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REFLEJOS DE UN SUEÑO

 

María José Prieto

 

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© María José Prieto

© Reflejos de un sueño

 

ISBN epub: 978-84-685-1862-6

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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ÍNDICE

 

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“No soy yo quien escoge lo mejor, sino que ello me escoge a mí”.

Rabindranath Tagore.

 

“Todo lo que vemos o creemos ver no es más que un sueño dentro de un sueño”.

Edgar Allan Poe.

 

“Aunque mis ojos no puedan ver ese destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolverme las horas de esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, pues siempre la belleza subsiste en el recuerdo”.
“Esplendor en la hierba”.

 

“Mantente sereno y concentrado en la adversidad. No te deprimas. No te impacientes. Ten fe. Estás en el camino del éxito”.

Swami Sivananda.

 

“Lloramos al nacer y cada día que vivimos nos enseña por qué”.

Proverbio chino.

 

“Siempre se ha creído que existe algo que se llama destino, pero siempre se ha creído también que hay otra cosa que se llama albedrío. Lo que califica al hombre es el equilibrio de esa contradicción”.

Gilbert Keith Chesterton.

 

 

 

 

1

 

 

¡Vaya día que llevo hoy! Tengo un trabajo terrible en casa, ¡mi madre tan mayor…! Hay que arreglarle la ropa, ponerle la comida, sacarla de paseo, sus medicinas… demasiado trabajo, a ver ¿a qué hora llega Maite? En el AVE de las cuatro. Iré a esperarla. Me tiene que contar muchas cosas, muchas cosas… ¡hace tanto tiempo que no nos vemos…! Éramos adolescentes, pero… ¿la reconoceré? Desde que se marchó a Santoña, nada, ni flores, ¡con lo buenas amigas y compañeras de colegio que éramos…¡No me identificará, seguro!

Me mandó una foto suya y, por supuesto, una carta, pero todavía era muy joven. Un día rebuscando cosas antiguas… porque a mí me gustaba lo vetusto a rabiar. No me hubiese importado en absoluto vivir en un museo, ¡claro que no!, pues un buen día mirando aquellos libros prehistóricos, aquellos libros de texto que tenían letra y letra, y donde no aparecían apenas ilustraciones, encontré los que usaba en el colegio de Carrión. Los viejos recuerdos me hacen retroceder en el tiempo y permiten que vivamos nuestras vidas con aquella intensidad y realismo que sentimos en etapas anteriores. Me llenó de emoción ver las fotos obsoletas, ¿de quiénes eran? Al principio me quedé un poco perpleja y sorprendida, ¡Ah, la que fue mi mejor amiga, Maite!, ¿cómo estará ahora?, ¿habrá cambiado mucho?

Me notaba vieja de cuerpo y de espíritu. Habían transcurrido muchos años. Al lado de aquella antigua foto había unas señas. Eran las de Maite, pero ¿viviría allí?, ¿sería aquel el número de teléfono de ahora, el que aparecía junto a su dirección? Nunca lo sabría si no lo probaba, y en este caso la curiosidad y la emoción mezcladas con el idealismo de aquellos maravillosos años me llevaron a realizar lo que estaba pensando.

¡Esto es un sin vivir, cuánto trabajo! ¡Qué ganas de verla! Recuerdo que era una chica muy profunda, a pesar de sus escasos años y de sus salidas irresponsables a veces. Siempre fui muy madura y muy filosófica, características que no me iban nada a la edad por la que pasaba entonces. En cambio, ella era más alocada, pero muy buena en el fondo, muy sincera y auténtica.

El tren llegó con retraso. Estuve esperando impaciente un tiempo que me pareció un siglo. ¡Todo es tan subjetivo…! En realidad, el mundo nos lo hacemos nosotros a nuestra medida. Hay cosas que nos ocurren objetivamente, pero la forma de soportarlas es tan particular…, que en su resolución y afrontamiento proyectamos claramente nuestras individualidades, porque los humanos somos muy parecidos, aunque también muy diversos, y ello resulta harto enriquecedor. ¡La vida sería demasiado aburrida si todos fuéramos enteramente iguales! Puede que en ello resida ese principio divino del que todos somos portadores.

¡A ver si la reconozco! Esta es una foto suya muy antigua, pero…encima a veces salen tan mal… ¡vamos a ver! Parece que es aquella, espero que no me equivoque… ¡Maite, Maite! Soy Bettina.

Nos dimos un gran abrazo, tan grande, que por poco nos quedamos sin respiración. Aquel júbilo, aquel enternecimiento tan intenso de no habernos visto en tanto tiempo ponía el paisaje con tonos originales. El cielo estaba demasiado azul y despejado. Parecía hablar, parecía entonar una canción. Algunas nubes venían a ponerle un collar de nácar en su diáfana y delicada superficie. Oímos un canto de pájaros, un conocido canto de pájaros que nos transportó a las largas horas de aventuras disfrutadas en otra época.

Esas mismas aves de colores, inusuales en una gran ciudad, nos llevaron con sus trinos dorados al hogar en el que estábamos ansiando tener un descanso. Mi piso de Madrid era amplio y cómodo. Muebles modernos y con adornos acordes con los mismos, muy luminoso y carente de ruidos, cosa bastante rara en una gran urbe.

—¡Qué piso tan bonito! Me gusta mucho su decoración, ¡qué alegría verte de nuevo!

—Menos mal que no te has cambiado de domicilio. Por eso me ha sido fácil dar contigo, ¿sabes? Siempre he recordado aquellos ratos felices que pasamos en al final de nuestra infancia y primeros años de la adolescencia.

—Sí, Bettina. Fueron épocas estupendas. ¡Estás muy cambiada por fuera!, pero creo que tu interior sigue siendo igual. Eras una niña sincera, buena, ingenua y guapa. Te veo preciosa, a pesar de tus años.

—Yo también te percibo así, Maite, ¿volviste a Santoña?

—Si, estudié magisterio. Mis padres murieron. Me casé muy joven, y no me ha ocurrido nada importante en la vida. Me he llevado más o menos bien con Paco…en fin, una existencia un poco monótona, pero no me quejo.

Me sentí por dentro seria y preocupada, por lo que debí suponer que lo reflejaba en mi rostro. Pensaba en algo que me hizo sufrir y no me pude quitar de la cabeza por mucho tiempo. Mi mirada reflexiva mostraba un hondo dolor, pasada la euforia del primer encuentro. Volví de nuevo a mi mundo cotidiano. Era como si no hubiese borrado algún recuerdo que me atormentaba. Deseaba descargarme de aquello contándoselo a Maite. Aunque ya estaba resuelto el conflicto, la pena acudió otra vez a mi ser, al recordarlo. El relatárselo me haría un gran bien.

Las gardenias naturales adquirieron un color más oscuro de lo normal, y la sala desprendía una niebla grisácea que quitaba colorido a los objetos que con tanto gusto había puesto. La nueva visita no logró desterrar las preocupaciones, mis preocupaciones de momento, aunque esperaba mucho de aquella agradable compañía que me brindaba la que fue gran amiga de mi vida. Maite percibió mi cambio de ánimo y trató de reconfortarme.

—¿Qué te ocurre? De pronto se te ha pasado el arrebato y has caído en un estado tan triste y depresivo, que no comprendo…

—Perdona. Recuerdo que tú eras una amiga fiel y buena, a la que podía confiar todos mis secretos. Me he acordado tanto de ti…la gente no suele ser tan sincera y leal. Tienes razón, se me ha caído el ánimo porque en mi existencia me han sucedido muchas cosas; creo que más que a ti; pero estimo que eso depende de las características personales, del destino, de la toma de decisiones, etc. Por eso quiero contarte mi vida desde que dejamos de vernos. Cuando era pequeña no podía entender muchas situaciones. Era normal que en nuestra inmadurez no se vieran los hechos de manera manifiesta; y cuando éramos adolescentes… con aquel vademécum de ideas, cambios físicos, psicológicos y mentales…el surgimiento del mundo interior, de la intimidad, como apuntaba Victor García Hoz en un libro titulado “El nacimiento de la intimidad”… tampoco percibíamos el mundo como era. ¿Pero cómo se configura en la realidad?

—Se ve que has estudiado mucho ¿no?

—Pues sí, un poco. Ahora ya estoy jubilada y se me agolpan los recuerdos. Es cuando se valora verdaderamente el tiempo que pasó.

—¡Y que lo digas!

—Y también se pueden ver más claro las interferencias entre nuestros actos y un camino que parece trazado de antemano.

—¡Qué filosófica eres! De pequeña también reflexionabas bastante, parecías mayor; siempre te tuve por una persona extraordinaria.

—No creo que fuera para tanto ni mucho menos; lo que pasa es que con la distancia temporal idealizamos los recuerdos. Tú también eras muy reflexiva y muy inteligente, aunque a veces te comportabas de forma alocada. Me lo decía mi padre, siempre que íbamos a veros a vuestra casa.

Un grave suspiro surgió de la habitación contigua, un suspiro hondo que resumía los diversos y sinuosos avatares de la vida, un suspiro cargado de dolores, que como tigres lanzaban sus garras puntiagudas sobre la débil víctima. Tita ya no estaba para fiestas. Se encontraba en los últimos años. Si viera en estos momentos a aquella niña que jugaba con su hija en otra época, se le hubieran saltado las lágrimas, porque el paso de los años es cruel de todas formas; y más si no se tiene un ideal o un fondo filosófico al que agarrarse. Pero de momento no había necesidad de que se la presentase de nuevo, porque una súbita emoción la hubiera podido perjudicar. Permanecía en su habitación medio inconsciente, víctima de una amarga dolencia.

—Es mi madre que reclama mi atención. Está muy mal. El tiempo que destruye todo y acaba con la materia…

—Pero no con el espíritu, ¿no crees?

—No, aunque es muy difícil para la mayoría de las personas entender el proceso vital, dar sentido a los acontecimientos.

—Se necesita una gran sensibilidad para captar los hechos, realizar una buena interpretación de los mismos, y sobre todo, una gran fe.

—Y que lo digas… ¿te casaste?

—Sí. Felipe es una buena persona. Nunca se sabe qué senda ha de escoger uno, cuál será la que nos aporte más felicidad y paz interior. No sabemos cuál será la más acertada.

—Así estamos todos. Los acontecimientos te vienen sin buscarlos. Yo conocí a Paco muy joven, en la carrera, y ha sido mi único amor. Nos casamos enseguida. No hemos tenido prácticamente problemas. Nuestra vida ha seguido una recta con muy pocas sinuosidades. Nos adaptamos recíprocamente a nuestros particulares gustos. Nos respetamos, salvo ligeras desavenencias comunes y corrientes. Por lo demás, todo marcha muy bien. Sin hijos, pero lo hemos asimilado y lo aceptamos.

—Yo he tenido de todo. Mi vida ha sido mucho más aventurera. No tiene nada que ver con la tuya; claro que por eso somos tan distintos los seres humanos. El carácter, el temperamento y las propias decisiones marcan los aconteceres vitales…

—Y también los hechos y circunstancias que se nos cruzan en la vida y nos obligan a reaccionar de una u otra forma.

—Claro está. Me encantaría recordar nuestra estancia en Carrión de los Condes, ¡qué bien lo pasamos entonces! Podrías empezar tú, Maite, relatando aquellas aventuras.

 

 

 

 

2

 

 

“Nací en Santoña. A papá lo habían destinado a este pueblo. Era Director del Banco Popular, ¿te acuerdas? Nos conocimos en el Colegio del Espíritu Santo. Las monjas eran muy buenas y nos hacían aprender un montón. Yo entonces daba muestras de una viveza extraordinaria, muy expresiva y muy inteligente, pero muy variable; estudiaba con grandes oscilaciones. Me decía la hermana encargada de la clase: “unas veces estás para cero y otras, para diez”. Me gustaba estudiar, pero solo a ratos. En cambio, tú, eras una niña muy constante y que decías siempre la verdad. Cantabas muy bien, y mi madre afirmaba que tenías un estilo parecido al de Marisol, pero tú no lo creías. Siempre me pareció que te subestimabas mucho, que no valorabas tus aptitudes en su justa medida.

—Alfredo, dile a Bettina que cante para nuestros amigos. Les gustará.

“Y entonaste una canción preciosa, esa de “vienen los gitanos, unos son de Hungría…” se quedaron boquiabiertos. No dijeron nada, no hicieron ningún comentario, y creo que eso repercutió en tu psicología, porque te vi que reaccionabas con un poco de decepción. Lo que tú no percibiste es que aquellos amigos, que entonces eran jóvenes, estaban más metidos en sus problemas de pareja que en nuestras cosas infantiles. Tenían un bebé precioso, al que en ocasiones hacíamos fiestas y carantoñas.

“Aquel día salimos a correr detrás de mi casa, donde resaltaba el verdor especial de la hierba fina, que estaba bastante alta. Nos tirábamos por allí como gatitas que juegan y se impregnan del ánimo verde de la pradera. Nos sentíamos transportadas a otro espacio más leve, más sonriente, más brillante… las nubes, que bailaban por encima de nuestras cabezas, miraban con gesto tan risueño, que nos alegraban los ingenuos corazones. Y el viento helado con su cara fría se estrellaba contra nuestros rostros, trayéndonos felicidad y mente clara. Las palabras nos salían a borbotones, hablábamos sin parar, reíamos sin límite. Los ojos de aquellos tiempos eran otros ojos, ¿más espontáneos?, ¿más sinceros?, ¿más buenos? Pero la vida nos va curtiendo y endurece con látigos que azotan nuestra sangre, nuestras venas y nuestro corazón. Las blancas travesuras de antaño hoy se nos antojan incidentes sin importancia y anécdotas triviales, que miradas retrospectivamente, resultan juegos infantiles de muchachitas abiertas a la vida y al aprendizaje, teñido a veces de tinta roja. Aquella casa siempre me gustó mucho, porque era como si viviéramos en otro siglo. Se la había dejado el banco a mi padre, mientras permaneciéramos allí.

—Hoy meteremos al hermano de Sebita por el torno.

—No sé si les parecerá bien a las monjas, Maite, pero nosotras nos divertiremos un rato. ¡Cuando lo vean se van a creer que es un niño abandonado por la madre!

—Si no estuvieran todo el tiempo encerradas, sabrían lo que hay fuera, ¡no te fastidia!

—Hermana Sinforosa, le vamos a poner un regalo.

Las monjitas tardaron un rato en contestar. Se ve que lo analizaron muy bien, pues, tratándose de chiquillas adolescentes, como éramos, no le dieron la menor importancia al hecho, sino que nos devolvieron al infante, que tendría dos años, con una caja de amarguillos, dulces que hacen estas religiosas y saben a beso de ángel, porque están de rechupete.

“Eras una niña muy estudiosa. Nos tenías asombradas en el colegio. “La única que da golpe es Bettina; las demás hacéis el vago de lo lindo”. Ella llegará a algo, vosotras, seguro que, a nada con vuestra indolencia y despreocupación.

—A ver, Maite, ¿cómo se dice “cangrejo” en latín?

“Me levanté y me puse muy tensa. Esperaba que el Espíritu Santo me enviara alguna idea original, o por lo menos exacta, ¡y ni por esas!, ¡que no me salía! Me puse más nerviosa que un flan. Enseguida te levantaste tú. Mi cara de embarazo plasmó un estado de ánimo confuso y azorado a la vez.

—Se llama “Astacus fluviaticus”. Las dos valvas de color negro azulado se articulan por la charnela.

—¿Pero sabías tú entonces qué era eso de la charnela?

—¡Qué va! Lo aprendía como un papagayo. Entonces la enseñanza era muy verbalista y muy poco intuitiva. La de la imagen vino mucho tiempo después. En los años sesenta ya sabes cómo eran las clases, aunque nosotras no teníamos conciencia de ello. Todo lo embotellábamos de memorieta. Claro que la retentiva sí la ejercitábamos un montón. ¿Te acuerdas de cuando en Física nos preguntaron: “Vasos comunicantes”? la pregunta comenzaba: “En efecto…” y yo contesté: “En efecto…” las compañeras empezaron a reírse sin parar.

“Después de haber faltado tres días consecutivos, regresaste a clase. Tenías una cara blancucha y un aspecto triste y descuidado. Pero no te faltaba el humor, porque siempre querías hacer reír a todo el mundo. Eras simpática y tu ánimo estaba eufórico la mayor parte de las veces. Tímida de momento, pero en cuanto cogías confianza no parabas de hablar y de reírte.

—Bettina, ¿qué te ha ocurrido? Con lo estudiosa que eres…

—Que me ha dado un empacho de chorizo de cantimpalo. Es que me gusta tanto, que me atraco.

—Eso se llama gula.

—Pues se llamará, pero está muy rico.

“Nos empezaban a atraer los chicos, ¿no recuerdas a aquel Alfonso que comía más que una lima y le robaba a su madre los embutidos, los dulces… y la pobre progenitora se quejaba de que la iba a arruinar? A ti te gustaba mucho, pero no se lo decías porque te daba vergüenza…luego las amigas le pasábamos el recado. Es que los amores de entonces eran simplemente evolutivos, formaban parte de nuestro desarrollo psicológico y sentimental. A mi madre todo le parecía bien, pero a la tuya…siempre te estaba recriminando. A ti no te podía gustar nadie, porque, según ella, era pecado. Me lo contabas a menudo. Claro que en aquellos tiempos todo estaba mal visto; existía mucha represión, sobre todo de los afectos y de la sexualidad. No se daban cuenta de que no hay nada como lo natural bien dirigido.

“Las monjitas también tenían sus pamplinas y tonterías, pero es que la sociedad era así. Aunque si recuerdas, nos enseñaron mucho. En esos momentos no nos percatábamos de ello, aunque con el tiempo… los días estaban llenos de colores, mariposas encantadas, conciencias blancas, y pocas cosas podían perturbar la sana beatitud que se desarrollaba en nuestro interior.

—¿Te acuerdas de cuando aquella prima tuya, Dorita, estuvo viviendo un año en tu casa? Era más pequeña que tú.

—Sí, recuerdo una anécdota que nos ocurrió en el río. Tu hermano era muy chiquitín.

—Tenía dos años.

“El cielo estaba muy azul y despejado, como nuestras vidas y nuestras ideas. La salvaje naturaleza de entonces ponía una nota agreste al paisaje. Hoy día, en cambio, todo parece salido del Paraíso, porque estuve de nuevo en aquel pueblo de turismo alguna vez; las palmeras, los setos, las praderas, las flores son de una gran belleza, está todo muy cuidado; pero no es comparable a aquel recuerdo lejano en el tiempo, aunque siempre presente en el pensamiento.

—¿Dónde está tu hermano, Maite?

—No sé. Solo tiene dos años. Me lo ha dejado mi madre a mi cuidado… ¡como le haya pasado algo, me mata!

—Veo una gorra flotar en el agua, una gorra roja

—¡Es la de mi hermano!, ¡se ha hundido!

—No te preocupes, lo rescataré.

“No le había ocurrido nada. Llegaste a tiempo. Tuviste un gesto valiente y abnegado. Nunca lo eché en el olvido, y mi madre siempre lo recordó. Ella se pegó un susto mortal, porque pensaba que le había ocurrido algo malo al chiquitín. Estaba hablando despreocupadamente con una amiga. Aquel microbio de entonces ahora vive en Nueva York, tiene tres hijos y nietos.

“Tus padres no habían comprado todavía televisión, porque pensaban que te podría distraer. A los míos eso les traía sin cuidado; es más, muchas veces me decían que no estudiara mucho, porque podría enfermar. A las diez ya tenía que estar en la cama. Ellos enseguida la adquirieron, y un cuatro cuatro también. Pero a ti tus padres te alentaban mucho en el estudio, yo creo que te exigían demasiado. Eso me parecía a mí.

—Los padres de Maite deben de ser muy ricos. Tienen coche y van a Santoña a veces.

—Y también televisión. Visitan el cine casi todos los domingos, el cine-teatro Sarabia. Nosotras no podemos, porque nuestros padres no nos dan dinero.

—Pues los míos, sí. Voy también todos los domingos, unas veces con ellos; otras, con las amigas. El domingo pasado vimos “Diálogos de carmelitas”.

—¡Qué suerte tienes! Te dejan ir al cine, a la peluquería…

—Sí, no me puedo quejar. Mi padre me habla mucho de historia, porque a él le gusta, pero como hizo medicina… tenía que trabajar y ganar dinero, aunque eso sí, ha leído mucha historia. Quiere que haga una carrera, y las monjas también me lo han recomendado, porque dicen que sirvo para hacer estudios superiores. Cuando era pequeña siempre estaba mala y no tenía ganas de coger un libro, pero ahora… ¡no hay quien me pare!

—Claro, por eso cuando viste la película “Diálogos de carmelitas” nos dijiste que se ambientaba en la Revolución Francesa, y al final se las cargan a todas porque eran religiosas. Se desarrolla en el gobierno del terror de Robespierre. Acaban en la guillotina.

— La mayoría de nosotras no pensamos nada de eso. Vemos una película sin más. No nos paramos a pensar nada. Nos gustan las de aventuras y las de amor. Si son 3R o 3R con reparos, no nos dejan pasar. Una vez Tinuca se metió en una porque se disfrazó de mayor. Sus padres le armaron una trifulca de tres pares de narices. No se le ha vuelto a ocurrir…

“Despertó un día claro y azul como muchos de los que trascurrían en nuestra feliz adolescencia. Era suave como el algodón, y los olores a campo y a verde se adentraban en la pituitaria. Aquello era vivir. Cada minuto, cada segundo tenía un hondo significado en nuestras vidas, aunque en esos momentos no les diéramos importancia. Nuestros ligeros cuerpos corrían, saltaban, volaban casi como nuestro magín. Aquel reducido campo de visión nos otorgaba una libertad infinita, y la esperanza en años desconocidos y en una vida nueva nos hacían brillar como estrellas en el firmamento. Mirábamos hacia el futuro con alegría y con el convencimiento de que todo nos iba a salir de maravilla, pero… ¿qué nos depararía el porvenir?

—Sí, Maite. Entonces no teníamos experiencia de nada. Éramos “tabulas rasas”, como decía Aristóteles.

—Así es, Bettina. Luego nos ocurren tantos avatares en la vida… hay épocas en que te parece todo absurdo, ¿por qué nos sucede lo que nos sucede?

—A mí me ha pasado igual; pero con el tiempo me he dado cuenta de que lo que nos acontece ha de ser así y tendrá su razón, aunque de momento no la veamos.

 

 

 

 

3

 

 

La casa donde yo vivía en aquella época era una mansión del Renacimiento, un edificio del siglo XVI, que nos había alquilado el banco. Mi madre no estaba muy conforme con ella por sus grandes dimensiones y el ambiente frío y desangelado que se respiraba. Entonces no había calefacción. Tenía un patio amplio y maravilloso, poblado por todo tipo de vegetales en estado salvaje, donde salíamos a jugar con mi hermano pequeño, y en otras ocasiones, con las amigas, como te recordé antes. A ti te encantaba. Creo que yo tenía la misma sensación: la de estar en otra época, porque, aunque entonces no sabíamos prácticamente nada de historia, sí éramos conscientes de que aquella construcción era de siglos pasados, y eso nos hacía sentir bien. También habíamos visto películas que nos acercaban un poco a aquel viejo tiempo. Nos traía inconscientes memorias atávicas de una etapa desconocida para nosotras. Era algo intuitivo. En nuestro interior sentíamos aquel ambiente de clarines y trompetas, de vestidos elegantes y diseños fastuosos que debieron de lucir las damas de antaño y que nuestra imaginación desbordante recreaba.

—Vamos a casa de Maite a ver el programa infantil.

—A mí me gustan más las marionetas de Herta Frankel y “Bonanza”.

—Lo recuerdas muy bien, Maite. Ahora déjame a mí que siga relatando y memorando aquellos momentos tan preciosos que marcaron un hito en nuestra vida, que nos enseñaron muchas cosas, pero que también nos condicionaron con sus prejuicios y, en cierto modo, determinaron nuestras actuaciones posteriores.

Los domingos íbamos allí, a la iglesia de Santiago y te veía con tu madre a veces. Yo iba con la mía, con aquel velo que nos poníamos y nuestro misal. El ambiente recogido que se respiraba en este lugar hacía que nos concentrásemos en la ceremonia. Aquello sonaba a santo, a angélico. No entendíamos nada de arte entonces, pero nos sobrecogían los santos de las hornacinas, los retablos, la construcción de piedra a base de sillares. Este monumento románico del siglo XII, famoso por su friso y su Pantócrator, fue muy visitado siempre, sobre todo en verano, con la afluencia de turistas. Creo que a partir de aquí se me empezó a despertar mi afición por las construcciones artísticas a causa de la emoción que producían en mi espíritu. Yo te veía tan concentrada, que pienso en la impresión que te causarían aquellas imágenes y el ambiente que se creaba allí, de misterio, pero a la vez de paz y tranquilidad. Enganchaba por momentos. Luego estaba deseando salir para jugar, era natural, pero me quedaba algo en el subconsciente, que más tarde me afluiría y que repercutiría en mi vida, ese fondo espiritual y filosófico que tuvo su origen en aquellos monumentos.

—Fui hace algunos años con unos primos, y está convertida en un museo de arte sacro. Es una joya, y ¿la música de fondo? Maravillosa, ¡cuántas veces oí misa allí! Me gustó mucho la escultura en madera policromada de San Juan de Cestillos.

—Yo también he vuelto a ese pueblo de turismo con mi marido. ¡Nunca pensé que nos volveríamos a ver! Pero mira por dónde, ¡cosas del destino!, ¿verdad? Pero lo cierto es que si no llegas a encontrar las fotos con la dirección detrás… te dio por investigar mi paradero.

—¿Te acuerdas de nuestra amiga Teresa? Era de un pueblo cercano. Estudió magisterio porque estuvo escribiéndome después de irme de allí.

—No sé qué ha sido de ella.

—Se casó, ejerció su carrera y tuvo tres hijos, pero uno falleció.

—Cosas de la vida, ¿cómo iba a adivinar eso en aquella época?

—Ya ves, imposible.

—¿Y Blanquita?

—Le entró una grave enfermedad, pero salvó.

—Siempre se achaca todo a alguna razón humana; sin embargo hay una parte que no comprendemos en absoluto. Tendría que pasarle.

—Eso pienso.

“Aquella noche había salido al bar España con mis padres. Tomábamos algo, mientras veíamos la televisión. Me acuerdo mucho del programa “Escala en Hi Fi”, era estupendo, un musical precioso. Me sentía protegida con ellos. El aire de la estancia se mostraba cálido y amable. Los consideraba los mejores padres del mundo. No se me ocurría criticarlos de ninguna manera. ¡El presidente Kennedy ha muerto!, ¡lo han matado en un atentado! Todo el mundo se quedó perplejo ante la noticia; las caras de los telespectadores se volvieron pálidas. ¡Aquel presidente tan simpático, tan tolerante que amparaba a los negros…! ¡Se lo cargaron! Allí tuvo su final.

—Sí, ahora recuerdo, ¡qué pena me dio!

—A mí también.

—¿Sabes? Hace poco que vi la película “Señoras y criadas”. Trata del tema de la discriminación de los negros en USA. Está ambientada en aquellos años, en los sesenta.

—Sí, yo también la vi.

—Y pensar que ahora hay un presidente negro… algo se ha avanzado, ¿no?

—Sí, pero a pesar de las leyes y normas que actualmente existen, la discriminación racial es un hecho constante.

“Los valores morales se llevaban a extremos bastante ridículos; claro, que la sociedad también potenciaba esto. Y no echo la culpa a las pobres monjitas que nos dieron clase y que trabajaban de lo lindo con nosotras, para meternos los principios fundamentales de la cultura y formar y educar nuestra personalidad, sino a las estructuras sociales que eran bastante rígidas; los convencionalismos primaban sobre los auténticos ideales de moralidad. Eso mismo ha ocurrido en todas las épocas, en unas más que en otras.

—Bettina, ¿eres cristiana?, me interrogó Sor Felisa.

—Sí, claro. Siempre lo he sido.

—Es que he visto una foto tuya en bañador. Se te debió de caer un día de estos.

—Sí, porque no la encuentro por ninguna parte. ¿Tiene algo de malo la foto?

—Es que es indecoroso ir en bañador.

—Estábamos en el río con unos amigos de mis padres. Todo el mundo se baña. Es la moda.

—Es que hay unas modas muy atrevidas y no agradan a Dios.

—Lo siento.

—No quiero ver más una foto tuya así.

—Sor Felisa, ¿no le parece que depende de cómo se mire?

—No consiento esa falta de decoro. Ya estamos pareciéndonos a esos americanos que son el símbolo del descoco y la molicie.

“Me fui triste y cabizbaja a mi casa. Desde la calle olía a guiso de lentejas y tortilla de patatas. Como siempre mi madre salió a saludarme precedida por la perrita, Dolly, que mi progenitor tenía para sus aficiones de caza. La reacción de mis padres fue otra muy distinta. Ellos no le dieron importancia al hecho. No se puede ver mal donde no lo hay; pero en aquellos tiempos las apariencias y artificios eran normales. Durante unos días me sentí incómoda. Me creí peor de lo que era. Cuando salía afuera, el cielo estaba cubierto por una niebla gris y las calles parecían recorridas por una cortina opaca, que sembraba la duda y la insatisfacción en mi interior; me nació un sentimiento de culpa que me atormentaba a veces. Aquello me marcó bastante, ya no veía las nubes tan claras ni el cielo tan azul. El paisaje había cambiado, porque también había variado algo en mí. La culpabilidad era un tigre que me estaba empezando a comer las entrañas y destapó en mí aquel fantasma de la ansiedad con el que nací y que se hallaba en estado latente.

“Recuerdo también que nos enfadamos por una niñería, y que a partir de entonces no volvimos a tener aquel trato tan estrecho. En el fondo me dio mucha pena, porque las amistades en nuestra edad eran muy profundas y sinceras en la mayor parte de los casos. Raramente se veía a alguien interesado. Pero luego retomamos la relación, te marchaste del pueblo y me enviaste fotos y una carta. En aquellos momentos no pensábamos que el tiempo iba a pasar. Vivimos en un presente continuo. Aunque nos formábamos una idea del porvenir, esta era muy vaga.

—Sí, ¿por qué fue? Supongo que por alguna tontería de chiquillas que están despertando a la vida, cuya cabezonería y afán por afirmar su personalidad las llevaba a disputas sin sentido.

—Pero volvimos de nuevo a la amistad.

—Y fue cuando me enviaste tus fotos y las señas de Santoña a mi nuevo lugar de residencia. A tu padre lo destinaron de nuevo allí, a Santoña.

—Y no han cambiado, porque sigo viviendo en aquella casa. Dime, ¿Cómo te fuiste de Carrión?

—Ya sabes que mi padre era médico. Pidió tres destinos y le concedieron el de Mérida; aunque antes quiero relatarte los acontecimientos vividos en el colegio del Santo Ángel en Palencia. Allí estuve un curso únicamente. Y antes que eso te referiré nuestras aventuras con otros amigos de mis padres en Carrión.

 

 

 

 

4

 

 

“Vivían frente al teatro-cine Sarabia. Era una casa muy bonita con planta baja y alta y un patio verde lleno de flores preciosas. Claudia y Marcos eran mucho más pequeños que yo. Jugaba con ellos para que se entretuvieran, porque siempre estuve dotada de un gran sentido del gregarismo y de la generosidad. Eran encantadores, como los hermanos más jóvenes que nunca había tenido ni tendría. Sus risas y juegos inocentes en grado sumo trasmitían una alegría de pájaros libres por el inmenso espacio celeste.

—¿Jugamos a los ratones?

—Sí, y a Caperucita y el lobo.

—Vamos, ¡cogedme!

“Herminia veía con muy buenos ojos el trato que tenía con sus hijos y me apreciaba, porque notaba en mí actitudes claras de bondad, y valoraba mucho mi tesón y trabajo. Cuando iba con mis padres a su casa, todo se me hacía agradable, parecía estar flotando en una nube; me sentía como en mi hogar por la comprensión que aquella desplegaba conmigo. Ese ambiente entrañable e íntimo como el que viví con aquellos amigos, creo que nunca lo he vuelto a tener. Hasta los olores a comida que se desprendían de aquella morada a la hora del almuerzo parecían tener un toque angélico.

—¡Qué trabajadora es Bettina! Admiro el tesón y la fuerza de voluntad que pone en todo.

—Sí, no nos podemos quejar; estudia mucho, aunque siempre está enclenque, porque tiene episodios de gastroenteritis, y le da fiebre por nada. Muchas veces regresa del colegio antes de tiempo y llega malísima.

—¿Por qué no venís este sábado a comer, Tita? Federico no tiene que ir al Registro de la Propiedad a trabajar.

—De acuerdo. Es un buen chollo el de sustituir al Registrador, y cobra bastante.

—Sí. Estamos muy bien. El domingo que viene podemos ir a comer los cangrejos que pescamos en nuestra finca. Lo pasaremos estupendamente merendando allí mismo.

El verde del campo teñía las casas y los arroyos. Daba una gran dicha y bienestar. Mientras los mayores hablaban de sus asuntos, me entretenía corriendo con los pequeños y tratando de coger mariposas. Cortábamos flores para ponerlas luego en agua y nos parecía que aquello era lo más grande que habíamos realizado en nuestra vida. Se trataba de un verdadero milagro, el de la naturaleza, del que no éramos aún conscientes. Disfrutábamos de lo lindo. El astro amarillo nos inundaba con el calor de sus rayos y nos transmitía sensaciones agradables en grado sumo.

“Herminia siempre me infundió sentimientos positivos y buenas ideas porque me animaba un montón. Para ella era una chica guapa, buena, trabajadora y estupenda, y además, me hacía sentir válida y atractiva con los chicos. Siempre despertó en mí afectos gratos. Era una buena persona. Aquella tarde al entrar en su casa, me llené toda de pensamientos rosas y celestes. El hogar también se llenó de un humo blanco perlado y de una tranquilidad beatífica.

—Me ha dicho Nacho que le gustas mucho, Bettina.

—Mi hija no tiene que ir con ningún chico, todavía es muy joven, es una niña.

—Pero el que le guste tu hija a ese chico no es malo. Son cosas de adolescentes.

—Mi hija no va con nadie. ¡Lo que faltaba!

—Bueno, mujer, si el sentimiento es algo natural. No hay nada definitivo. ¡Vete a saber con quién terminará!

“Sin duda aquella mentalidad cerrada de mi madre, sus convencionalismos y la artificial moralidad que manifestaba no me hicieron crecer en el aspecto afectivo, y considero que es un condicionamiento que se tiene para toda la vida, y que influye en la toma de decisiones futuras. Ella no lo hacía con mala intención, pero es que era así simplemente. También es verdad que su propia educación adolecía de una base cariñosa sólida, y que la época propiciaba aquel ambiente pacato en el que se vivía.

En tiempos posteriores a aquellos acontecimientos, terminó este mundo con sus blancos lirios y sus ortigas para aquella mujer que me había dado un fuerte calor de hogar y una seguridad que me ayudó a caminar por el sendero estrecho y sinuoso de mi existencia. Porque un duende mortal se extendió por su cuerpo y pasó a otra dimensión más bella y eterna, marchó a su casa definitiva, una vez que hubo completado aquí la obra que Dios había pensado para ella.

Tinuca no estudiaba mucho. Sus padres estaban separados, uno trabajando en Alemania y la otra, en Italia. En realidad se encontraba muy sola. Estaba en el pueblo con su hermana Sofía y vivían con unos parientes cercanos. Pero no se hallaba demasiado a gusto. La desestructuración familiar había hecho mella en su persona. Quería encontrar su camino. Sabía que el futuro se lo iba a mostrar. Estaba deseando pasar experiencias nuevas, que la fueran formando y madurando. Intuía que en su porvenir iban a ocurrir cosas importantes.

—¿Sabes? Quiero dejar el colegio en cuanto termine cuarto de bachiller. Me iré a Barcelona a trabajar. Allí tengo unas tías de mi padre, solteras, que tienen ganas de que vaya.

—¡Qué bien!

—Y podré conocer a chicos. Aquí, en este pueblo no hay nada.

—Tienes razón. Una compañera de clase se va a trasladar con sus padres a Palencia. Dice que allí hay otro ambiente.

—¿Tú te vas a quedar aquí?

—No sé. Ya veremos …

—Los chicos pequeños sí se lo pasan bien en este pueblo, pero ya cuando te vas haciendo mayor…

“Y luego me fui a estudiar un año al Colegio del Santo Ángel de Palencia. Nunca había estado interna. Fue una experiencia nueva e interesante, muy interesante. Allí aprendí muchas cosas y salí un poco de la marcada ingenuidad que me caracterizaba y era propia de años más jóvenes, aunque no había mucha diferencia entre el curso anterior y este. Aquellas monjas eran muy finas y más estiradas que las humildes hermanitas de la caridad. En su refinamiento se les notaban ciertas posturas soberbias que no me hacían ninguna gracia. Tenían, por otra parte, una rigidez, que estimulaba en gran medida la disciplina, quizás demasiado. Pero, no obstante, me quedaron unos bellos recuerdos de la casa que fue mi hogar durante un año.

— Bettina, la hermana San Luis te enseñará cómo son las celdas de las alumnas, los horarios de mañana, tarde y misas.

—Muy bien.

—Nos levantamos a las siete, nos vestimos en un cuarto de hora y con el velo nos presentamos en la capilla, y atentamente seguimos la Santa Misa. Quien no se levante tendrá un castigo. Habrá dos estudios hasta las once de la noche. Entonces iréis a dormir.

“Me paseé por el amplio patio del colegio, entre sus setos y praderas verdes. Los columpios eran un maravilloso medio de eludir la realidad, como a mí me gustaba a veces. Me columpiaba y soñaba con un mundo fantástico extraordinario, forjado en mi interior. Me paseaba por las nubes de algodón, por las estrellas de cinco puntas, mientras un delicado sol amarillo besaba todos los contornos de mi cara. Verdaderamente era precioso contemplar la naturaleza desde el columpio. En él pensaba sobre mi vida y mi imaginación volaba a tierras lejanas y exóticas. En aquellos momentos podía haber sido mi mente creativa la que planificase la escritura de algún cuento o relato, e incluso, poesía; pero a buen seguro que no había llegado la hora de semejante hecho.

“Estudiaba mucho, más si cabe que en el colegio de Carrión, y ellas notaban mi esfuerzo. Me animaban, pero no les gustaba que dedicase mucho tiempo al intelecto, dada mi edad y los objetivos didácticos que había para el curso. Hacia la noche, unos ángeles blancos, de un tono perlado, bajaban para acompañarme a la cama y velar mi sueño. Acababa rendida. Soñaba con tener contentos a papá y a mamá, que esperaban mucho de mí.

—Bettina, no toda alumna que saca muy buenas notas tiene al final de curso la banda de honor. Se miran otras cosas también.

—¿Cómo?

—Cómo que tenga buenos hábitos de limpieza.

—Pero yo los tengo.

—Y también que se quede aquí. Creo que te vas a ir a Mérida, ¿no? Por lo menos eso es lo que nos ha comunicado tu padre.

—Pues sí, me iré, pero yo no tengo la culpa de las decisiones que tomen mis padres.

—Otras alumnas regalan jamones de bellota al colegio.

—A mi familia no le gusta eso. Nos parece inmoral. Mis padres no se educaron en colegios de monjas, pero saben lo que está bien y lo que está mal.

—¿Lo has dicho con segundas?

—No, hermana, con primeras de todas todas.

“El rosario de la Aurora. ¡Qué bello espectáculo! Y sobre todo ¡cuánto frío pasábamos! Y sin que lo decidiéramos por nuestra voluntad. Era obligatorio. En un patio amplio a las siete de la mañana en punto tenía lugar esta ceremonia. Íbamos vestidas con uniforme gris y chaqueta del mismo color. Otra parte de la indumentaria era un velo blanco largo, atado al cuello y una vela encendida en la mano. La procesión seguía alrededor del recinto hasta que se terminaban los rezos. ¡Menudos resfriados cogíamos! Pero para las monjas aquella plegaria impuesta tenía mucho valor.

—Julita se ha quedado en la cama. Mañana, sin recreo. Solo piensa en dormir. No sabe lo que es un sacrificio.

—Vive en Madrid, y allí se pasa muy bien.

—Tiene que disciplinarse mucho. ¿Cómo va a afrontar la vida en el futuro, con lo dura que es…?

—Hermana, ella no piensa así. Solo vive el presente. Dice que está en crisis. Tiene quince años.

—¡Pamplinas! En mi época andábamos más tiesas que una vara. Es que los padres de ahora son muy consentidores.

“En aquellos momentos hadas de blanco y heladas como la misma nieve me venían a visitar. Yo notaba cómo sus frías manos se posaban sobre mis mejillas, sobre mis piernas, sobre todo mi cuerpo, y me acordaba de una manera tan vívida de los naufragios, cuando Ulises llegó a aquella isla en la que se encontró a Circe, la bruja. Debió de pasar un frío tremendo. Pues me identificaba con él. Y a continuación venía la misa, a la que llevábamos un velo corto transparente, prendido con un alfiler. Era obligatorio, y si no una no se lo ponía, le echaban una perorata de cuidado…

—Virginia se ha dejado el velo en la habitación. No se ha dado cuenta. ¡Vaya bronca que le va a tener! No quiero ni pensarlo.

—Es que, hija, se fijan en unas cosas tan tontas. Ya ves, ¿qué más dará que traiga velo o no?, decía Alfonsa.

—Yo no lo veo tan importante, pero cuando ellas lo dicen…

“Recuerdo que por entonces tenía aquella misma tarde un examen de religión, y se me ocurrió llevar el programa de la materia a la capilla, para repasármelo mentalmente. Los ojos escrutadores de las hermanas, que me conocían de sobra en este punto, se fijaron en mí, como si se tratara de un hereje, y no dejaron de increparme después de la celebración. Mis pocas habilidades sociales de entonces salieron a relucir y un rubor emergió en mis tiernas y jóvenes mejillas. Me sentía incómoda, porque en mi conciencia no había hecho nada malo, aunque ellas se molestaron mucho. Aquello me dejó un amargo regusto.

—Bettina, ¿qué estabas haciendo en misa?

—Es que tengo un examen de religión… estaba repasándola.

—Pero no atendías a la misa.

—Es que en estos momentos doy más importancia al examen.

—Hay cosas más importantes que estudiar…

—Sí, hermana, contestó Flora, echarse un buen novio, ¿verdad?

—¡Desvergonzada! ¡cállese!

—¿Por qué me voy a callar? Sabemos que la superiora tuvo un novio un montón de años, y como la dejó ante el altar con todo compuesto, se metió a monja.

—¡Usted qué sabe! ¡prepárese para el castigo que va a recibir!

“Me importaba mucho parecer guapa, gustarme y gustar a los demás; por eso empecé a pintarme el rabillo de los ojos. Me daba mucha vergüenza hablar con los chicos, no tenía experiencia. Había algunas compañeras que ya salían con sus novietes. Amparo estaba pensando siempre en él, por eso no daba golpe y suspendía casi todo. Cuando íbamos a recoger las notas mensuales al salón de actos bajaban a la estancia pájaros de colores maravillosos, pero también negros y de feas formas que daban miedo; seres de terror y lumínicos poblaban aquellos espacios en las mentes imaginativas de unas jovencitas que vivían los más variados acontecimientos y estaban condicionadas por las diversas circunstancias experimentadas en su corta existencia.

—Usted se está labrando un porvenir muy negro, Amparo, ha suspendido todo. Pero ¿qué hace?

—Bettina, tiene todo con notables y sobresalientes. Ha recibido el premio de Excelencia.

—Estoy muy contenta de ello, pero también me da pena de mis compañeras, que por el motivo que sea no han podido rendir mínimamente.

—Ellas se lo han ganado. No las defienda. ¡Los novios distraen mucho!, ¡la falta que les harán a estas edades los novios!

“Hacían distinciones en público, y no creo que eso fuera educativo, porque la consecuencia de ello era aumentar la insatisfacción de la pobre víctima, de sus ilusionados y prematuros amores. Recuerdo también a la madre superiora, una mujer que había ingresado en el convento a causa de un desengaño amoroso, pero que no tenía auténtica vocación.

—Esta mujer de la limpieza tiene una cara de oso, que no puede con ella, afirmó Sor Temerata.

—Sí, es un poco fea, pero que va a hacer la pobre, si nació como nació.

“A mis compañeras les parecía una imprudencia el que hubiera dicho semejante afirmación. Alta, delgada, y más que nada huesuda, parecía ella misma el propio reflejo de la muerte. Sus andares tiesos, su empaque y estiramiento denotaban su soberbia. Había que hablarle cuidadosamente porque si le caías en desgracia… ¡todo producto de su resentimiento!

banda de honorprimer diploma de honor.

—¿Es usted el padre de Bettina?

—El mismo.

—Ya sé que se van de aquí. ¿Lo han destinado a Merida? Es un sitio muy bonito. Echaremos de menos a su hija, porque ha sido muy buena alumna y muy buena persona. Tendrá en el futuro éxitos académicos, ya lo verá. Le hemos dado el primer diploma, que es un buen mérito. La banda se la ha llevado otra alumna que va a quedarse aquí el año próximo.

Esa fue mi despedida, porque nunca más volví por allí, aunque muchos años después me personé en donde había pasado una etapa importante de mi historia y me llevé muchas sorpresas. La mayor parte de las hermanas habían muerto y aquel edificio lo compró el OPUES DEI.

—Y así fue, Maite. Ya no las volví a ver más. Te contaré todo lo que me pasó en Mérida. Quiero que veas cómo se cruza el destino en las decisiones que libremente tomamos.

—Es un tema muy interesante que a mí también me ha hecho pensar lo mío. Conforme va pasando el tiempo y nos ocurren muchas cosas que no nos explicamos, uno se plantea qué factores intervienen en los acontecimientos que salen a nuestro paso y a qué se debe el que nos veamos metidos en determinadas situaciones.

—Sí, es algo que te lo cuestionas con el tiempo y después de haber pasado múltiples experiencias en tu trayectoria, es algo que se reflexiona ya en la vejez, aunque puede haber personas que piensen en ello de más jóvenes.