuando me rodeó con sus cálidos dedos y apretó, solté un gemido mientras seguía tumbado, inmóvil, digiriendo las sensaciones. «Placer y dolor». Buscó de nuevo mis labios con los suyos mientras me acariciaba. Me entregué a su boca por completo. Aquello era increíble. Como si todo fuera excesivo a la vez. Siguió acariciándome y, un minuto después, se incorporó y se deshizo del top y del sujetador. Me miró fijamente mientras se desnudaba, y cuando sus pechos se movieron libres, no pude reprimir un gemido. Era tan hermosa que me dolía verla. Sus senos eran redondos y firmes, con la piel cremosa donde el bikini la había protegido del sol. Sus pezones eran rosados y estaban duros. «Jaysus, es preciosa…». No pude controlarme, me senté y los busqué con la boca, empezando a rodear el pezón con la lengua. Ella contuvo el aliento, pero se arqueó hacia mí.

—No sé qué me haces, Brogan. Me duele. Te deseo. No sabía que… Oh… —jadeó cuando comencé a chupar el pezón, aprendiendo a conocer la textura de su piel más íntima. Era suave como el terciopelo, con los bordes apenas perceptibles. Más suave en la cima. Sabía a limpio, con un ligero toque a vainilla, y quizá una nota de gel de baño que aún no se había desvanecido.

Rodó debajo de mí y buscó mi torso con la boca. Antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo, se levantó y se despojó de la falda y de la ropa interior. A continuación, me quitó los zapatos, los calcetines y los vaqueros. La miré aturdido.

«No deberías permitir que esto ocurra. No deberías».

Pero ya habíamos llegado demasiado lejos y no tenía muy claro cómo había ocurrido.

Pero de nuevo ella se acurrucó a mi lado, cálida y suave, y me olvidé de por qué no era una buena idea. En ese momento, ni siquiera recordaba mi nombre. Mis sentidos estaban concentrados en ella, desnuda entre mis brazos, y me parecía algo bueno, correcto.

«Lydia… Lydia…»

Me besó de nuevo mientras metía la mano entre sus piernas, sintiendo la resbaladiza evidencia de su excitación, que froté entre los dedos antes de buscar el lugar de donde manaba. Ella estaba mojada, empapada de lujuria.

—¡Oh, Dios, Brogan! Sí, por favor. No te detengas.

Nos tocamos y exploramos, nos acariciamos entre gemidos y jadeos. La sangre me hervía en las venas con un ardiente frenesí. Y sin embargo, al mismo tiempo, Lydia parecía entender que no podía asimilar todo a la vez. Parecía saber cuándo retirar la mano de un lugar para que pudiera concentrarme en lo que estaba haciendo en otro. Parecía entender que, para mí, había una línea muy fina entre el placer y el dolor, que mis sentidos eran demasiado agudos. No podía saberlo, por supuesto, porque nunca le había explicado que siempre era así, pero reaccionó a mi cuerpo como si lo conociera de antemano, como si comprendiera lo que me ocurría mejor que yo mismo. Y estuve perdido. Cuando me puse sobre ella, no había ni una pizca de vacilación en su mirada. Separó las piernas y me dio la bienvenida.

Me hundí en su interior centímetro a centímetro, mirándola a la cara. Era preciosa. Fascinante. Me impresionaba estar dentro de su cuerpo… o casi. Cuando llegué a la barrera de su virginidad, busqué sus ojos. Estaban llenos de confianza, de sorpresa…

—Lo siento, lo siento, mi dulce Lydia. Mo chroí… —Y luego presioné con fuerza, arrancándole un grito de dolor. Quería consolarla, pero lo que sentía era tan increíble y me hacía tan feliz que solo pude apoyar la frente en la suya, conteniéndome por pura fuerza de voluntad con los dientes apretados para no embestir en su interior, dejando que ella se acostumbrara a mi invasión. ¿Por qué algo que era tan maravilloso para mí le hacía daño? Nunca había imaginado que sentir sus cálidos músculos apretados a mi alrededor, succionándome hacia lo más profundo de su cuerpo, pudiera ser tan increíble—. ¿Estás mejor? —logré decir por fin.

Ella asintió y empezó a moverse, haciendo que gimiera de placer al sentir la apretada fricción sobre mi palpitante erección. Noté que se me cubría la espalda de sudor, y supe que no iba a durar mucho tiempo.

Tá tú gach rud atá go hálainn dom —suspiré.

«Eres lo más hermoso para mí».

Lydia gimió y arqueó el cuello hacia atrás al tiempo que me rodeaba las caderas con una pierna. Después de algunos empujes más, sentí que el orgasmo me tensaba el vientre, y que mi polla se hinchaba todavía más. Era la primera vez que estaba dentro de una chica. Con un último envite, me corrí. El placer me atravesó, haciendo que se me pusiera la piel de gallina. Gimiendo, me desplomé a su lado y traté de recuperar el aliento antes de volver a mirarla. Su mirada parecía aturdida, pero su expresión era reservada, como si estuviera sumida en sus pensamientos. Se me detuvo el corazón. ¿Se arrepentiría de lo que habíamos hecho? Dudaba que ella hubiera alcanzado el orgasmo, así que debía de sentirse decepcionada. No sabía muy bien qué pensar. Por un lado me inundaba una enorme alegría, pero también sentía inseguridad y confusión, así que traté de recordar cómo debía comportarme.

—¿Estás mejor? —pregunté otra vez, repitiendo las palabras que había dicho en el momento en que había tomado su virginidad.

«Has tomado la virginidad de Lydia De Havilland».

—Sí, ¿y tú? —preguntó ella.

No pude evitar reírme.

—Sí. Es que… no estoy demasiado seguro de cómo ha ocurrido esto.

Lydia me brindó una pequeña sonrisa apoyándose en el brazo. Sus pechos captaron de inmediato mi atención y, para mi sorpresa, mi erección comenzó a palpitar de nuevo.

—Lo sé —convino. Asentí bruscamente, sintiéndome incómodo. Cogí los vaqueros y le entregué a Lydia su ropa. Miré hacia otro lado mientras ella utilizaba su ropa interior para limpiarse la mancha de sangre que tenía en el muslo izquierdo. Los dos nos vestimos con rapidez. Por fin, me sequé las manos sudorosas en las caderas antes de volverme hacia ella.

—Lydia, yo… —empecé a decir, estirando los brazos para cogerle las manos.

En ese momento, la puerta se abrió bruscamente a mi espalda, golpeando la pared con un fuerte ruido. «¿Qué coño…?». La adrenalina inundó mis venas. Vi a Myles Landry en el umbral. «Pero ¿qué cojones…?». Mientras nos miraba, su expresión de perplejidad se transformó en otra de ira.

—¿Lydia? —interrogó con el ceño fruncido. Nos observó a uno y a otro con dardos en los ojos y después se fijó en la arrugada manta que cubría la litera.

Miré a Lydia, que estaba blanca y muy seria.

—¿Por qué me has citado aquí, Lydia? —preguntó Myles en un tono hostil.

Me quedé helado. ¿Lydia se había citado allí con Myles después de haberme pedido a mí lo mismo? ¿Por qué?

Miré de nuevo a Lydia y se me detuvo el corazón al ver la expresión de su cara; estaba llena de culpabilidad. Me había utilizado. Quería que Myles nos encontrara aquí. ¿Se trataría de un juego? ¿Había sido, sin saberlo, un mero peón para ella? ¿Su intención era provocar los celos de Myles? ¿Devolverle algo que le había hecho? Era estúpido al sentir dolor en vez de ira en ese momento. No recordaba haberme sentido tan mal desde que me enteré de que mi madre había muerto.

Lydia movía la cabeza, todavía con expresión aturdida.

—Lo siento —susurró, mirándome con aquellos ojos enormes. En ese momento eran de un azul brillante, sin nada de verde—. No quería que esto llegara tan lejos. Solo quería que él nos encontrara… besándonos. —Sentí que se me rompía el corazón.

—¿Qué está pasando aquí? —Volví la cabeza hacia la puerta cuando Stuart De Havilland, el hermano de Lydia, entró en la habitación. «¡Mierda!». Sabía que esto iba de mal en peor; sin embargo, no podía sentir nada. Estaba entumecido.

Igual que en el caso de Myles, la mirada de Stuart pasó de Lydia a mí, y de mí otra vez a ella. Por primera vez, vi que había una mancha de sangre en la manta. Noté la rabia en la expresión de Stuart cuando dio un paso hacia mí.

—¿Qué coño le has hecho a mi hermana?

—¡Stuart! —gritó Lydia, adelantándose.

—No, Lydia —intervine yo al tiempo que también me acercaba—. Lo que ha ocurrido aquí es un asunto privado. Si me disculpáis… —Pasé junto a Stuart, pero él me empujó. Apoyó las manos en mi pecho y me lanzó hacia atrás, haciendo que chocara con la pared. Lydia contuvo el aliento. Apreté los dientes al sentir la dura madera contra la espalda, aunque me enderecé para mirar a Stuart a los ojos. Con diecisiete años era más grande que él, que tenía veintiuno. Si quisiera, podría matarlo.

—¿Te has atrevido a violar a mi hermana, pedazo de mierda?

La rabia se apoderó de mí, impulsándome hacia delante para caer sobre él y golpearlo en la mandíbula. Lydia volvió a gritar cuando su hermano salió volando hacia atrás, tropezando y cayendo al suelo.

—¡Cabrón! —gritó antes de llevarse la mano a la barbilla, donde le goteaba sangre desde el labio.

—Por supuesto que no me ha violado, Stuart —gritó Lydia con una voz aguda y llena de pánico. Se apresuró hacia Stuart y se puso delante. Imaginé que para que no me atacara.

«Ella me había hecho eso. Mi Lydia. Me había utilizado. No, no; no es mi Lydia. Nunca será mía».

El dolor me obstruyó la garganta, y casi me atraganté.

Stuart me miró con los ojos entrecerrados. Estuvimos así durante varios momentos llenos de tensión. El único sonido que se oía en la habitación era mi respiración jadeante.

—Calcula esto, genio de las matemáticas —dijo finalmente en un desagradable tono burlón—. Que te hayas aprovechado de mi hermana, pedazo de mierda, tiene como resultado que tu familia tiene que largarse de mi propiedad. Os iréis por la mañana. —Me quedé paralizado, con el corazón acelerado.

Vivíamos en la casita que había en el límite de su propiedad, la vivienda reservada para el jardinero. En ese mismo momento, mi padre estaba inconsciente en la cama, y Eileen se encontraba viendo dibujos animados en la tele desde el sofá, con las abrazaderas en las piernas. Edward De Havilland estaba enfermo; era un hombre justo, a pesar de que podría no serlo si se enteraba de lo que acababa de hacer con su hija, pero su hijo no lo era. Y en ese momento, Stuart De Havilland estaba al cargo. Iba a obligarme a suplicar allí mismo, delante de Lydia y de Myles. Dejé escapar un largo y lento suspiro mientras sentía cada vez más calor en la cara.

—No es necesario, Stuart, por favor —pidió Lydia con un hilo de voz.

—Cállate, Lydia —intervino Stuart, empujándola a un lado. Apreté los puños con más fuerza. A pesar de que ella me había utilizado cruelmente, mi instinto me impulsaba a protegerla. El dolor y la rabia pugnaban en mi corazón. Me odiaba a mí mismo con todas mis fuerzas.

—Esto no es culpa de mi padre, Stuart —dije—. Sé justo.

Stuart entrecerró todavía más los ojos. Pasaron varios segundos.

—Ponte de rodillas y suplícame, pedazo de mierda —ordenó, arrastrando las palabras lentamente.

Se me rompió el corazón, pero no vacilé. No pensaba darle esa satisfacción.

—Stuart…

—¡Cállate, Lydia! —volvió a gritar Stuart sin ni siquiera mirarla—. Ponte de rodillas y suplícame que no eche a tu padre a la calle, que le deje vivir en el mismo sitio —ordenó Stuart con lo que parecía una emoción apenas contenida en los ojos. Nunca le había caído bien, y estaba resentido conmigo por algo que no entendía. Me dio la impresión de que, por alguna enfermiza razón, todo esto le alegraba. El silencio en la estancia era ensordecedor. No lo haría por mi padre. Sabía que no lo haría por él. Pero por Eileen…, por ella sí que suplicaría.

Me dejé caer poco a poco de rodillas, sin romper el contacto visual con Stuart.

—Por favor, no despidas a mi padre. No volveré a tocar a tu hermana mientras viva. —Oí el silencioso grito de Lydia, pero no la miré. Me negaba a ello.

—Bésame los pies y conseguirás lo que me pides.

Apreté los dientes con tanta fuerza que me mordí la lengua. El sabor metálico de la sangre me inundó la boca. «Eileen… Eileen…», canturreé en mi cabeza, visualizando su dulce e inocente cara, las pecas que salpicaban su nariz y sus mejillas. Me incliné hacia delante, con el cuerpo vibrando de rabia y el orgullo hecho añicos. Antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia hacia las botas de Stuart, este sacudió la pierna y me dio una patada en la mandíbula. Volé hacia atrás, emitiendo un gemido de sorpresa al tiempo que caía de culo en el suelo por el dolor que me irradiaba desde la cara.

—He cambiado de opinión. Coge a tu familia y lárgate… por la mañana.

Me levanté, mareado por las conflictivas emociones que atravesaban mi corazón. La niebla de la humillación apenas me dejaba ver. Di un paso hacia Stuart, pero Myles, de quien me había olvidado, se interpuso y apoyó una mano en mi pecho. La aparté.

—Creo que será mejor que te vayas, Brogan —me aconsejó en voz baja con tono de lástima. Vacilé, todavía respirando con dificultad.

—Buen chico… —dijo Stuart. Metió la mano en el bolsillo y me lanzó algo a los pies. Bajé la vista. Era un billete de cien dólares—. Ayer fue día de cobro, con esto deberías cubrir los próximos gastos. —La vergüenza y el odio que sentía por mí mismo me provocaron un fuerte dolor en el estómago. Sentía cómo me ardía la piel del cuello, pero aun así me incliné lentamente y recogí el billete. Lo necesitábamos. Ahora más que nunca. Pasé junto a Myles y salí del cuarto sin mirar atrás.

Mientras atravesaba el césped, bajo un cielo azul oscuro, se pusieron en marcha los aspersores. Recibí con agrado el agua fría contra mi piel caliente, así que no cambié mi rumbo y seguí avanzando entre ellos. Por el rabillo del ojo vi lo que pensé que era Lydia corriendo hacia la casa. Me negué a girar la cabeza. Stuart De Havilland nos había dicho que nos fuéramos por la mañana. No iba a esperar tanto tiempo. Nos iríamos esta misma noche. De hecho, nos marcharíamos en este mismo momento. Y a Dios ponía de testigo de que no rogaría nada a nadie nunca más. Nunca más.




1



Lydia


Siete años después


—Tierra llamando a Lydia. ¿Hay alguien? ¿Hola? —dijo Daisy, agitando la mano delante de mi cara.

Me reí por lo bajo y se la agarré, apretándosela antes de soltarla.

—Lo siento, ¿me he vuelto a distraer? Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Empieza de nuevo y te juro que ahora te prestaré toda mi atención. —Tomé un sorbo de champán mirando a mi amiga.

Daisy agitó la mano en el aire al tiempo que daba un sorbo a su propia copa.

—No, no te culpo por ignorarme. Solo quería quejarme de la nueva forma de mis cejas y de los arcos que crea debajo.

Me reí, clavando los ojos en sus cejas; las tenía perfectamente depiladas, como siempre.

—Entiendo por qué lo dices. Han arruinado tu imagen. No me puedo creer que hayan permitido que des esa visión tan inquietante. —Fingí estremecerme.

—¡Oh, cállate! Hablo en serio… —«Cállate, Lydia… Esa frase… ¿Por qué siempre que la oigo me baja un escalofrío por la espalda?». Sabía por qué, por supuesto, mi hermano me la había gritado repetidamente aquel día. Me pregunté si esas palabras en particular dejarían de ponerme nerviosa en algún momento. «Cállate, Lydia»—. Cuento los días para que termine la baja de maternidad de Mariposa. Cómo se atreve…

Me reí, la charla intrascendente de Daisy aligeraba mi estado de ánimo.

—¿Cómo se atreve a reproducirse?

—Exacto. Así que cuéntame qué es lo que tiene tan distraída hoy.

—Oh, lo de siempre. El negocio, Stuart, la situación económica de la empresa… Todo es muy aburrido.

Daisy me lanzó una mirada llena de comprensión.

—Creía que las cosas iban mejor en el negocio.

Suspiré.

—Eso pensaba yo también. Pero parece ser que cada vez que tenemos un respiro, pasa algo que nos hace retroceder. Y, claro, Stuart no ayuda. —Mi hermano era un derrochador que seguía viviendo como si todavía pudiéramos permitirnos ser extravagantes. Desde la muerte de mi padre, momento en el que Stuart se había hecho cargo de la empresa, las cosas habían ido de mal en peor. Habíamos descubierto después de su muerte que la compañía estaba más endeudada de lo que pensábamos. Posiblemente porque entonces, la situación se podría haber solucionado con cierta contención y una buena gestión económica, pero eran habilidades que mi hermano no poseía. Suspiré para mis adentros. Lo quería, pero con frecuencia tenía ganas de matarlo. También echaba mucho de menos a mi padre. Su bondad, su inteligencia, su amor… A pesar de la ironía, deseaba que estuviera vivo para que volviera a exigirnos lo mejor de nosotros.

Daisy me acarició la mano.

—Todo irá bien. ¿Sabes lo que necesitas? Una buena sesión de sexo. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un buen polvo? No hay nada igual para levantar el ánimo.

Me atraganté con un sorbo de champán mientras Daisy sonreía.

—Ojalá tuviera un buen voluntario —dije, sonriendo.

Adoraba a Daisy, era algo más que glamur y elegancia, y acostumbraba a decir las cosas más extravagantes cuando más lo necesitabas. Pero Daisy disponía de un fondo fiduciario desde que era bebé y jamás había tenido que preocuparse por el dinero. Así que no sabía de lo que le hablaba, y hasta hacía poco, yo tampoco. Pero la vida me había hecho enfrentarme a duras lecciones que jamás había esperado tener que aprender. Y no se trataba solo de dinero. Tomé otro sorbo de champán.

—Todo irá bien, por supuesto.

Ella asintió.

—¿Sabías que la familia que compró vuestra propiedad la puso a la venta hace un par de meses?

La miré fijamente durante un momento.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—He oído rumores sobre una magnífica oferta desde el extranjero, pero no estoy bien enterada. Han movido ficha, pero creo que sigue en el mercado.

Se me encogió el corazón. Ojalá hubiera una manera de comprarla de nuevo. Suspiré, dejando que el pensamiento se alejara flotando. No existía ninguna manera de recuperarla y no tenía ningún sentido perder el tiempo en un sueño imposible.

—¿Qué tal está Gregory? —le pregunté finalmente para cambiar de tema.

Daisy apartó la vista.

—Oh, tan ocupado como siempre. Pero supongo que ya sabía lo que me esperaba cuando me casé con él. Si no estuviera tan sexy de traje, lo habría dejado hace mucho tiempo.

Esbocé una sonrisa.

—¿Está trabajando?

—Sí, al parecer cerraba algo muy grande hoy. —Percibí cierta vacilación en sus ojos, pero antes de que pudiera indagar, esbozó una enorme sonrisa y me indicó que acababan de llegar algunas chicas que conocíamos, lanzándose a contarme la historia de una de ellas.

Asentí con la cabeza, perdiéndome de nuevo en mis pensamientos, mientras deslizaba la mirada por la gente que asistía a esa fiesta, que se desarrollaba en el jardín. Observé a todas aquellas personas que reían, hablaban y disfrutaban de los aperitivos y los cócteles. «Parecen tan despreocupados…». ¿Por qué me sentía… acorralada? Si estaba en medio de la hierba, en el exterior, donde el sol veraniego brillaba sobre mí. Pero me sentía atrapada e inquieta. No era solo por los problemas económicos a los que se enfrentaba mi familia, pero tampoco sabía a qué era debido exactamente. Tenía que haber algo más, ¿verdad? Algo que me interesara una vez que lográramos poner a flote el negocio. Algo que no fuera solo ese mundo que se levantaba para asistir a eventos sociales sin fin, para ir de compras y mantener charlas superficiales que entraban por un oído y salían por el otro. No podía evitarlo. Siempre había pensado que trabajar como vicepresidenta de la empresa familiar llenaría ese vacío que tenía dentro, pero no era así. Stuart me aseguraba que se trataba de todo un reto, que sería interesante y satisfactorio poder dedicarme a eso. Así que en lugar de ser solo la mujer objeto que podría haber sido, elegí involucrarme en el negocio, por así decirlo ensuciarme las manos igual que el resto del personal. Pero aun así, no encontraba lo que había esperado que me proporcionaría.

«Oh, cállate, Lydia. Ni siquiera sabes lo que quieres. ¿Cómo podrías sentirte satisfecha cuando estás tan desorientada con respecto a lo que echas de menos? Cállate, Lydia…».

«Cállate, Lydia…».

—Lydia —dijo mi madrastra, que pareció salir de la nada, besando el aire cercano a mi mejilla y envolviéndome en el halo de la embriagadora fragancia de Chanel número 5 que usaba desde que la conocía. El perfume flotó a mi alrededor incluso después de que se alejara. Apenas pude reprimir un estornudo.

—Daisy, querida… —dijo, y mi amiga la saludó con una sonrisa.

—Ginny —murmuré, tomando un buen trago de champán—. Estás tan perfecta como siempre.

Mi madrastra se pasó la mano por su elegante recogido rubio, donde no había ni un solo pelo fuera de lugar.

—Gracias. Y mírate… —Me recorrió con los ojos evaluando mi vestido, un modelo maxi con un estampado floral—, estás preciosa. —Me reprimí para no fruncir el ceño tomando otro sorbo de champán. Nadie tenía la capacidad que poseía mi madrastra para que la palabra «preciosa» sonara crítica. En realidad era mi exmadrastra. Se había vuelto a casar hacía poco tiempo—. ¿Es de la temporada pasada? —añadió como si le resultara imposible no decirlo.

Por supuesto que era de la temporada pasada. Ginny era consciente de en qué situación financiera nos encontrábamos Stuart y yo. ¿Pensaba que todavía podía derrochar dinero en ropa de marca? «Naturalmente». Porque eso era lo que ella habría estado haciendo si se encontrara en mi situación.

—¡Oh, hola, Jane! —exclamó Ginny, mirando a alguien que estaba detrás de mí. Siempre miraba a su alrededor por si había alguien mejor, más interesante, más popular, más capaz de satisfacer sus necesidades—. Ahora voy —aseguró con una enorme sonrisa en la cara—, tenemos que ponernos de acuerdo sobre el banquete benéfico del Bough Center.

Cuando me miró de nuevo, la sonrisa desapareció.

—No soporto a esa zorra. —Volvió a entrecerrar los ojos—. Deberías tratar de alternar, Lydia, te lo digo en serio. Aquí hay muchos hombres elegibles y no estás saliendo con nadie. Aprovecha mientras eres joven… ya sabes. ¿Cuándo tuviste una cita por última vez? —Clavó los ojos en mi cara e hizo un sonido de desaprobación antes de llevarse la mano a los ojos como si pudiera alisar allí las arruguitas que me había visto a mí. Como si fueran contagiosas. El típico gesto que me hacía sentir mal sin decir una palabra. Aunque no podía negar que la piel de Ginny era perfecta, a pesar de que me llevaba diez años. En el pasado, me habría dirigido directa a un espejo para averiguar qué había visto ella en mi piel, en mi ropa, en mí en general. Pero ahora, solo tenía ganas de mover la cabeza con exasperación ante las profundas humillaciones que me infligía. A estas alturas de mi vida sabía que había cosas más importantes que lo dilatados que estuvieran los poros de la nariz.

—Carter Hanes está en la barra —continuó, señalando a un hombre alto y delgado, con el pelo rubio. Ya conocía a Carter Hanes. De hecho, había salido con él el año pasado, y me había lamido la cara cuando me besó. Me estremecí solo de recordarlo—. No es el tipo más guapo del mundo, pero haríais buena pareja —siguió parloteando—. Su padre es casi millonario y, por lo que he oído, está a punto de palmarla—. Había una cierta alegría en su voz, como si acabara de compartir buenas noticias. «¿Habría pensado en mi padre en esos términos? ¿A punto de palmarla?». La vi fruncir el ceño—. Vaya, Mindy Buchanan ha caído en picado sobre él, has perdido tu oportunidad.

Miró de nuevo a su alrededor para ver quién podía estar escuchándola —Daisy al parecer no contaba— antes de inclinarse hacia mí.

—Cuando tu padre murió y me enteré de las deudas que tenía, no me quedé sentada esperando a que me rescataran, ¿verdad? No, salí y encontré a Harold, me casé con él y resolví mis problemas. Tienes que dejar de hacerte la mártir y tomar la iniciativa como hice yo. Seguiremos hablando después de que le diga una cosa a Jane. No te muevas. —Con esa frase se despidió de mí, alejándose en dirección a Jane, como si quisiera dejarme reflexionar sobre la forma en que haberse casado con un hombre por su dinero estaba resolviendo sus problemas. Negué con la cabeza. No era necesario que tratara de analizar la lógica defectuosa y egoísta de Ginny.

Daisy se llevó la mano a la boca para ahogar una risa.

—¡Guau! Es… indescriptible, ¿verdad?

Puse los ojos en blanco.

—Ni siquiera me creo que me hayas convencido para venir —murmuré, vaciando la copa. Cuando un miembro del servicio se acercó con una bandeja de copas de champán, cambié la mía vacía por otra llena con una sonrisa de agradecimiento.

—Tenías que venir —aseguró Daisy—. Es el evento social de la temporada.

Me guiñó un ojo y sonreí de medio lado. No era capaz de recordar un momento en el que todo esto fuera importante para mí; claro que entonces trataba de complacer a mi madrastra, lo que suponía una tarea imposible y sin fin. Dado que tenía problemas de liquidez, su solución en este momento era que encontrara un marido rico. «¡Dios!». Tenía que concederle que, al menos, no se dedicaba a chismorrear sobre Stuart y sobre mí. Todas esta gente nos daría la espalda en un suspiro si estuviera al tanto de nuestra situación económica.

—Estoy a punto de morirme de aburrimiento —dije—. Lo peor de todo es que Ginny ha dicho que volverá. Tengo que esconderme. —Por Dios, tenía veintitrés años, un trabajo y una casa propios, pero todavía seguía ocultándome de mi madrastra en las fiestas. «Todavía peor, exmadrastra»—. Y ya de paso, me emborracharé.

Daisy soltó una carcajada.

—Te acompañaré. —Cogimos un par de copas y atravesamos el césped hasta una terraza exterior con vistas al jardín. Cuando empezamos a subir los escalones, nos cruzamos con un grupo de mujeres que bajaban. Resistí el impulso de gruñir, limitándome a beber un largo sorbo de champán mientras aferraba la copa.

—¡Oh, Lydia De Havilland! ¡Hacía un siglo que no te veía! —Lindsey Sanders se detuvo ante mí y me miró de arriba abajo, evaluándome como la zorra que era—. Hola, Daisy —dijo con una sonrisa forzada que curvó sus delgados labios, antes de concentrarse en mí.