Lacrimosa
(La rosa silvestre)

 

 

 

Eva-Marie Liffner

 

Traducción de Carmen Montes Cano

© Eva-Marie Liffner 2011

© De la traducción: Carmen Montes Cano

© de la traducción: Enrique Bernárdez

Edición en ebook: julio de 2017

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-17281-42-7

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Contenido

Portadilla

Créditos

Autora

 

La pálida muerte

Lupus in fabula — En casa de Mister Ross

Odi et amo — En el golfo de Finlandia

Nocturno

Hacerlo igual

En el interior del Gran Monstruo

Ars amandi – Una lección de amor

Hinc illae lacrimae — De ahí esas lágrimas

Yo también he estado en la Arcadia

A un gato lo llamo un gato

De la mudable especie de los poetas y un signo ?

El vestido hace a la dama – Rose

No es de recibo que un solo pasajero retrase a toda la embarcación

Aquí está el delicioso jardín de la muerte - Ross

Cómo el espíritu pone la materia en movimiento. Al servicio de Ma Barter

Ópera bufa

«Love, un poquito mejor de lo que dice su fama» Estocolmo, 1851

Apartada y olvidada

Amor fati

Piscator y Venator

Baja el telón

Finis – La lira de Orfeo

Contraportada

Eva-Marie Liffner

(Gotemburgo, 1957)


Novelista y periodista sueca. Se ha hecho un hueco en la literatura escandinava contemporánea gracias a sus obras, de gran calidad literaria y con una atmósfera particular, en las que la ficción histórica y el misterio se combinan para producir una escritura a la vez seductora y apasionante. Estimulada por una fascinación profunda y genuina hacia los tiempos pasados, Eva-Marie Liffner tiene un raro talento para evocar el estado de ánimo de una época concreta. Su trabajo ha impresionado a los críticos de la literatura de ficción y la novela negra, y ha recibido premios en ambos géneros.

Entre sus obras destacan Camera, ganadora del premio Swedish Academy of Crime Writers y Lacrimosa, de próxima aparición en esta misma colección, que fue nominada al Premio de Literatura del Consejo Nórdico.

La pálida muerte

Tumba número 555 / véase también A (Almqvist),

así como H (Haartmann).

Descripción de los trabajos* / ofic. señor Frisch, Heerdenthor Friedhof, Bremen/ tumba n.º 555, prof. Karl Westermann/C.J.L. Almqvist, †26 sept. 1866, Humatio pauperis, tumba anónima, sector nordeste, campo menor. 30 sept. / Exhumatio 12 oct. Ataúd abierto para identificación pos., Maria Almqvist (hija) + piedra de Pórtland ++ inscripción: Carl Jonas Ludvig Almqvist / Tempus omnia revelat (el tiempo todo lo revela), en caracteres lat. Ceremonia sencilla = 15 marcos, 7 chelines, pagado.

Nueva anot., oct. 1901 / tumba n.º 555, Exhumatio, ofic. señor Müller, tumba clausurada/fin de contrato. Ataúd abierto el 27 oct. Restos mortales examinados, Heerdenthor Friedhof, señor prof. Karl-Otto Haartmann** / restos mortales enviados a Suecia el 6 de nov., 1901.

*Cédula de inscripción, Heerdenthor Friedhof (traducción del alemán).

**Cofre; cartas, anexos, Heerdenthor Friedhof.

Carta al señor Sebastian Wenger, Friedrichstrasse, n.º 12, Berlín. Archivada en H, Haartmann, Karl-Otto, doctor en Medicina, profesor de Patología, Bremen.

15 de abril de 1902

¡Wenger, queridísimo cuñado!

¡Sólo unas líneas escritas a toda prisa en el transbordador camino de Heligoland! ¡Los dos estamos contentísimos de que hayas regresado a tu guarida de Friedrichstrasse! ¿Qué te pareció América, qué te pareció Boston? ¿Te mareaste mucho en el barco? Nos lo has de contar con detalle cuando nos veamos, que espero sea muy pronto. Nosotros volveremos a casa el lunes, a más tardar, antes incluso, si está en mi mano. Perdona los borrones, pero el saludable viento marino azota a gólpibus, me arrebata continuamente el sombrero, y a Rosalie, el abrigo, y ¡ya avistamos la aguja rocosa de Lange Anna! ¡Continuaré desde la casa de huéspedes, en cuanto Rosa se haya acomodado en la terraza!

Ya está, ya en el dormitorio. Como recordarás, esta queridísima ciudad nuestra recibió mediado el mes de mayo una consulta de Estocolmo. Una carta con siete flamantes firmas de la Real Academia, todo muy fino y elegante, y der Geist era que «en nuestro cementerio de Heerdenthor Friedhof tenemos alojado a uno de los Gigantes Literarios de Suecia y si no podríamos, a cambio de una suma razonable, tener a bien cederles el cadáver. Vielen Dank!».

En fin, seguramente sabrás que incremento mi peculio con alguna que otra inspección de cadáveres en Friedhofen; además, eso me ofrece la posibilidad de perfeccionar mis conocimientos de patología y sus formas degeneradas, ya que el cementerio H. F. recibe tanto a los pobres desgraciados del Hospital como a los de la Prisión Municipal. Ahora bien, esta tumba no era objeto de ningún litigio per se, por lo menos no en la situación actual, porque, aunque Carl Jonas Ludvig Almqvist fuera un hombre buscado por la ley en su día, el pobre profesor murió en la miseria en 1866, conque se trataba de un proceso antiguo. Y ahora, al meollo del asunto. Verás, ya sé que te apasionan Poe y Hoffmann, así que aquí pongo a tu disposición una historia extraordinaria.

El 25 de octubre de 1901 recibí un billete del señor Moritz Müller, el caballero que se ocupa de una cuestión tan delicada como las exhumaciones, con el mensaje de que en el H. F. requerían mis servicios. Yo me figuraba que el asunto algo tendría que ver con la tumba de Almqvist, así que, precavido, eché en el maletín un frasco de fenol para prevenir contagios de males de antaño, habida cuenta de que, según los planos del cementerio, el ataúd se encontraba en el sector nordeste, junto con las víctimas del cólera que azotó la ciudad de Bremen. Ah, sí, por cierto, traté de averiguar de qué había muerto el buen hombre en realidad, pero en el atestado sólo se leía anotada la palabra Sehnsucht (nostalgia), ¡lo que no me aclaró gran cosa! Sea como fuere, la noche del 27 el señor Müller, mi ayudante, Max Fuchs y yo entramos en campaña. Hacía una noche de tormenta y lluvia torrencial y hubimos de recorrer un buen trecho sin otra luz con la que alumbrarnos que la de unos candiles, un peregrinaje más que arriesgado por entre hondos pozos de fango, ya que todo el sector nordeste de Friedhof está en plena transformación. El señor Müller guiaba la marcha, con el candil balanceándose en alto, por encima de la cabeza. Max, el pobre infeliz, estuvo a punto de caer en un agujero al cruzar un paso estrecho, ¡pero quien esto firma lo salvó en el último instante! E. T. A. Hoffmann no habría podido pintar mejor aquella escena, ¡tenlo por seguro!

En fin, unos sepultureros nos esperaban in situ, dos hombres fornidos, que ya habían descubierto el ataúd y habían estado lo bastante avispados como para levantar una lona sobre el hoyo, por si hubiera que abrirlo al aire libre (¡no te voy a incordiar con historias de gases y otras cosas desagradables!). Uno de los hombres me llevó enseguida a un aparte y me susurró al oído que «debía saber que ya lo habían abierto», pero lo tranquilicé diciéndole que «yo ya lo sabía, que estaba registrado». Total, el pobre Max tuvo que saltar a la tumba para examinar el estado de la madera. ¿Sería posible levantarlo? Y ahora, querido cuñado, llegamos a lo curioso…

Era cierto que ya habían abierto el ataúd, y luego lo habían cerrado tan de cualquier manera que los cantos no encajaban del todo, y una estrecha franja de oscuridad asomaba por el borde izquierdo. Max me gritaba: «¡Señorrr, doctorrr Haaartmaann!», yo le cogí al señor Müller el candil y bajé a la tumba, mientras el viento silbaba como mil demonios alrededor de la lona. No quedaba ni un solo clavo en la madera, y en la tosca tapa del ataúd se leía grabado el nombre de Karl Westermann, el nom de plume con el cual habían inhumado al pobre profesor cuarenta años atrás. Nada extraño, si la talla no hubiera sido tan reciente que, a la luz del candil, relucía el color claro (¡!) de la madera de pino. Le pregunté a gritos al doctor Müller, «¿Es éste el sitio?», mientras Max trataba de entreabrir cautelosamente la tapa. Sin éxito.

¿Recuerdas todas las historias de fantasmas que Rosalie, tú, yo y nuestra querida niña nos contábamos el verano pasado en Wangerooge? Te aseguro que todas me vinieron a la cabeza en aquel momento, intrusas e inoportunas. ¡Me llama Rosa! Seguiré después.

Acabamos de comer arenque ahumado y patatas cocidas a punto de puré y col agria con nata, todo regado con cerveza rubia y todo en un revoltijo tan tremendo que me martillea el corazón y me burbujea el estómago. Pero la bella Rosa está convencida de que «el aire es aquí tan saludable que nos hará bien a los dos», y no seré yo quien le lleve la contraria a la juiciosa de mi mujer.

La tumba número 555. Pues sí, allí nos encontrábamos, y la tormenta otoñal seguía arrasando con furor por sobre nuestras pobres cabezas. Dies irae, dies illa! El bueno de Moritz Müller se agazapaba debajo de la lona, poniendo buen cuidado de no caer en el hoyo. El saber de la experiencia, nicht wahr? La tierra plomiza despedía un denso aroma a hierro; con total seguridad, procedía de todos los cadáveres que el mantillo había tenido que digerir, y Max Fuchs, que todavía está un tanto verde en la profesión de médico y que es nuevo en el gremio de los exhumadores de cadáveres, con el naso lívido, evitaba mirar tanto a la derecha como a la izquierda en el terraplén de humus. En todo caso, los dos agarramos bien la tapa y tiraaamos, pero aquellos bastos maderos se negaron a soltarse, como si una fuerza invisible hubiera estado sujetándolos por debajo…

En aquel momento aciago empezó a llover a mares y tal que si el agua hubiera poseído un singular poder mágico, cedió la madera, la tapa salió volando, ¡pum!, y se llevó por delante al pobre Max. Anduvo unos instantes arrastrándose a gatas, cubierto de tierra, con los ojos y la boca emparedados, un golem genuino. El señor Müller se mostró resuelto. Yo bajé el candil. Me temblaba la mano. Me latía el corazón. Me preparé para una visión desagradable, pero en el ataúd no había cadáver, ni tampoco el menor rastro de que hubiera habido alguno, ni profesor ni hombre llano. En cambio, sí que se veía extendido en toda su longitud un precioso vestido de terciopelo de color verde claro. «¡Café y cognac en el salón, Karl-Otto!», anuncia Rosalie.

Sea como fuere, no estaba solo el vestido en el ataúd. Había, además, una toca sencilla de una criada, atada con un nudo, y algo que parecía un manuscrito, todo seco por completo, como si no llevara allí dentro más que unas horas. Y puede que así fuera, aunque los dos sepultureros habían asegurado que la tierra estaba intacta y el mantillo bien apelmazado encima de la tapa. Ahí tenemos, pues, un misterio, lieber Wenger. ¿Se habrá colado dentro un mono, como en la rue Morgue, o un ser glotón, con el corazón de un topo y el natural de un lobo? En todo caso, como presa de un singular arrebato, lo reuní todo en el maletín antes de gritarles a los otros dos bien alto y muy alterado: «¡Aquí se han colado los saqueadores! ¡La tumba está vacía!». En ese momento se activó Moritz Müller, pues Heerdenthor Friedhof es su distrito fiscal, y los cadáveres son responsabilidad suya. Con agilidad inesperada y felina bajó de un salto al ataúd y empezó a golpear y a examinar con las yemas de los dedos cada palmo de madera —y aquí viene lo último y lo más extraordinario: el cajón carecía de suelo, al igual que el gabinete de un mago; había cuatro planchas laterales y una puerta indócil, nada más.

Por mucho que me cueste decirlo, hay un epílogo. Rosalie se ha retirado a dormir y, la verdad, me avergüenza escribir esto, cuando veo esa carita preciosa olisqueando el almohadón. Wenger, ¡todo es una cuestión de vida y propiedad, naturalmente! ¿No es así, mi querido cuñado, siempre que nos debatimos entre el bien y el mal? No temas, no he matado a nadie, sólo he cometido eine kleine sustracción que no ha causado perjuicio a ningún alma viviente, y sobre este punto puedes creerme al pie de la letra.

Dos días después de nuestra debacle en el cementerio, la formidable fräulein Ellen Key1 escribió al Consejo Municipal para indagar acerca de «cómo se estaba desarrollando la cuestión de honor del señor Almqvist. ¿Dónde se encontraban ahora sus restos mortales? ¿Podían encargar ya catafalco y velo, albos lirios y azucenas, coronas de flores, penachos y seis corceles blancos para el cortejo triunfal hasta Solna?» .Me remitieron a mí la pregunta. (Rosalie tiene siempre todos los libros de Key en la mesilla de noche, así que imagínate lo nerviosa que se puso al saber de la existencia de esa carta. «Pero, Almqvist, ¿qué es? ¿Un rey de los elfos?»). ¿Qué respuesta había de dar a fräulein Key y a mi esposa? ¿Que el profesor Almqvist se había fugado, pero había dejado tras de sí un vestido? Nein, eso no puede ser. Además, yo tenía el botín en la clínica, aún hecho un bulto en el maletín, y lo primero que quería hacer era inspeccionarlo.

Esperé hasta tarde. Max Fuchs estaba en casa con neurastenia desde la noche de la tormenta, así que sólo tenía que esperar a que se fuera la mujer de la limpieza, frau Lust. A las nueve se despidió, armando un ruido fastidioso con el cubo y la escoba.

Empecé por el vestido. Era, como te decía, una pieza hermosa, aunque anticuada por demás. Se me ocurrió que podía ser una prenda de teatro, porque todo era brillante y grueso, como si una sirena o una guardiana del bosque, asustada, hubiera mudado la piel en mis manos temblorosas. En medio del escote, en el lugar del corazón, colgaba un hilo suelto, como si faltara algo. Dejé a un lado el vestido y me lavé bien las manos con alcohol antes de abordar la toquilla. Resultó ser un nudo gordiano el que tenía, y después de hora y media tironeando, cogí unas tijeras y la corté. Tris-tras. De aquel tejido grosero salió rodando una perla ¡tan brillante y tan preciosa como no has visto otra igual! No totalmente redonda, sino en forma de gota. ¡Vale una fortuna, Wenger! Nunca había poseído nada similar, y allí la tenía ahora y ni un alma viviente sabía de su existencia. Excepto yo, excepto tú, ahora… Una caja vacía era cuanto Moritz había visto, una vergüenza, un escándalo. Algo que callar, nicht wahr? Pero la perla no era lo único que había envuelto en la toca. Doblada alrededor de la joya, como el pétalo de una flor, había una fina tira de papel. Y en ella se leía algo escrito, palabras que luego me aclaró mi amigo Richard, el filólogo, una sola línea, no más. «A mi padre, si es que lo tuviera», dice. Dime si no es éste un misterio digno de Hoffmann, ¿no crees?

Me quedé un buen rato allí sentado con la perla en la mano y noté cómo se le caldeaba aquel corazón, suave como el terciopelo. Era, verdaderamente, como si el corazón de una rana me latiera en la palma de la mano, un latido débil pero inequívoco. Yo soy para ti, tú eres para mí. En la superficie redondeada de su mejilla había un puntito negro, un lunarcito igual que la mota de pólvora que a veces le retiro de la piel a Hubertus el cazador. ¿Cuál era su historia?

Fui al aseo, me enjuagué la cara con agua helada y, cuando me vi en el espejo que había encima del lavabo, tenía en los ojos el lustre liso y gris de la perla, por mucho que parpadeara. Eran las cuatro de la mañana cuando me desperté por fin de aquel sueño de loto y, adormilado, decidí concertar cuanto antes un tête-à-tête con el señor Müller.

Encontramos un muerto apropiado en el sótano de la prisión municipal. Un hombre pálido y estragado, un despojo que, por otro lado, había fallecido hacía tan sólo una semana, pero tan maltrecho estaba el cuerpo que bien podía pasar por un cadáver de medio siglo atrás. La marca violácea que lucía alrededor del dedo del pie lo daba por «¿Homicida, quizá asesino?», ya que le clavó a su mujer un hacha en la cabeza y murió en el mismo instante de un ataque al corazón, pero nadie sabía si los músculos y los nervios empezaron a dar sacudidas por sí solos y el hombre estaba muerto cuando el hacha cayó con tan desafortunado desenlace. Todo aquel que ha visto a una gallina recién degollada corretear en círculos se hace cargo del escollo jurídico y galvánico, pero no por ello estaba menos muerto. En vida se llamó Franz Ecker, y ahora iba a cambiar el nombre por el de Señor Profesor Almqvist, ¡y se convertiría en un hombre culto!

Le pusimos un chaleco y un sobretodo negro, le peinamos las greñas con pasta de zinc gris y lo tumbamos en un ataúd bien pulido, en la sala contigua a la caldera; y, una semana después, cuando se presentaron aquí cuatro caballeros de Estocolmo bien regados con ponche, les hicimos entrega de nuestro Franz muy ceremoniosamente y recibimos en compensación un giro bancario por valor de «trescientos marcos», así como el agradecimiento personal y sentidísimo de cierto barón Von Heidenstam2 o algo parecido… El ataúd no llegaron a abrirlo.

El manuscrito, dirás… Y la perla. Pues sí, la perla se encuentra ahora engarzada en un colgante de oro, y reluce en el pecho de mi querida Rosalie tan pronto como vamos al teatro o nos movemos en sociedad. Rosa bromea y dice que hallaron el huevo nacarado en la arena de Wangerooge, ¡así que este verano acudirá allí todo el mundo en masa! El fajo de manuscritos con la traducción de Richard lo enviaré después de esta carta, ya que tú, Wenger, que eres un hombre leído e ilustrado, comprenderás esas cosas mejor que un pobre médico de pueblo, que se da por satisfecho con hallar solaz en este mundillo. ¿No conocerías tú ya al profesor Almqvist? La historia se titula Lacrimosa, la misma raíz que en la palabra «lágrima», y es un relato peculiar y bien triste, sin duda.

Tu siempre afectísimo cuñado,

Karl-Otto Haartmann

P. D.: ¡Rosa te manda recuerdos!

1 Ellen Key (1849-1926), escritora y feminista sueca autora de obras de contenido político, social, pedagógico y de crítica literaria, escribió en 1897 un libro titulado El poeta más moderno de Suecia: Carl Jonas Ludvig Almqvist. (N. de la T.).

2 Verner von Heidenstam (1859-1940), poeta y novelista sueco, miembro de la Academia Sueca, galardonado en 1916 con el Premio Nobel de Literatura, coetáneo de August Strindberg y, con el tiempo, enemigo suyo, en lo político y en lo literario. (N. de la T.).

Lupus in fabula — En casa de Mister Ross

Un ser humano se convierte en aquel que dice ser. Rey o desharrapado, simple o juicioso. No me dirán que no es algo extraordinario. El relato se convierte en una túnica de Neso para toda la vida, el doloroso atavío de la ficción primera oculta quién eres de verdad. Es como observarse a través de un espejo deforme, siempre con los rasgos cuidadosamente ordenados. La imagen se parece a ti, pero nada más.

Vagamente se oye el tono broncíneo de las campanas de la torre medieval de San Lorenzo. Es la hora de la cena. Una fiebre mortífera arrasa en los barrios pobres, y hombres y mujeres se agolpan asustados delante de la catedral para conmover al santo incluso a la hora más ardiente. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me atreví a bajar allí a la luz del día. Sólo la noche es inocua para estos ojos carbonizados. Mis súplicas me las guardo para mí, y hoy espero a un huésped. Ya puedo entrever al joven a lo lejos o, más bien, el sombrero claro mientras se esfuerza al subir las cuestas pedregosas de La Superba. Más que verlo, sé que cada paso que da provoca un derrumbamiento en el sendero, esquirlas afiladas que se precipitan por las rajas del empedrado antes de desaparecer en las profundidades. El camino a mi casa sube por tan empinados barrancos que ni siquiera los burros, tan musculosos, son capaces de traer hasta aquí una carreta. Árboles de cítricos polvorientos se inclinan mustios sobre bancales semiderruidos, como si las raíces, desesperadas, trataran de mantener compacta la tierra con sus dedos grises. Laureles y mimosas tejen densos matorrales leñosos, aromáticos pero impenetrables. La villa tiene a su espalda la última estribación de los Apeninos, y la montaña dispone de sus propios bastiones. Éste es el reino del gato montés. De los forajidos. Del águila real. Aquí no entra nadie sin pasar una prueba minuciosa, y un buen arañazo en la piel es la contraseña.

Aguzo la mirada. El joven lleva una valija, eso es seguro, un maletín fino. ¿Es él el cronista de la vida de mi padre? De no serlo, ¿qué lo ha traído aquí? Yo sólo he recibido una carta con una firma desgarbada que a duras penas puedo descifrar.

Callan las campanas, dolce, como si dudaran de que alguien las hubiera oído. Parpadeo con los ojos resecos. El aire ardiente del verano evoca huestes fantasmales en el golfo de Génova. Naves empalidecidas por la niebla bogan libremente frente a las baterías costeras de San Giuliano, pero en lugar de disparar salvas, se desvanecen en la nada cascos y velámenes, en el agua y en la sal marina de esta armada del rey Neptuno, que navega sin mandato humano. Las alas de las aves marinas sesgan la niebla de parte a parte. Una leve brisa se mueve somnolienta por entre las parras inveteradas que enmarcan mi terraza. El viento me arranca de la mano la carta, que va a parar al suelo, y la vieja gata se sobresalta en pleno sueño. Pero no es ella, Bastet, de las que se despiertan fácilmente, no la despierta el crujir de una pajarita de papel ni la promesa de un mensajero de países olvidados. Ahí está, ya se ha detenido. Fuera el sombrero, a ver ese pañuelo, se enjuga la frente y la coronilla con el tejido de lino. Sí, desde luego que hace calor, lo sé por la luz. Blanca, blanca. El mensajero, Lysander, tiene un rodal calvo en la cabeza. Ahí está, ya me ha venido el nombre, en cuanto he dejado de pensar en él, siempre ocurre lo mismo… No es tan joven, pues, o ha envejecido prematuramente a causa de las preocupaciones, de las penurias y las luchas de la vida. Son cosas que pueden pasar. Lysander era sin duda el capitán de la flota de Esparta, así que quizá me haya equivocado. ¿De verdad era una armada de sombras la que ha arribado al puerto? Lysander alcanzará esta cima enseguida. ¿Que cómo voy a presentarme? Como mister Ross, naturalmente.

Tomamos té en el salón. Yo habría preferido algo más fuerte, pero hay que mantener la cabeza sobria. Sofia deambula contrariada de la cocina al salón, murmurando reproches inaudibles. Va balanceando ese cuerpo y esas caderas rotundas. No está acostumbrada a que tenga huéspedes. Ella y su hijo Nino me ayudan con la mayor parte de las necesidades básicas de la vida. La cocina y la colada. Son personas sencillas, que se contentan con preocuparse por el calor, el viento y la lluvia y que, dócilmente, me dejan en paz con mis libros raros y mis recuerdos. Ya se mete en la cocina con una última sacudida airada de la cabeza. Ha dejado una bandeja de galletas de santos, blancas y duras. Yo cojo un san Bartolomé y mojo la masa azucarada en la taza antes de dejar que se me deshaga en la lengua. El reloj que hay en la repisa de la chimenea resuena con un tictac seco, el salón está en semipenumbra tras las ventanas a medio cerrar. Lysander está sentado en la chaise longue con las rodillas muy juntas, como una doncella angustiada a la espera de un pretendiente. Los zapatos han quedado muy rozados y polvorientos después de la escalada, el traje de hilo se ve mojado y con manchas de sudor. No como un hombre de la flota Esparta, después de todo. Me permito relajarme, pero no demasiado. Lysander carraspea nervioso, deja la taza en el plato, en el silencio se oye el tintineo de la porcelana. La gata, que también ha buscado refugio en el lecho apolillado, se desliza y sale de nuevo al sol. Yo espero armado de paciencia.

—A Bartolomé lo desollaron vivo, ¿lo sabía, profesor Lysander? —Le enseño sujetándola en alto la galleta a medio comer. Un hombre blanco sin cabeza. Descabezado a mordiscos. Lysander sonríe nervioso. Deja la taza y el plato en la mesa inestable. Me resulta extraño hablar en sueco. Las palabras se me antojan duras y difíciles de manejar. Me meto en la boca el resto de la galleta y me la trago sin masticar. Ahí está. El cuerpo de Cristo. Sofia se persignaría si pudiera oírme el pensamiento.

—Es usted muy amable al recibirme, mister Ross —dice Lysander al fin.

Asiento, animándolo, y espero a que continúe.

—Entiendo que conoció usted a nuestro gran escritor, ¿estoy en lo cierto?

Yo aguardo, no digo nada.

—El autor de La rosa silvestre. Almqvist.

—Sí, así es. —Elijo otro santo, al azar esta vez. Lysander sigue con nerviosismo mis movimientos. Hay algo repugnante en sus ansias. Como la voracidad de aquel que nunca ha comido hasta saciarse. Que nunca ha entrado en calor de verdad. El hombre está lívido y tiene un aspecto grisáceo, aparte de una línea roja que le atraviesa la alta frente, allí donde le rozaba el sombrero. Puede que a mí no me guste mirar en el espejo… Dejo la galleta en el plato, asqueado de pronto de esa dulzura vomitiva—. Sí, es cierto, yo conocí personalmente a Carl Jonas Love Almqvist. —Y otra vez se hace el silencio unos instantes.

—¿Y puedo preguntarle por las circunstancias de su… relación? —Lysander ha echado mano del maletín, suelta correas para poder tomar notas. Escribir historia.

Reflexiono unos instantes antes de responder. He aquí que ahora soy yo quien posee el pasado.

—Almqvist me dio el ser, me lo enseñó todo y me arrebató el amor de mi vida —dijo al fin—. Por eso lo odio.